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Mis rincones favoritos de Mallorca

En la playa de Formentor.

En la playa de Formentor.

Había estado en Mallorca en un par de ocasiones, una de ellas cubriendo la Copa del Rey de Vela y la otra el caso Nóos con Urdangarin; sin embargo, no pude ver ni un pedacito de esta isla que me ha enamorado. Así que cuando por trabajo nuevamente fui a inaugurar la semana pasada el hotel NH Hesperia Villamil, de cinco estrellas, me prometí descubrirla e incluso volví a ver la película La caja Kovak para motivarme aún más.

En mi maleta, aparte de los tacones y un precioso vestido de fiesta corto, no podían faltar las gafas y el tubo de esnórquel, los bikinis y protección 50 para no acabar en quemados intensivos, pese a que terminé mis vacaciones bañándome vestida, ya que me vine arriba y el sol se ensañó con el blanco de mis piernas.

Lo bueno de tener un coche con el que moverse por la isla es que puedes recorrerla de norte a sur y explorar los preciosos sitios que me iban recomendando, algunos de ellos desiertos, pese a ser julio. Eso sí, en una semana he conducido más de 1.000 kilómetros y hay más eses en mi cuerpo que en el de una serpiente.

Activado el protocolo de ritmo guiri, mi chico y yo nos levantábamos muy prontito para que cundiera el día y así no sufrir por tener que cenar casi a la hora de la merienda, algunos días rodeada de rubios y rubias que empiezan la jornada llenando sus platos de panceta, salchichas y queso, mientras yo lo hacía robando plátanos que disfrutar a media mañana en un nuevo y sorprendente lugar mallorquín.

En mi móvil guardo fotos del ferrocarril de Sóller (que se llevó por delante una moto mal aparcada), el encanto marinero de Valdemossa, el Puerto de Andratx, el de Adriano, Puerto Portals, una noche de helados en Palma… Y hasta la de un par de caballos albinos, los animales más bonitos que he visto en mi vida.

mallorcacaballo

Mallorca huele a mar y he caminado por ella más tiempo desnuda que vestida. Me gustan las playas y las calas vírgenes a las que es difícil acceder, en algunas de ellas estás tú sola, cegada por un maravilloso turquesa y sólo escuchas el mar. Pese a eso, pisé muchas de las que me recomendaron: Playa de Es Trenc (de arena blanca y aguas cristalinas, la pena es que ya la conoce demasiada gente), Formentor (un arenal kilométrico rodeado de un bosque), cala Deià, playa Son Serra de Marina (llena de surferos y olas), cala Mondragó, cala Fornells (cerquita de mi hotel), cala Torta, cala Mesquida, cala Sa Calobra…

Playa de Es Trenc.

Playa de Es Trenc.

Playa San Serra de Marina.

Playa San Serra de Marina.

Aunque la que más me gustó fue una calita en San Telmo, a la que llegamos tras unos 30 minutos a pie por un camino de piedras y en la que me llené de barro y me sentí tan perdida y ajena al mundo que incluso hice topless; el drama vino después, a la vuelta no encontrábamos el coche y anduvimos 1 hora sin batería en los móviles, víveres o agua. Perdí un poco los nervios, aunque ahora, ya en la capital, desearía volver a perderlos otra vez… Permitidme que haga una excepción y no os diga su nombre, es un secreto.

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Para los amantes del buen comer, por esa zona hay un restaurante llamado Es Molí, alejado de otros establecimientos turísticos -al que llegamos por equivocación buscando otro Molí que nos recomendó la cónsul de Bélgica en Mallorca-, y en el que comimos súper bien y la atención fue sobresaliente. Para los celíacos, que sepáis que es un placer sentarse en una de sus tranquilas mesas y como ellos mismos dicen: la vida es muy corta para beber y comer mal.

Anteayer le dimos descanso al coche y con el barco de un amigo llegamos hasta Cala Comtessa, donde estuve atiborrando a los peces de patatas fritas (ya sé que es más impactante dar de comer a los tiburones) y rastreando con mis gafas los fondos marinos, sin perder de vista las hélices del barco no fuera que se olvidaran de mí en alta mar y se acabaran de golpe mis vacaciones. Desde la cubierta se veía el Palacio de Marivent, la residencia estival de la Familia Real Española. Un lujo.

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Aunque el verdadero lujo para mí ha sido haber exprimido cada segundo que he pasado en Mallorca. Ha resultado ser una maravillosa isla en la que me he encontrado, sobre todo, una gente extraordinaria.

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Volveré.

¡Hasta pronto!

Avec tout mon amour,

AA

Barcelona

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La última vez en Barcelona terminé, tras la grabación de Insuperables (TVE), de madrugada en la habitación de hotel de Santiago Segura celebrando su cumpleaños, con Pitingo y Sergio, atiborrándonos todos de fartons y horchata artesanal de El tío Che, hablando de mil y una cosas interesantes y admirando la cantidad de cosméticos que Segura traía consigo.

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En esta ocasión, acudía a un evento con una tendinitis en el pie y sabiendo que tendría que estrangular mi tobillo en unas horas con la tira de mis tacones. En las cajas de deportivas, como en las de tabaco, deberían advertir que el deporte puede matar.

Al bajar del tren, la bella ciudad me sorprendió con rizos (la humedad se nota mucho más cuando vienes de un sitio seco como la mojama) y plataneros, que hacen estornudar y cerrar demasiadas veces los ojos, por lo que en estas fechas esta rubia no sería apta para sostener un volante en Barna, sin llevarse a alguien por delante.

Una vez en el hotel y encima de la cama de la 1007, me esperaban un ramo de rosas, brochetas de fruta y unas chanclas moradas glitter con las que gustosa habría acudido al evento si el color me hubiera encajado. ¡Me encantan los detalles!

La cena tuvo lugar en el glamuroso Gatsby. Un show de los años 20, con un concepto muy similar al Lío de Ibiza, amenizó nuestra mesa y los originales platos, entre los que destacaban el huevo dorado que escondía en su interior una crema de patata y trufa y la barra de labios de foie; sentí mucho no poder entregarme en cuerpo y alma al baile, mientras una Elena Tablada, de inmaculado blanco, intentaba convencerme de que saliera a menear mis carnes entre la gente ya chisposa.

Acabé en el hotel con el tobillo como un rodillo y los hielos de la bebida abrasándome la piel, pero ni siquiera el haber perdido las formas de mi ser impidió que al día siguiente me dopara, a base de ibuprofeno, para descubrir ilusionada Barcelona una vez más, en busca de una deliciosa paella de marisco y el olor a mar.

Anduvimos más de la cuenta, con la felicidad a corderetas por lo que supone tener la lengua recorriendo como una hormigonera un helado de cucurucho, Snapchat recogiendo cada inmediato placer y un sol marinero encendiendo cada rincón de Barcelona.

Con 17 años pasé unas semanas en la calle Muntaner, arropada por una familia cuyo padre adoraba a los Beatles, comiendo en el vegetariano que regentaban y subiendo y bajando calles como un ascensor, las cuales parecían siempre la misma, a excepción de Paseo de Gracia, Las Ramblas y la Diagonal.

En mi visita me dio mucha pena ver el puerto anegado de inmigrantes vendiendo marcas falsas. No sólo hace mucho daño a la imagen de Barcelona, sino que me parece de auténtica vergüenza que se permitan estas mafias que venden réplicas ilegales de marcas conocidas, mientras a su lado unos entrañables puestos pagan religiosamente sus impuestos. Sorprendente, al menos, que no se desmantelen estos mercados que convierten, a ratos, una ciudad maravillosa en un paseo de manteros. Aunque, obviamente, yo no tengo nada en contra de esta gente que intenta ganarse la vida como puede, meras marionetas de otra gente sin escrúpulos.


manteros

La comida en la terraza del restaurante La Barceloneta, no decepcionó. Me quité a bocados las ansias de una deliciosa paella, hasta que no pude más. El postre lo acompañé de una montaña de hielo en mi pie y la siesta la pasé en la playa, atestada de gente con ganas de verano, y en la que unos paparazzis nos sorprendieron con la tripa llena, la ropa puesta y el pelo loco.

Volver a Madrid no apetecía. Con más pecas en la cara y mejor color de piel, a las 9 de la noche atravesamos el control de la Estación de Sants donde la mujer que ocupaba el puesto de seguridad, en lugar de estar pendiente de la pantalla con el interior de las maletas, escribía en whatsapp. Varios pasajeros le advertimos que eso no estaba bien, pero masculló entre dientes y se volcó de nuevo en la conversación que manejaba, que debía ser mucho más interesante que velar por la seguridad del tren.

En el trayecto: cena celíaca, un iceberg sobre mi calcetín rosa y una simpatiquísima tripulación que no paraba de preguntarme si me pedían una silla de ruedas al llegar al centro de la meseta. Pero una tiene que mantener una imagen… (risas)

Con las sábanas ya apagando mi estancia en la Ciudad Condal, bramé para mis adentros:  ¡viva Barcelona, viva la paella y, sobre todo… vivan los hielos!

barna

Avec tout mon amour,

AA