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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Vuelve La naranja mecánica

No hay palabras para ponderar la iniciativa que nos permite contemplar de nuevo en una pantalla enorme un clásico como el de Kubrick. El milagro es posible hoy en el cine Callao de la Gran Vía madrileña, en el marco de las sesiones Cult dedicadas al cine de culto, de autor y “underground”; el título en versión original subtitulado, inolvidable: La naranja mecánica.

Recuerdo haberla visto hace muchos, muchos años, en una galaxia muy lejana llamada Cinestudio Griffith, sito en la plaza San Pol de Mar, 1, de la capital, a finales de los 70, tal vez en uno de las sesiones dobles que por entonces se estilaban, a un precio popular al alcance del bolsillo de estudiantes y gente de malvivir.

Si tuviera que resaltar uno solo de los elementos que más me impresionaron seguramente tendría que apuntar el tratamiento del sexo puesto en imágenes con una franqueza que había desafiado a las censuras de los países en los que se estrenó –y con más razón a la del nuestro- . Por aquella época se conquistaban centímetros de piel para la cámara con el mismo empeño que kilómetros de playa en las batallas y todo lo que fuera ver sin tener que ponerle demasiada imaginación era un triunfo formidable y gozoso.

Alex Delarge y sus secuaces en «La naranja mecánica»

Pero eran muchas otras cosas las que convertían a La naranja mecánica en un chute de emociones. Ya de entrada se imponía la voz de un actor extraordinario, Malcolm McDowell, desde entonces y para siempre vinculado al genio de Kubrick, uno de los grandes más grandes de la historia del cine. Su jerga incomprensible, inventada por Anthony Burguess, el autor de la novela original que Kubrick adaptó, el lenguaje nadsat, decía cosas que en los subtítulos se leían como “tolchocar”, “videarlo”, o “anciano cheloveco, que revestían de mayor ferocidad pero también de una extraña y contradictoria inocencia a los “drugos” que acompañaban a Alex en sus correrías, y en sus visitas al KorovaMilkbar para empaparse de la leche, extraída de los pechos de una peculiar fuente femenina.

La pasión de Alex por Ludwig Van versionada por Walter Carlos en un sincrético cruce entre la música clásica y el sintetizador moog eran el no va más de la modernidad, que Kubrick representó en cada una de sus películas, hasta que al final de su carrera, con la última de sus obras maestras, tibiamente acogida, Eyes Wide Shut (1999) los críticos decidieron que ya estaban hartos de los caprichos de genio maleducado que siempre habían a regañadientes tolerado.

La ultraviolencia que veíamos en la pantalla causaba enorme impresión en todos los patios de butaca, a pesar de que hoy en día puede parecernos moderada. La secuencia de la violación, que Burguess había llevado a su novela para exorcizar una experiencia por él vivida en 1944, la violación de su mujer por cuatro soldados norteamericanos que le hizo perder el hijo del que estaba embarazada, resultaba insoportable porque anticipaba la perversa mezcla de dolor y humillación que había llegado para quedarse en la conciencia de nuestra sociedad. En 1997 Michael Haneke diseccionaba los mecanismos de aquella naranja actualizada y los descerebrados de FunnyGames actuaban como una réplica moderna de aquellos drugos.

Malcolm McDowell en «La naranja mecánica»

En 1971 el estreno en Estados Unidos obtuvo una infamante clasificación X que obligó a cortar 30 segundos para pasar a la R. No resulta muy difícil adivinar qué metros de celuloide sufrieron la amputación. Seguramente a los vigilantes de la moral les resultaría insoportable escuchar la canción Singing in the Rain, que había sido improvisada por McDowell durante el rodaje de las muy numerosas tomas que Kubrick requirió. Sabido es que el bueno de Stanley no se contentaba fácilmente en su obsesiva búsqueda de la perfección.

Pero entre todos los hallazgos, revolucionarios para la época, que Kubrick depositó en esta perturbadora obra debemos destacar la severa crítica política que contenía, cuya vigencia nunca decae. Lejos de ser una apología de la violencia, como toda una legión de miopes quiso ver entonces, La naranja mecánica llevaba a cabo un ajuste de cuentas con los métodos que el poder siempre está dispuesto a utilizar para combatirla: contra la violencia del individuo, la legítima violencia del Estado, ¿les suena familiar? El método Ludovico pasaba por un sometimiento voluntario al tratamiento de rehabilitación, grotesco e inquietante pero visualizaba la expresión sibilina de una filosofía que subvierte los fundamentos de la sociedad democrática. De purita actualidad.