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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Los que nunca recibirán un Goya

Antes de que demostrara que se puede estar al lado de una gran estrella, Ricardo Darín, y brillar tanto como ella, antes de que nos emocionara casi hasta la lágrima y nos enseñara un poquito más lo que es la verdadera amistad con su Tomás en Truman, portentosa obra cumbre de Cesc Gay (2015),  Javier Cámara, que  fue recompensado con el Goya a Mejor actor de reparto, ya había obtenido ese galardón en la categoría de Mejor Actor a las órdenes de David Trueba en Vivir es fácil con los ojos cerrados.

La semana pasada falleció Juan Carrión, el profesor de inglés en quien se había inspirado Trueba para urdir la historia que protagonizaba Javier Cámara cuyo título (en inglés “Living is easy with eyes closed”) está extraído de la canción de The Beatles Strawberry Fields Forever. Cuando vimos a este buen hombre, el 13 de diciembre de 2014 durante la clausura del Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICC), recoger el Goya que el director le entregaba como muestra de agradecimiento supimos que su personalidad no podía andar muy lejos de la que éste había creado con la inestimable ayuda de su actor. Se trataba, en efecto, no había más que verle, de un hombre machadianamente bueno.

Es cierto que los espectadores de la película no conocíamos a Juan Carrión, excepto en lo referido a aquella anécdota que sirve de base a la trama de Vivir es fácil el rodaje en Almería de Cómo gané la guerra, de Richard Lester, en el que John Lennon oficiaba de actor, su entusiasta viaje en busca de un contacto improbable con el cantante, etc. Hemos sabido ahora, tras su fallecimiento, algunos detalles biográficos que nos acercan a su figura con independencia de la imagen que para nosotros perdurará, que es la de su alter ego de ficción. Para bien o para mal, de Juan Carrión todos, salvo sus allegados y familiares, olvidaremos la figura y hasta el nombre, y nos quedará en la memoria el de Antonio San Román y el gesto de héroe humilde y bondadoso inscrito en el rostro de frente despejada  de Javier Cámara.

Javier Cámara en Vivir es fácil con los ojos cerrados. Universal Pictures

El hombre real estaba orgulloso del retrato pergeñado por el hombre de ficción. No es para menos, “es como si me hubiera tocado la lotería”, decía, con esa sencillez desarmante con que se identifica la felicidad sobrevenida con el azar que se nos antoja imposible. De entre las muchas cualidades actorales que Javier Cámara atesora, los variados registros que le conocemos, que enlazan como en una tela de araña su Rafi, el perjudicado ayudante de Torrente (Torrente, el brazo tonto de la ley, Santiago Segura, 1998) con Benigno, el enfermero atraído por la inmovilidad de Leonor Watling (Hable con ella, Pedro Almodóvar, 2002), Simón, el trabajador de la plataforma petrolífera (La vida secreta de las palabras, Isabel Coixet, 2005), Mikel, el ex presidiario que pretende ajustar cuentas con su amigo cubano (Malas temporadas, Manuel Martín Cuenca, 2005) o Ricardo Mazo Torralba, escondido durante años de posguerra en el armario de su casa para eludir la muerte (Los girasoles ciegos, José Luis Cuerda, 2008), sin olvidar al amanerado auxiliar de cabina de Joserra Berasategui (Los amantes pasajeros, Pedro Almodóvar, 2013), por citar sólo unos cuantos, al cómico riojano se le dan de maravilla los personajes tiernos. Y otra cosa tal vez alguien quiera discutirla, pero no que a su profesor de inglés Javier Cámara consigue infundirle un aura de ternura sin resultar estomagante, que más les valdría a otros actores inclinados al exceso tomar nota de lo que significa contención en sus justos términos.

 

Tenía muchos motivos don Juan Carrión para estar contento con el éxito de Vivir es fácil… Seis Goyas nada menos, y de los más importantes, ganó la película, y algún mérito sin duda le correspondía a él, que había regalado a David Trueba limitándose a ser él mismo el alma del argumento, aunque éste se centrara sólo en una anécdota, un acontecido más en una larga vida que alcanzó los 93 años. Las crónicas no revelan en cuántos detalles del retrato no se reconocía del todo, porque en alguna medida, por pequeña que fuera, seguramente no terminaría de agradarle. O eso suponemos tratando de ponernos en su lugar. Acaso hubiera preferido un intérprete con más pelo (¿a quién podría reprochársele esa debilidad?) o un punto mayor de dureza en el rostro, o vaya usted a saber.

No. Tonterías. Don Juan estaba muy satisfecho de que un actorazo como Javier Cámara le hubiera hurtado el corazón y de que un creador tan sensible como David Trueba se hubiera enamorado de su personaje para transmutarlo en don Antonio San Román, maestro de escuela, profesor de inglés y espíritu generoso y comprensivo donde los haya, apasionado de la música de los Beatles y del soplo de oxígeno que ésta representaba para la España gris y amargada de entonces. La humildad y grandeza de la película son el reflejo más fiel del cálido y divertido homenaje que Trueba realizó a personas sencillas y discretas como él, que merecen también un Goya por su abnegada y valiosa labor. Y nunca lo recibirán. Porque la inmensa mayoría de oficios importantes, como esos profesores que siembran nuestra personalidad, e incluso los trascendentes para la vida de las personas, como los doctores que nos operan, las enfermeras que nos cuidan o los investigadores que descubren las fórmulas de los fármacos, ni aspiran a ellos ni reciben aplausos. Don Juan Carrión tuvo la suerte de que le tocara la lotería.

Dos Trueba y un infame boicot

Escuchaba a David Trueba en La Sexta Noche hablar de su último libro Tierra de campos a unas horas intempestivas, como es preceptivo cuando se trata de introducir la cultura en un medio que parece haber inventado el género del “debate político en un gallinero”. Provocó mi decisión de leerlo no tanto por la novela en sí como por la sensación de cordura, inteligencia, tolerancia y compromiso social que transmite este hombre, polifacético, sí, pero en mi escala de intereses sobre todo cineasta.

Seguramente miento un poco sin pretenderlo, seguramente el argumento de la obra, que él esbozó sin afectación, con gracia y sencillez, jugó un papel importante en el cúmulo de estímulos que se entrelazan para que uno sienta que esa lectura encierra promesas de satisfacción intelectual.

“Últimamente pienso mucho en la muerte. Pero de ahí a despertar con un coche fúnebre a la puerta de casa va una notable distancia”… Daniel, el protagonista de Tierra de campos se ve en la tesitura nada deseable de tener que realizar un viaje en el interior de un coche fúnebre y en compañía de un cadáver y un conductor ecuatoriano. Que el cadáver fuera no hace mucho su propio padre en vida no contribuye a desdramatizar la situación ni a hacerla más llevadera, es cierto. Que Daniel haya crecido de niño en un barrio humilde y que más tarde se embarcara en la vorágine de rock, drogas y sexo, aproxima la historia a los contornos de mis vivencias indirectas durante mi propia juventud. Sí, esta novela tendré que leerla.

Mientras tanto, reparo en la dedicatoria que David Trueba regala a su hermano: “Para mi hermano Fernando, que nunca sigue los caminos que llevan a Roma”. Estoy seguro de que el alcance del brindis será mucho mayor, pero no puedo evitar relacionar ese pequeño homenaje con el descomunal varapalo sufrido por el director de La niña de tus ojos (1998) con su mucho más que digna secuela La reina de España. Si la primera fue la gran triunfadora en la XIII edición de los premios Goya, 18 nominaciones que se tradujeron en siete cabezones, entre ellos el de Mejor película y el de Mejor Actriz protagonista (una excelsa Penélope Cruz), la segunda colocó al director en la diana de la reacción, le convirtió en el pim pam pum de los fanáticos y a la postre ocasionó un roto en las finanzas de la producción de magnitudes bíblicas.

Fernando Trueba. EFE

Hagamos memoria: todo el mundo conviene en que el desastre se incubó el 19 de septiembre de 2015, en el marco insospechado del Festival de cine de San Sebastián. Fernando Trueba recibía el Premio Nacional de Cinematografía de manos de un Ministro de Cultura, Iñigo Méndez de Vigo, que escuchaba atónito, con ojos de no dar crédito, la prédica del cineasta agasajado, que estaba dispuesto a no caer en el tedio y la rutina habituales en estos casos aunque en ello le fuera la vida. Quiso hacer un discurso divertido y rompedor, al estilo de aquella confesión de fe en Billy Wilder, cuando lo del Oscar por Belle Epoque, y a fe mía que sí rompió moldes, ¡parecía haberse propuesto propinar una patada de defensa central a un nido de avispas! “Nunca me he sentido español, ni cinco minutos en toda mi vida”, dijo con todo el cuajo de quien suelta una “boutade” mientras se toma un whisky.

Es lo malo que tiene la socarronería, que los militantes de la intolerancia no le pillan la gracia, porque ellos desconocen el significado del concepto. Se la tuvieron guardada y le esperaron pacientemente. En Valladolid la plataforma Hazte oir, la que no hace mucho paseaba autobuses humillando a niños transexuales, reunió 22.000 firmas para que la SEMINCI le negara a Trueba su Espiga de Honor. Fue el primer aviso. Y cuando llegó el estreno de La reina de España le devolvieron el chiste envuelto en una gran vomitona de odio llamando al boicot en las redes sociales.

Hacía ya tiempo, tal vez desde el caso La pelota vasca, la piel contra la piedra, de Julio Medem, que los patriotas de su propio cortijo no se movilizaban contra una película con tanta saña. El estruendo de furia creó un caldo de cultivo en el que solo faltaban los comentarios de los gacetilleros y el rechazo de los críticos. Los opinadores se unieron en un coro dispuestos a convertir al filme de Trueba en uno de los más infravalorados de la historia de nuestro celuloide. ¡Qué ojo tuvieron! No conseguí leer nada favorable. El domingo pasado decidí vacunarme contra el virus de la confusión y me propuse romper una lanza por esta comedia agridulce y pese a todo vitalista, como lo son el resto de películas firmadas por su autor, que probablemente acuse la ausencia de Azcona en su libreto.

La reina de España no alcanza el nivel de comicidad que desplegaba La niña de tus ojos y se torna sensiblemente más melancólica, que es la manera suave que se me ocurre de cifrar la amargura de un marco referencial como la construcción de la desdichada cruz de El valle de los caídos, sin contar con que Blas Fontiveros, el personaje que interpreta Antonio Resines, ha sido dado por muerto por sus compañeros tras pasar una temporada en el campo de concentración de Mauthausen y termina dando con sus huesos en aquella infame fosa común erigida como mausoleo del dictador.

Storyboard de La reina de España

Un diseño de producción que ya se anticipa delicioso en los créditos iniciales, con las imágenes históricas coloreadas entre las que se cuelan algunos personajes del filme, y una excelente ambientación en la que se integran el magnífico reparto (mención especial para penélope Cruz y Santiago Segura) y un nutrido número de extras alfombran el discurso, éste sí sincero y muy sentido, de homenajes varios que Trueba despliega en su película: homenaje al cine de la época, cuando en pleno franquismo desembarcó Samuel Bronston con su Hollywood a cuestas; homenaje a los operarios y trabajadores casi anónimos de aquella casi industria, a los ciudadanos en general, víctimas y resistentes al régimen de aquel general genocida. Y homenaje también al maestro de efectos especiales, Emilio Ruiz, con la magia de sus bellas transparencias, imprescindible en las producciones extranjeras rodadas en España, como Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) o Lawrence de Arabia (David Lean, 1962).

El guión es sin duda la pata más corta, porque la trama flojea en la solución al enredo, en una película repleta de momentos felices, de humor que nunca busca la carcajada y tan solo patina en el grosor de la línea en alguna secuencia (la de la violación de Jorge Sanz, por ejemplo), pero que se reserva el momento más emocionante, acertadísimo en el duelo Penélope Cruz-Carlos Areces, para dejarnos esa potente foto polaroid del tirano cuando se encara con la dignidad de la actriz. Guiños cinéfilos como el guionista “blacklisted”, que encarna Mandy Patinkin, el sosias con parche en el ojo de John Ford (Clive Revill), o la inspiración en el proyecto no realizado de Bronston (a quien vemos con el rostro de Arturo Ripstein) de una Isabella of Spain escrito por el historiador comunista John Prebble, yo los tomo como nutrientes, tal vez no del todo afinados, de una ficción cuyos elementos ideológicos son inevitablemente “progresistas”, y de puro evidentes algunos han considerado como autocomplacientes.

Fernando Trueba y Penélope Cruz. Universal

Aun con sus flaquezas, La reina de España es una imagen especular dignísima, más triste y amarga de La niña de tus ojos, esa maravilla de la que toma prestados las líneas generales de la trama y los personajes  trasladados desde Berlín a Madrid. La comparación entre ambas no puede, no debe ser una carga pesada sobre los hombros de la primera, que por sí misma, estoy seguro, será mucho mejor valorada en el futuro.