Así era un juicio en el siglo XVIII

Imagen del Tribunal Supremo, que ocupa un edificio del siglo XVIII.

Juan Pedro Cosano (Jerez, 1960), abogado y escritor, creador del personaje de Pedro de Alemán, abogado de los pobres en el Jerez del siglo XVIII. De él ha publicado tres novelas (El abogado de los pobres, Llamé al cielo y no me oyó y Las monedas de los 24, sobre la que le entrevisté en XX Siglos) y con su primera obra ganó el premio Abogados de novela en 2014. En esta serie mezcla novela histórica, thriller y tramas judiciales. En este artículo, Cosano explica cómo era un juicio en el siglo XVIII y cómo ha recreado esa actividad en sus novelas.

Un juicio en el siglo dieciocho

Por Juan Pedro Cosano | Abogado y escritor | @JUANPEDROCOSANO

La licencia literaria es la libertad que se toma el novelista para transformar o modificar a su antojo una realidad preexistente. Desde este punto de vista, he de confesar que, en mis novelas sobre Pedro de Alemán, el abogado de pobres del concejo de Jerez en el siglo XVIII, he sido más o menos respetuoso en la escenificación de los procesos civiles que transcurren en las novelas, pero que me tomado muchas licencias a la hora de narrar los juicios penales, que son, sin duda, los que caracterizan mis obras.

En el Dieciocho, el proceso civil era prácticamente igual que el que ha regido en España hasta los albores del siglo XXI, cuando se promulga la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil. Era un proceso fundamentalmente escrito, que comenzaba con la demanda del actor, la litiscontestatio o contestación de la demanda por parte del demandado, los escritos de proposición de pruebas, la práctica de las mismas, el escrito final de alegaciones resumiendo las probanzas practicadas y la sentencia. Para quien tenga interés en conocer algo más sobre la materia, recomiendo la monumental obra de Francisco Antonio Elizondo, “Práctica judicial forense en los tribunales del reino de España y de las Indias”, que se puede encontrar digitalizada en la red.

El proceso penal era, sin embargo, bien diferente al que hoy conocemos, que es un juicio esencialmente oral, que se dilucida en su fase de plenario ante un tribunal público. Sí he sido fiel, creo, al reconstruir las instrucciones de las causas, con las declaraciones de acusado y testigos y peritos, las requisitorias, los pregones, las diligencias de embargo y, sobre todo, la práctica de la tortura, que tenía una importancia desmedida como medio de demostración de la culpabilidad y constituía un instrumento coercitivo cuyo fin era obtener la confesión del reo. Todo el andamiaje estaba montado para conseguir la prueba perfecta: la confesión del acusado. Y ello aunque, curiosamente, sólo se consideraba desvelada la verdad cuando el atormentado confesaba su culpabilidad en el acto del tormento y ratificaba su confesión después de la tortura, pero no si el torturado sostenía, antes, durante y después del tormento, su inocencia. De modo que el pobre hombre que, después de ser sometido al tormento del agua o del potro, se desdecía luego de su confesión por tan crueles medios obtenida, veía que todos sus sufrimientos no habían servido sino para sajarle las carnes y acortarle la vida.

Pero si he intentado ser fiel en la recreación de las instrucciones de las causas, no lo he sido tanto, ni mucho menos, en la escenificación de los juicios. De principio, mis lectores habrán podido constatar que en todas mis novelas aparece como uno de los personajes principales el juez de lo criminal de residencia del corregimiento. En El abogado de pobres, era don Nuño de Quesada y Manrique de Lara; en Llamé al cielo y no me oyó y en la recién publicada Las monedas de los 24, don Rodrigo de Aguilar y Pereira. Pues bien, la creación de esta figura del juez de lo criminal es la primera de mis licencias literarias al respecto. Y curiosamente, y a pesar de que sé que mis novelas han sido comentadas en más de una facultad de Derecho, nadie me ha advertido nunca de la invención. Porque, en realidad, quien impartía la justicia penal en los concejos era, por lo habitual, no ese ficticio juez de lo criminal, sino el propio corregidor. Resultaba, sin embargo, que me era más cómodo alejar de los juicios a esa figura iletrada y política e introducir la de un juez que, aunque también lego en Derecho y asesorado por un letrado, podía ser más naturalmente aceptable  para el lector.

La segunda y fundamental licencia literaria afecta al desarrollo de la fase plenaria de los juicios penales. En mis novelas, los juicios criminales se desarrollan tal como hoy en día conocemos al juicio público: enfrentamiento entre fiscal y defensor bajo el arbitrio de un juez que modera los debates, durante el cual se practican oralmente las pruebas testificales y periciales y que concluye con el alegato final de las partes. Nada más lejos de la realidad: por lo pronto, como decía Tomás y Valiente, en el siglo Dieciocho,  quien estaba llamado a dispensar la justicia, el juez, era también quien desde el principio, por medio de los autos, parecía querer imponer la verdad subjetiva que tenía por cierta, haciendo uso de temibles instrumentos para forzar los hechos, más que para reconstruirlos. Todo el sistema parecía diseñado para conspirar en contra del reo. Se partía de la presunción de culpabilidad y era poco menos que imposible persuadir a la justicia de lo contrario. Un simple rumor o una denuncia falaz era suficiente para llevar al cadalso o al patíbulo. Fue en realidad desgraciado el individuo contra quien se iniciaba una causa, por más que protestara su inocencia e invirtiera tiempo y dinero en su defensa.

Las características fundamentales del proceso penal de la época pueden ser enumeradas del siguiente modo: era un proceso escrito y despojado de solemnidades; tenía carácter secreto  durante el período inicial o investigativo; se iniciaba por pesquisa, denunciación y acusación; se procedía luego a la “información sumaria”, que incluía las primeras indagaciones efectuadas por el Juez; si las mismas arrojaban un sospechoso (y normalmente lo había), se le encarcelaba, y en muchos casos, se le embargaban los bienes; en la etapa final se publicaban los testimonios y demás pruebas, la acusación formal, hecha por el Fiscal normalmente, y el escrito de defensa; se dictaba en su caso auto de tormento; y terminada la etapa probatoria, y publicadas las probanzas, si a ello había lugar, se pronunciaba la sentencia. La misma era inmotivada y sin apoyo en la ley. No se citaban leyes reales, partidas o recopilaciones, es decir, no había fundamentación legal ni doctrinal, y se incurría en una indeterminación que ponía de manifiesto el arbitrio judicial, característico en todo caso de la época.

Como podemos ver, todo bien distinto, en sus formas y en el fondo, de lo que hoy es el juicio criminal en nuestro país.

Sin embargo, cuando me preguntan si ha cambiado mucho la justicia penal desde entones hasta ahora (y lo hacen constantemente), suelo responder que no, que no ha cambiado tanto. Es indudable que la tortura (al menos, en la manera en que entonces se aplicaba) ya no existe y que se procura respetar los derechos humanos. Pero, por desgracia, y a pesar de que nuestra Constitución sienta como eje nuclear del proceso penal la presunción de inocencia, cuando leo aquellas palabras sabias de Tomás y Valiente que antes transcribía (“quien estaba llamado a dispensar la justicia, el juez, era también quien desde el principio, por medio de los autos, parecía querer imponer la verdad subjetiva que tenía por cierta, haciendo uso de temibles instrumentos para forzar los hechos, más que para reconstruirlos. Todo el sistema parecía diseñado para conspirar en contra del reo. Se partía de la presunción de culpabilidad y era poco menos que imposible persuadir a la justicia de lo contrario”), me digo que han pasado casi tres siglos pero que todo sigue casi igual. Y lo digo, tristemente, por experiencia. Voto a bríos.

 

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