‘Mi misión en España’: el embajador de EEUU frente a Alejandro Lerroux

Alejandro Lerroux (REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA)

Adelanto un capítulo del libro Mi misión en España, de Claude G. Bowers, el que fuera embajador de los EE UU en España durante el crucial periodo que va entre 1933 y 1939. Este libro de memorias sale a la venta en España esta semana y el historiador -y prologuista de la obra- Ángel Viñas dice de él: «Dado que Bowers tuvo bastante razón, la lectura de este libro es sumamente recomendable y quien ojee sus páginas encontrará motivos suficientes para justificar haberle dedicado unas cuantas horas». En el capítulo que reproducimos, Bowers rememora su visita a Alejandro Lerroux en 1935 y la impresión que tenía del conocido político.

(…)

Me había dado cita para las cinco de la tarde. El ambiente de la presidencia ofrecía notable contraste con el del tiempo de Azaña. Tras cierta confusión y algún que otro empellón en los corredores, fui acompañado por un ujier a un salón del piso superior situado detrás de la sala de recepciones del jefe del Gobierno y, al atravesar la puerta abierta de aquel salón, me asombró ver el cuadro que se ofrecía a mis ojos. La estancia hervía, zumbaba, alborotaba y rugía llena de una multitud de individuos vociferantes, gesticulantes, congestionados y excitados, todos ávidos de ser oídos por el jefe. Yo esperé en un elegante antedespacho con colgaduras de seda azul, una mesa dorada en el centro y sillas también doradas tapizadas del mismo color. Un ornamentado reloj sobre la chimenea rompía el silencio con su tictac. Esperaba, y pensé, extrañado, si no habría sido olvidado. Cuando el atolondrado ujier volvió, me condujo al salón lleno de gente y, a golpes y codazos, se abrió paso hasta la puerta del despacho de Lerroux. Allí, ante mi asombro, me dejó a cargo de un guardia. Aquello habría constituido una ofensa evidente, a no ser por la manifiesta confusión del ujier, de modo que no me preocupó. Pero aquel incidente me dio la oportunidad de estudiar a los paniaguados españoles en un momento de hambre. ¡Cuántas veces había yo presenciado las mismas escenas en la sala de espera de un jefe político en mi país a la hora de distribuir los panes y los peces! Entonces conocí la diferencia entre Azaña y Lerroux: el uno era un estadista; el otro, un cacique.

Cuando por fin la puerta se abrió, me hallé frente a un hombre de mediana estatura, recia constitución, ojos centelleantes y amables, que no aparentaba sus setenta años. Tenía rostro rojizo y lleno, y parecía robusto, aunque yo sabía que todas las noches se retiraba a descansar a las nueve y rehusaba la mayor parte de las invitaciones a cenar. Las puntas de sus bigotes, gallardamente retorcidas, delataban la casta del gascón. Su cabello era casi blanco; la cabeza, calva, excepto por unos pocos pelos erectos en arrogante desdén, al verdadero estilo español. Sus ojos castaños brillaban con benevolencia, trasluciendo un vivo sentido del humor, y en su profundidad yo podía adivinar astucia, sagacidad, mundana sabiduría y no poco cinismo. Verdaderamente, la vida tenía poco que enseñar a Lerroux.

Nació en la durmiente villa andaluza de La Rambla, en la provincia de Córdoba. Su padre era veterinario del Ejército, y la familia, pobre. Lerroux, por algún tiempo, fue aprendiz de zapatero remendón, y a veces cuidaba el altar de la iglesia de un tío suyo, párroco en la polvorienta villa de Benavente, en Castilla. Se alistó en el Ejército y después desertó. ¡Luego escribió y publicó un libro de cocina! Pero, inteligente y ambicioso, aspiraba a cosas más altas, y cuando le salió una colocación de secretario en Madrid, con un sueldo de nueve duros al mes, ávidamente la aceptó, y comía en las tabernas por más o menos una peseta diaria. Pero el borrascoso andaluz de robusta constitución y sobrado arrojo no se conformaba con cosas pequeñas, y cuando una casa de juego de la Puerta del Sol necesitó un croupier, lo halló en Lerroux. Sin embargo, pronto lo perdió, porque el joven se pasó a un periódico republicano que necesitaba un valiente; y es que la publicación de un periódico republicano era entonces una invitación a la violencia.

Fuerte como un toro, arrogante como un gascón, vanidoso como un pavo real, fanfarroneaba entre los haraganes de la Puerta del Sol, admirados y temidos. Se convirtió en una pintoresca personalidad que paseaba por las calles vestido como un dandi, atusándose sus grandes bigotes negros y llevando ladeado en la cabeza un sombrero hongo.

Tras ciertas actuaciones en política, se fue a Barcelona, donde hasta el día de hoy sus enemigos insisten en afirmar que fue enviado por los monárquicos para organizar un partido republicano inofensivo al objetivo de dividir a los separatistas. Desaparece el dandi y aparece el campeón del proletariado, con camisa de franela de cuello abierto, exhibiendo el pelo de su pecho. Fundador de la Casa del Pueblo, desarrolló un estilo populachero de elocuencia en el cual la moderación no tenía cabida. Muy pronto se convirtió en una figura dominante en Barcelona, donde se le conoció como «el emperador del Paralelo», lugar este que equivale en la capital catalana a lo que Montmartre, la Bowery o The Barbary Coast representan en otras ciudades. Bajo la bandera del republicanismo, perfeccionó una máquina política que hubiera eclipsado el ingenio de los más consumados caciques de las ciudades de América, atrincherado en el ayuntamiento, extendiendo ampliamente sus tentáculos. Mientras tanto, había estudiado leyes y fue admitido en el foro. Con el tiempo, este hábil y práctico político profesional expandió su organización por todo el país y, con la desaparición de los gigantes, se hizo con el cetro de la dirección del partido. Tenía modales atrayentes y facilidad de palabra. Cuando asumió la jefatura del partido republicano en las Cortes, había comenzado a adquirir la dignidad de un grabado en acero. Sus enemigos se mostraban escépticos acerca de su sinceridad y dudaban de la calidad de su republicanismo, aunque, en la mayor parte, su partido estaba compuesto por republicanos convencidos y él lo era en el fondo. Madariaga lo describe como «un león domesticado en el jardín de la monarquía».

Cuando, al establecerse la República, Azaña se destacó sobre él, su odio al intruso fue inmediato. Así, su partido había de convertirse primero en aliado y después en instrumento de los enemigos del republicanismo. La naturaleza humana explica muchas cosas, pero no todas. Había diferencias irreconciliables en las concepciones de los dos hombres acerca de la misión del nuevo régimen.

Para Lerroux, significaba un cambio político; para Azaña, un drástico cambio social y económico. De haber sustituido a un presidente por un rey, Lerroux se habría sentido satisfecho; para Azaña, eso no significaba nada. Este se proponía crear una nueva España con mejores perspectivas de vida para las masas, más derechos y dignidad para el trabajo, tierra para los campesinos y abolición de los privilegios feudales.

Interesado principalmente en el poder y el favoritismo, Lerroux, creo que inconscientemente, había de llevar a su partido a una estrecha alianza con los enemigos del liberalismo que antes había predicado y de la República por la que había luchado.

Involuntariamente, estaba ayudando a preparar el terreno para el fascismo. Estoy seguro de que la historia le acusará por haber permitido que el resentimiento y la ambición personal dividieran las fuerzas republicanas en una coyuntura crítica.

Sin embargo, sentado aquel día junto al viejo veterano, sentí la atracción de su personalidad. La madurez de los años le daba cierto aire de dignidad. Mirando a sus ojos centelleantes, me parecía un jefe bondadoso y accesible, sabedor de que «la Constitución no representa nada entre amigos». El tiempo le había curado de sus ilusiones y se había convertido en un cínico sonriente a quien divertía mucho el clamor de las ideologías. Yo había ido a visitarlo para interesarme por la suerte de unos norteamericanos que habían golpeado a un guardia civil, y Lerroux fue la amabilidad en persona. «Haré todo lo que sea posible dentro de la ley», me dijo, y a continuación, con un guiño, añadió: «Y al margen de ella, si es necesario». Cumplió su palabra.

Pero Lerroux tuvo que hacer frente al temporal cuando las Cortes se reunieron de nuevo. La tribuna diplomática se hallaba repleta para presenciar el debate. Los timbres sonaron, los diputados se precipitaron en el salón de sesiones, riendo, bromeando. En el banco azul había nuevas caras. Y Lerroux se levantó, sereno, cínico, para afrontar a su enemigo y el voto de confianza. «Los que van a morir os saludan», comenzó diciendo. Su voz, que no carecía de melodía, fluía suavemente, y las frases, como largas cintas de vagos rumores, ilustraban perfectamente la definición de Talleyrand acerca del propósito de las palabras. En conjunto, un discurso fastidioso. Fue escuchado en silencio y, cuando terminó, solamente los miembros de su partido lo aplaudieron.

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