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Los perfumes que han marcado mi vida

(NATALIA IBARRA)

Acaparando instantes en el interior de un coche en dirección a Valldemosa, un pintoresco y precioso pueblecito mallorquín en el que me crucé con Claudia Cardinale ataviada con un poncho negro y gafas ahumadas, creí percibir la humedad del mar desde el asiento trasero del vehículo y los restos de la lluvia que había barrido las calles durante la madrugada.

De repente, sentí una nube de colonia cítrica, clásica y familiar secuestrar todos esos olores que te recuerdan que no estás en casa. Mi amiga Ana fumigaba el habitáculo con la misma intensidad que cuando me desinfectaron antes de un bonito viaje polar para darles de comer a los pingüinos en un conocido parque de animales. Un aroma frutal e infantil rompió la magia, como cuando un inmenso algodón dulce se hace azúcar en la boca.

Los olores han marcado mi vida, casi tanto o más que las canciones. También los perfumes, que son un medio de comunicar lo que somos, aspiramos a ser o sentimos.

Chèvrefeuille (Yves Rocher) fue mi primera colonia. Con ella desafié la hora de vuelta a casa, después de una película en el cine a media tarde, apta para mayores de 13 años y salpicada de besos que me hacían tragar saliva. El sol aclaraba las puntas de mi pelo, mis empeines se arqueaban en zapatillas rosas de largos lazos y las cenas más deliciosas eran hamburguesas en la calle y cáscaras de pipas alrededor de un banco. En las noches de verano, entre chirridos de cigarras, escuchaba en mi habitación a oscuras La Gramola y sus canciones de amor.

Aspirar Opium, de Yves Saint Laurent, es regresar de golpe a mi adolescencia en Milán, un galimatías de viajes, entre aviones y raíles, bañados de esa fragancia oriental y especiada que agotaba los sentidos, atraía a los más narcisistas de la moda y ahuyentaba a las monjas del Colegio Mayor en el que vivía. Con ese perfume que evoca el lujo y la superficialidad, vuelvo a sentirme sola, a añorar una vida normal de estudiante y a escuchar de fondo Wonderwall, de Oasis, que sonaba en cada esquina.

Me revolqué por primera vez en la cama con un chico que le robaba Esencia de Loewe a su padre, para hacerse mayor de golpe, y me abrazaba fuerte mientras escuchábamos Portishead de fondo. Muchos años después se convertiría en mi marido. Ese olor despierta un cosquilleo en la boca de mi estómago, es por eso que intento dosificarlo, para que a lo largo de los años no pierda su significado.

Sin embargo, Angel, de Thierry Mugler, me traslada a la enfermedad de un familiar cercano. Ella disfrazaba su piel con ese aroma que inspira fantasía y jugaba con las sombras durante su convalecencia, entre asépticas paredes, incertidumbre y batas blancas. No quiero tener que olerlo nunca más.

Pero es Narciso Rodríguez, un perfume que reproduce los aromas mediterráneos de Chipre, con almizcle y muy sensual, el que consigue descifrar algo de mi carácter a quien lo respira, cada día o cada noche, en verano y en invierno. Mi fidelidad a ese olor es infinita.

Y, por último, os confieso una debilidad hecha perfume, Armani Privé Bois d’Encens (para hombres) evoca, a través de un velo de incienso, la contradicción de sentir que penetras en una iglesia mientras sobrepasas lo prohibido.

 

Avec tout mon amour,

AA

Que vuelvan los vestidos al despacho oval de la Casa Blanca

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Hillary Clinton y Donald Trump durante su tercer debate (Gary He/EFE).

La batalla por la Casa Blanca está a punto de llegar a su fin y abrazo la posibilidad de que por primera vez una mujer sea presidenta de EE UU, aunque eso tampoco sea garantía de nada.

La demócrata Hillary Clinton y el republicano Donald Trump, dos líderes antagónicos que han vomitado a lo largo de intensas jornadas de mitines la basura más grande que han encontrado el uno del otro, más propio de jugadores de tercera división, se verán las caras en los comicios este 8 de noviembre.

En un panorama de confusión en las encuestas e histeria y a escasas horas de que Estados Unidos dé su veredicto, no puede seducirme más la idea de ver a Hillary sentada en el Despacho Oval, atusándose el pelo, pintándose los labios y controlando el mundo, desde el mismo lugar donde su marido escandalizó a la sociedad y puso la confianza de su mujer en jaque y los colores en sus mejillas.

Por otro lado, el millonario Trump me parece peor opción con sus discursos misóginos, machistas, homófobos, racistas y extremistas. Su mayor baza es la novedad que supone, pese a sus repulsivos mensajes primarios que salen por su boca, como cuando en el 2005 aseguró que cuando eres una estrella las mujeres “te dejan hacerles cualquier cosa. Agarrarlas por el coño. Lo que sea”, ante una Melania Trump tratando constantemente de humanizar a su marido y a una Hillary que, a escasos metros de la meta, parece no tener otro potencial que su condición de mujer y la esperanza de que el líder republicano, más peligroso -aunque menos satánico que ella-, no gobierne.

Hillary Clinton, exonerada de nuevo por el FBI en el caso de los emails a dos días de las elecciones, tras hallarse más correos electrónicos en el ordenador, no será procesada por conducta ilegal y muchos esperamos que esta conclusión no llegue demasiado tarde para poner freno al ascenso de Trump.

Durante meses, ambos vértices de opinión han trazado un plan tratando de dar en la diana de las inquietudes y sueños de un país, interpretando un papel que ya pronto perecerá.

Durante el ascenso a las presidenciales, cada uno ha tenido sus propios apoyos famosos. Clinton ha sido secundada por estrellas cono Beyoncé, Miley Cyrus, Jennifer López, Madonna, Katy Perry o Lady Gaga; y Trump por otros como Jon Voight (el papá de Angelina Jolie), que ve en él un hombre chistoso, juguetón y colorido -aunque yo el único color que destacaría es el amarillo de su cabellera-, Mike Tyson, el exluchador Hulk Hogan que afirmó que quiere que Trump lo designe vicepresidente o Stephen Baldwin.

Sea como fuere, ojalá esta semana EE UU haga historia y vuelvan los vestidos a la Casa Blanca, por motivos bien diferentes a los de otra época. Como mujer y detractora de Trump, así lo deseo.

Avec tout mon amour,

AA

Coacción a una berenjena

berenjena

Dado que incluso medios internacionales, al otro lado del charco, como el periódico Hoy Bolivia, se han hecho eco de lo sucedido el pasado fin de semana, he decidido explicar en mi blog lo ocurrido el pasado sábado, para que cada uno saque sus propias conclusiones.

El día 25 se celebraba la boda religiosa de Álvaro de la Lama y Emilia Alfaro en Dènia y, esta feligresa que os escribe, acudió a la costa para presenciar el “sí, quiero” y enchufarse todas las paellas posibles en las 72 horas que íbamos a pasar allí.

La misa, celebrada en un santuario al final de una serpenteante carretera en el Montgó (en la que casi acaba parte de mi estómago aplastado sobre el asfalto), estuvo oficiada por el joven y salado sacerdote Juan Pons, amigo de la familia, que hizo más de un guiño a los novios. Al terminar la misa salí corriendo, presa de una ola de calor, a tomar aire a los jardines de la ermita donde optimicé mi tiempo y decidí sacar brillo con mis caderas al precioso coche de los novios antes de que aparecieran (un detalle a tener en cuenta, además de mi regalo de bodas).

Hasta aquí todo en orden.

El convite transcurrió sin incidentes entre congas de amigos, alpargatas que nos salvaron a más de una de la cojera, huevos cocidos que emergían de la cremallera del pantalón de Nacho Montes y un entregadísimo novio emulando a Dani Martín sobre el escenario, junto a la piscina en la que caerían todos como moscas de madrugada.

Entre los asistentes, el atractivo párroco disfrutaba como uno más de la boda y fardaba de runner frente al fibrado Antonio Rossi, que sólo le faltó acudir a la boda en bici, meneando arriba y abajo sus calcetines amarillo limón, a juego con su chaleco.

Ya es mala suerte que el Padre Juan apareciera justo en el momento álgido en el que una descomunal berenjena me servía de micrófono para cantar a viva voz la canción de Dorian A cualquier otra parte (lugar al que habría querido dirigirse de saber lo que iba a ocurrir después) para pedirme, con mucho respeto, una foto tal y como había hecho hacía unos segundos con otros invitados, como Carmen Alcayde. Y, gustosa, accedí. Pero como el párroco me pareció el colmo de la modernidad y se había integrado tan bien en la fiesta, a mí me nació pedirle a él otra foto -que hizo mi marido-, sin apartar la colosal hortaliza de mis manos y así continuar con el karaoke después.

La foto me pareció muy simpática y decidí colgarla en mis redes sociales, acompañada de un texto en el que precisamente alababa y reivindicaba ese atisbo de modernidad que había descubierto en este cura que reía y opinaba como uno de nosotros: “Yo acabé la noche con el párroco. Curas modernos que se ríen de cualquier cosa. Así debería ser la Iglesia”. En qué hora, Señor.

No tardaron en pedirme que retirara la foto debido, al parecer, al enfado del Arzobispado de Valencia, ya que la estampa podía enviar un mensaje equivocado a los fieles. Y, sobrepasada por el giro de los acontecimientos, me negué a hacerlo porque significaba aceptar que me había equivocado al subir la “libidinosa” imagen que para mí era una muestra más de lo bien que lo estábamos pasando todos, sin pretender ofender a nadie y, por supuesto, sin ninguna maldad.

Para colmo, la anécdota se convirtió en noticia y ésta comenzó a multiplicarse como los panes y los peces. Y ahora tengo la sensación de haberme marcado un Pájaro Espino, por aquellos que ven en una foto cachonda una polémica instantánea.

También hay quien culpa a la berenjena. Ay, si ésta hubiera sido más pequeña…

Pero qué tiene de malo que una persona que dedica su vida a la Iglesia pase un rato agradable con la gente. Deberían normalizarse estas conductas que llevo observando demasiados años, porque os recuerdo que, por suerte o por desgracia, he ido a un colegio de curas hasta los 13 años y he vivido en uno de monjas cuando, con 15, me fui a vivir a Milán. Y que Dios me coja confesada, pero sigo sin dar crédito.

Pese a todo, y aunque no tenía ninguna obligación, me he puesto en contacto con el Arzobispado de Valencia para explicar, para tranquilidad del sacerdote, lo ocurrido. No deseo arder en el infierno, sólo bajo el sol de mis inminentes vacaciones.

Tal vez haya todavía en el cielo un hueco para mí y, si no, lo dicho, no me quedará otra que sobornar a San Pedro para que me haga una inmaculada copia de las llaves del cielo.

Avec tout mon amour,

AA