Novelar a Lope: porque no todo va a ser Cervantes

Captura

Detalle de la cuierta de ‘Lope. La furia del fénix’ (Ediciones B)

En este año (y mes en XX Siglos) tan pegado a la figura de Cervantes, me parecía divertido hablar de su rival literario de la época: Lope de Vega. Porque no todo va a ser Cervantes, que escribe mi invitado de hoy, el escritor Blas Malo que en pleno cuarto centenario de la muerte se ha atrevido a nadar contracorriente cervantina y poner sus ojos (y su pluma) en Lope.

Y ¿por qué Lope? Eso es, precisamente, lo que he pedido a Blas, una de esas nuevas voces del género histórico que ya se ha hecho un hueco tras cuatro novelas (El esclavo de Al-Hamrá, El mármara en llamas, El señor de Castilla y la que ahora nos presenta, Lope, la furia del fénix, todas en Ediciones B) y que ahora que se ha lanzado a novelar parte de la vida de Lope, llena de teatro y aventuras, de lances de amor y acero.

Así que os dejo con este personal texto de Blas sobre Lope, sobre él, sobre por qué merecía protagonizar una novela, aunque fuera en el año de Cervantes…

 


En la piel de Lope

Por Blas Malo (@blasmalop)

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Lope de Vega (Wikipedia)

Hay una imagen de mi niñez que no olvido. El descubrimiento, en la vieja de casa de mis abuelos, de las cámaras. Estaban justo bajo los tejados de teja árabe, al final de todas esas escaleras de viejos escalones de loza partida y arista de madera de almendro, más arriba de la sala con chimenea donde se colgaban melones amarillos del techo con cordeles de esparto. Pasabas junto a la alacena de portezuelas perforadas que guardaba los dulces de manteca en bandejas de lata y llegaba a la puerta siempre cerrada, pero con la llave puesta. Una llave grande, enorme, de hierro y oxidada, pero pulida; muchas manos la habrían manoseado. Al otro lado de la puerta triangular por aprovechar un hueco, estaban las cámaras, donde se tendía sobre lienzos de saco el trigo y la cebada para su secado, y las almendras en septiembre, en penumbra, sin luz directa, con frío seco y constante. Y en un lateral, aprovechando un quiebro de los tejados, aguardaba la estancia misteriosa. Una buhardilla abandonada a su suerte, de techo alto y altura descendente, con un ventanuco en lo más alto que esparcía una luz cenital entre polvo en suspensión de años, décadas, incluso, yo diría, siglos. Una vieja mesa sin silla. Un cuadro estropeado de un rostro triste y anónimo, colgado de mala manera en una estaca. Estantes bajo, llenos de botellas vacías de anís de cristal esmerilado. Cajas, un perchero roto y una puerta que no cerraba, colgada de sus bisagras oxidadas y torcidas. El cuartucho no tenía luz eléctrica, ni falta que le hacía. Había viejos calendarios rurales, con sus hojas convertidas, al cortarlas en octavillas, en una improvisada resma para hacer sumas, restas y anotaciones. Sobre la mesa había una jarra de loza y medio cabo de vela sin consumir. Y mucho polvo. Podías escribir en el polvo. Recuerdo el frío. Y recuerdo pensar que en un sitio como ese podía uno imaginarse a Cervantes escribiendo “El Quijote”.

No recuerdo del bachillerato más que unas breves menciones al Siglo de Oro, ni siquiera se prestaba atención al libro más famoso. Suenan los nombres, en una clase de general aburrimiento. Suenan Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, Calderón… Y poco más me quedó de aquello. Pero no olvidé las cámaras, que daban pie a la imaginación y a revivir épocas ajenas, cada vez que en mi juventud y niñez subía hasta ellas.

Lope. ¿Quién es Lope? ¡Todo el mundo ha de oír sobre Lope! O eso pretende él, porque no todo es Cervantes. Lope ansía la fama, sea en Madrid o en Valencia. Allá está ahora. Ha estado toda la noche escribiendo en su mesa, alumbrado con un candelabro de tres hachones, rodeado de pliegos, algunos en blanco, otros emborronados. La estancia huele a humo y a hombre. Isabel y la niña duermen aún, y la criada todavía no se ha levantado. El suave sol levantino anuncia su luz al este, desde el mar próximo a la ciudad. Lope bosteza y se despereza, con la camisa desabrochada, los pelos revueltos y la cara rasposa. Lleva calzas tudescas, sucias y viejas, cómodas. Ruge de hambre. Calza sus alpargatas de esparto. Tropieza con Lucía, que legañosa ya avanza a coger agua fresca del pozo para lavar. Él tiene prisa, debe entregar su comedia, venderla para hacer dinero, porque pretende vivir del oficio de escribir y se ha prometido lograr más fama que el cojo de Lepanto y de esos malditos culteranos. ¡Debe ganarse al pueblo! Toma unos torreznos, unos cortes de tocino y pan restregado con ajo y aceite, y sale al huerto, donde se solaza con los primeros rayos de sol. En ese momento tranquilo que busca cada día, nada le altera y su imaginación le arrastra de Lisboa a Madrid, del gran turco a Italia, de Roma a los Reyes Católicos, ¡en todo encuentra inspiración! En sus mujeres. En Celia. En Diana. En Dolores. En Faustina. En Isabel, su mujer, a la que tanto ama. Y allí le encuentran, un buen rato después, resoplando con su sombrero de paja, regando los caballones de lechugas, recogiendo unos higos y deseando que crezcan los racimos de la parra. Malas noticias. Deja el cubo del agua, atiende al visitante. Isabel, con la niña en brazos, observa a los dos hombres hablar, prometerse ganancias, urgirse a salir en busca del comediante. Señala a lo lejos un espantajo, que ha vestido con ropajes de Madrid convertidos en harapos. Y corre a cambiarse, besa a su mujer, el amigo saluda con el sombrero. Lope muda su ropa, acabada la paz y el sosiego del huerto. Los enemigos buscan arruinar su fama creciente, y él no va a permitirlo. El espejo le devuelve la mirada de un rostro aún joven y vigoroso, con facciones finas y nobles, bien formadas y llenas de vida. Vanidoso, se pasa una mano por la mano de pelo. Se observa. Mucho mejor. Cambia su camisa campestre por una ropilla más limpia, las alpargatas por calzas y zapatos, se ajusta un jubón, y, por si acaso, toma y se ciñe la espada. Habrá función, habrá representación, y después de la comedia, puede haber sangre. Y luego, más tarde, el cielo del sexo femenino, Isabel le perdone. Pero es la fama lo que tiene. ¡Ganarla, al igual que los escudos, es de hombres esforzados!

Mucho se ha escrito de Lope de Vega Carpio, pero no hay ninguna novela sobre él. Y lo merece. Que se le resucite de su olvido, porque no todo es Cervantes y él también es digno de la buhardilla.

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

2 comentarios

  1. Dice ser RayozZz

    En una época con tantas diferencias sociales, seguro que se matarían entre ellos (en esta igual no usarían espadas ni siquiera los pesos-pluma floretes de esgrima, pero está claro que se matarían dialécticamente en programas de tele-basura o en prensa amarilla, verde, rosa…), pero lo cierto es que está muy bien la cal, pero un poco de arena también, luego habrá que ir repasando a calderón de la barca y otros, jejeje…
    Mientras tanto, no hay todavía novelas de Lope…

    18 abril 2016 | 03:25

  2. Dice ser RayozZz

    ¡qué fallo! me disculpo, es que ya saben que a veces se me escapan párrafos enteros, de lo que sólo me doy cuenta más tarde al releerlos… Por lo visto, sí que hay, y es el origen de todo el artículo , Blas Malo que escribe Lope, la furia del fénix…
    bueno, espero que tenga mucho éxito con esta novela sobre Lope, y ya me callo…

    18 abril 2016 | 03:55

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