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Los mejores ‘discos de divorcio’ de la historia: Sinatra y Dylan

Portada de "In the Wee Small Hours" (Frank Sinatra, 1955) y foto del matrimonio Sinatra Gardner en torno a 1952

Portada de «In the Wee Small Hours» (Frank Sinatra, 1955) y foto del matrimonio Sinatra-Gardner en torno a 1952

Son un género en sí mismos: les llaman discos de divorcio y vuelven a ser noticia por el recién publicado Vulnicura, el repaso musical-forense de la diva islandesa Björk  a las heridas causadas por el traumático final de su relación de una década con el artista Matthew Barney, no menos divino y tan sobrado de ego como la cantante.

A corazón abierto, cargados de autocompasión o reproches, compensados en ocasiones por retazos de añoranza sobre el pasado feliz y ardiente, los discos temáticos sobre rupturas sentimentales son una opción fácil, aunque no siempre honesta, para redactar un pliego de descargo personal. Corren el peligro de parecerse, a veces peligrosamente, a los barruntos de cliché de quien se ahoga en alcohol para olvidar, pero atraen. El morbo del dolor vip es un infalible gancho.

La de Björk no es la primera acta musical de disolución del amor. Hay muchos y mejores ejemplos: desde el doloroso y brillante Shoot Out the Lights (1982) de RichardLinda Thompson, grabado por el matrimonio mientras tramitaba la separación y, pese a la turbulencia del proceso (Walking on a Wire), colocaba en primer lugar la necesidad curativa de recordar lo que hubo (Don’t Renegade on Our Love), hasta el excesivo superventas Rumours (1977), donde Fleetwood Mac parecían necesitar la ayuda de un bufete completo de abogados matrimonialistas porque tres de las parejas de amantes que formaban el grupo estaban a punto de romperse y recombinarse.

Portada de "Frank Sinatra Sings for Only the Lonely" (Frank Sinatra, 1958) y foto del matrimonio Sinatra Gardner en torno a 1952

Portada de «Frank Sinatra Sings for Only the Lonely» (Frank Sinatra, 1958) y foto del día de la boda del cantante con la actriz Ava Gardner en 1951

El narrador con mayor clase y elegancia de la desventura del amor roto fue Frank Sinatra. Lo hizo por partida doble, en dos álbumes separados por tres años: In the Wee Small Hours (1955) y Frank Sinatra Sings for Only the Lonely (1958), un descenso al melancólico infierno de la soledad, la impotencia y el sincero reconocimiento de que no fue capaz de curar el daño.

El par de obras crepusculares de Sinatra fueron saltos al vacío. El galán dueño de la voz de terciopelo no solamente patentó antes que nadie los discos-concepto reuniendo canciones oscuras sobre la soledad, la depresión, el oscuro pozo de la noche de los desengañados y la alienación del amor tóxico, sino que tuvo la osadía de bajar del altar consagrado a los dioses —en 1953 había ganado un Oscar como actor secundario por De aquí a la eternidad y su carrera musical renació con la firma de un contrato con Capitol Records— para presentarse como un tipo cansado que apura el enésimo cigarrillo en la calle y a altas horas de la madrugada (the wee small hours) porque todos los antros de refugio han cerrado o, en un giro aún más radical —gracias a una portada inolvidable de Nicholas Volpe—, o se esconde bajo el maquillaje trágico de un Pagliacci celoso que emerge de las sombras.

El par de discos compone una narrativa paralela e íntima al matrimonio de seis años (1951-1957) entre el cantante y la actriz Ava Gardner, una relación furiosa entre dos seres bellos, hipersexuales e inaguantables («lo nuestro comenzó con peleas, borracheras, más peleas, y acabó igual», declaró ella antes de morir, hace ahora 25 años) que se adoraban con la misma intensidad con que podían odiarse: a chispazos combustibles.

Infidelidades mutuas, celos delirantes, dos abortos, el macho queriendo imponer normas a la gran actriz y mujer de fuste, broncas épicas…  Todo regado por el hedonismo de la riqueza, el alcoholismo de ambos, la niñería de Sinatra, que montaba escenas en las que amenazaba con suicidarse cada vez que Gardner anunciaba que rompían, la dependencia (fueron amigos íntimos hasta que ella murió en 1990, ocho años antes que él), la cruel ironía de no poder soportar la vida en común pero mantener la libido en posición de ataque.

Algo de cada rasgo de la explosiva, fogosa y delirante situación hay en los dos discos, colecciones de «canciones Ava», como las llamaba Sinatra, un animal musical único e intuitivo que alguna vez se definió a sí mismo como «un maníaco depresivo de 18 quilates» y que con frecuencia es juzgado de manera automática —por sus creencias políticas, amistades, relaciones con la mafia, vida loca…— por quienes nunca se han molestado en escuchar la obra de quien es el mejor cantante pop del siglo XX, un artista capaz de hacer suya cada canción con un muy elevado grado de autoexigencia: los arreglos de los dos discos de divorcio, llevados a partitura por el gran maestro Nelson Riddle, fueron dictados por la intuición de Sinatra, que exigió una instrumentación minimalista y leve, entregó las riendas melódicas al piano de Bill Miller, otro genio, eliminó la sección de viento y dejó la de cuerdas encargada de tejer el latido rítmico de cada canción con pinceladas de intensidad leve pero pegada escalofriante.

Nunca como en este par de obras dolientes Sinatra cantó —exhaló, debería decir: en algunas tomas acabó llorando para luego quedarse solo en el estudio, apurando cigarros, café y whisky y comentando al encargado de la limpieza, consciente de las lágrimas del ídolo: «lo que necesitamos hoy aquí es un fontanero, ¿verdad?»— actuando con la capacidad de un dios, dando a cada palabra un sentido nuevo, corporizando el verbo y, trazando, en fin, una crónica fiel de la épica estadounidense del amor como capricho y los caprichos del amor, del canalla hecho a sí mismo —¡ese acento callejero, urbano, duro, de patio y cigarrillos!— que suspira como un huérfano por el animal más bello de las pantallas de Hollywood.

El crítico musical Robert Christgau no se equivoca al situar el espacio en que se mueve Sinatra mucho más allá de verso-estribillo-puente-verso-estribillo de la inmensa mayoría de los temas del imaginario del pop y el rock. «Con cada frase, convierte el inglés en estadounidense y el estadounidense en música», escribe para intentar explicar lo que está sucediendo en In the Wee Small Hours y Frank Sinatra Sings for Only the Lonely, una ceremonia alquímica, la confesión final y trascendente de la santidad de un macarra.

Portada de "Blood on the Tracks" (Bob Dylan, 1975) y foto del cantante con su primera esposa, Sara, en 1968 (Foto: © Elliot Landy)

Portada de «Blood on the Tracks» (Bob Dylan, 1975) y foto del cantante con su primera esposa, Sara, en 1968 (Foto: © Elliot Landy)

En septiembre de 1974, cuando su mentor discográfico y descubridor, John Hammond, preguntó a Bob Dylan que tipo de material estaba grabando para el próximo disco, el cantautor, que tenía la alegórica edad de 33 años, contestó con dos palabras: «Canciones privadas».

Unos años más tarde, en una de sus escasas entrevistas —en todas ellas, además, acostumbra a mentir o acaso a ensombrecer con tintes opacos y lecturas paradójicas los muchos avatares de su personaje—, se rebotó cuando alguien le pidió detalles sobre aquellas «canciones privadas»:

He leído que (el disco) es sobre mi esposa. Me gustaría que preguntaran antes de seguir adelante publicando tonterías como ésta… Estúpidos y engañosos imbéciles (…) Nunca escribo canciones confesionales. La emoción no está implicada. Es como pensar que Laurence Olivier es Hamlet…

Mucho después, en el libro pseudoautobiográfico Crónicas, Vol. 1 —excelente en contenido, estructura y tempo narrativo pero, otra vez, lleno de embustes y quiebros—, escribió que las canciones estaban inspiradas en los relatos de Antón Chéjov. A Dylan siempre le gustó mostrarse como un tipo leído. Quizá lo sea, pero la inteligencia del oyente, la intuición de quien conoce al payaso, es más aguda que los intentos de este por despistar.

Blood on the Tracks (textualmente, Sangre en los surcos) es, diga lo que diga su autor, uno de los grandes discos de divorcio de la historia, el que recoge de la forma más textual el sentimiento inevitable de suciedad y, lo que no es sorpresa tratándose de Dylan, el autor de las canciones más agrias e hirientes del rock, el odio, la incomprensión y la autocompasión… Cada surco sangriento de la decena de temas está cantado para y contra su entonces todavía esposa, Sara Dylan (nacida Shirley Marlin Noznisky), la exmodelo de Playboy con quien se casó en secreto en 1965 y se divorció en 1977 tras un proceso judicial largo, duro, doloroso y, sobre todo, muy oneroso para el músico.

La sentencia concedió a la mujer seis millones de dólares en efectivo, la mitad del patrimonio familiar —incluida la opulenta mansión que la pareja había construido en Malibú (California)— y la mitad de los ingresos por derechos de autor generados a partir del dictamen por las canciones compuestas mientras duró el enlace. La custodia de los cuatro hijos fue aún más inclemente, no se resolvió hasta dos años después y el juez falló a favor de la madre.

Desde la portada, una foto manipulada y de grano reventado que muestra un perfil impasible que transmite una turbia soledad —el autor, el fotógrafo Paul Till, tenía 20 años y nunca recibió ninguna explicación o feedback sobre la elección—, sabemos qué el material va a destilar bilis. Idiot Wind parece partir de un odio innato, como si el autor estableciera una tabula rasa para no perdonar nada:

No te siento, ni siquiera puedo tocar los libros que has leído
Cada vez que entro por la puerta espero encontrar a otra persona
(…)
Nunca sabrás cuánto he sufrido y el dolor que llevo encima
Nunca sabré tampoco eso de ti, tu santidad o la clase de tu amor
Lo siento mucho

Viento idiota, colándose entre los botones de nuestras chaquetas
Colándose en las cartas que nos escribimos
Viento idiota, colándose en el polvo de nuestros estantes
Somos idiotas, chica
Ni siquiera sé cómo somos capaces de alimentarnos

Las versiones de las canciones de arriba no son las que aparecieron en Blood on the Tracks, un disco que Dylan afrontó con desgana, casi siempre borracho en las sesiones, como queriendo apurar el caliz. Pertenecen a las llamadas New York Sessions, grabadas por el músico en solitario en una habitación de hotel —pueden escucharse los botones de la manga de la camisa tropezando con las cuerdas—: es lo más cerca que ha estado nunca del infierno.

Pese a toda la basura que intercambiaron en el proceso de divorcio —quedó demostrado que Dylan era un adúltero recalcitrante y llevaba a sus jóvenes ligues a pasar la noche al domicilio familiar—, unos años más tarde la pareja hizo las paces e incluso llegaron a plantearse, en 1983, casarse de nuevo. Como en el caso de Frank y Ava, Bob y Sara siguieron siendo amigos.

"Shadows in the Night" (Bob Dylan, 2015)

«Shadows in the Night» (Bob Dylan, 2015)

Dylan acaba de editar Shadows in the Night, un disco de versiones que sólo tienen en común que todas fueron alguna vez cantadas por Sinatra. El encuentro —que los fans más extremistas de Dylan han criticado con asombro y con demasiada rapidez— parece una reunión histórica de matiz espectral pero efectiva: los dos grandes bardos estadounidenses, pese a las opiniones de los idólatras, casan con naturalidad.

El álbum, uno de los mejores de Dylan en los últimos diez años, es crepuscular y remite al ánimo de los discos de divorcio de Sinatra: instrumentación reducida —con la steel guitar jugando el mismo papel que los violines—, sentimientos a flor de piel y una modulación inesperada en la voz del cantante, que vuelve a demostrar que pese al gruñido de la edad aún es capaz de retener el fraseo ideal, la modulación justa, la emotividad.

La letra de una de las canciones, Why Try to Change Me Now resume la maldición del par de geniales cascarrabias de vidas explosivas: ¿Por qué no puedo ser más convencional? / Supongo que el convencionalismo no es para mí.

Jose Ángel González

Nuevo disco (supuestamente) pirata de Bob Dylan, el músico más pirateado

"Great White Wonder", 1969

«Great White Wonder», 1969

En inglés los llaman bootlegs, un término que nació con los bootlegers que se dedicaban al contrabando ilegal de alcohol. En español nos hemos quedado con pirata como el adjetivo calificativo para los productos culturales que no provienen de los canales de fabricación, distribución y explotación oficiales.

Los discos pirata —borrados de la faz del mundo por el aluvión digital, que incluso nos ha hurtado lo prohibido tal como lo entendíamos— fueron, sobre todo durante los años setenta y ochenta, grandes objetos de deseo. No siempre eran fáciles de encontrar, tenían precios elevados y exigían una persistente dedicación en la búsqueda.

Suele considerarse que el primer bootleg de la historia es Great White Wonder, un disco prensado y publicado en los EE UU en el verano de 1969 con ventitantas canciones —en algunas ediciones 24, en otras 26—, casi todas inéditas, de Bob Dylan. El músico había sufrido un accidente de moto en 1966 y desde entonces estaba enclaustrado. Algunos decían que no volvería a grabar; otros, que había visto a Dios y prefería ser un buen padre de familia a un roquero disoluto y los más extremos aseguraban que había muerto.

El disco, que se emitió profusamente por las radios más modernas de ambos lados del Atlántico, mereció un comunicado de la casa discográfica del autor: «Un abuso contra la integridad de un gran artista (…) Sin nuestro conocimiento ni aprobación (…) Difama a Bob Dylan y defraudará a sus seguidores (…) Nuestros abogados tomarán todas las medidas»… Un antecedente, vaya, de ese bla bla bla pro copyright que es el esperanto de nuestro tiempo.

Dylan es el artista más pirateado de la historia. Navegar por cada meandro de la base de datos Bobsboots que agrupa todas las grabaciones ilegales exige una dedicación profunda y requiere semanas. Hay centenares, quizá miles, de grabaciones no autorizadas por el músico.

Bob Dylan Walking With Top Hat, Philadelphia, 1964  © Daniel Kramer

Bob Dylan Walking With Top Hat, Philadelphia, 1964 © Daniel Kramer

Sagaz como pocos, Dylan inició en 1991 una inteligente maniobra: editar oficialmente grabaciones que hasta entonces sólo se podían encontrar en versiones pirata —las titula, en un golpe de cinismo muy apropiado a su carácter socarrón, The Bootleg Series (Las Series Pirata) cuando de extraoficiales no tienen nada—.

Desde el punto de vista musical, nada que objetar: restauración, mejora del sonido con filtraje digital antirruidos, nuevas mezclas, añadido de documentación gráfica e histórica y bastantes sorpresas inesperadas.

Desde el punto de vista del bolsillo: un robo. La política de precios tiene muy en cuenta que se trata de objetos para fanáticos dispuestos a quitarle a sus hijos la cuchara de la boca con tal de hacerse con este o aquel inédito.

Para apuntalar la condición de única persona autorizada para publicar material no autorizado, Dylan tiene en nómina a una despiadada oficina legal que rastrea Internet con tenacidad de hormigas obreras y corta por lo sano todo aquello que encuentra que no produce regalías a las arcas. Encontrar canciones del músico en YouTube, por ejemplo, es una tarea cada vez más estéril.

"Another Self Portrait " (2013)

«Another Self Portrait » (2013)

Las Bootleg Series de Dylan llegarán en unos días al volumen número diez —en realidad son siete, ya que la primera entrega contenía tres volúmenes—.

El nuevo capítulo es Another Self Portrait (1969-1971), que será editado el 27 de agosto. Son canciones encontradas recientemente, según nos dicen, en una labor de reordenación de archivos, de una de las etapas más tristes del artista, la que media entre Self Portrait (1969) —el peor disco de su carrera, etapa pentecostalista incluida— y New Morning (1971).

El producto, con óleo pintado por el cantante en la capa y notas del crítico Greil Marcus (autor de la mítica reseña de Self Portrait que condensaba en la frase inicial todo lo que era necesario saber sobre aquella pestilencia: «¿Que mierda es ésta?»), se puede reservar en la tienda online del artista. Los interesados deben empezar a ahorrar: se anuncian tres versiones que van de la proletaria de dos cedés a 18.98 dólares a la deluxe para bolsillos bien forrados, con cuatro discos y dos libretos a 99.98.

La percha informativa del nuevo disco-pirata-que-no-es-pirata de Dylan, es una pertinente excusa para dar un repaso a las entregas anteriores de la serie.

Volumes 1-3

Volumes 1-3

The Bootleg Series Volumes 1–3: Rare & Unreleased (1961–1991)

Editado en 1991, cubre treinta años y no parece diseñado teniendo en mente la serie posterior. Contiene 58 canciones, 46 de las cuales son ensayos o maquetas previas a las grabaciones, pero algunos de los temas están entre lo mejor de la carrera de Dylan, sobre todo las sesiones improvisadas de sus años bencedrínicos (1965-1967), cuando era un orate capaz de llevar a su terreno, sin instrucciones previas, a los tremendos músicos que le acompañaban.

También hay dos tomas originales que luego fueron insertadas, con muchas menos aristas, en Blood on the Tracks (1975), el disco temático sobre su cruel (por ambas partes) primer divorcio.

La canción del vídeo es mi pieza favorita. Es casi milagroso proseguir el camino de cada uno por su lado inicial a la arrasadora cohesión final.

Vol. 4

Vol. 4

The Bootleg Series, Vol 4: Bob Dylan Live 1966

Quizá se trate del disco pirata más famoso de todos los tiempos, pero fue necesario esperar a 1998 para escucharlo en condiciones y tener constancia de que aquello que presentíamos en los malos prensajes previos era cierto: nadie tocaba en 1966 tan fuerte y con tanta rabia rocker como Dylan y su grupo eléctrico —unos años después bautizados como The Band—.

El disco recoge la actuación del 17 de mayo de 1966 en el Free Trade Hall de Manchester. Hay dos partes: la acústica, con Dylan jaleado por el público inglés, y la eléctrica, donde son audibles los abucheos de la masa que no admitía el tránsito al rock and roll del cantante-miliciano de la protesta social.

Podría escucharlo cada día y cada día admirarlo.

Vol. 5

Vol. 5

The Bootleg Series, Vol 5: Bob Dylan Live 1975

Publicado en 2002, el doble disco recoge algunos momentos de la memorable Rolling Thunder Revue, la loquísima, concurrida —había por momentos 15 músicos en escena— y acelerada por la cocaína gira de Dylan como cómico de la legua por pequeños locales de los EE UU, en algunos de los cuales las actuaciones sólo era anunciadas en el último momento.

Aunque parte de la turnée está documentada en la delirante película Renaldo and Clara —culpemos al speed de la coca de las pretensiones de Dylan al creerse capaz de dirigir— y en el disco faltan muchas de las versiones que era improvisadas en cada show (mención especial: una vibrante recreación de Never Let Me Go del gran Johnny Ace), el volumen es un gran disco en directo.

Vol. 6

Vol. 6

The Bootleg Series, Vol 6: Bob Dylan Live 1964

El mayor de los patinazos de las Bootleg Series.

Publicado en 2004 presenta íntegro un concierto de Dylan, celebrado 40 años antes en el Philharmonic Hall de Nueva York.

El material es de los discos de protesta y el cantante, que ya estaba rumiando el final de la etapa, afronta las canciones con bastante aburrimiento.

Además estaba muy ciego tras haber fumado mucha marihuana antes del concierto y perdía el tono con frecuencia en medio de los temas.

Vol. 7

Vol. 7

The Bootleg Series, Vol 7: No Direction Home, The Soundtrack

Banda sonora del documental de Martin Scorsese No Direction Home (2005) a partir de centenares de horas de material grabado en cine y casi nunca publicado.

Contiene momentos inolvidables como una muy temprana grabación casera de Dylan (1959), la primera actuación eléctrica de su carrera, en el Festival de Newport de 1965, y uno de los momentos cruciales de la historia del rock: la versión de Like a Rolling Stone en Manchester en 1966, precedido por el grito acusador de un asistente («¡Judas!), la respuesta de Dylan («no te creo, eres un mentiroso»), la orden a los músicos del guitarrista Robbie Robertson («¡tocad jodidamente fuerte!») y la versión volcánica del himno.

Vol. 8

Vol. 8

The Bootleg Series, Vol 8: Tell Tale Signs

Colección de rarezas de entre 1989 y 2006, casi todas descartes de las grabaciones de los discos Oh Mercy (1989), World Gone Wrong (1993), Time Out of Mind (1997) y Modern Times (2006).

Dylan se mostró especialmente dadivoso en esta ocasión: permitió la descarga de un tema desde su web y mantuvo todo el disco en streaming durante una semana en la National Public Radio de los EE UU.

Claro que estas decisiones llegaron después del aluvión de críticas por el precio desmedido del disco: 129.99 dólares.

Vol. 9

Vol. 9

The Bootleg Series, Vol 9: The Witmark Demos: 1962-1964

En 2010 apareció la novena entrega de las Bootleg Series, 47 canciones grabadas por Dylan como demos para sus primeras empresas editoras y para intentar hacer negocio vendiendo los temas a otros artistas.

Aunque nunca fueron pensadas como material de consumo público —la producción no existe y las piezas están grabadas en directo, con Dylan (que tenía entre 20 y 22 años) tocando en solitario—, el futuro del cantante y compositor más influyente de la historia es palpable en la contenida ferocidad con que afronta algunos de los temas que se convertirían en himnos sociales y generacionales en pocos meses.

"The genuine Basement Tapes Vol. 1"

«The genuine Basement Tapes Vol. 1»

¿Tiene Dylan material en cartera para seguir echando mano del archivo? La respuesta es: desde luego.

Queda pendiente, por ejemplo, la insistentemente reclamada edición íntegra de las Basement Tapes que grabó entre abril y octubre de 1967 en su casa de campo en Woodstock con The Band. Circulan desde hace años en cinco discos [ con más de un centenar de canciones [1, 2, 3, 4, 5] y sólo una mínima porción fueron editadas oficialmente en un doble disco en 1975.

El viejo zorro tiene (aún más) material pirata para seguir haciendo negocio.

Ánxel Grove

La última vez que pasó algo en Nueva York

Ilustración de la cubierta y la tapa posterior de "Love Goes to Buildings on Fire"

Ilustración de la cubierta y la tapa posterior de «Love Goes to Buildings on Fire»

De tener la suerte de cruzarme con alguna máquina del tiempo tendría muy claro a qué epoca y lugar desearía transportame: Nueva York, entre principios de 1973 y finales de 1977, el lustro del último gran renacimiento.

Estoy leyendo Love Goes to Buildings on Fire, una crónica en primera persona del periodista Will Hermes, bendecido por ser un adolescente que creció en el momento y el espacio exactos. El libro no está traducido al español y hay muy pocas probabilidades de que lo esté algún día dado el desinterés general de las editoriales nacionales por los ensayos musicales.

¿Qué sucedió entre 1973 y 1977 en la ciudad de los rascacielos? «Todo» no sería una respuesta subjetiva. El punk y el hip-hop, la música disco y la salsa, el loft jazz y el minimalismo, la new wave y la no wave nacieron en ese corto lapso temporal y en una misma ciudad, convertida en un laboratorio de reinvención de la música contemporánea donde los artistas se conocían, admiraban y colaboraban entre sí.

Portada del "Daily News" del 30 de octubre de 1975

Portada del «Daily News» del 30 de octubre de 1975

Muchos neoyorquinos todavía guardan en fundas de celofán la portada del Daily News del 30 de octubre de 1975. El  titular, redactado desde la cólera, se refiere a la negativa del entonces presidente de los EE UU, el republicano Gerald Ford, a ayudar a salvar las finanzas de la ciudad de una inminente bancarrota. «Ford a la ciudad: ahí se mueran», decía el diario, aunque, al parecer, los editores cambiaron su idea inicial, que era: «Ford to city: Fuck Off» («Ford a la ciudad: que os jodan»).

La quiebra y los recortes sociales consiguientes no eran los únicos problemas. Nueva York se había convertido en una de las metrópolis más peligrosas del mundo, con un índice de criminalidad tan elevado que la Policía recomendaba a los vecinos no salir a la calle tras la puesta del sol y no usar el metro «en ninguna circunstacia» durante la noche. El consumo de heroína se había disparado a niveles nunca antes conocidos y gran parte de los barrios estaban controlados por mafias de narcotraficantes.

Aprovechando lo poco bueno de la tesitura —los alquileres habían bajado drásticamente y por 100 dólares podías pagar un loft para varias personas en Manhattan, y los locales nocturnos emergían como oasis para refugiarse del desastre—, varios centenares de músicos se movieron con urgencia y, por impulsos insensatos y poco reflexivos que eran una respuesta instintiva al apocalipsis, construyeron el movimiento más excitante y plural de los últimos cincuenta años. Hicieron sin pretenderlo la música que cambió el curso de la historia.

Willie Colón, Hector Lavoe y la Fania All-Stars alquilando el Yankee Stadium para llevar la salsa-jazz a las masas; Bruce Springsteen grabando Born to Run la misma semana que Patti Smith grababa Horses y poco después de que Bob Dylan grabase Blood on the Tracks; Grandmaster Flash y Kool Herc convirtiendo los giradiscos en instrumentos musicales; los New York Dolls haciendo punk años antes que los Sex Pistols; los Ramones condensando la adrenalina del pop en una fórmula arrolladora; Television y los Talking Heads mutando el rock en un vehículo para la actitud artística; Phillip Glass construyendo paisajes musicales con elementos mínimos; Lou Reed echando al traste toda su carrera con el radical muro de ruido de Metal Machine Music

Todo esto y bastante más sucedió en Nueva York en los mejores cinco años de la música moderna.

A ese lugar de disparos, peligro, opio y música conectaré los mandos de mi teletransportador.

Ánxel Grove