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Cómo editar una foto en Instagram y triunfar

Seguro que muchas veces habéis pensado que la nieve es más blanca, los alimentos más apetitosos y el mar más turquesa en las fotos que cuelgan los famosos y algunos influencers en las redes.

Exageramos los colores y las sensaciones hasta que los recuerdos que compartimos pierden parte de realidad. Un cielo dramático puede ser el más optimista y la flor más vulgar, un bello tropiezo en el camino.

Mentiría si dijera que no retoco el color de las fotos antes de colgarlas. Sólo hay que darse una vuelta por mis más de 2.000 fotos en Instagram para comprobar cómo al principio las fotos reflejaban de manera fiel los colores -excepto por el uso ocasional de exagerados filtros que ahora rechazo-, y conforme van pasando los años las imágenes desprenden más luz que una fachada andaluza.

Supongo que los secretos de algunas fotos no deberían ser desvelados, al igual que un buen truco de magia no debería correr de boca en boca, pero en este caso haré una excepción y os confesaré cuáles son las modificaciones que hago para que vuestros disparos se amontonen en las galerías con un increíble resultado.

Utilizaré para ello solamente la App de Instagram, aunque a veces recurra a Adobe Photoshop Express para aclarar las fotos todo lo que deseo.

En primer lugar, evitad los filtros, y mucho menos en su totalidad (+100). Las fotos no deben parecer pinturas.

A continuación, subid el brillo, nadie quiere ver fotos tristes, por atractiva que pueda resultar la melancolía. Los poemas dejémoslos para el papel.

Bajad la calidez (-10). Está comprobado que los colores fríos son más sugerentes para el ojo humano. Los tonos del invierno, de la noche, de los mares y lagos.

Si deseáis potenciar los colores subid la saturación, si por el contrario la foto es excesiva, bajadla (-10). A vuestro gusto.

Aplicad nitidez a la foto, no demasiada. En vuestras fotos de playa hará que el agua se vea más cristalina.

Personalmente, me gusta atenuar las imágenes, les da aspecto de editorial de revista. Esto se consigue bien utilizando la herramienta de “atenuar” o subiendo las “sombras” de la foto. Como veáis vosotros.

No suelo contrastar las imágenes. Por otro lado, he comprobado que las imágenes en blanco y negro son preciosas, pero es curioso cómo las fotos de color generan más likes.

La diferencia con estos pequeños cambios es brutal.

¡Felices y envidiadas estampas a todos!

Avec tout mon amour,

AA

La tiranía de los uniformes de niña en los colegios

 

Este lunes me disponía a entrar en una cafetería cercana a mi casa, cuando un ejército de niñas me sobrepasó, ataviadas todas ellas con una falda de cuadros por encima de las rodillas, calcetines altos -algunos tan desgastados que habían acabado por acomodarse en el tobillo­- y pelo despeinado por culpa del viento.

Incluso bajo el confort de mi plumífero y una bufanda de lana que tapaba mi boca, sentí el frío de cuando ves a gente por la calle vestida como no corresponde para la época. Detrás de ellas, algún niño uniformado con pantalón, y uno muy rubio golpeando despreocupadamente un balón de fútbol dentro de una malla.

Con el café ya calentando mis labios, pensé en que ninguna de esas niñas podría haber ido por la calle golpeando esa pelota, imposible. Habría resultado indecente.

¿Cuál es la excusa de los colegios para que las niñas acudan vestidas como personajes “manga”, en pleno siglo XXI? ¿Por qué se les asigna ese vestuario que les impide correr y golpear un balón como sus colegas de clase?

Me irrita que las niñas continúen soportando ese estereotipo en la vestimenta que les obliga a sentarse de manera fina y delicada, en lugar de jugar, que es lo que corresponde a esas edades, en vez de estar pendientes de no enseñar las bragas a diestro y siniestro.

Y conste que puedo llegar a entender que un colegio decida poner uniforme a sus alumnos, si es por evitar las distinciones entre ellos, absurdas distracciones y que las madres o padres se rompan la cabeza a la hora de elegir el vestuario de sus hijos de cara al día siguiente.

Sin embargo, la falda escolar es una prenda de discriminación sexista cuando en los centros que exigen uniforme no ofrecen a las alumnas la opción de llevar pantalón. Los colegios no hacen otra cosa que colocar en desigualdad de condiciones a las niñas con respecto a los niños.

Además, con tanto depravado adulto -algunos por culpa de incomprensibles prohibiciones-, como madre me resultaría aberrante que, a la hora de tener que seleccionar un colegio, tuviera que descartarlo porque a mi hija se le obligara a vestir de esa manera tan ridícula y que se asemeja más a un disfraz de “guerra”, al más puro estilo Britney Spears en Baby one more time, que a una vestimenta apropiada para aprender cómodamente en un pupitre.

Por eso, ahora que los autobuses con mensajes deleznables están en boca de todos, por favor, solventemos también algunos temas que no hacen otra cosa que devolvernos, una y otra vez, a las injusticias del pasado y que, desgraciadamente, continúan en el presente.

No resulta extraño que con estas bases algunas empresas exijan a las mujeres llevar tacones o usar maquillaje para desarrollar su trabajo de oficina.

¡Qué pena!

Avec tout mon amour,

AA

Lo excitante del invierno

En estos días en los que las calles se llenan de abrigos con proporciones inmensas y forros interiores de borrego, irresistiblemente retro, fabulo con tomar un té caliente junto a una chimenea, a la vez que exprimo la nostalgia de otros inviernos acostada en el sillón de mi piso madrileño, en el que convivo con la poco novelera calefacción central.

Mi mente cabalga a toda velocidad mientras repaso el guion del programa en el frío plató, con las piernas casi desnudas, si no fuera por unas medias transparentes que engañan al cerebro y evitan que tirite.

La contradicción que supone sentir que te quema el cuerpo cuando afuera hiela es excitante y no consigo apartar miles de historias de mi cabeza mientras doy sorbos a una taza de tamaño mediano.

La alquimia de sentir el calor de un buen té en solitario, aterciopelado, elaborado con las hojas más tiernas de la planta y un delicioso aroma a vainilla, corteza de naranja, pétalos de rosas, aciano y girasol, muy intenso, sin la hostilidad de unas grapas, ni la aspereza del agua del grifo, consigue que reposen en el fondo de la taza las imágenes borrosas de una casa de cristal, enclavada en mitad de un bosque nevado, rodeada de caballos salvajes y ríos en los que el agua discurre rápida.

Estas ensoñaciones funcionan como un edredón de plumas no sólo cuando estoy a solas conmigo misma, sino cuando camino por la ciudad, con las manos heladas por haber olvidado los guantes y ando sumida en una conversación que hace tiempo que dejó de interesarme.

Tan imposible como volar o ser invisible, a mí sin embargo me resulta fácil teletransportarme en cualquier momento y lugar a esa vivienda cuya ubicación nadie conoce y ni siquiera yo sé pronunciar y donde, a pesar de haber pocos muebles, existe un tocadiscos, un instrumento que siempre me ha hecho tragar saliva porque su sonido lleva implícita una insinuación cuando la aguja rasga el silencio de una habitación.

Y cuando llega ÉL, sin ocultar sus intenciones, el té humeante desaparece de mis manos, el fuego deja de crujir y la música rasgada del tocadiscos ya no tira de mí.

Y, sin mediar palabra, conduce mi cuerpo hasta el frío cristal a través del que hace horas miro la nieve caer, apelando a esos valores primarios que hacen el mundo arder y te hacen creer que quien te agarra odia, mientras besa tu cuello.

Incapaz de aguantar los primeros planos, mis mejillas chocan con el hielo que es ese gran ventanal y la lana fría del jersey que me abrigaba hasta hace unos segundos cede y cae al suelo, obligándome a limpiar con el pecho desnudo y mojado el vaho del cristal en el que la cadena de mi cuello se empeña en golpear con odio declarado la superficie como si se tratara de un cuervo que con su pico pide entrar en la casa, cada vez con más desesperación.

Ya he estado allí varias veces. Casi siempre intento darle un cierre digno, por lo más alto.

Qué tendrá el invierno que me desborda. Y un buen té…

Avec tout mon amour,

AA

La mala costumbre de acostumbrarse a lo bueno

adriana2

Acostumbrarse a lo bueno es peligroso, hace que valoremos menos las cosas y éstas pasen a ser corrientes.

Este fin de semana volaba por trabajo a Mallorca y el domingo, mi día libre, moría de ganas por bañarme en el mar. En mitad de un noviembre cargado de nubes, el agua estaba más cristalina que nunca y no había un alma de las que contemplan la isla todo el año. Moviéndonos de calle en calle y de historia en historia, unos amigos que viven allí me llevaron en coche hasta la Playa del Mago, una preciosa cala virgen nudista acuñada así porque en ella se rodó la película The Magician, con Anthony Quinn, Michael Caine y Candice Bergen como protagonistas.

Me sentí como una niña en una cama grande.

Ante la atónita mirada de mis amigos, calientes dentro de su anorak, dirigí mis pies descalzos hasta el agua turquesa -menos fría de lo que cabría esperar en estas fechas-, y con una sonrisa de oreja a oreja me sumergí entera en un mar solo mío en el que dejé atrás mi rímel y el cansancio acumulado de una frenética semana sobre unos tacones que siempre me han parecido excesivos. Una vez dentro, me di cuenta de que lejos de la orilla el mundo desaparece y no importa que llueva a cántaros o no sientas la piel. Me dejé sostener por el mar mirando al cielo, con los brazos en cruz, mientras mi vestido negro se hacía pesado y se pegaba a mi cuerpo, sin contacto con el suelo ni la realidad, más allá del paisaje. Fue entonces cuando cerré los ojos muy fuerte para grabar ese momento en mi mente y recuperarlo cuando tal vez lo necesite, como cuando todavía no sabía pelar una naranja sin ayuda de mis dedos y buscaba encontrar algún juguete perdido bajo el sofá, incapaz de dormir.

Y así me dejé arrastrar varios minutos, como una estatua de mármol, atrapada en la superficie, mojada, fría y atrapándole las manos al tiempo.

De regreso a la orilla, caminando muy lentamente en un desesperado intento por no dejar escapar la sal que me cubría y un adiós silencioso hasta no sé cuándo, pensé en que nos acostumbramos demasiado rápido a lo bello: al mar, a los besos de una misma persona, a la ciudad en la que vivimos y a la que deberíamos descubrir con los ojos de un turista…

A tantas y tantas sensaciones…

Entendí el motivo por el que no hay cuerpos flotando en el mar de otoño y envidié las ganas de esos viejecitos que se agarran a la vida sumergiéndose cada mañana en baños invernales, como si cada minuto fuera el último.

Nos cansamos de lo bueno y es una pena que no aprendamos a valorar lo que tenemos, antes de echarlo de menos… aun cuando cada amanecer disfrutemos de ello. Y aunque no hay nada como hacer las cosas por primera vez, cansarse oxida la vida, una en la que los deseos deberían madrugar más que los lamentos.

adriana

Avec tour mon amour,

AA

Nebulizadores de agua en las terrazas de verano, el anticlímax

(EFE)

Cuando me citaron para comer en un restaurante al que soy asidua, no imaginaba que íbamos a sentarnos en la terraza precisamente el día que había sacado de la funda la plancha y había dejado mi cabello más liso que una peluca de plástico.

Valiente, con mis tacones convertidos en chanclas, me introduje en ese escenario amazónico que son las terrazas en las que hay nebulizadores de agua, al mismo tiempo que retiraba las gafas de mis ojos segundos antes de que el vaho ya no me dejara ver la carta, arrugada como los dedos de aquellos comensales.

Con semejantes chismes apuntándote como un ejército, una se siente hasta intimidada. Nadie debería estar en estas terrazas si no sabe nadar.

A mi lado, unas elegantísimas mujeres que hablaban un perfecto francés con sus camisas blancas, parecían sacadas de un concurso de Miss camiseta mojada, aunque yo sólo pensaba en cómo iba a mutar mi pelo en cosa de un cuarto de hora. Mientras, los aparatos escupían de manera intermitente a mis ojos, como sapos venenosos, poniendo a prueba mi rímel waterproof y la visibilidad de la mesa.

Un camarero se acercó para preguntar si deseábamos vino y pensé que las terrazas acuáticas -espero de agua limpia- son un chollo, ya que nunca terminas tu bebida.

Los sistemas de microclima de las terrazas en verano son milagrosos, no sólo son un oasis que ahuyenta el calor, sino que convierten el pan en chicle y las ensaladas hacen que parezcan recién lavadas, aunque acaben de escapar de su precinto.

Tras el entrante, mis bronquios ya eran branquias y mis cejas acumulaban un dedal de agua. A nadie parecía importarle que mi pelo fuera ya el de una afroamericana. Imaginé los pulmones de los fumadores de otras mesas encharcados por vapear agua, en lugar del humo de un cigarrillo, y me dispuse a rezar para que mi reloj fuera sumergible. Dónde habría dejado la garantía, maldita sea…

Guardé el móvil en mi bolso, antes de verme obligada a meterlo en arroz y hacerle el boca a boca. A mi alrededor, los demás no se inmutaban y yo me encontraba a esas horas del mediodía en mitad de una tormenta, sujetando la vela y agarrada al mástil de un barco.

Inmediatamente antes de que me hicieran el masaje cardíaco y el mosto y los aspersores salieran por mi boca, llegó el postre y con él el sol y las alegrías, porque uno de los camareros quitó las nubes con un botón.

Estos microclimas son el anticlímax.

Avec tout mon amour,

AA

Desnuda en terreno lunar para la revista FHM

fhm1Os escribo desde un precioso rincón de Mallorca y es por este motivo que todavía no tengo un ejemplar de la revista FHM, que este verano farda de rubia en su portada. Y es que comprenderéis que con una abuela viva (y maravillosa) que tampoco se prodiga en elogios, porque la tengo mal acostumbrada, una tiene que echarse no flores, sino un centro de ellas encima.

Lo sé, soy una abusona, es la tercera vez que me asomo a la portada de esta revista masculina y espero poder celebrar un reportaje anual coincidiendo siempre con estas fechas (para hacer doblete en julio y agosto), como si de la Obregón se tratara.

Sabía que este año me había agasajado con demasiados placeres culinarios y, horas antes de que me despojaran de mi ropa y la puesta de sol me descubriera las lustrosas pieles, decidí saltarme las normas básicas de no colorear la piel para no teñir los virginales estilismos y me lo unté todo encima para parecer una mulata de Barbados, rollo Rihanna.

Las fotos las hicimos en unas salinas toledanas, blancas como yo y que, por el aire que hacía, cambiaron de ubicación y ya no son manchegas. Con el sol se ven preciosas y blancas, pero el día no acompañó y una se sentía en terreno lunar, desnuda y oxigenada por lo que debía de ser un tornado.

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Mi querido Juanjo Molina, fotógrafo de infinita paciencia, sostenía la cámara para que no volara de sus manos y yo probé, no en pocas ocasiones, las mieles de mi pelo que se pegaba al gloss de mis labios con la fuerza de un velcro.

El fabuloso equipo se afanó tanto en evitar que pasara frío frotando una bata blanca contra mi cuerpo, que mi falso moreno fue progresivamente desapareciendo y mi piel, delatada desde el principio, nunca estuvo tan exfoliada. La misma bata -que ya no era blanca, sino marrón- me acompañó luego hasta un bar de carretera donde unos camioneros me observaban como si una chalada me tratara, ya que era imposible dejar de tiritar y ni siquiera el café hirviendo que me sirvieron hizo que desapareciera el morado de mis morros.

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Aún con todo, no recuerdo una sesión de fotos más rápida y divertida, pese a lo accidentada que resultó la puesta en escena. Me fascina el resultado y hará mucho más llevadero el drama de verme por las mañanas con la cara lavada (y el cuerpo también, porque a limpia no me gana nadie). Maravilloso todo.

Ni idea de cómo han eliminado la piel de gallina de mi cuerpo, esa es la magia del retoque fotográfico del que algunas de quejan (a veces con razón, cuando es excesivo).

Así que, inaugurada ya la temporada de bikinis, tengo que deciros que mi deber es huir de un par de coches de paparazzis que me persiguen por la isla para hacerme un roto y tirar por la borda tan magníficas fotos. Por respeto a la revista y su reputación, trataré de darles esquinazo, si no fuera capaz de evitar la hecatombe, trataré de enmendarlo en sucesivos robados acudiendo antes al gimnasio. Porque los fotógrafos de calle son muy puristas y no retocan, para desdicha del «muñeco» al que persiguen. Pero, de momento, permitidme que me despida de todos vosotros mientras lleno de grasa el teclado, saco de mi boca los huesos de unas deliciosas olivas y rompo patatas fritas en mi boca.

¡Felicísima semana para todos vosotros!

fhm2

Avec tout mon amour,
AA