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Esculturas que pueden esconder más de 600 metros de alambre

Escultura, máquina, juego, truco de magia, prototipo para la construcción de un autómata o un robot… ¿Qué es aquello que no deja de desplegarse? Los vídeos en time-lapse solo aumentan la intriga.

«El cuerpo humano, la idea del vestigio y la transformación» son el acicate creativo de Claude-Olivier Guay (La Sarre – Quebec, 1988). El artista canadiense estudia los parecidos entre el esqueleto humano y el de otros vertebrados, presta una atención técnica a las estructuras óseas.

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El fracaso del elefante mecánico

Pocos inventos tienen tanto romanticismo como los que parecían en su día destinados al triunfo y sin embargo terminaron bien pronto en el trastero del mundo. Cuanto más tiempo pasa, más obsoletos e ingenuos parecen ante los ojos del espectador avanzado, que los juzga sin piedad.

Uno de esos deliciosos fracasos es el elefante mecánico, un divertimento aparatoso que causó expectación en la Inglaterra de la posguerra cuando el británico Frank Stuart fabricó el primero en 1947, inspirado en el negocio de los paseos en burro por la playa, típicos de la época. No fue el pionero. Antes hubo otros intentos, como se puede comprobar en este fragmento de película de 1932, ahora cómico por lo precario del modelo, la cantidad de humo que suelta por el tubo de escape y la reacción del pobre elefante de carne y hueso con el que se encuentra.

El elefante pasea a unos niños por Essex (Inglaterra) en julio de 1950

El elefante pasea a unos niños por Essex (Inglaterra) en julio de 1950

Hay datos poco precisos sobre la trayectoria y el paradero de los elefantes autómatas y ni siquiera se conoce con certeza cuántos se crearon. Stuart, inventor y autodenominado visionario, tuvo una compañía llamada Mechanimals de la que poco o nada se sabe. Parece que fue creada expresamente para los elefantes y poco después quebró.

El animal robot costaba 3.000 dólares (unos 2.243 euros) y se esperaba que fuera un éxito para la economía nacional, que los propietarios de parques, circos y otros centros de ocio se vieran atraídos por lo práctico de no tener que cuidarlo demasiado ni darle de comer. Funcionaba con un motor de una potencia de 10 caballos y estaba cubierto de un material gris que asemejaba con bastante acierto la piel de un elefante.

Se fabricó tras la II Guerra Mundial, en 1947. Medía más de dos metros y medio de alto, más de tres y medio de largo y constaba de 9.000 piezas: en su cuerpo había mecanismos hidráulicos que le permitían mover las patas con cierta gracilidad y en los dos siguientes ejemplares los mecanismos fueron mejorando y el tamaño del autómata fue aumentando hasta llegar a los seis metros de altura.

Recorte de prensa sobre el 'colapso' de Jumbo, en julio de 1951

Recorte de prensa sobre el 'colapso' de Jumbo, en julio de 1951

La página web Cyberneticzoo (dedicada a la historia de los robots y animales cibernéticos) recopila una serie de asombrosos recortes de prensa de los años cincuenta que arrojan pistas sobre Jumbo, uno de los elefantes, el primero en emigrar a los Estados Unidos.

En 1951 Cunningham Drug Stores, una cadena de farmacias de Míchigan compró a Jumbo para pasearlo por 100 de sus tiendas, por parques y colegios de Detroit para publicitarse con viajes gratis para los niños. Podía llevar a 10 pasajeros y alcanzaba los 43 kilómetros por hora. Según la prensa local, llevó a unos 10.000 niños en las primeras cuatro semanas.

Pero poco después de un mes de trabajo, el elefante comenzó a resentirse. Una de sus patas falló cuando seis niños iban sobre él. Resultaron heridos leves y le dieron un descanso al invento para revisarlo. Entre las pocas imágenes que hay posteriores al accidente, hay una que parece indicar que le hicieron un apaño. En todo caso, dos años después, en julio de 1953, lo pusieron a la venta.

Las entrañas del invento de Stuart

Las entrañas del invento de Stuart

En septiembre apareció otro elefante autómata en Nueva York, paseando por Times Square a un cómico y a Miss Nueva York. Se decía que acababa de llegar de Londres, pero las malas lenguas especulaban con la idea de que era Jumbo disfrazado. Un auténtico culebrón.

Todo indicaba que era el mismo, solo que ahora se llamaba Wendy, en honor a su dueño el actor cómico George Wendelken. Un año después volvió a ponerse a la venta. A lo largo de la década todavía se puede seguir el rastro del robot, que fue de un lado para otro poniéndose a la venta en numerosas ocasiones, tal vez por costosos fallos mecánicos, tal vez porque era un peligro.

Parece ser que poco a poco los tres ejemplares que fabricó Frank Stuart terminaron en Estados Unidos, algunos después de haber viajado mucho, como Nelly, la elefanta que compraron en Australia poco después de que el invento viera la luz en Reino Unido.

Rebotando de venta en venta, adquiridos en subastas y restaurados, siguen por allí escondidos, esperando que alguien los devuelva a la calle para ser una vez más el centro de atención.

Helena Celdrán

Bodegones mecánicos de aparatos desmontados

En Disassembly (algo así como desensamblaje) Todd McLellan (Canadá, 1978) no solo pone a prueba su capacidad como fotógrafo, sino como cirujano mecánico. Una grabadora de cinta, un viejo cortacésped, una máquina de escribir, un reloj y una cámara son las víctimas que exhibe con orgullo en su página web.

'Viejo reloj-calendario' - Todd McLellan

'Viejo reloj-calendario' - Todd McLellan

No se trata de mostrar objetos despedazados ni rotos. McLellan desarma las máquinas con un cuidado exquisito. Separa cada pieza sin perjudicarla, como si desactivara un explosivo. Después organiza la carcasa, los muelles, las tuercas, los ganchos… Lo dispone todo de tal manera que el cacharro deshecho adquiere de nuevo una armonía entre sus elementos.

«Quería fotografiarlos de una manera que pudiera dar significado a su existencia«, dice con un deje de nostalgia.

El fotógrafo compone así bodegones mecánicos de objetos anticuados. Algunos los había usado él mismo durante un tiempo, como el reloj-calendario, el teléfono, la cámara y el cortacésped. Otros salieron a su paso en tiendas de segunda mano o en la calle.

A McLellan le interesa descubrir cómo funcionan los mecanismos, qué es lo que provoca que todas las piezas se unan y cumplan el fin de un aparato. Se imagina las manos que han ensamblado cada pequeño componente con precisión y siente que las tecnologías actuales pierden en la comparación. «Y además un producto nuevo ahora ni se acerca a lo que duraban los otros», añade.

Tiene planes de seguir con la serie y entre sus ambiciones está desmontar un tranvía, por lo atractivo de las piezas que lo componen. Dice que tampoco le haría ascos a un avión Piper de los años setenta, pero de momento sigue con la serie de pequeños objetos olvidados y averiados, estudiando cada pieza como si fuera una valiosa joya.

Helena Celdrán

La hermana pobre de la máquina de escribir

La Keaton Music Typewriter

La Keaton Music Typewriter

Se conocen menos de dos docenas de ejemplares en el mundo. Parece un esqueleto feucho, un producto defectuoso, un artilugio al que uno se acerca sin saber muy bien qué hacer. Es la máquina de escribir música, de vida efímera y aspecto extraordinario, la hermana pobre de la máquina de escribir.

El californiano Robert H. Keaton patentó en San Francisco, en el año 1936, la máquina con 14 teclas. Más tarde, en 1953, se mejoró y pasó a tener 33.

La Keaton Music Typewriter imprime las notas sobre una hoja situada bajo el mecanismo y es todo un reto para la mecánica, uno de esos objetos que miramos con un suspiro mientras decimos «esto ya no te lo hacen».

Una parte del teclado está destinada a imprimir el compás y las líneas auxiliares de una partitura. El resto es para notas, silencios, sostenidos y bemoles. En el lateral izquierdo, una especie de palanca se mueve a lo largo de un arco de metal con muescas para cambiar las escalas. Desplaza el punto de impresión de manera milimetral.

Anuncio de los años cincuenta: "Tú también puedes 'Keaton-teclear' tu música así"

Anuncio de los años cincuenta: "Tú también puedes 'Keaton-teclear' tu música así"

Para rematar su aspecto marciano, tiene tres barras espaciadoras que no espacian automáticamente tras imprimir cada caracter, porque el usuario tiene que decidir según quiera teclear notas o acordes

En su presentación al mundo la acogida fue tímida y el mercado resultó ser limitado. Su precio en los años cincuenta era de 225 dólares, una fortuna.

Fue útil para que editores, educadores y músicos pudieran crear muchas copias del mismo documento y se libraran de la tediosa tarea de elaborar litografías para cada partitura.

Sin embargo, la pobre máquina de escribir música no tuvo éxito entre los compositores. La consideraban demasiado lenta y preferían escribir la música a mano, con el arranque de la inspiración plagada de correcciones caóticas.

Helena Celdrán

Pistolas cantoras

Una de las dos pistolas con pájaro cantor atribuidas a los hermanos Rochat

Una de las dos pistolas con pájaro cantor atribuidas a los hermanos Rochat

Eran los años veinte del siglo XIX. Los tres hermanos suizos Rochat, originarios del valle de Joux y afincados en Ginebra, eran más que relojeros: expertos en fabricar cualquier objeto mecánico relacionado con música, autómatas y, en especial, pájaros cantores.

La delicadeza de sus creaciones era tan esmerada que uno olvida el toque cursi estilo Sisí emperatriz que a veces caracteriza a la estética centroeuropea de antaño, con abundante dorados, motivos florales y angelotes innecesarios.

La sección de Artefactos de esta semana es para un invento tan supérfluo en su finalidad como admirable por su precisión y pura belleza. Es un capricho frívolo de los que uno no puede apartar la mirada así como así.

La casa de subastas Christie’s ha presentado recientemente en su catálogo de objetos selectos un juego de dos pequeñas pistolas gemelas que se atribuyen a los Frères Rochat (marca que todavía existe).

No son armas de fuego: al accionar el gatillo, un pájaro mecánico, diminuto y con plumas de colores (verdaderas), comienza a cantar con una naturalidad que pilla desprevenido a quien espere ver un simple juguetito. El aleteo del ave supera con dignidad incluso la prueba de la cámara lenta.

«Es una de las obras de arte mecánicas más apasionantes. El interior está compuesto por cientos de tornillos y engranajes que empujan al pájaro fuera del cañón, lo sitúan sobre él y hacen que mueva las alas, la cola y el pico mientras canta. Todo está dentro de la pistola», explica con precisión y elegancia exagerada Aurel Bacs, Director del Departamento de Relojes de Christie’s.

Hechas de oro y ornamentadas con esmaltes azules y rojos, están perfiladas por hileras de perlas y diamantes que resaltan el perfil. En cada lado de la empuñadura, dos placas doradas muestran un león por un lado, y en el otro, un ciervo.

El objeto buscaba satisfacer la demanda creciente de relojes y autómatas de la realeza y la aristocracia europeas y sobre todo de la corte imperial china, gran consumidora de las maravillas de la técnica europea en los siglos XVIII y XIX.

Se tiene constancia de la existencia de sólo cuatro pistolas más de este tipo. Una está en el Museo de Arte Islámico de Jerusalén, otra dentro de la colección Maurice Sandoz de Suiza y otras dos en el museo Patek Phillipe de Ginebra. Éste es el único set de dos ejemplares que existe en el mundo y se espera que alcancen un precio que oscila entre los 2,5 y los 5 millones de dólares (entre 1,8 y 3,7 millones de euros).

La banalidad de los pequeños cachivaches nunca volverá a ser tan sofisticada, por mucho que Apple intente vendernos motos. ¿Quién pagará esas sumas por un vulgar iPad del 2011 (que ni siquiera funcionará) dentro de 190 años?

Helena Celdrán