Los jóvenes lectores y la novela histórica

He escrito varias veces aquí que echo en falta más novela histórica juvenil en nuestro panorama editorial. Así que me encanta que se pase por XX Siglos una autora como Espido Freire, ampliamente reconocida el panorama literario (fue la ganadora del premio Planeta más joven), que ha decidido adentrarse en este género y ofrecérselo a los más jóvenes con su última novela: El chico de la flecha (Anaya).

En el siguiente artículo, Freire comparte su relación vital con la historia y nos desvela cómo ha traducido esa pasión en una obra juvenil.

Por cierto, la autora presentará este sábado en Madrid esta novela ambientada en la Emérita Augusta (actual Mérida) del siglo I en la librería Lé de Madrid (Pº de la Castellana, 154) a las 12.30 horas.


Los jóvenes lectores y la novela histórica

Por Espido Freire, escritora | @EspidoFreire

Cuando era niña me entusiasmaba la historia. No toda ella: había periodos sobre los que mi mirada pasaba sin detenerse. Los misteriosos egipcios, salvo su estrepitoso final con desastre naval y áspid incluidos. El Renacimiento, que no me decía nada. El lento declinar del Imperio español, que me entristecía, una crónica de incompetencia y desastres, hasta el hambre y la desesperación de los últimos de Filipinas. La época neoclásica, casi sin novelas.

Por el contrario, en otras épocas me hubiera quedado a vivir sin vacilaciones. Grecia. Roma. La Alta y Baja Edad Media. El siglo XIX. Cierto que pesaban en mi ánimo el interés y los avatares de esas eras tanto como los vestidos que las mujeres lucían. Las de clase elevada. O, más bien, la manera en la que el cine, las series y las ilustraciones los mostraban. Era una visión idealizada del pasado, sin hilazón, sin una conciencia clara de una causa-efecto. Leía la historia como si fuera ficción: con una trama, unos personajes principales, y una gran masa de secundarios.

Al llegar a la adolescencia, ese entusiasmo, que en mi caso además intentaba contagiar a mis amigas con bastante éxito, se convirtió en pasión. La historia, ya diferenciada de sus adaptaciones y de la visión literaria de muchos autores, se convirtió en un espejo vital, en una oportunidad de corregir errores vitales y de comprender mejor el mundo. Las dos Guerras Mundiales entraron en mis aficiones para no salir.

Y, a diferencia de otras pasiones que me devoraban, la historia era algo que podía compartir con relativa facilidad con mis compañeros, con mi familia (mis abuelos, fragmentos de historia y de memoria viva), y en lo que podía crecer. Me rodeaba, me envolvía. Si bien mis primeras novelas y relatos se encontraban fuera del tiempo y del espacio, se debía a que me interesaba más la ficción pura y la prisa por escribir que la documentación y el tiempo que debía dedicarle. Pero más pronto que tarde vencí esa pereza y comencé a escribir cuentos, y luego novelas históricas. Y era cuestión de tiempo el que destinara alguna de esas historias a los jóvenes lectores.

Siempre he defendido el respeto con el que hay que tratar al lector: hay formas fáciles de escribir, e incluso de complacer a un lector, de llevarlo con recursos sentimentales, o tópicos, a nuestro terreno. Muy a pesar de los editores, no existen fórmulas mágicas, pero sí una manipulación del lector que casi siempre resulta efectiva. En mi caso he intentado siempre jugar con el lector a un reto de inteligencias, de complejidades en el texto. Asumo que mi lector ha leído (o visto, o escuchado) ya infinidad de historias, y que por lo tanto, no será fácil de convencer: supone un baile de seducción a distancia, sin edad, sin tiempo concreto. Eso no cambia en el caso de los adolescentes: es más, es un lector exigente, parcial, impulsivo, apasionado, se entusiasma con facilidad y se siente decepcionado con idéntica facilidad. 

Cuando he querido contarles una historia enclavada en otro tiempo, bien de manera oral, bien por escrito, he partido de varias claves que me parecen básicas: la empatía que se produce con las emociones y los sentimientos que no han variado a través del tiempo. Las diferencias entre una época y otra, que deben ser explicadas para no cometer un anacronismo. El sentido del drama, de la predestinación, de espíritu de sacrificio, tan del gusto de los adolescentes, y tan potenciado por los códigos de honor de mis épocas preferidas.

En el caso de El chico de la flecha, por ejemplo, me parecía importante el que se reconocieran en los cambios vitales que Marco está experimentando. El paso de la niñez a la madurez es quizás el más delicado que una persona realiza. Los romanos no tenían el detalle de dotar a la adolescencia de un espacio propio, como hacemos ahora, pero el tránsito, las dudas y los cambios de los jovencitos y las muchachas eran idénticos a los actuales.

Roma, o la Hispania Romana, por mucho que sea nuestra tatarabuela en leyes, idioma e incluso organización territorial, está muy lejos de ser una sociedad como la nuestra: sin perder de vista mi compromiso con los valores transversales, debía destacar que era una época en la que no existía ni la democracia ni la igualdad, con una brutal estratificación social y escasa esperanza de vida. Dulcificar esa realidad me parecía una traición a mis lectores. Pero quedarme únicamente en eso sería faltar a la coherencia: un niño de doce años en Emérita Augusta veía mucho de una realidad desagradable, pero no todo.

Por último, en esa ciudad, durante el reinado de Vespasiano, sobraban ocasiones dramáticas: peleas de gladiadores, rebeliones de esclavos, guerras, levantamiento de tribus. Codicia, corrupción, oportunidades para enriquecerse, y para perderlo todo. Matrimonios concertados, amor, muerte, violencia, todo eso se podía palpar a diario. Y de eso hablo en El chico de la flecha: de las decisiones que un adolescente debe tomar frente a un mundo que comienza a perder la simplicidad de la niñez y a complicarse considerablemente.

La ambientación histórica, por otro lado, debe ser tan fiel como sea posible, pero solo hasta donde sea legible (al fin y al cabo, hablamos de novela, no de un ensayo), y tan natural como si describiéramos la ciudad en la que vivimos, los alimentos que consumimos. La erudición resulta necesaria, pero la discreción a la hora de mostrarla es clave: se trata de que el lector aprenda, no que admire los conocimientos del autor. Todos los datos históricos han de encontrarse al servicio de la historia, y no al revés. La novela histórica para adultos cae en ocasiones en ese error, que encuentro particularmente grave. Repito, los jóvenes lectores poseen unas nociones históricas vagas, pero mayores de las que creemos, muchas de ellas interiorizadas a través de lo audiovisual. Se aburrirá rápidamente si no reconoce lo que ya sabe, pero también si se le repite algo que ya conoce. Los huecos de las descripciones puede cubrirlos sin problemas con la imaginación: los de la trama destacarán como el carro del Sol.

Por último, nada de esto funciona sin pasión: sin la contagiosa y casi impositiva pasión del autor por una época, por una historia, por una manera de narrar. Por sus lectores. El apasionamiento no basta para construir una novela, pero es una útil argamasa que la mantiene unida. El resto queda en mano de los jóvenes lectores, de sus gustos y de sus caprichos. Y en esa lucha de voluntades, ese juego de palabras reside, siempre, la magia de narrar una historia.

*Las negritas son del bloguero, no de la autora del texto.

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