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Esa loca costumbre de madrugar para ir al gimnasio

trainDesde que leí que el cuerpo quema más cantidad de grasa si entrenas sin desayunar, con la intención de aprovechar ese momento en que las reservas de glucógeno están vacías para usar las grasas de reserva como combustible, no hay día que me acueste en la cama y no adelante el reloj un par de horas para acudir con legañas y sonidos abdominales al gimnasio y así evitar la tiranía de las zanahorias crudas de una que no pierde comba para lanzarse a la artillería pesada de lo que más le gusta a diario y que, con franqueza, últimamente no hace más sentadillas que las que ejecuta cualquier persona que acude al baño a hacerle un favor a sus riñones y se sostiene a pulso para no ensuciarse.

Macarrones con tomate, nachos con guacamole y queso fundido, jugosas tortillas de patata con cebolla, baguettes celíacas recién hechas con aceite de oliva y un buen ibérico, crujientes pizzas, chocolate con nueces, magdalenas expandiéndole en la leche… Siento orgasmos. Y retortijones, a partes iguales, a cuando tomo una insípida lechuga iceberg.

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Cada noche dejo apoyada en la puerta de entrada de mi casa una mochila con todo lo que necesito para empezar el día a tope de power. Con un outfit compuesto por un pantalón no demasiado ajustado, para no marcar demasiado -en mi vida personal aparento ser una monja de clausura decolorada-, una camiseta negra y unas cómodas deportivas.

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Y tampoco hay día que no suene el despertador y no vuelva a abrazar el almohadón y regrese a los brazos de Morfeo, sin remordimientos ni penas, hasta que piso Mediaset y el universo entero me restriega con la fuerza de un portazo las horas que han dedicado ya, en lo poco que lleva puesta la M30, a Pilates, boxeo, spinning, zumba y a hacer el pino puente. Estos amantísimos del deporte, cuando te sientes muy vaga, se reproducen más que el pulgón del repollo.

El gimnasio se me resiste; es una evidencia como que hay “lluvia” de helio en Saturno, que el ajo no propicia los besos o que los trolls de las redes sociales son como los matones cobardes del patio de un colegio.

Y es que antes los gimnasios molaban más, en los 80 se entrenaba con la música de Alaska o Europe, mallas de colores brillantes con tanga superpuesto y usaban las espalderas, los iniciados tomaban bicarbonato para las agujetas y todo estaba lleno de karatecas.

Sólo por ellos madrugaría. En calentadores y colores.

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Avec tout mon amour,

AA

Nacida para correr

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En vistas a que en escasas horas deberé ponerme manos a la obra y convencer al mundo de que mi meta en la vida no es otra que poner pies en polvorosa, en el nuevo programa de TVE, Nacidos para correr, hago un repaso a mi actividad física de los últimos meses y sumo menos metros que de mi casa al Corte Inglés. Oh, yes!

Decido ponerme yo misma a prueba y me calzo unas deportivas tan ajenas que, al estirar mis atrofiados músculos, siento que hago equilibrios sobre un colchón de viscoelástica. El cuerpo me responde a medias y Zaragoza, donde hace meses que no paseo porque Madrid me retenía entre grabaciones, fotos y amigos, es un lugar en el que campan a sus anchas gramíneas, plataneros y cipreses, que hacen que mi nariz se comporte como un chile picante y mis ojos brillen emocionados. La misma emoción que me invade al saber que mis tiernos pies van a tener que golpear un rato el arenoso suelo de la ciudad que me ha visto crecer deportista, me encuentra ahora más oxidada que un tornillo navegando en el Ebro y más blanda que una letra de Pablo Alborán.

Inicio una marcha ligera y estiro en lo posible el momento de empezar a trotar, entre runners machos que utilizan un árbol como baño, que ya no van envueltos en bolsas de basura -como hace años- y que se recomponen el tipo con la maniobra de “la cobra” al cruzarse con el sexo opuesto, cuando venían a lo lejos doblados cual Torre de Pisa y tocándose el lumbago con ambas manos.

Es el momento de echarse a correr y, antes de que me sobrevenga un flato, ya siento que llevo meses corriendo, que puedo escupir a la hierba, que lo sé todo del running y que va siendo hora de dar consejos a diestro y siniestro en Instagram. Nueva York se me antoja como el próximo destino para colgarme el dorsal, entre altos edificios y meros aficionados.

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Pero un pinchazo debajo del corazón, que podría ser un inesperado infarto, me hace menguar la carrera. Con lo bien que iba todo, mierda. Para colmo, siento que se me ha subido un gemelo en una estúpida cuesta, hasta casi alcanzar mis ingles y no consigo zarandearlo lo suficiente para recolocarlo. Aprovecho para convertir una fea mueca en una impagable sonrisa y hacerme una foto que sirva para ilustrar mis palabras.

De repente, la boca se me seca y recuerdo haber olvidado el agua en casa porque ya mi smartphone era lo suficiente aparatoso para hacerme perder la vertical, al galope, por lo que es muy posible que sufra una deshidratación en minutos. Y es que la vida es cuestión de prioridades: con una mísera botella no puedes fardar, a lo sumo evitar un desmayo, pero qué queréis que os diga, caerse está sobrevalorado, siempre habrá alguien que te encuentre y te asista con amor. Sin embargo, amigos: un móvil os permite recoger el momento, muy práctico si tenéis alma de periodista egocéntrico.

Sé de antemano que mañana tendré agujetas y estaré más limitada de movimientos que mi propio culo en estas mallas. Será estupendo poder mostraros mis resultados de runner rubia durante la friolera de 21 días, como en el programa de Cuatro. Si me veis cojear por las aceras, no os dé pena, pensad en que este verano seré la primera en llegar a las Rebajas.

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Chupaos esa.

Avec tout mon amour,

AA

Un día en el Open de Tenis

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No soy muy deportista, ni entiendo demasiado de tenis; pero no hay mejor manera de que “ellas” se muerdan la laca de las uñas y “ellos” suden de impotencia, que gritar al mundo entero -a través de tus redes sociales- que tienes entradas para un palco en el Open de Tenis de Madrid.

Así que, vestida de Minion y calzada cómodamente (hay trampas mortales para las que eligen ir con tacones a este encuentro), me acerqué ayer a La Caja Mágica para ver a Rafa Nadal y a Novak Djokovic pelarse las rodillas en el campo, con tal de ganar cada uno su partido, en octavos de final.

Nada más aterrizar en el recinto, a orillas del río Manzanares, es de obligada visita coger fuerzas en el riquísimo catering de Niki Lauda (expiloto de Fórmula 1), que cuenta con ocho espacios temáticos en los que los celíacos tenemos muchas opciones para sentirnos felices y colmados.

Después de guardar bajo mi peto vaquero aprovisionamiento para todo un año, nos personamos en el campo de juego, henchidos de energía que repartir entre los jugadoresPor cierto, debo de ser la única persona que no entiende por qué en los partidos de tenis hay que estar en completo silencio. Intimida y a mí, personalmente, me cuesta hasta tragar saliva.

🎾 Un día en el Open de Tenis 🎾 ¡Ya podéis leer mi nuevo post en @20m! Arriba, en el link de mi perfil 💋

Una foto publicada por Adriana Abenia (@adrianaabenia) el

El pasado año me escaldé los cuartos traseros al fundirme en los asientos VIP metálicos del encuentro, que en los días más calurosos podrían dar electricidad a toda una ciudad. Este año el tiempo ha respetado y no luciré encarnada. ¡Hurra!

Algo que me fascina es cómo esos ojos sin gafas, a pie de pista, son capaces de enfocar los saques con la fuerte luz que les ilumina. Los tenistas se convierten en guerreros de un manga que lanzan pelotas que se aproximan al oponente como bolas de dragón, emitiendo destellos luminosos. También me asombra ese fair play a pie de pista, lo cual deja en evidencia mi naturaleza tramposa.

Y hablando de jugadores, Djokovic me tiene ganada: por gluten free -estuvo merendando en la pastelería Celicioso conmigo- y por simpático.

NOVAK DJOKOVIC ROBERTO BAUTISTA

Ayer observaba jugar al serbio contra Bautista, con camiseta roja el primero y varias pelotas en fila india en el bolsillo de su pantalón blanco -al más puro estilo del 7 de junio- y recordé la divertida anécdota que protagonizó Silvia Abril en Tu cara me suena, cuando Miguel El Sevilla se introdujo unos calcetines para dar visibilidad a sus partes más nobles durante los ensayos, mientras Silvia jugaba a aplastárselos con las manos; sin embargo, el programa optó por obviar las manualidades del sevillano y quitar la improvisaba coquilla para que no acudieran durante el directo en masa a la falsa diana. Pero, cuando la Abril, que a mí me tiene enamorada, aprisionó los Santos Sacramentos de El Sevilla con precisión y abnegación, se dio cuenta de que los calcetines habían desaparecido y que entre sus manos flotaban canicas de las buenas.

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Por cierto, ¿de qué color es una pelota de tenis?

¿Amarilla o verde?

¡No tendré más remedio que comprobarlo en la final del domingo!

(risas malintencionadas)

Avec tout mon amour,

AA

* Foto Djokovic: EFE/JuanJo Martín