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Volver a bailar

Pocas cosas echo más de menos que bailar. Desde que hace 3 años decidiera aprender a hacerlo, sin saber dar un solo paso que no fuera del revés, no hay día en el que no lo extrañe.

Mira quién baila, en TVE, supuso el vehículo para hacer algo con lo que soñaba hace tiempo: bailar.

Más torpe que la reciente gala de los Oscar, me inicié en esto de ser grácil de la mano de Gestmusic, una productora de esas con las que da gusto trabajar por lo mucho que te cuidan.

De cría bailar era retirar la alfombra y unos cuantos muebles, al compás de alguna canción de la radio o la Lambada, con las faldas de algún verano extinguido y camisetas que dejaban ver el ombligo. De mayor el destino se empeñó en recuperar todo eso y, recién diagnosticada de mi enfermedad celíaca, débil, me embarqué en una de las experiencias televisivas y personales más bonitas de mi vida.

Aprendí que bailar significa tomar las riendas de tu cuerpo hasta sentir que los límites sólo están en tu cabeza. Que el cansancio regala energía, risas y también moratones. Que relajar tu cuerpo y dejarte guiar es volar. Que la música es bienestar y alegría. Que rendirse algunos minutos no es malo. Que el spagat aún es posible. Que una caída no es una derrota. Que sudar abrazada a alguien no es sucio. Y que llorar, a veces, sofoca un grito y ayuda a sacar una coreografía adelante, aunque el resultado no sea perfecto.

Durante mi etapa como bailarina era imposible atrapar mis pies, que se movían sin querer en la cola del supermercado – o incluso sentada en una silla- tratando de recordar los pasos de las galas. La postura de mis hombros era erguida y bajaba a saltos las escaleras, emocionada y sintiéndome más alta. El tango, la salsa, el chachachá, lindy hop, rock, disco, los pasodobles o el vals consiguieron que tuviera el cuerpo más musculado que nunca. Sólo me quedé con ganas de bailar un ritmo, mi maravilloso profesor Poty me dijo que era un suicidio acudir con él a la pista ante el jurado: la Lambada. Una pared de ladrillos cayó sobre mis ilusiones brasileñas y mis faldas de los veranos.

Ensayar 4 horas diarias con zapatos de salón, cuyas tiras eran al tacto un regaliz desenroscado que estrangulaba el empeine, me marcó más allá de la piel. No he sentido tanta pena en un trabajo como cuando apagaron las luces del Círculo de baile (Madrid) y las rojas paredes quedaron en sombra, en nuestro último día. Y aunque me prometí seguir bailando, las circunstancias me alejaron de mi empeño y el cuerpo que se había vuelto chicle, se puso de nuevo tieso y regresó a la rutina, mientras las calles eran un La la land sobre el que ya sólo pasear.

Ahora pretendo volver. Tal vez sea posible medir la felicidad a través de unos pasos de baile.

Avec tout mon amour,

AA

Cuando un amor del pasado te vuelve loca

Una foto publicada por Adriana Abenia (@adrianaabenia) el 28 de Abr de 2016 a la(s) 1:10 PDT

Permitidme que, después de hablar de culos, me ponga romántica. Esto ocurría una tarde de abril, coincidencias de la vida el día 11, cuando nacía mi primera novela.

Una porción de tarta forrada en fondant, media docena de sugus de piña y un batido de fresas con nata después, una chica le confesaba a otra creer estar perdiendo la cabeza, mientras rompía una servilleta con los dedos y canjeaba azúcar por consejos.

Desde luego, no estábamos en una íntima cafetería de esas donde la distancia entre las mesas aparca las miradas de los curiosos. Y así, sobre restos de comida, apareció un tercero en la conversación.

Admito que no está bien escuchar conversaciones ajenas, pero a mí me fascina robar historias, sólo que ésta me condujo a una propia.

Hago una pausa efectista.

¿Creéis que se puede amar a dos personas a la vez, cuando a una de ellas apenas la conoces?

La memoria es una gran traidora y yo era todavía una niña cuando conocí a Arnaud Lemaire rodando un anuncio, hace ahora más de una década. Me citaron muy temprano en una preciosa casa de la calle Covarrubias, en Madrid, exactamente en el número 9, un edificio en el que una placa reza que allí vivió el poeta Gerardo Diego:

Un día y otro día y otro día.

No verte.

Y el corazón y el cálculo y la brújula,

Fracasando los tres. No hay quien te acierte.

No verte.

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No esperaba tropezarme con aquel belga veinteañero de ojos grises y una cicatriz en la ceja derecha aquella mañana. Parecía cansado por culpa del jet lag, aspiraba el humo de un cigarro e iba a ser mi pareja en la ficción durante dos largos días. Cuando le vi por primera vez, no sé cómo pudo suceder, pero me vi arrastrada por un irracional sentimiento que puso mi mundo patas arriba, pese a compartir mi almohada e ilusiones ya con alguien. Una absurda jugarreta del azar; entretanto, la calle brillaba húmeda para que diera mejor en cámara.

Recuerdo las sonrisas de esos días, aterrada por tanta alegría. No hubo besos, tampoco caricias y, sin embargo, no pude no sentirme como un barco a la deriva. Le idealicé de tal manera que, cuando nos despedimos, entendí que aquello me atormentaría durante años, convencida de que no volvería a verle.

Sin embargo, no fue así, él regresó a Madrid al año siguiente para grabar otro anuncio. El destino quiso que le viera desde lejos, junto a la glorieta de Alonso Martínez; me acompañaba una amiga y yo era una criatura que lloraba a lágrima viva, pensando que se me iba la vida en un ahogo. Vacilé si acercarme… todo era una estúpida locura. Cuando eres tan joven el suelo es de cemento fresco y, si vuelves la vista atrás con los años, tus decisiones siguen allí.

Supe hace tiempo que vivía en París y, cada vez que he pisado esas calles, he temido encontrármelo.

Regresó a Madrid, sin pudor, en las páginas de mi libro Lo que moja la lluvia, donde nunca se hará viejo y mi mente pudo darle vida más allá de los minutos que pasó a mi lado. Para quienes habéis leído la novela, esta es su cara.

Ahora finjo no saber de él. Y, cuando miro sus fotografías, veo en ellas los ecos que me devuelven a un Arnaud que nunca existió más allá de mi imaginación.

Regresé de un salto a la cafetería, a la conversación de aquella chica despeinada y pantalones rotos que no paraba de explicarse entrecortada.

Hay una frase que dice «Nadie puede amar lo que no conoce». Pero quién no ha amado en el segundo que dura un semáforo y lo recuerda casi una vida.

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Avec tout mon amour,

AA