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Bragas usadas

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Esta vez mi post es pura delicatessen, y vaya por delante que no voy a hablar de otro exquisito plato cubano como la ropa vieja, elaborado con las sobras del cocido o el puchero que has preparado, sino de otros restos y sabores más tradicionales y más arraigados a la vida, en general.

Pues bien, como iba diciendo, anteayer me topaba en las redes con un anuncio que bien podría incluirse en Vibbo (el Segunda Mano de toda la vida) o en Wallapop. Pero lo que se vendían no eran abrigos, zapatos vintage o bicicletas, sino bragas usadas. Sí, esas íntimas prendas cargadas de notas más bien poco florales que a algunos fetichistas, al parecer, les encantan.

Atónita, no pude evitar pinchar en el anuncio, no para encontrar una ganga, sino para tratar de comprender el flechazo con todo aquello.

Había escuchado (y en algunas ocasiones practicado) hablar de la sumisión, la dominación, los disfraces, el voyeurismo, los tríos, las orgías y un sinfín de filias sexuales –de las que tiene un máster Paco León con su divertidísima película Kiki, el amor se hace como adorar a maniquíes desnudos, personas que se ruborizan, tacones altos o tormentas (no me quiero imaginar lo devastador que puede llegar a ser El Monzón para algunos y algunas). Por supuesto, todas ellas inofensivas si se comparten con la/s otra/s parte/s.

Pero rendir culto a unas bragas ajenas, qué queréis que os diga, me pareció la repera, por lo poco higiénico del asunto, ya que no sabe cómo anda de analíticas la sujeto a la que se le atribuyen los méritos de la venta.

La idea de vender ropa interior “aromática” no es nueva, nació en los años 80 en Japón, siempre tan vanguardista. El término “burusera” aludía a los establecimientos en los que se mercadeaba con estas prendas y el de “namasera” para referirse a los casos en los que las chicas quedaban con su cliente, se quitaban las bragas delante de ellos y se las entregaban. ¡Incluso pusieron máquinas expendedoras!

Y es que, ¿a quién no le han robado las bragas del tendedero?, ha ocurrido siempre; es la compraventa en sí lo que me da cosica (y que las primeras, al final, están lavadas).

En mi rubia mente se agolpan cientos de preguntas sin respuesta: ¿Dónde quedó el olor de las galletas de canela recién horneadas? ¿En qué momento esas mercenarias que son las vendedoras un día deciden, en lugar de echar los tangas a lavar, ofrecerlos al mejor postor? ¿Puede esta tendencia dar lugar a la creación de un nuevo puesto de trabajo, el de “manipulador de bragas”? ¿Se revaloriza más la braga si has comido más especiado y la tela está más condimentada? ¿Estoy perdiendo el tiempo y el dinero no participando de ello? ¿Debería mi lado emprendedor reunir en una página web las bragas usadas de las famosas?

Sea como fuere, que les aproveche, porque lo que no mata engorda o es una deshonra y la crisis hace que surjan nuevos modelos de negocio.

C’est la vie!

 

Avec tout mon amour,

AA

Lo que un fetichista nunca se comería

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Ningún fetichista se comería con cuchillo y tenedor unos pies que no hubieran pasado antes por las herramientas básicas que son el cortaúñas, la lima, la piedra pómez y una buena hidratación (para los que más uso hagan de sus extremidades, también un cortacallos).

Filias sexuales aparte, reconozco que cada primavera -sin excepción- al sacar mis pies para que les dé el aire de nuevo – tras meses a la sombra carcelaria de un zapato –, no puedo evitar sentirme desnuda en medio de la inmensidad de las aceras, más incluso que si llevara una falda de las que dejan entrever el duodeno.

Las manos dicen mucho de una persona, pero también los pies. En la calle nos encontramos todo tipo de mejillones: uñas en garra, fuertes como la coraza de una langosta y que ni con alicates pueden achicar su grandeza; uñas cuyo extremo son un macizo montañoso que traslada nuestra mente hasta los Picos de Europa; de marco carmesí, con unos dedos que parecen cerezas comestibles; o cortas, cortísimas, una conchita de playa que se incrusta en la piel como una grapa.

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No me voy a echar flores: mis pies no son mi fuerte y puedo afirmar rotundamente que no tengo buenos acabados. Siempre de corte cuadrado, me encanta llevar las uñas pintadas en verano aunque, como en el barbecho, entre esmalte y esmalte dejo que se ventilen para que absorban las vitaminas del sol, respiren sin claros síntomas de asfixia y no se amarilleen. A ratos, me siento como una ecologista en acción de mi propio cuerpo. De hecho, durante este período, cepillo las uñas con agua y jabón para estimular la circulación y limpiarlas a conciencia (la opción más económica es utilizar un cepillo de dientes, sin usar). Luego me doy un masajito con aceite de aguacate, almendras o karité… ¡y pinreles listos para recibir los nutrientes de la madre naturaleza!

Menos en ocasiones especiales, sesiones de fotos o por trabajo, no llevo tacones y me fascinan las sandalias planas, con rollazo. Las de las fotos son de la marca MiBoheme, una firma artesanal, española, que elabora sus modelos con muchísimo cariño. Desde que me hice con varios modelos esta primavera, no me las quito ni para dormir… y espero que así sea todo el verano.

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Tengo los pies cavos y he llevado siendo una niña numerosos pares de plantillas, por lo que me persigue a brincos la huella de mis pies sudados, sobre el cristal con espejos, de un podobaroscopio. Mi mayor trauma fue la prohibición, por parte de mi sufrida madre, de llevar “zapatos sin sujetar”; los Merceditas (esas bailarinas de toda la vida con una tira atravesando el empeine) arruinaron mi infancia, mis estilismos de colegio y hasta el de mi comunión, porque sí, yo también comulgué para conseguir ese reloj que te chivaba el tipo de luna que encendía las noches y aquel vestido de princesa diminuta.

Inaugurada ya hace unos días la temporada de pies en Instagram, seamos cautos al subir según qué quesos, para que no pasen a la posteridad destartalados y sin sonrisa.

Como siempre, Abenia a vuestros pies.

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Avec tout mon amour,

AA