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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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El dolor en tres tiempos

El dolor de una niña huérfana, el dolor de una hija ante la agonía de su padre, el dolor de una madre por su hijo y por su pueblo. Tres películas que conmueven porque nos acercan a la comprensión del ser humano en todas sus escalas, individual, colectiva e histórica. Dos de ellas son españolas, Verano 1993 y No sé decir adiós y ayer fueron honradas por el Festival de Málaga, no tardarán en estrenarse. La tercera es francesa, Una historia de locos (Une histoire de fou) y nos llega con un retraso de dos años, incomprensible, pues la firma Robert Guèdigian, el director francés que testimonia con su cinematografía valores tan devaluados en el tiempo presente como la solidaridad, la amistad y el amor, que dice él puede sonar cursi pero es el oxígeno para la vida humana.

  1. EL DOLOR DE UNA NIÑA. VERANO 1993 (Estíu 1993). Carla Simón.

Captar el dolor y el estupor de una niña de seis años cuando pierde a su madre y se ve obligada a cambiar de vida, de colegio, de espacio de juegos, de padres a los que sustituyen sus tíos, es una tarea dificilísima. Carla Simón ha optado por una estrategia narrativa naturalista con la que reproduce la cotidianeidad expresada en los detalles que aparentemente carecen de toda relevancia pero que son las cosas que configuran el universo infantil, la negativa de la niña a beber la leche, el baño en el rio, los juegos con muñecas de ella y su prima… Toda la película pasa a través de los ojos de esa niña, prodigiosamente encarnada por Laia Artigas, que nos pregunta constantemente con su tristeza contenida si es justo lo que le ha pasado.

En su opera prima, que llegó a Málaga con el premio del jurado Generación Kplus de la Berlinale y se lleva del Festival la Biznaga de oro a Mejor Película, Carla Simón afronta la labor de mostrar ese dolor, el dolor de su propia infancia y la pérdida de sus padres, con la decisión firme de desdramatizar la situación, poseída por un sentido del pudor que le impide crear secuencias lacrimógenas que desvirtúen la verdad de algo tan vigorosamente incomprensible. A la voluntad manifiesta de los tíos de la niña de desterrar la tristeza para que no sufra y supere lo antes posible la herida se suma idéntico propósito en la directora.

La aflicción soterrada en el ánimo de la pequeña asoma de tanto en tanto de manera imprevista y sofocada y alcanza su máxima expresión en la última secuencia, la única en que la emoción desborda todo deseo de contención de Carla Simón y pone de relieve tanto el valor de su apuesta estilística como el de la increíble interpretación de la niña Laia Artigas, que instantes después de estar jugando alegremente prorrumpe en un llanto desconsolado que le impide articular una sola palabra.

Y la Academia, que tiene prohibido conceder Goyas a menores no podrá ni nominarla. Que me perdonen pero yo no lo entiendo.

  1. EL DOLOR DE UNA HIJA. NO SÉ DECIR ADIÓS. Lino Escalera. 

Lo que lleva a Carla, inmensa Nathalie Poza, como acostumbra, a llevarse a su padre, inmenso Juan Diego como siempre, a otro hospital tiene mucho más que ver con la impotencia que con el raciocinio, con la negación de la realidad que con el cálculo de probabilidades de cura del cáncer, tan avanzado como para ofrecer una perspectiva de vida cifrada en semanas.

Natalie Poza ha sido reconocida con la Biznaga de Plata a Mejor Actriz en Málaga y doy fe de que no es una decisión tomada a la ligera porque en mi humilde opinión es una de las intérpretes más sólidas y creíbles de nuestra escena, que lamentablemente no se prodiga demasiado en el cine. Desde que Manuel Martín Cuenca me permitiera tomar conciencia de su valor, primero en La flaqueza del bolchevique (2003) y después y sobre todo en Malas temporadas (2005) tengo para mí que estaba pidiendo a gritos un personaje como el que le ha ofrecido el también debutante, Lino Escalera, él igualmente necesitado de exorcizar fantasmas del pasado, como Carla Simón,  y arreglar cuentas emocionales con un destino que le arrebató a su padre sin contemplaciones y con paños avinagrados por el cáncer.

Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón han cerrado el arco descriptivo de los personajes hasta dejarlo en la médula, la esencia del relato que penetra en los pacientes, no sólo en el moribundo, sino en sus sufrientes hijas, para reventar el dolor en carne viva. Ese moribundo, como he dicho más arriba, es Juan Diego a quien el jurado de Málaga ha querido pedir perdón por no otorgarle una Biznaga de Plata a Mejor Actor sacando de la chistera la idea de la Biznaga a actor secundario. Poco importa. No hay premios ya que estén a la altura de una carrera en la que, papel tras papel, el actor se la juega entregando el alma. El Festival de Málaga ha sido avispado y generoso con Juan Diego y se ha prestigiado a sí mismo concediéndose el honor de premiarle hasta en cuatro ocasiones, una de ellas, en la décimo segunda edición en 2009, a toda su carrera; la última vez en 2014 por su entrañable y gruñón paralítico en Anochece en la India (Chema Rodríguez).

Es sorprendente el rigor y la espartana determinación de Lino Escalera de contar cómo se muere su padre y en qué extraño desconcierto se sumen sus dos hijas (“chapeau” también para Lola Dueñas con un personaje menos propicio para el lucimiento). Directo al hueso del suplicio, sin regodearse en él y sin la menor concesión, sin coartadas de humor desengrasante, sin elementos de relajación para el espectador. Tan solo la minuciosa descripción de cómo el cuerpo de un padre se apaga y una hija siente cómo le amputan una parte importante de sí misma.

  1. EL DOLOR DE UNA MADRE. UNA HISTORIA DE LOCOS (Une histoire de fou). ROBERT GUÈDIGUIAN.

Hay quienes se empeñan en que Robert Guèdiguian no salga con sus bártulos de Marsella. Con su troupe de actores irrenunciables y sus temas locales que él convierte en universales gracias a la alquimia de su cámara, a este francés de origen armenioalemán, ateo y comunista irredento, se le toleran todas las variaciones de que sea capaz en un estilo que alcanzó su máxima definición en Marius y Jeannette (Un amor en Marsella), 1997, pero se le reprocha que saque los pies del tiesto con obras históricas rodadas en otras tierras

Lo hizo con un retrato sereno del último presidente francés que reclamaba para sí la estirpe de la “grandeur” en la recta final de su ciclo político y vital: Presidente Miterrand (El paseante del Champ de Mars), 2005. Y cuatro años después narró la lucha heroica de combatientes internacionales en la Resistencia francesa comandados por el poeta obrero armenio Missak Manouchian: El ejército del crimen. Pero tenía pendiente un encargo que había recibido decenas de veces allá por donde iba con sus películas, dar testimonio del dolor de su pueblo, el dolor que no cesa por la memoria de un genocidio que ocupa un puesto muy bajo en la clasificación por importancia de los holocaustos (porque hay uno de primera y los demás son de segunda o de tercera división), el genocidio armenio de principios del siglo XX perpetrado por el imperio otomano, cuyos descendientes turcos nunca reconocieron.

Una madre armenia, quién si no Ariane Ascaride, se siente responsable de haber empujado a su joven hijo a combatir por su pueblo. Aram, nacido en Marsella, se enrola en una organización terrorista a través de la que hacer estallar una bomba contra el embajador turco en París y posteriormente parte para ser adiestrado en Beirut. La madre vive un infierno cuando conoce las actividades de su hijo y decide ir al encuentro de un superviviente, víctima casual del atentado.

Guèdiguian nos habla del dolor de la madre con la fuerza que le da la interpretación de su fiel compañera, Ascaride; nos habla del destrozo físico y moral sufrido por el joven que accidentalmente se encontraba en el lugar del atentado. Y sobre todo nos habla de la mutilación de todo un pueblo, el armenio que sufrió entre 1915 y 1923 el asesinato indiscriminado y la deportación de más de millón y medio de ciudadanos. Un pueblo que reclama desde hace casi un siglo la reparación del Gobierno turco mediante el reconocimiento de aquéllos brutales hechos históricos que aún hoy sigue tozudamente negando.

José Antonio Gurriarán se encuentra con los autores del atentado

Para elaborar el guion de Una historia de locos Guèdiguian ha rescatado la historia del periodista español José Antonio Gurriarán, subdirector del diario Pueblo cuando sufrió en su propia carne el 30 de diciembre de 1980 la fatalidad de encontrarse en el lugar de un atentado. Lo que le interesó de ella fue la inaudita decisión de Gurriarán, narrada en su novela La bomba, de interesarse por los motivos que movían a quienes le habían destrozado las piernas y la vida. El periodista español, como el protagonista de la película de Guèdiguian, viajó a Beirut para encontrarse cara a cara con el hombre que pulsó el detonador. No para reprochárselo amargamente, sino para que ambos compartieran y comprendieran el dolor del otro. Toda una lección de humanidad. (Ver reportaje en Días de cine)

Festín caníbal; veganos abstenerse

Comentaba con sorna mi buen amigo Santiago Tabernero tras entrevistar a Julia Ducournau por su estomagante película titulada en España Crudo (en Francia, mira por donde, Grave) lo sorprendente que le resultaba el aspecto de “parisina pija” de esta directora, en contraste con el realismo de algunos momentos de su vomipurgante incursión en el género gore que, lo confieso, no me tiene por miembro de su cofradía. En Sitges, naturalmente, encontró legiones de fans.

Resulta inútil preguntarse a estas alturas por la legitimidad de la provocación y si ésta justifica lo que muchos pueden considerar excesos; en realidad no hay nada que sea excesivo desde la óptica de la libertad creativa. Sin embargo, el buen sentido de Ducournau para la narrativa cinematográfica debería apuntar más hacia el terreno de lo sugerido que el de lo mostrado. Y de esta forma, creo yo, su argumentario ganaría mucho en consistencia y credibilidad.

Una secuencia que reúne las dos caras, positiva y negativa, de lo señalado es aquella en la que vemos en un video grabado con el móvil a los estudiantes excitadísimos mientras observan la acción previamente registrada con otro móvil: Justine, la protagonista, entregada a un macabro ejercicio de canibalismo con un cadáver que su hermana ha extraído del frigorífico de la morgue y se lo ofrece como señuelo sin permitir que llegue a morderlo en la mano, como ella pretende.

Dejando al margen el pequeño detalle de que no veo claro qué hace un cadáver humano en un colegio de veterinaria, en dicha secuencia la tensión por lo que sucede fuera de campo es mayúscula, cuando aún no sabemos de qué tratan las imágenes que los estudiantes están jaleando. La directora maneja el suspense de manera magistral jugando con tres planos temporales: el rostro de Justine asustada y horrorizada al verse en la grabación, de la cual probablemente ni siquiera se acuerde, los estudiantes arracimados en torno al teléfono sin que sepamos aún lo que ven, y por último la acción registrada en la morgue.

Esta secuencia termina por malograr la fuerza que desplegaba antes de mostrar lo que está fuera del campo de visión, precisamente cuando por fin lo vemos. Julia Ducournau se eleva cuando trabaja en el espacio off y cae cuando pisa el espacio on. Y lo mismo le sucede en términos generales a toda la película. Una secuencia magistral por el excelente juego de elipsis espacial, como es la primera, en la que vemos el accidente de carretera provocado por la hermana de Justine para proveerse de carne fresca, termina por resultar poco creíble, o al menos pierde la contundencia que tenía, cuando se repite la misma acción.

Ducournau, no le hace ascos a provocar arcadas en el espectador pero intenta, y esto es algo que valorar, no lanzarse a la piscina de hectólitros de hemoglobina que suelen desparramarse cuando se adentra uno en los incontinentes terrenos de la víscera. Lo intenta, pero no siempre lo consigue.

Algunos guiños a una película seminal, Carrie, de Brian de Palma, muestran a las claras la voluntad de la directora de Crudo de obtener el salvoconducto en el género de iniciación adolescente –el nombre de Justine, virgen al principio, también propone referencias al Marqués de Sade – pero esta fábula grotesca deja de ser de terror en el momento mismo en que se acaba, con un chiste final que desinfla el globo.

Dice Ducournau en sus entrevistas que quiere poner en contacto al espectador con su lado oscuro y que no cree que el canibalismo esté demasiado alejado de la naturaleza humana, se sorprende porque el asunto levante ampollas… en fin. Si ya me costaba un poco aceptar la virtud del sentido metafórico que la pulsión carnívora de Justine propone, obviamente el del despertar sexual, a la luz de esas declaraciones más gracia me hacía el comentario de mi amigo Santiago reseñado al principio.

Como no quiero pasar por un cinéfilo de estrechas tragaderas después de repudiar las procesiones del santo gore, me viene a la cabeza una película que milita sin empacho en esas hermandades. Se trata de Re-Animator, de Stuart Gordon (1985). Aparte el gusto desacomplejado por lo sanguinolento, no tienen nada en común desde el punto de vista argumental.

Barbara Crampton y la cabeza lujuriosa de David Gale en Re-Animator

Se diferencian sobre todo en el descacharrante sentido del humor del que Crudo adolece y es el condimento esencial en la fórmula para hacer más comestibles las imágenes indigestas. En una escena, el cunilingus del que es objeto una chica desnuda al que se aplica con deleite una cabeza decapitada figura entre lo más delirante y disparatado que recuerdo haber visto en la pantalla. ¡Puritito gore!

¡Alto ahí!, me dirá alguno, ¿a santo de qué viene hablar aquí de esta película que no tiene nada que ver con la otra? Tiene razón, pero la respuesta es que simplemente me apetecía; y el gancho, que las dos agitan el frasco de sangre hasta que salpica. Lo que pasa es que una esgrime coartada cultural y la otra no la necesita porque ya la tiene: nada menos que H.P.Lovecraft.