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Desnuda en terreno lunar para la revista FHM

fhm1Os escribo desde un precioso rincón de Mallorca y es por este motivo que todavía no tengo un ejemplar de la revista FHM, que este verano farda de rubia en su portada. Y es que comprenderéis que con una abuela viva (y maravillosa) que tampoco se prodiga en elogios, porque la tengo mal acostumbrada, una tiene que echarse no flores, sino un centro de ellas encima.

Lo sé, soy una abusona, es la tercera vez que me asomo a la portada de esta revista masculina y espero poder celebrar un reportaje anual coincidiendo siempre con estas fechas (para hacer doblete en julio y agosto), como si de la Obregón se tratara.

Sabía que este año me había agasajado con demasiados placeres culinarios y, horas antes de que me despojaran de mi ropa y la puesta de sol me descubriera las lustrosas pieles, decidí saltarme las normas básicas de no colorear la piel para no teñir los virginales estilismos y me lo unté todo encima para parecer una mulata de Barbados, rollo Rihanna.

Las fotos las hicimos en unas salinas toledanas, blancas como yo y que, por el aire que hacía, cambiaron de ubicación y ya no son manchegas. Con el sol se ven preciosas y blancas, pero el día no acompañó y una se sentía en terreno lunar, desnuda y oxigenada por lo que debía de ser un tornado.

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Mi querido Juanjo Molina, fotógrafo de infinita paciencia, sostenía la cámara para que no volara de sus manos y yo probé, no en pocas ocasiones, las mieles de mi pelo que se pegaba al gloss de mis labios con la fuerza de un velcro.

El fabuloso equipo se afanó tanto en evitar que pasara frío frotando una bata blanca contra mi cuerpo, que mi falso moreno fue progresivamente desapareciendo y mi piel, delatada desde el principio, nunca estuvo tan exfoliada. La misma bata -que ya no era blanca, sino marrón- me acompañó luego hasta un bar de carretera donde unos camioneros me observaban como si una chalada me tratara, ya que era imposible dejar de tiritar y ni siquiera el café hirviendo que me sirvieron hizo que desapareciera el morado de mis morros.

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Aún con todo, no recuerdo una sesión de fotos más rápida y divertida, pese a lo accidentada que resultó la puesta en escena. Me fascina el resultado y hará mucho más llevadero el drama de verme por las mañanas con la cara lavada (y el cuerpo también, porque a limpia no me gana nadie). Maravilloso todo.

Ni idea de cómo han eliminado la piel de gallina de mi cuerpo, esa es la magia del retoque fotográfico del que algunas de quejan (a veces con razón, cuando es excesivo).

Así que, inaugurada ya la temporada de bikinis, tengo que deciros que mi deber es huir de un par de coches de paparazzis que me persiguen por la isla para hacerme un roto y tirar por la borda tan magníficas fotos. Por respeto a la revista y su reputación, trataré de darles esquinazo, si no fuera capaz de evitar la hecatombe, trataré de enmendarlo en sucesivos robados acudiendo antes al gimnasio. Porque los fotógrafos de calle son muy puristas y no retocan, para desdicha del «muñeco» al que persiguen. Pero, de momento, permitidme que me despida de todos vosotros mientras lleno de grasa el teclado, saco de mi boca los huesos de unas deliciosas olivas y rompo patatas fritas en mi boca.

¡Felicísima semana para todos vosotros!

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Avec tout mon amour,
AA

Coacción a una berenjena

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Dado que incluso medios internacionales, al otro lado del charco, como el periódico Hoy Bolivia, se han hecho eco de lo sucedido el pasado fin de semana, he decidido explicar en mi blog lo ocurrido el pasado sábado, para que cada uno saque sus propias conclusiones.

El día 25 se celebraba la boda religiosa de Álvaro de la Lama y Emilia Alfaro en Dènia y, esta feligresa que os escribe, acudió a la costa para presenciar el “sí, quiero” y enchufarse todas las paellas posibles en las 72 horas que íbamos a pasar allí.

La misa, celebrada en un santuario al final de una serpenteante carretera en el Montgó (en la que casi acaba parte de mi estómago aplastado sobre el asfalto), estuvo oficiada por el joven y salado sacerdote Juan Pons, amigo de la familia, que hizo más de un guiño a los novios. Al terminar la misa salí corriendo, presa de una ola de calor, a tomar aire a los jardines de la ermita donde optimicé mi tiempo y decidí sacar brillo con mis caderas al precioso coche de los novios antes de que aparecieran (un detalle a tener en cuenta, además de mi regalo de bodas).

Hasta aquí todo en orden.

El convite transcurrió sin incidentes entre congas de amigos, alpargatas que nos salvaron a más de una de la cojera, huevos cocidos que emergían de la cremallera del pantalón de Nacho Montes y un entregadísimo novio emulando a Dani Martín sobre el escenario, junto a la piscina en la que caerían todos como moscas de madrugada.

Entre los asistentes, el atractivo párroco disfrutaba como uno más de la boda y fardaba de runner frente al fibrado Antonio Rossi, que sólo le faltó acudir a la boda en bici, meneando arriba y abajo sus calcetines amarillo limón, a juego con su chaleco.

Ya es mala suerte que el Padre Juan apareciera justo en el momento álgido en el que una descomunal berenjena me servía de micrófono para cantar a viva voz la canción de Dorian A cualquier otra parte (lugar al que habría querido dirigirse de saber lo que iba a ocurrir después) para pedirme, con mucho respeto, una foto tal y como había hecho hacía unos segundos con otros invitados, como Carmen Alcayde. Y, gustosa, accedí. Pero como el párroco me pareció el colmo de la modernidad y se había integrado tan bien en la fiesta, a mí me nació pedirle a él otra foto -que hizo mi marido-, sin apartar la colosal hortaliza de mis manos y así continuar con el karaoke después.

La foto me pareció muy simpática y decidí colgarla en mis redes sociales, acompañada de un texto en el que precisamente alababa y reivindicaba ese atisbo de modernidad que había descubierto en este cura que reía y opinaba como uno de nosotros: “Yo acabé la noche con el párroco. Curas modernos que se ríen de cualquier cosa. Así debería ser la Iglesia”. En qué hora, Señor.

No tardaron en pedirme que retirara la foto debido, al parecer, al enfado del Arzobispado de Valencia, ya que la estampa podía enviar un mensaje equivocado a los fieles. Y, sobrepasada por el giro de los acontecimientos, me negué a hacerlo porque significaba aceptar que me había equivocado al subir la “libidinosa” imagen que para mí era una muestra más de lo bien que lo estábamos pasando todos, sin pretender ofender a nadie y, por supuesto, sin ninguna maldad.

Para colmo, la anécdota se convirtió en noticia y ésta comenzó a multiplicarse como los panes y los peces. Y ahora tengo la sensación de haberme marcado un Pájaro Espino, por aquellos que ven en una foto cachonda una polémica instantánea.

También hay quien culpa a la berenjena. Ay, si ésta hubiera sido más pequeña…

Pero qué tiene de malo que una persona que dedica su vida a la Iglesia pase un rato agradable con la gente. Deberían normalizarse estas conductas que llevo observando demasiados años, porque os recuerdo que, por suerte o por desgracia, he ido a un colegio de curas hasta los 13 años y he vivido en uno de monjas cuando, con 15, me fui a vivir a Milán. Y que Dios me coja confesada, pero sigo sin dar crédito.

Pese a todo, y aunque no tenía ninguna obligación, me he puesto en contacto con el Arzobispado de Valencia para explicar, para tranquilidad del sacerdote, lo ocurrido. No deseo arder en el infierno, sólo bajo el sol de mis inminentes vacaciones.

Tal vez haya todavía en el cielo un hueco para mí y, si no, lo dicho, no me quedará otra que sobornar a San Pedro para que me haga una inmaculada copia de las llaves del cielo.

Avec tout mon amour,

AA

Cómo formular deseos y que se cumplan

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Cualquier excusa es buena para pedir un deseo y hace tiempo que perdí la cuenta de todo lo que he anhelado. Deseos al por mayor. Algunos con el corazón y otros tantos con la razón, pero formulados con los ojos cerrados y la mente crédula.

He crecido ansiando besos, aprobados, viajes, encuentros o una melodiosa voz. Me he ilusionado con la posibilidad de estirar la edad de mis abuelas, conseguir un determinado trabajo o que las cosas siguieran como hasta entonces.

Los deseos de mi vida se esconden en una dulce tarta con velas, un palito marrón con el corazón blanco en el interior de una bolsa de pipas, en los testículos congestionados de San Cucufato, en la luna llena, una estrella fugaz, un diente de león que se escapa volando de los labios, en un reloj que señala las 11:11 horas, en la corteza de un árbol, un buzón al que lanzas una carta con el sobre en blanco, en un amuleto, un papel doblado bajo de la almohada, el misterioso color del manto de la Virgen del Pilar o frente al mar.

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La Noche de San Juan no iba a ser menos y adapté la celebración pagana a un tercer piso, el mío, con una pequeña hoguera que no era otra cosa que una preciosa vela de cristal. Así rendí anoche culto al sol, sin grandes fuegos para evitar ser sorprendida en pijama por los gritos de un bombero atrapado dentro del brazo articulado de una grúa madrileña.

Hay que desear con fuerza para que se cumpla de verdad. Esa frase la escuchaba con atención, en zapatillas y con los rizos puestos, siendo muy pequeña y no tanto. Incluso si pedía algo que no se resolvía, mi madre me decía que no pasaba nada porque aprendería de todo ello. Ningún mar en calma hizo experto a un marinero.

Nueve veces salté el fuego de mi vela, calentando un solo pensamiento que no puedo desvelar.

Los deseos son sueños que no sabes a dónde van a parar, que se despiden como una petición y regresan para sorprenderte. Hay lugares mágicos en los que deambulan infinidad de ellos: en el kilómetro cero de la Plaza Roja de Moscú, en el fondo de la Fontana di Trevi, en mitad del puente de los deseos de Jaffa (Israel), en los muros de la Casa de la Julieta de William Shakespeare en Verona, en la estatua de Everard en Bruselas, en el eco del Templo de Izumo en Japón, El Muro de las Lamentaciones en Jerusalén, el Puente de los Suspiros en Italia …

Y en mi casa, ayer, pasada la medianoche.

Si se cumple, prometo contarlo. Gracias por leerme y nunca dejéis de suspirar por algo.

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Avec tout mon amour,

AA

Cómo acudir dignamente a una boda

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Quién más, quién menos en estas fechas ha recibido en su domicilio, como si de una multa se tratara, una invitación de boda. Un evento al que muchas veces es imposible decir que no y en el que hay que poner toda la carne en el asador para estar a la altura de lo que esperan de ti los ilusionados novios, una vez ya se han engañado recíprocamente y van cuesta abajo y sin frenos hacia el altar.

Así pues, tengo el honor de contaros que este fin de semana he sido invitada a la boda de un televisivo amigo en Denia, cerquita del mar, y toca prepararse para el inmaculado día.

Basta un vistazo rápido a mi anatomía para comprobar la blancura de mi piel y emprender un viaje por la ruta de los pueblos blancos andaluces. Es una lástima, pero los autobronceadores en mi piel son más inútiles que un supositorio con sabor a fresa; aun siguiendo a rajatabla las instrucciones de éstos, me quedo como si me hubieran asaltado con subrayadores naranjas. Detesto, por mera envidia, a esa gente que con una simple toallita tiene el aspecto de haber compartido durante meses el sol de Marbella con Gunilla Von Bismarck.

Os confesaré que no puedo con los vestidos largos hasta los pies, en bodas, bautizos y comuniones. Suman años, suelen quedar excesivos y es casi imposible salir bien parada. La largura midi es perfecta. En esta ocasión, después de probarme media tienda de BDBA (una firma que me chifla), me hice con un vestido blanco y corto… pero que no se me enfade la novia (risas), salpicado de alegres colores que rompen con el mal gusto y la deshonra de vestir el color prohibido, a no ser que los novios pidan expresamente que eso ocurra o se trate de una boda ibicenca.

Como no puedo maquillarme las piernas sin manchar cada milímetro del vestido, el sábado recurriré a uno de esos pares de medias que dejan los dedos al aire y no emiten destellos cegadores con los disparos de un flash. Estas medias me gustan porque es como ir con el interruptor apagado y dan un tono a la pierna ideal de la muerte.

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Respecto al calzado, esta semana he arrasado con una de las estanterías de sandalias de Úrsula Mascaró, marca a la que juré fidelidad un día y que me viste para los eventos. Me está costando decidirme entre unas amarillas de tacón fino con las que hacer equilibrios por la finca (con la inestimable compañía de mi bursitis casi curada) o unas de tacón grueso y blancas -de nuevo, no se me enfade la novia- requetesaladas y, lo más importante, requetecómodas. Un yellow clutch (como diría la bloguera más puntera) completaría el look de dignísima invitada. Aunque, como me consta que en la finca donde se celebra el convite hay una piscina, imagino que acabaré allí la noche observando, con mis pies en el agua fresca, a improvisados nadadores etílicos mientras les saludo con los tobillos, en un movimiento semejante al de las manos de la realeza detrás del cristal de un coche.

El problema de jugar fuera de casa es que tendré que maquillarme y peinarme yo solita, cosa que entraña sus peligros, con franqueza. El eye liner a veces cae de pie y otros días con la barbilla en el suelo, pero como en esta boda pienso ponerme fina filipina de comer (sé de buena tinta que va a estar repleta de paellas gluten free), tengo previsto dar protagonismo a la mirada y dejar la boca descansada para engullir deliciosos granos de arroz alicantino. En el pelo, no hay un truco mejor que recurrir a una coleta de pelo natural, como la mía de Flequillos Postizos, es la única manera de ahorrar tacos y evitar quemazos con las jodidas planchas, fáciles de utilizar sólo si perteneces al gremio artístico de quienes la utilizan a diario.

Conforme escribo va apeteciéndome cada vez más bajar a celebrar un día tan especial con mis amigos. En cuento complete el look, subiré foto a Instagram, no os olvidéis darme like (risas). Aquí va un adelanto.

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¡Que vivan los novios! Menuda os espera…

A&E

 

Avec tout mon amour,

AA

Lo que un fetichista nunca se comería

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Ningún fetichista se comería con cuchillo y tenedor unos pies que no hubieran pasado antes por las herramientas básicas que son el cortaúñas, la lima, la piedra pómez y una buena hidratación (para los que más uso hagan de sus extremidades, también un cortacallos).

Filias sexuales aparte, reconozco que cada primavera -sin excepción- al sacar mis pies para que les dé el aire de nuevo – tras meses a la sombra carcelaria de un zapato –, no puedo evitar sentirme desnuda en medio de la inmensidad de las aceras, más incluso que si llevara una falda de las que dejan entrever el duodeno.

Las manos dicen mucho de una persona, pero también los pies. En la calle nos encontramos todo tipo de mejillones: uñas en garra, fuertes como la coraza de una langosta y que ni con alicates pueden achicar su grandeza; uñas cuyo extremo son un macizo montañoso que traslada nuestra mente hasta los Picos de Europa; de marco carmesí, con unos dedos que parecen cerezas comestibles; o cortas, cortísimas, una conchita de playa que se incrusta en la piel como una grapa.

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No me voy a echar flores: mis pies no son mi fuerte y puedo afirmar rotundamente que no tengo buenos acabados. Siempre de corte cuadrado, me encanta llevar las uñas pintadas en verano aunque, como en el barbecho, entre esmalte y esmalte dejo que se ventilen para que absorban las vitaminas del sol, respiren sin claros síntomas de asfixia y no se amarilleen. A ratos, me siento como una ecologista en acción de mi propio cuerpo. De hecho, durante este período, cepillo las uñas con agua y jabón para estimular la circulación y limpiarlas a conciencia (la opción más económica es utilizar un cepillo de dientes, sin usar). Luego me doy un masajito con aceite de aguacate, almendras o karité… ¡y pinreles listos para recibir los nutrientes de la madre naturaleza!

Menos en ocasiones especiales, sesiones de fotos o por trabajo, no llevo tacones y me fascinan las sandalias planas, con rollazo. Las de las fotos son de la marca MiBoheme, una firma artesanal, española, que elabora sus modelos con muchísimo cariño. Desde que me hice con varios modelos esta primavera, no me las quito ni para dormir… y espero que así sea todo el verano.

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Tengo los pies cavos y he llevado siendo una niña numerosos pares de plantillas, por lo que me persigue a brincos la huella de mis pies sudados, sobre el cristal con espejos, de un podobaroscopio. Mi mayor trauma fue la prohibición, por parte de mi sufrida madre, de llevar “zapatos sin sujetar”; los Merceditas (esas bailarinas de toda la vida con una tira atravesando el empeine) arruinaron mi infancia, mis estilismos de colegio y hasta el de mi comunión, porque sí, yo también comulgué para conseguir ese reloj que te chivaba el tipo de luna que encendía las noches y aquel vestido de princesa diminuta.

Inaugurada ya hace unos días la temporada de pies en Instagram, seamos cautos al subir según qué quesos, para que no pasen a la posteridad destartalados y sin sonrisa.

Como siempre, Abenia a vuestros pies.

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Avec tout mon amour,

AA

Barcelona

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La última vez en Barcelona terminé, tras la grabación de Insuperables (TVE), de madrugada en la habitación de hotel de Santiago Segura celebrando su cumpleaños, con Pitingo y Sergio, atiborrándonos todos de fartons y horchata artesanal de El tío Che, hablando de mil y una cosas interesantes y admirando la cantidad de cosméticos que Segura traía consigo.

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En esta ocasión, acudía a un evento con una tendinitis en el pie y sabiendo que tendría que estrangular mi tobillo en unas horas con la tira de mis tacones. En las cajas de deportivas, como en las de tabaco, deberían advertir que el deporte puede matar.

Al bajar del tren, la bella ciudad me sorprendió con rizos (la humedad se nota mucho más cuando vienes de un sitio seco como la mojama) y plataneros, que hacen estornudar y cerrar demasiadas veces los ojos, por lo que en estas fechas esta rubia no sería apta para sostener un volante en Barna, sin llevarse a alguien por delante.

Una vez en el hotel y encima de la cama de la 1007, me esperaban un ramo de rosas, brochetas de fruta y unas chanclas moradas glitter con las que gustosa habría acudido al evento si el color me hubiera encajado. ¡Me encantan los detalles!

La cena tuvo lugar en el glamuroso Gatsby. Un show de los años 20, con un concepto muy similar al Lío de Ibiza, amenizó nuestra mesa y los originales platos, entre los que destacaban el huevo dorado que escondía en su interior una crema de patata y trufa y la barra de labios de foie; sentí mucho no poder entregarme en cuerpo y alma al baile, mientras una Elena Tablada, de inmaculado blanco, intentaba convencerme de que saliera a menear mis carnes entre la gente ya chisposa.

Acabé en el hotel con el tobillo como un rodillo y los hielos de la bebida abrasándome la piel, pero ni siquiera el haber perdido las formas de mi ser impidió que al día siguiente me dopara, a base de ibuprofeno, para descubrir ilusionada Barcelona una vez más, en busca de una deliciosa paella de marisco y el olor a mar.

Anduvimos más de la cuenta, con la felicidad a corderetas por lo que supone tener la lengua recorriendo como una hormigonera un helado de cucurucho, Snapchat recogiendo cada inmediato placer y un sol marinero encendiendo cada rincón de Barcelona.

Con 17 años pasé unas semanas en la calle Muntaner, arropada por una familia cuyo padre adoraba a los Beatles, comiendo en el vegetariano que regentaban y subiendo y bajando calles como un ascensor, las cuales parecían siempre la misma, a excepción de Paseo de Gracia, Las Ramblas y la Diagonal.

En mi visita me dio mucha pena ver el puerto anegado de inmigrantes vendiendo marcas falsas. No sólo hace mucho daño a la imagen de Barcelona, sino que me parece de auténtica vergüenza que se permitan estas mafias que venden réplicas ilegales de marcas conocidas, mientras a su lado unos entrañables puestos pagan religiosamente sus impuestos. Sorprendente, al menos, que no se desmantelen estos mercados que convierten, a ratos, una ciudad maravillosa en un paseo de manteros. Aunque, obviamente, yo no tengo nada en contra de esta gente que intenta ganarse la vida como puede, meras marionetas de otra gente sin escrúpulos.


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La comida en la terraza del restaurante La Barceloneta, no decepcionó. Me quité a bocados las ansias de una deliciosa paella, hasta que no pude más. El postre lo acompañé de una montaña de hielo en mi pie y la siesta la pasé en la playa, atestada de gente con ganas de verano, y en la que unos paparazzis nos sorprendieron con la tripa llena, la ropa puesta y el pelo loco.

Volver a Madrid no apetecía. Con más pecas en la cara y mejor color de piel, a las 9 de la noche atravesamos el control de la Estación de Sants donde la mujer que ocupaba el puesto de seguridad, en lugar de estar pendiente de la pantalla con el interior de las maletas, escribía en whatsapp. Varios pasajeros le advertimos que eso no estaba bien, pero masculló entre dientes y se volcó de nuevo en la conversación que manejaba, que debía ser mucho más interesante que velar por la seguridad del tren.

En el trayecto: cena celíaca, un iceberg sobre mi calcetín rosa y una simpatiquísima tripulación que no paraba de preguntarme si me pedían una silla de ruedas al llegar al centro de la meseta. Pero una tiene que mantener una imagen… (risas)

Con las sábanas ya apagando mi estancia en la Ciudad Condal, bramé para mis adentros:  ¡viva Barcelona, viva la paella y, sobre todo… vivan los hielos!

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Avec tout mon amour,

AA

 

¿Te gustan grandes o pequeños?

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Un bolso es una ventana a nuestro mundo interior, más incluso que un repaso a la nevera o una ojeadita, a la velocidad de un velociraptor, a la estantería del baño de una de tus víctimas.

Con las tripas de un bolso puedes escanear a la persona que tienes delante y averiguar si es ordenada, precavida, aseada, promiscua, vive sola, tiene hijos, está enferma, tiene algún trastorno maníaco compulsivo, permiso de armas, conduce, tiene la regla, está obsesionada con quedarse sin batería, le salen inoportunos pelos negros, se va a quitar los tacones en un par de horas o su aliento es el de un ogro que vive junto a una ciénaga.

¿Te gustan grandes o pequeños? Yo tengo una teoría. Cuanto más pequeño es el bolso, más grande es el ego y más seguridad tienes en ti misma; una barra de labios, la cartera y las llaves te bastan y te sobran para comerte el mundo. Por el contrario, cuanto más grande es el bolso, mayor es la inseguridad y el miedo a prescindir de todo ello.

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Un bolso impactando contra el suelo desmonta la coartada que tanto tiempo nos ha costado crear para cosechar los halagos de quienes tenemos delante. En cuestión de segundos, coloca las cartas boca arriba y revela nuestro modus operandi, sacándonos los colores en más de una ocasión.

Lanzad al vacío todo lo que guardáis dentro, como si de otra se tratara y os daréis cuenta de cómo sois.

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  • Las tiritas indican errores en cadena, pero si son de colorines (y no nude, para pasar inadvertidas) demuestran que “la individua” asume su torpeza con dignidad.
  • Una pistola descubre a una policía… o a una narcotraficante.
  • El spray de pimienta, unas nulas ganas de correr o un mal fondo físico.
  • Unos auriculares trenzados permiten entrever cierto miedo a acercar el teléfono a la oreja y sufrir de cervicales o radiaciones en el cerebro. Yo aquí me cuido muy mucho, bastante tengo con ser rubia.
  • Pañuelos de papel desperdigados nos hacen pensar en una alergia estacional o salidas demasiado frescas.
  • Un pintalabios rojo levanta las sospechas: o quiere mandanga o se cree un pibón. Nadie a su alrededor está a salvo.
  • Unas medias cortas son sinónimo de pies fríos y mala circulación.
  • Si hay fuego, la susodicha teme un alud, dejar pasar la oportunidad de ligar con un fumador o ha visto “Buried” y lo difícil que es hacer fuego en Supervivientes.
  • Unas pinzas de depilar sugieren un alto grado de peligrosidad. Es posible que se trate de una de esas mujeres que baja a la playa a sembrar el caos en la arena repartiendo microinjertos con su ADN.
  • Unas bailarinas ligeras apuntan dedos martillo con juanetes, mal de altura o berridos sobre un tacón.
  • Las cremas hidratantes advierten un inminente riesgo de resbalón de la propietaria del bolso al sentarse en una silla. Infalible, lleva tiritas.
  • Un bidón de agua termal de las montañas implica necesariamente que suda a mares, necesita fijar el maquillaje, viaja mucho en avión o tiene la piel sensible.
  • Amuletos: supersticiones varias. ¡Ojo cuidao!
  • Un rollo de papel higiénico denota una mentalidad ahorradora (si se ha agenciado de él en el Sturbucks de al lado de casa) y previsora (nunca se sabe cuándo puedes necesitarlo y tiene múltiples usos, entre ellos aumentar sin decoro la talla de sujetador, si las circunstancias reman a favor)
  • Un condón solitario, si se han borrado las letras del plástico que lo recubre, indica un atasco importante; si es de apariencia seminueva, denota un alto grado de atracción hacia la persona a la que va dirigido, el cual va a tener la gran suerte de contar con unas bragas de “caída fácil”.
  • Un cable para cargar el móvil: el interlocutor pasará a un segundo plano, porque la persona en cuestión es una yonki del smarphone. No tiene previsto hacerle mucho caso… También es posible que tenga pensado pasar muchas horas fuera de casa, en cuyo caso el condón seminuevo nos dará la pista.
  • Bebidas vegetales: es intolerante a la lactosa, tiene las tripas revueltas o ama su salud y la de las vacas por encima de todas las cosas.
  • Los tampones y algodones alados lo dicen todo. Los tiempos son caprichosos y, si el interlocutor no tiene los exquisitos gustos de Hannibal Lecter y no desea desmontar falsos mitos en torno a la regla y el sexo, conviene estar al tanto de la situación de cara a bombear sangre.
  • Unas gafas de sol, dependiendo del estilo, reflejan una manera de ver el mundo allá afuera.
  • Una pieza de fruta, envuelta en papel de aluminio, destapa cualquier operación bikini, un mal tracto gastrointestinal que debe ser solventado de manera inminente o un dulce hábito saludable en situaciones límite.
  • Un poco de chocolate derretido, a medio disfrutar, destapa placeres culpables, vicios inconfesables y una buena dosis de fogosidad.
  • Un paquete de tabaco, con sus calaveras incluidas, traiciona a una fémina de dientes amarillos, escaso poder olfativo y demasiadas películas en blanco y negro reproducidas en VHS. Son chimeneas con curvas.
  • Un power ranger blanco (en su versión chinese y encontrado en las dunas de Fuerteventura) descubre a una auténtica cazatesoros, de las que valen la pena tener cerca. Es gente de fiar.
  • Un pequeño Cristo Redentor rozando con sus brazos la tela del bolso deja entrever a una persona emocional, con amigos de verdad que se acuerdan de su caótica dueña a kilómetros de distancia. Mejor no meterse con ella, porque pueden aparecer en manada para defenderla.

Lo que más feliz me hace es saber que vosotros, hombres, estáis empezando a llevar también bolsos, de esta manera tendremos muchos más datos para hacer también nuestras averiguaciones.

Bolsos al suelo… ¡Y a fisgonear!

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Avec tout mon amour,

AA

Así descubrí que soy celíaca

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Hoy, 27 de mayo, se celebra el Día Nacional del Celíaco. No será ni el primer, ni el último post que escriba acerca de este tema.

Hace dos años y medio me diagnosticaron mi condición de chica gluten free tras un viaje a París en el que saqueé todos los croissants de Rue Mouffetard. Fue una gran despedida y, desde entonces, el simbolito de la hoja de trigo tachada es mi bandera cada vez que salgo a comer fuera de casa.

Me habéis pedido en numerosas ocasiones que os hablara de cómo descubrí que lo era, así que os confirmo que, después de debutar con una neuropatía periférica, migrañas con aura, dolores articulares, musculares, visión doble y alguna que otra romántica cagalera a horas intempestivas, una prueba genética y una biopsia intestinal me dieron la respuesta a todos mis males. En mi caso, las vellosidades intestinales estaban más deterioradas que la posidonia balear.

Ni la analítica ordinaria que le hacen a todo el mundo, ni el pinchacito de la farmacia dieron positivos, pero en cuanto eliminé el trigo, el centeno, la cebada y la avena de mi vida todo cambió.

Es curioso cómo en la medicina española, en líneas generales, apenas se contemplan los síntomas que exceden lo meramente intestinal de cara a dar “el carnet de celíaco”. Es una de las enfermedades más infradiagnosticadas que existen y que, si no se trata con una dieta libre de gluten, puede derivar en algún tipo de cáncer intestinal, trastornos del sistema inmunológico, osteoporosis, abortos espontáneos, infertilidad o anemia, entre otros.

No necesariamente tienes que tener síntomas para serlo, puedes ser un celíaco silente y exigir la misma respuesta para que el daño intestinal no progrese. De hecho, es muy gracioso (o nada) cómo en algunos restaurantes se basan en los síntomas de sus clientes celíacos para decidir si un plato es apto o no para nosotros; es absurdo, si te envenenan raro es el día que llamas para protestar, no vuelves y punto.

Y, pese a que cada vez está más extendido el conocimiento de esta enfermedad, todavía hay muchos camareros que meten la manga en el plato para quitarte un trozo de pan que hay justo encima de un bosque de ensalada. Porque la contaminación cruzada para algunos cocineros es un cuento chino y no se dan cuenta de que esta negligencia, que perciben como un capricho, nos hace mucho daño. No puede haber trazas de gluten diseminando nuestro frágil mundo. Además, es necesario que tengan mucho cuidado con la elaboración del menú evitando espesantes, salsa de soja, colorantes, conservantes y condimentos que puedan llevar gluten y arruinar la pradera de nuestro intestino. Se trata de una agresión intolerable.

Convivir con la celiaquía es muy sencillo en casa y un acto de fe fuera de ésta. Pero no me cansaré de advertir a los restaurantes para que se pongan las pilas y de esta manera continuar con mi agitada vida social.

Respecto a la moda de comer sin gluten, personalmente, estoy satisfecha, consigue que la gente conozca lo que implica ser celíaco. Un médico me dijo una vez que uno de los secretos para estar sano era eliminar de la dieta: el gluten, el azúcar y los lácteos. Y, probablemente, si no fuera celíaca (y con todo lo que ahora sé), seguiría una dieta sin gluten que, para los que no controléis, actúa como el pegamento de los alimentos y es el que permite, por ejemplo, que una pizza (el pan, no el queso) se estire como un chicle en el cielo.

Por otro lado, me molesta que me miren como si siguiera algún tipo de dieta para adelgazar (lo cual es una gilipollez, porque los productos sin gluten suelen tener más calorías) o para mejorar el rendimiento físico, como Djokovic o algún jugador del Real Madrid.

Aún queda mucho por hacer, entre otras cosas conseguir que bajen los precios de los alimentos para celíacos o los subvencionen, como en otros países (Italia, Suecia, Reino Unido, Suiza, Luxemburgo…). Pero, mientras tanto, FELIZ DÍA a todos los que compartís una misma criptonita, la del gluten; y a los que, después de leerme y haceros las pruebas, habéis descubierto que los sois, porque la vida en adelante será MARAVILLOSA.

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Avec tout mon amour,

AA

 

* Foto de la tarta de frambuesas sin gluten: GTRES.

Nacida para correr

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En vistas a que en escasas horas deberé ponerme manos a la obra y convencer al mundo de que mi meta en la vida no es otra que poner pies en polvorosa, en el nuevo programa de TVE, Nacidos para correr, hago un repaso a mi actividad física de los últimos meses y sumo menos metros que de mi casa al Corte Inglés. Oh, yes!

Decido ponerme yo misma a prueba y me calzo unas deportivas tan ajenas que, al estirar mis atrofiados músculos, siento que hago equilibrios sobre un colchón de viscoelástica. El cuerpo me responde a medias y Zaragoza, donde hace meses que no paseo porque Madrid me retenía entre grabaciones, fotos y amigos, es un lugar en el que campan a sus anchas gramíneas, plataneros y cipreses, que hacen que mi nariz se comporte como un chile picante y mis ojos brillen emocionados. La misma emoción que me invade al saber que mis tiernos pies van a tener que golpear un rato el arenoso suelo de la ciudad que me ha visto crecer deportista, me encuentra ahora más oxidada que un tornillo navegando en el Ebro y más blanda que una letra de Pablo Alborán.

Inicio una marcha ligera y estiro en lo posible el momento de empezar a trotar, entre runners machos que utilizan un árbol como baño, que ya no van envueltos en bolsas de basura -como hace años- y que se recomponen el tipo con la maniobra de “la cobra” al cruzarse con el sexo opuesto, cuando venían a lo lejos doblados cual Torre de Pisa y tocándose el lumbago con ambas manos.

Es el momento de echarse a correr y, antes de que me sobrevenga un flato, ya siento que llevo meses corriendo, que puedo escupir a la hierba, que lo sé todo del running y que va siendo hora de dar consejos a diestro y siniestro en Instagram. Nueva York se me antoja como el próximo destino para colgarme el dorsal, entre altos edificios y meros aficionados.

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Pero un pinchazo debajo del corazón, que podría ser un inesperado infarto, me hace menguar la carrera. Con lo bien que iba todo, mierda. Para colmo, siento que se me ha subido un gemelo en una estúpida cuesta, hasta casi alcanzar mis ingles y no consigo zarandearlo lo suficiente para recolocarlo. Aprovecho para convertir una fea mueca en una impagable sonrisa y hacerme una foto que sirva para ilustrar mis palabras.

De repente, la boca se me seca y recuerdo haber olvidado el agua en casa porque ya mi smartphone era lo suficiente aparatoso para hacerme perder la vertical, al galope, por lo que es muy posible que sufra una deshidratación en minutos. Y es que la vida es cuestión de prioridades: con una mísera botella no puedes fardar, a lo sumo evitar un desmayo, pero qué queréis que os diga, caerse está sobrevalorado, siempre habrá alguien que te encuentre y te asista con amor. Sin embargo, amigos: un móvil os permite recoger el momento, muy práctico si tenéis alma de periodista egocéntrico.

Sé de antemano que mañana tendré agujetas y estaré más limitada de movimientos que mi propio culo en estas mallas. Será estupendo poder mostraros mis resultados de runner rubia durante la friolera de 21 días, como en el programa de Cuatro. Si me veis cojear por las aceras, no os dé pena, pensad en que este verano seré la primera en llegar a las Rebajas.

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Chupaos esa.

Avec tout mon amour,

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‘Phubbing’, el arte de ignorar al prójimo por culpa del móvil

imageAnteayer casi acabo salpicada de restos humanos por culpa de un hombre que no paraba de hablar con su smartphone al cruzar indebidamente la calle, en un paso de peatones con el semáforo en rojo. Lo mejor de todo es que el tipo en cuestión ni siquiera sabe que estuvo a punto de crujir como una cucaracha y terminar como uno de esos millones de pecas que son los chicles usados, sobre los que caminamos y que han acabado convirtiéndose en una alternativa económica al asfalto caliente, con el que se sella el pavimento.

Le observé reír a carcajadas, ausente; y al coche que había frenado en seco llamarle ‘gilipollas’, con las ventanas cerradas. Me di cuenta de lo idiotas que resultamos al aislarnos del universo y, justo hoy, he descubierto que el fenómeno es algo patológico y se acuña con una palabreja muy ibérica, phubbing, que consiste en ignorar a otros por culpa del teléfono.

Trago saliva porque estoy en diagnóstico reservado de lo arriba mencionado, no sé dónde se encuentra la tabla de salvación y no muestro arrepentimiento. Glups.

Recuerdo cuando me daba vergüenza hablar con auriculares por la calle e imaginaba que los viandantes pensaban en lo tarada que estaba por lanzar palabras al viento, sin que me acompañase nadie. Desde luego no habrían ido desencaminados, la cordura no es lo mío, qué os voy a contar. Pero, volviendo a lo que interesa, nos hemos convertido en un ejército de desquiciados que hablan con sus cada vez más aparatosas máquinas y pierden comba de lo que sucede a su alrededor.

Si ahora me preguntaseis qué camino he elegido para ir a ese u otro lugar, quizá no sabría responder. Pierdo detalles que antes eran importantes para mí. Perdemos a las personas. En sentido metafórico y literal: puedo estar cruzándome con mi madre y pasar de largo. Como veis, he aquí una hija ejemplar.

Casas en las que antes todo era bullicio, se vuelven silenciosas. Somos como espías malos, a lo Austin Powers, que vivimos a través de los demás, dejando nuestra vida a un lado. Si no estás en las redes sociales, no existes. Cuento con los dedos y me hallo en cinco: Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat y Vippter. ¡Ahí va mi madre, entended que me sienta como una yonki de jeringa en mano!

Menos mal que en las comidas y cenas con amigos dejo que se enfríe la carcasa, ardiente como un huevo frito, y acuesto a mi pequeño en el bolso. Pero, aun así, siempre hay dedos que serpentean sobre el mantel y bocas que preguntan sobre algo que ya se ha hablado.

Y qué decir de unas vacaciones sin cobertura, sin ni siquiera una raya de esas que rescatas de debajo de la cama o abandonando un trozo de tu cuerpo fuera de la ventana, a medio camino entre el suicidio y un “quiero tocar la lluvia”; unas que no consten en imágenes en vuestras redes, y dadme la razón cuando afirmo que éstas serían unas vacaciones fantasma. Porque qué sería del goce de saber que, mientras otros están cumpliendo un horario de oficina o cociéndose en la ciudad, tú estás con la fuerza de un percebe abrazada al mar y a los refrescantes mojitos.

Mi etapa phubber tiene que prescribir, lo sé. Pero, hasta que eso suceda, aprovecho para invitaros a que me sigáis en las redes.

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¡Mi reino por un clic!

Avec tout mon amour,
AA