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Cumplir años es una putada maravillosa

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Las 00.00 horas. Se abren los teléfonos. Estoy apalancada sobre las sábanas de mi habitación leyendo mensajes de amigos que se salvan de la quema por acordarse de mi día. Porque no he pasado yo todo el año felicitando a mis camaradas por Facebook, para que ahora se olviden de tan memorable fecha. Así que, a los disidentes, poneos las pilas, que los que paséis de la medianoche seréis sancionados sin piedad por vía oral en los siguientes reencuentros.

De hecho, en esta ocasión, a puntito he estado de comerme a mi marido, ya que otros y otras os habéis adelantado a su esperadísima felicitación; es lo que tiene estar en la ducha en el preciso instante en el que suena la alarma que separa los días. A su favor diré que, desde los 15, ha procurado que mi cumpleaños fuera especial y casi siempre lo ha conseguido, pese a lo desafinado que suena cuando se entusiasma en exceso con la melodía de Parchís y me promete revolcarme en confeti, calorías y besos.

Me examino en el espejo, todo en orden. No sé por qué se empeñan todos en hacerme creer que los años caen uno a uno de golpe, como una dura verdad; el caso es que han pasado unos minutos y estoy casi convencida de que mi piel luce más cuarteada y peino más canas a estas horas.

Respiro hondo y, por si acaso, mando a paseo el chocolate de mis manos y acudo a hidratarme con un par de vasos de agua y a buscar, entre mis bártulos del baño, el contorno de ojos que un día abrí. Introduzco por mis pies el body azul con el que pretendo inaugurar la fiesta, y me doy cuenta de que mis caderas frenan la intención; enseguida me acuerdo de aquellas malditas embusteras -que ahora veo que llevan razón- que me dijeron que a partir de una edad vas sumando kilos y el cuerpo se vuelve perezoso, así que maldigo entre risas a las mismas, mientras todavía mis labios conservan el dulzor del cacao y mi whatsapp no para de sonar tantas veces que parece que están intentando contactar conmigo en Morse. Asomo el ojo hasta el aparato iluminado y veo que una de las felicitaciones me llega desde Japón, ¡bonus!

El 14 de julio del calendario pasado lo celebré en la azotea de un hotel en Madrid, agarrada a unos globos que apuntaban con sus cuerdas hacia el cielo -hacia donde creo que tienen que enfocarse siempre los sueños- y dos tallas menos. El listón quedó alto, sobre todo por la altura del edificio y lo que ocurrió después, que ni falta hace que entre en detalles, porque esos fueron mis particulares fuegos especiales.

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Así pues, la relación que tengo con esta efeméride va variando sensiblemente a medida que me alejo de la adolescencia. Me aterra el día en que alguien me llame Señora, por muy infante o educado que éste sea, o que de la nada me duela un brazo porque mi organismo comienza a fallar. No estoy preparada, en absoluto, y me consuelo pensando en que en las películas los treintañeros pasan por 20 y que otras que me ganan por goleada en edad, como Demi Moore, Monica Bellucci o Diane Lane, están francamente bien, como si hibernaran durante todo el año y las despertaran sólo para acudir a los eventos.

Hoy es un día para desmelenarse y sacar pecho.

¡Cumplir años es una putada maravillosa!

Gracias a los que nunca falláis.

final

Avec tout mon amour,

AA

Cómo formular deseos y que se cumplan

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Cualquier excusa es buena para pedir un deseo y hace tiempo que perdí la cuenta de todo lo que he anhelado. Deseos al por mayor. Algunos con el corazón y otros tantos con la razón, pero formulados con los ojos cerrados y la mente crédula.

He crecido ansiando besos, aprobados, viajes, encuentros o una melodiosa voz. Me he ilusionado con la posibilidad de estirar la edad de mis abuelas, conseguir un determinado trabajo o que las cosas siguieran como hasta entonces.

Los deseos de mi vida se esconden en una dulce tarta con velas, un palito marrón con el corazón blanco en el interior de una bolsa de pipas, en los testículos congestionados de San Cucufato, en la luna llena, una estrella fugaz, un diente de león que se escapa volando de los labios, en un reloj que señala las 11:11 horas, en la corteza de un árbol, un buzón al que lanzas una carta con el sobre en blanco, en un amuleto, un papel doblado bajo de la almohada, el misterioso color del manto de la Virgen del Pilar o frente al mar.

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La Noche de San Juan no iba a ser menos y adapté la celebración pagana a un tercer piso, el mío, con una pequeña hoguera que no era otra cosa que una preciosa vela de cristal. Así rendí anoche culto al sol, sin grandes fuegos para evitar ser sorprendida en pijama por los gritos de un bombero atrapado dentro del brazo articulado de una grúa madrileña.

Hay que desear con fuerza para que se cumpla de verdad. Esa frase la escuchaba con atención, en zapatillas y con los rizos puestos, siendo muy pequeña y no tanto. Incluso si pedía algo que no se resolvía, mi madre me decía que no pasaba nada porque aprendería de todo ello. Ningún mar en calma hizo experto a un marinero.

Nueve veces salté el fuego de mi vela, calentando un solo pensamiento que no puedo desvelar.

Los deseos son sueños que no sabes a dónde van a parar, que se despiden como una petición y regresan para sorprenderte. Hay lugares mágicos en los que deambulan infinidad de ellos: en el kilómetro cero de la Plaza Roja de Moscú, en el fondo de la Fontana di Trevi, en mitad del puente de los deseos de Jaffa (Israel), en los muros de la Casa de la Julieta de William Shakespeare en Verona, en la estatua de Everard en Bruselas, en el eco del Templo de Izumo en Japón, El Muro de las Lamentaciones en Jerusalén, el Puente de los Suspiros en Italia …

Y en mi casa, ayer, pasada la medianoche.

Si se cumple, prometo contarlo. Gracias por leerme y nunca dejéis de suspirar por algo.

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Avec tout mon amour,

AA