Archivo de marzo, 2017

A veces que te rompan el corazón es lo mejor que te puede pasar

Que te rompan el corazón deja una sensación de desamparo en uno mismo que parece imposible de reparar. Nuestro universo en ese momento tiene la fragilidad de una vasija de barro recién horneada que es preciso curar para que no se agriete y se haga mil añicos.

Quién no ha sentido que su mundo de papel se arrugaba en las manos de otro. En eso consiste el amor.

Cuando alguien te hace daño o no quiere saber de ti, al menos de la manera que tu deseas, los días se estiran como los de cualquier verano y las noches se hacen infinitas dentro de una cama que cuesta abandonar al despertar.

Nos manchamos los labios de chocolate para esconder la amargura -que con profunda certeza pensamos será infinita-, y mareamos los cafés con una cucharilla que pesa, sintiendo lástima de nosotros mismos.

Salir a la calle nos angustia y en las caras de desconocidos encontramos fugaces similitudes con esa persona que consigue que nos duela el cuerpo en sitios que no somos capaces de localizar.

Y, sin embargo, a veces que te rompan el corazón es lo mejor que te puede pasar, de hecho creo que merece la pena que alguna vez alguien lo haga. Es sano que ocurra en esa caótica etapa de la juventud en la que juras dentro de la camiseta de otro mientras alineas huesos de cereza en el borde de un plato, convencida de que cada paso sin esa persona será siempre una ventana a un precipicio, aunque otros besos al caer te enjuguen las lágrimas en segundos y consigan hacerte olvidar todo lo dicho. Aquello hace que te des cuenta de esa realidad paralela que crece como una enredadera donde tú sólo veías un muro, mostrándote a otras personas y experiencias que son las que te permitirán avanzar como persona.

Y aunque la vida no es justo que sea una carretera sin asfaltar, llena de baches, creo que el hecho de que las cosas no sean siempre fáciles hace que paladeemos más cada instante.
Es por ello que cuando falla el amor -aunque cueste dejar de escuchar música triste y refugiarse en la sombra de los recuerdos-, y a sabiendas de que la vida es una sorpresa continua, tenemos que estar preparados para encontrar los tesoros.

Por eso, querida amiga, decirte que hoy más que nunca has de pintarse los labios de rojo, sudar las penas en el parque y rodearte del bálsamo que ofrecen las sonrisas en torno a una montaña de puré de patata con mantequilla y algodón dulce.

Desconecta de las redes sociales. Algo bueno te espera, algo que hará que vuelvas a creer.

Hazme caso.

Avec tout mon amour,

AA

Cómo editar una foto en Instagram y triunfar

Seguro que muchas veces habéis pensado que la nieve es más blanca, los alimentos más apetitosos y el mar más turquesa en las fotos que cuelgan los famosos y algunos influencers en las redes.

Exageramos los colores y las sensaciones hasta que los recuerdos que compartimos pierden parte de realidad. Un cielo dramático puede ser el más optimista y la flor más vulgar, un bello tropiezo en el camino.

Mentiría si dijera que no retoco el color de las fotos antes de colgarlas. Sólo hay que darse una vuelta por mis más de 2.000 fotos en Instagram para comprobar cómo al principio las fotos reflejaban de manera fiel los colores -excepto por el uso ocasional de exagerados filtros que ahora rechazo-, y conforme van pasando los años las imágenes desprenden más luz que una fachada andaluza.

Supongo que los secretos de algunas fotos no deberían ser desvelados, al igual que un buen truco de magia no debería correr de boca en boca, pero en este caso haré una excepción y os confesaré cuáles son las modificaciones que hago para que vuestros disparos se amontonen en las galerías con un increíble resultado.

Utilizaré para ello solamente la App de Instagram, aunque a veces recurra a Adobe Photoshop Express para aclarar las fotos todo lo que deseo.

En primer lugar, evitad los filtros, y mucho menos en su totalidad (+100). Las fotos no deben parecer pinturas.

A continuación, subid el brillo, nadie quiere ver fotos tristes, por atractiva que pueda resultar la melancolía. Los poemas dejémoslos para el papel.

Bajad la calidez (-10). Está comprobado que los colores fríos son más sugerentes para el ojo humano. Los tonos del invierno, de la noche, de los mares y lagos.

Si deseáis potenciar los colores subid la saturación, si por el contrario la foto es excesiva, bajadla (-10). A vuestro gusto.

Aplicad nitidez a la foto, no demasiada. En vuestras fotos de playa hará que el agua se vea más cristalina.

Personalmente, me gusta atenuar las imágenes, les da aspecto de editorial de revista. Esto se consigue bien utilizando la herramienta de “atenuar” o subiendo las “sombras” de la foto. Como veáis vosotros.

No suelo contrastar las imágenes. Por otro lado, he comprobado que las imágenes en blanco y negro son preciosas, pero es curioso cómo las fotos de color generan más likes.

La diferencia con estos pequeños cambios es brutal.

¡Felices y envidiadas estampas a todos!

Avec tout mon amour,

AA

Lo que antes era antiestético ahora es tendencia

La moda es cíclica y nosotros ratones que damos vueltas a una rueda creyendo que viajamos hacia delante cuando los paisajes son una y otra vez los mismos.

La moda que vuelve la percibimos también de manera distinta a como lo hacíamos antes.

¿Os acordáis cuando las crestas de pelo eran la seña de la gente que frecuentaba los suburbios, luchaban contra el sistema y apoyaban movimientos liberales? Yo era muy pequeña, pero recuerdo que aquella estética punk invitaba a cambiarse de acera, en el sentido estricto de la frase. Ahora, en cambio, sólo hay que poner la tele para ver en programas como Hombres, Mujeres y Viceversa a machos alfa con el pelo pincho apuntando al techo y rompiendo corazones televisados.

Os propongo por un instante recuperar esos bañadores slip, en playas de domingueros y piscinas de pueblo, en un pasado no muy lejano y motivo de burla social. Los horteras de costa eran una especie difícil de admirar. Ahora, sin embargo, la estela de David Gandy marcando ancla en un conocido anuncio de perfumes ha hecho que estos micro bañadores circulen como agua bendita por tierra seca despertando los aplausos de los gurús de la moda.

David Gandy para Light Blue (Dolce & Gabbana)

Los vaqueros pitillos no tenían mejor prensa, prenda fetiche y peligrosamente ceñida de personas con el pelo largo y ensortijado, de loco vivir y estrellas del rock, son un must a tener en cuenta en la actualidad. Por más que los diseñadores se empeñen en instaurar de nuevo los pantalones oversize, los skinny jeans son los que mejor sientan al comportarse como una segunda piel.

Los porteros de las discotecas, sobre todo en los años 80 y 90 eran los jueces que decidían a su discreción si una indumentaria representaba la dignidad o la falta de ésta de la persona que trataba de acceder a las salas. Si llevabas calcetines blancos, las puertas se cerraban de golpe.

Hay una leyenda en Madrid que corre desde los años 90, época en la que Archy era el gran templo de la modernidad y la gente guapa. Se cuenta que David Byrne, el cantante de los Talking Heads, trató de entrar en Archy y el portero le negó la entrada por el mero hecho de calzar unas zapatillas de deporte.

Cuántas retinas castigadas tras comprobar el color blanco de un calcetín dentro de un zapato. Aquello era objeto de mofa y típico de solteros o divorciados que salían a la calle sin la supervisión de alguien a su lado con buen gusto, quizás tratando de emular a un irresistible John Travolta en Fiebre del sábado noche o creyéndose Michael Jackson, que tenía por lo menos una buena excusa para hacer alarde de ello: que no perdiéramos detalle de los movimientos de sus pies.

(GTRES)

Actualmente, Pelayo Díaz, máximo embajador de esta tendencia, le hace la competencia a Sor Lucía luciendo tobillo níveo, dispuesto a comerse el mundo con un look que no deja indiferente. De hecho, los calcetines blancos hace tiempo que tomaron las pasarelas, confundiendo al mundo hasta aturdir el concepto de lo que es cool.

Pero cuidado con los que eligen el blanco virgen por bandera para sus pinreles, las manchas en éstos pueden sacar los colores a más de uno al descorchar emociones que no se esperan, obligados a descalzarse.

Luego no digáis que no os lo avisé…

(Gracias a José Muro por darme la idea de escribir este post y leerme siempre)

Avec tout mon amour,

AA

La importancia en la medicina de buscar la excelencia

Esta semana hacía un año de mi intervención de cuello en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid, así que lo celebré por todo lo alto -entiéndase la ironía- yendo a ver a uno de los cirujanos endocrinos que estuvieron presentes. Eso sí, después de hincarle el diente a una deliciosa paella y deseando llevarme de postre bajo el brazo el alta definitiva.

Cuando atraviesas por primera vez la puerta de una consulta médica, uno se da cuenta enseguida de si la persona que viste bata blanca y escribe con garabatos ama su trabajo o hace tiempo que dejó de interesarle, aunque la vocación le acompañara durante un tiempo.

Me gusta observar a la gente y con él no me equivoqué hace meses.

Una vez hube ocupado mi silla en una consulta bañada por el sol de la tarde, con la tripa llena y un poco de sueño, reparé en su cara dividida por una línea a la altura de las cejas de quien acaba de echar las horas en el quirófano tras los cristales de unas gafas de aumento para bucear en el cuerpo humano. Mientras me hundía en el asiento, escuchaba cómo narraba con el entusiasmo de un niño su periplo por Nueva York hace unos días por trabajo, con la misma entrega que quien habla de un hobby.

Él y otro compañero de su equipo, ambos jóvenes y ávidos de ponerse al día de todo lo nuevo, habían estado aprendiendo de manos de un coreano (en Corea el cuello es un lugar sagrado) la técnica que en EE UU practican ya desde hace un tiempo para operar el cuello por medio del Robot Da Vinci, que a través de sus múltiples tentáculos y abordajes reduciría las complicaciones quirúrgicas, el tiempo de operación, el tipo de anestesia y solventaría gran parte del problema estético de estas operaciones, como la del cuello, que afectan a la autoestima de muchas personas que ven cómo la sombra de un bisturí les devuelve a diario un capítulo de su vida que no desean recordar.

De repente, me vino a la cabeza ese primer y reputado cirujano al que acudí, urgente y desconsolada, y al que poco le importaron mis preocupaciones estéticas -aparte de las evidentes y prioritarias-. Él vio en un corte en el cuello, de oreja a oreja, la solución a todos mis males, ya que luego podría camuflar 12 centímetros de sutura con un fastuoso collar de perlas.

Salí de allí llorando, muy asustada y con la imagen de un pobre galgo gritando en la horca. Actualmente, mi cicatriz es un tercio de aquello, casi imperceptible y me encuentro perfectamente.

De esta manera, mientras mi cirujano me hacía concesiones de cómo pensaba que serían las intervenciones en adelante en el Hospital Público donde me operé, pensé en la suerte que supone toparse con esos médicos -que no son pocos- ávidos de seguir aprendiendo, que mejoran con creces lo anterior y cuyas ilusiones no han sido todavía aplacadas por la tediosa obligación de acudir al trabajo, sin más estímulos que recibir una compensación económica a final de mes.

Salir de la zona de confort y plantearse dudas y retos en la medicina me parece digno de admiración. Me asusta pensar en esos facultativos a los que les encomendamos nuestra salud y que se resignan a cumplir consultas como si fuéramos números en una carnicería. O que no escuchan y tildan de ansiedad lo que no les cabe en sus cuadriculadas cabezas. Que hablan para que no entendamos. Que dejan de estudiar por el mero hecho de tener ya su título. O que, una vez salimos de ahí, poco les importa si regresamos a ellos para hacer un seguimiento.

Pero como os he dicho, me siento afortunada. Y sí, ya tengo mi alta.

(GTRES)

Avec tout mon amour,

AA

El secreto de mi maquillaje al descubierto

Mis despertares no son de película. Mientras intento enfocar los primeros pasos de la mañana y trato de peregrinar hacia el baño sin golpearme con un mueble, voy encajando la agenda de la jornada en mi cabeza y pensando en qué desayunar y cómo vestir, dependiendo de mi estado de ánimo y el lugar al que debo acudir.

Acostumbrada a maquillarme como una puerta los días que trabajo, cuando la jornada me da una tregua intento no abusar demasiado de artificios. La piel (aparentemente) desnuda es lo que más favorece a una mujer, aunque detrás haya pintura suficiente para restaurar un cuadro de El Bosco.

Mi ritual diario comienza con un buen chorro de agua en la cara y algodones impregnados en desmaquillante, para eliminar posibles restos de rímel que me hacen parecer Marilyn Manson después de una borrachera. El siguiente paso es hidratar la piel con mi crema habitual mezclada con protección solar (La Roche Posay, Anthelios XL ultra-léger, 50+)

Después de desayunar, con la cara algo menos desencajada, me aplico la base de maquillaje con los dedos, a golpecitos. En mi caso, y aunque tengo la piel muy clara, no quiero que el mundo crea que vivo en un búnker y subo un tono mezclando a partes iguales el maquillaje en crema Shiseido Radiant Lifting Foundation I20 y el I40, algo más oscuro. De esta manera, la tez se ve jugosa y muy luminosa.

A continuación, aplico el antiojeras de Mac en barra NC25 debajo de los ojos y, si existieran, en granitos inoportunos.

Es el momento de jugar a ser un indio. Con la barra doble de Nyx Wonder Stick, con un extremo claro y el otro oscuro, logro crear profundidad en el rostro y destacar -con el lado que ilumina- frente, pómulos, nariz, labio superior y barbilla. Con la parte más oscura, enmarco el hueso del pómulo y suavizo la mandíbula.

A continuación, extiendo un poco de polvo color piel en los párpados -para que no se corra el maquillaje- y elijo entre mis sombras las de tonos marrones, que aportan dulzura y no endurecen la mirada. En el párpado móvil uso la más clara y en la cuenca del ojo exterior la más oscura.

Si me veo los ojos muy dormidos, aplico eyeliner en el párpado superior con un rotulador para torpes, a ras de las pestañas.

A continuación, rizo las pestañas y aplico generosamente máscara negra arriba y un poquito abajo, para que no resulten invisibles. Después de haber probado cientos de productos, me quedo con el rímel de Maybelline Great Lash de toda la vida o Longitud Xtrem de Mercadona. Me encantan y no me irritan los ojos (los tengo muy sensibles).

Llega el momento de aportar rubor en las mejillas y hacerlas saludables, casi comestibles. Cuando estoy muy rubia, me gusta aplicarme un colorete de Mac color bronce precioso, Warm Soul, que en pieles claras como la mía queda espectacular. Lo amo.

El iluminador en polvo de Mac Mineralize Skinfinish B16, lo utilizo siempre que deseo alumbrar las calles por las que camino, en pómulos y lacrimal (sin abusar). El acabado es espectacular. Si lo preferís en barra, soy adicta también al número 100 de Maybelline.

Y como guinda, un labial de un tono rosa palo muy natural nos aportará muy buena cara sin robar protagonismo. Stay Exclusive, de Lipfinity Max Factor, es una opción maravillosa.

¡Imposible fallar con este maquillaje! ¡Es una apuesta ganadora!

Avec tout mon amour,

AA

La tiranía de los uniformes de niña en los colegios

 

Este lunes me disponía a entrar en una cafetería cercana a mi casa, cuando un ejército de niñas me sobrepasó, ataviadas todas ellas con una falda de cuadros por encima de las rodillas, calcetines altos -algunos tan desgastados que habían acabado por acomodarse en el tobillo­- y pelo despeinado por culpa del viento.

Incluso bajo el confort de mi plumífero y una bufanda de lana que tapaba mi boca, sentí el frío de cuando ves a gente por la calle vestida como no corresponde para la época. Detrás de ellas, algún niño uniformado con pantalón, y uno muy rubio golpeando despreocupadamente un balón de fútbol dentro de una malla.

Con el café ya calentando mis labios, pensé en que ninguna de esas niñas podría haber ido por la calle golpeando esa pelota, imposible. Habría resultado indecente.

¿Cuál es la excusa de los colegios para que las niñas acudan vestidas como personajes “manga”, en pleno siglo XXI? ¿Por qué se les asigna ese vestuario que les impide correr y golpear un balón como sus colegas de clase?

Me irrita que las niñas continúen soportando ese estereotipo en la vestimenta que les obliga a sentarse de manera fina y delicada, en lugar de jugar, que es lo que corresponde a esas edades, en vez de estar pendientes de no enseñar las bragas a diestro y siniestro.

Y conste que puedo llegar a entender que un colegio decida poner uniforme a sus alumnos, si es por evitar las distinciones entre ellos, absurdas distracciones y que las madres o padres se rompan la cabeza a la hora de elegir el vestuario de sus hijos de cara al día siguiente.

Sin embargo, la falda escolar es una prenda de discriminación sexista cuando en los centros que exigen uniforme no ofrecen a las alumnas la opción de llevar pantalón. Los colegios no hacen otra cosa que colocar en desigualdad de condiciones a las niñas con respecto a los niños.

Además, con tanto depravado adulto -algunos por culpa de incomprensibles prohibiciones-, como madre me resultaría aberrante que, a la hora de tener que seleccionar un colegio, tuviera que descartarlo porque a mi hija se le obligara a vestir de esa manera tan ridícula y que se asemeja más a un disfraz de “guerra”, al más puro estilo Britney Spears en Baby one more time, que a una vestimenta apropiada para aprender cómodamente en un pupitre.

Por eso, ahora que los autobuses con mensajes deleznables están en boca de todos, por favor, solventemos también algunos temas que no hacen otra cosa que devolvernos, una y otra vez, a las injusticias del pasado y que, desgraciadamente, continúan en el presente.

No resulta extraño que con estas bases algunas empresas exijan a las mujeres llevar tacones o usar maquillaje para desarrollar su trabajo de oficina.

¡Qué pena!

Avec tout mon amour,

AA

Volver a bailar

Pocas cosas echo más de menos que bailar. Desde que hace 3 años decidiera aprender a hacerlo, sin saber dar un solo paso que no fuera del revés, no hay día en el que no lo extrañe.

Mira quién baila, en TVE, supuso el vehículo para hacer algo con lo que soñaba hace tiempo: bailar.

Más torpe que la reciente gala de los Oscar, me inicié en esto de ser grácil de la mano de Gestmusic, una productora de esas con las que da gusto trabajar por lo mucho que te cuidan.

De cría bailar era retirar la alfombra y unos cuantos muebles, al compás de alguna canción de la radio o la Lambada, con las faldas de algún verano extinguido y camisetas que dejaban ver el ombligo. De mayor el destino se empeñó en recuperar todo eso y, recién diagnosticada de mi enfermedad celíaca, débil, me embarqué en una de las experiencias televisivas y personales más bonitas de mi vida.

Aprendí que bailar significa tomar las riendas de tu cuerpo hasta sentir que los límites sólo están en tu cabeza. Que el cansancio regala energía, risas y también moratones. Que relajar tu cuerpo y dejarte guiar es volar. Que la música es bienestar y alegría. Que rendirse algunos minutos no es malo. Que el spagat aún es posible. Que una caída no es una derrota. Que sudar abrazada a alguien no es sucio. Y que llorar, a veces, sofoca un grito y ayuda a sacar una coreografía adelante, aunque el resultado no sea perfecto.

Durante mi etapa como bailarina era imposible atrapar mis pies, que se movían sin querer en la cola del supermercado – o incluso sentada en una silla- tratando de recordar los pasos de las galas. La postura de mis hombros era erguida y bajaba a saltos las escaleras, emocionada y sintiéndome más alta. El tango, la salsa, el chachachá, lindy hop, rock, disco, los pasodobles o el vals consiguieron que tuviera el cuerpo más musculado que nunca. Sólo me quedé con ganas de bailar un ritmo, mi maravilloso profesor Poty me dijo que era un suicidio acudir con él a la pista ante el jurado: la Lambada. Una pared de ladrillos cayó sobre mis ilusiones brasileñas y mis faldas de los veranos.

Ensayar 4 horas diarias con zapatos de salón, cuyas tiras eran al tacto un regaliz desenroscado que estrangulaba el empeine, me marcó más allá de la piel. No he sentido tanta pena en un trabajo como cuando apagaron las luces del Círculo de baile (Madrid) y las rojas paredes quedaron en sombra, en nuestro último día. Y aunque me prometí seguir bailando, las circunstancias me alejaron de mi empeño y el cuerpo que se había vuelto chicle, se puso de nuevo tieso y regresó a la rutina, mientras las calles eran un La la land sobre el que ya sólo pasear.

Ahora pretendo volver. Tal vez sea posible medir la felicidad a través de unos pasos de baile.

Avec tout mon amour,

AA

Alternativas caseras a la leche de toda la vida

Aunque me encantan los lácteos, intento apartarlos de mi dieta por ser inflamatorios y relacionarse con un mayor riesgo de sufrir, por ejemplo, cáncer de próstata y ovario.

Una alternativa maravillosa a la leche de siempre son las bebidas vegetales. Pero no la de soja (que yo jamás tomo por contener fitoestrógenos), sino la de avellanas, nueces o la de almendras (por cierto, que bonitos están ya los almendros ahora que está cerca la primavera, ¡un espectáculo!)

Si os dais una vuelta por el supermercado y cogéis una de estas “leches vegetales” al azar y leéis la composición, os daréis cuenta de que llevan muy poquito porcentaje de frutos secos (entre un 3 y un 7%) y mucho azúcar.

Entre las bebidas industriales, escojo una de avellanas de la casa DieMilk (sin gluten) que no está mal, pero si disponéis de tiempo y ganas, es preferible elaborarla en casa porque es facilísimo y muy sano – claro está, si no sois alérgicos-, y de esta manera os beneficiaréis de todas las vitaminas, el sabor y los nutrientes de este rico sustituto de la leche convencional, sin lactosa y muy diferente en su composición.

Incluir frutos secos en nuestra dieta es un acierto: son buenos para el cerebro y el sistema nervioso, bajan el colesterol malo y contienen vitaminas (sobre todo del grupo B y E), calcio y minerales muy valiosos para la salud. Además, en su justa medida, no engordan (para los que estáis ya con la operación bikini).

No soy fan del Mercadona, es el Marina d’Or de los celíacos y hasta el papel higiénico lleva la leyenda “sin gluten”, pero acudo a él cuando quiero un zumo de naranja recién exprimido o comprar frutos secos naturales (no tostados), después de salir del gimnasio (sí, habéis leído bien, estoy yendo por fin).

Al llegar a casa, cojo uno de los paquetes (200 gramos) que he comprado -el de almendras, por ejemplo-, y vuelco su contenido en un bol lleno de agua, durante 8/12 horas, para activar los frutos secos y así sacar provecho de sus nutrientes antes de tomarlos y eliminar tóxicos naturales (ácido fítico y taninos) que pueden hacer que tengamos las digestiones más pesadas y nos duela la tripa.

Pasado ese tiempo, lavo las almendras y las meto en un vaso batidor junto a un litro de agua mineral.

Como soy golosa y me gusta que la bebida resultante sea un poquito dulce, añado una cucharada de azúcar de coco (con bajo índice glucémico) a la jarra mezcladora, un par de orejones o una puntita de miel ecológica justo antes de tomarla.

Si además os chifla darle un toque especial, podéis añadir una cucharadita de vainilla o canela en polvo.

Una vez hayáis batido todo, colad el resultado.

Esa leche blanca y espesa, como recién ordeñada de una vaca de los Alpes, podéis conservarla en la nevera hasta 2-3 días en buen estado, en una botella de cristal. Pasado ese tiempo, empieza a oler horrible y no os aconsejo tomarla.

Bon appetit!!

Avec tout mon amour,

AA

Leche de nueces de macadamia. (GTRES)