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Algunas palabras sobre Laberintos (III) de Charles Burns (Reservoir Books, 2024)


La tercera parte de esta obra magna del autor norteamericano (aquí revisamos las dos primeras en Motel Margot) ha llegado a los estantes de las librerías españolas. Con su estilo pulp, colorista, de minimalismo pop, recupera el hilo de la historia presentado en los volúmenes anteriores: amor enfermizo, reducción social y un toque de ciencia-ficción hipnótica. Serie Z, cintas caseras, la naturaleza como escenario para la fantasía disfrazada de locura o la sociopatía de introspección. Es difícil distinguir una cosa de la otra.

El choque entre la realidad y el delirio, el sexo intoxicado, los paisajes esquemáticos que son marca de la casa y que dotan a la narración un lustre tan onírico que descartamos lo tangible en todas sus formas. Los colores completos, planos, un escenario donde se repite la espera y la planificación, donde la furgoneta muta en kilómetros de furgoneta. Situado en tiempo de elipsis, los protagonistas deambulan entre el miedo y la monstruosidad, Burns para el relato y nos hace dudar: ¿está detenido en el tiempo lo que leemos? Esta inquietud constante sobre si la historia/realidad lleva parada desde las primeras páginas y lo que leemos es una simulación, una construcción mental del protagonista.

«¿Cómo se puede alcanzar la maestría? Así, como hacer Burns, dejándonos con la duda, ¿estamos adentrándonos en la historia o en la construcción psicótica del protagonista?»

Abiertos a la naturaleza, los personajes esquemáticos solo se desbordan por los sentimientos más primitivos: sexo, salvajismo, alcohol, reacciones violentas… cuchilla que abre las tripas de un pescado. Convertir lo bucólico en una estampa de vísceras. Saber cubrir la soledad con sexo, sexo y sexo. Ruptura e intoxicación. “Laberintos III” de Burns es parte de una trilogía sin sinopsis, no hay respuesta a la pregunta más básica, ¿de qué trata “Laberintos”? Nadie podría hacer un resumen o cada lector podría hacer su propio resume y eso es lo mágico, la maestría de la obra.

La imagen en Super 8, la película sin cortar, deliberadamente brutal, en el silencio que grita de terror, mostrando el impacto entre lo dramático y lo cotidiano. Expulsión y deformación. El monstruo dentro del monstruo. Lógicamente podemos encontrar referencias transitivas a temas como la ciencia-ficción clásica, la de los 50 y 60, la primera versión de “Los ladrones de cuerpos”, las vainas sin sentimientos que sustituyen a los humanos sembrando la felicidad en la ausencia de emociones, pero abruma la imagen de la mórula, como un incentivo para seguir: la oscuridad de la proyección, las manos que se rozan. ¿Hay lugar para la felicidad en la obra de Charles Burns? ¿Es el final de la historia o no hemos salido siquiera del primer acto?

Algunas palabras sobre Swimming underground (Mis años en la Fábrica Warhol) de Mary Woronov (Reservoir Books,2024)

Por Motel Margot han pasado Nico, Diane di Prima, Lester Bangs, la Velvet Underground, Lucy Sante y Paul Morrissey… ha pasado Andy, una y otra vez, pero recibimos con placer acelerado esta magnífica novela, ese anfetamínico diario, esta muestra de verdadera contracultura, editado por Reservoir Books, la historia de Mary Woronov, una de las Chelsea Girls, una visionaria que caminó por el verdadero lado salvaje de la historia.

Imaginad un instante, imaginad el final de los sesenta. Imaginad Europa, con los morros de Jagger, las pelis de Alain Delon, algo de la nueva ola, los Tours de Francia de Merckx. Imaginad, claro, los USA. Mucho más adelantados, embutidos en pastillas para adelgazar, leche, niños que van a Vietnam (sin saber si van a volver) y, sobre todo, la paz de los antibióticos. Mujeres en casa, hombres bebiendo destilados en el trabajo, felicidad y tarta de manzana. Nada, nadie, era imposible saber qué se cocía en lo más profundo del abismo, en Nueva York, donde sobrevivían los monstruos, donde la inocencia se cortaba con raticida y bencedrina, donde Andy, Andy caminaba y leía las revistas de moda, organizando todas las fiestas de mañana. Es que no me vale ni los desvaríos alcohólicos de Morrison, ni los últimos beatniks, por supuesto, nada del primer Dylan, asustado por el qué dirán de su metamorfosis eléctrica. Lo que pasaba en la Factory, en la fábrica de Warhol, lo que cuenta Mary, está fuera de cualquier designio, descripción o comportamiento conocido hasta entonces.

Será sencillo ser un punk en Londres, diez años más tarde, vestirse de mujer y cantar a la odisea espacial, un lustro después, quizá volver a los orígenes, a William Burroughs… pero no se puede comparar los Pegamoides, las cabezas parlantes, Jonathan Richman, Severin (y Siouxsie Sioux), las agujas australianas, las películas de Scorsese, ni siquiera los murales de Basquiat o el acid house. Me río de Irvine Welsh y sus chicos, de la soga de Ian Curtis, de Iggy Pop derribando el muro a cabezazos. Esto es puro, estas líneas, Mary, son material de primera: polaroids en blanco y negro, películas infinitas, chutas y vampirismo. Drella era la reina, Candy, Lisa, Caroline, todas querían decirle algo a Lou. Y Mary, ahí estaba, fustigada por el látigo de Gerard Malanga mientras suena Venus in furs.

 

Saco el deuvedé de “I shot Andy Warhol”, los que pensamos que el mundo era inocente hasta que llegó Bowie, con las vacunas, los peludos, los más tóxicos, superando a los Allen Ginsberg, estaban, como mucho, en un instante de Drugstore Cowboy. Gus Van Sant, perdonen el interludio, rueda la clase obrera de ese primer movimiento absolutamente farmacéutico, mientras suena Desmond Dekker. Drag Queens turbinas, epatantes hasta para el yonqui más pasado de New York, ¿Cómo llegaste hasta aquí, dulce, niña? Quizá, si pensamos en John Waters y Divine, solo en ellos, podamos encontrar las semillas (las malas) que germinaron después.

Una madre que recibe pastillas para animarse de su marido, el padrasto de Mary, y no puede dormir: teje, cocina, lee, no recuerda nada. Un tubo de esos, por cinco o seis pavos, menos si los compras en el Drugstore Adecuado… Gerard Malanga y los famosos Screen Tests, cuyos cortes originales ahora uno se encuentra en los museos más importantes de arte contemporáneo. Una vez más, los viajes a los Ángeles, en aquel castillo (ya hablamos de eso aquí, aquí… y quizá en algún sitio más), cuando el circo de freaks se dio cuenta de que el sol no les sentaba bien. Las risas con/sobre Zappa, “Venice daba lástima, llena de viejos en las últimas y yonquis acabados, juntos en los barcos y con la mirada perdida en aquel océano que les impedía seguir avanzando hacia el oeste”. ¿Cómo vas a comparar un poco de anfetamina, nasal o arterial, con el ácido? Pobre Tim Leary y pobres las chicas de Chelsea. El hotel, la película, el disco de Nico. Todas pasadas, todas aceleradas. Es sorprendente cómo se puede rodar unas películas tan soporíferas con todos los protagonistas a tal velocidad química.

 

 

Botiquines, el mítico Max´s Kansas City (con todas las grabaciones posibles de bootleg de The Velvet Underground). Dominic besando a un travesti, Ondine, que uno nunca descubre su sexo, tienes que leer las páginas varias veces, Mary, eres fabulosa, ¿por qué no te sientas a mi lado? No me llaman la reina de hielo porque sí. Todas las historias para niños tienen algo de Pervitin en la corriente sanguínea. Y es que el texto de Mary Woronov comienza como una especie d

e memorias para adentrarse, poco a poco, en un camino de desquiciamiento yonqui, de literatura de adicciones y visiones propias de una adelantada heredera de William Burroughs. Princesita de las tinieblas, se hace fuerte con sus compañeros de intoxicación en cualquier baño. Como si se fueran a terminar los días.

Ondine y la gente Topo, sacado de un remedo de Interzone, de la parte de la ciudad habitada por los insectos humanoides o los humanos que contienen insectos. Alejada de Drella, la mezcla entre Drácula y Cincerella (que dará título al disco Songs for Drella de John Cale&Lou Reed, minimalismo desacelerado para la época MTV), perdida, pero sabiendo lo que quiere, lo que necesita: química y acelerante de mamíferos. Jóvenes efebos que mueren electrocutados tras un atraco a la casa de un amigo, la casa de un amigo donde fallece una aspirante a modelo por una sobredosis de narcóticos y, unas horas más tarde, se produce una inesperada resurrección, de labios amoratados y visiones.

 

 

Ella es una más entre la colección de polillas que va desde las luces de los baños donde se chutan hasta los vidrios de las ventanas cuando se aparece la luz del día, confundidos, en un círculo infinito, como empalme entre frames de luz y oscuridad. Llegará el Quaalude para aliviar los episodios de pánico de las pobres amas de casa, llegará el momento en el que las líneas blancas serán la causa científica de la conversión de los topos en vampiros, María Callas y Ondine, siempre Ondie, capaz de encontrar los vasos arteriales en su propio ojo, mientras un poeta recita versos recortados de las babas de aquella chica que dejamos en la bañera, no hace mucho. ¿Un chute de leche? Equilibra lo tóxico con lo sano. Le daremos un funeral vikingo y seguiremos, iremos a por más, nos mandaremos en cajas de cartón repletos de sustancias y un millón de sellos en el exterior. Es más barato y rápido que volver a casa en autobús. Y es que el oscuro túnel siempre está cubierto de la tormenta de la familia. Es una historia de desarraigo, de encontrar un lugar donde sentirse parte de algo. Una muchacha con formación universitaria, unos padres de clase media alta y, ella, acaba como un proyecto de estrella adicta y sin ilusión. Hoy se habría hecho influencer, pero entonces, bastante hacía con llevarle la cajita con las pastillas amarillas, las especiales de Andy.

Había cruces para esa gente topo, pelos que se introducían bajo la piel y cruces sobre la espalda que hay que transportar día tras día, noche tras noche. No era fácil entrar, era casi imposible salir. La prosa de Mary Woronov tiene algo de terror, mucho de pánico, una pizca de amor no correspondido… el terciopelo está cubierto de fluidos. Cualquier persona con labios, con dientes negros, posee un aviso social más poderoso que una sirena, una alarma de peligro nuclear. No coma galletitas, fúmese mejor un cigarrillo. Por esa misma cultura las alucinaciones de Mary son refinadas, pero eso no le sirve de nada cuando comienza a compartir las zarpas de la vida con Twiggy (la de la portada de Pin Ups de Bowie, por cierto) o acaba almorzando en una cosa donde vive un cocodrilo (y digo almorzar cuando me refiero a chutarse, claro), encontrando, en su penúltima visita a casa, una plaga de insectos en la cocina familiar. Fumigar a los invasores invisibles un domingo, antes y después del asado, es una buena manera de obtener entradas en el panteón de los almuerzos sin ropa. Duquesas, Ondine, camellos, Mary, son las dos del mediodía y el cielo te parece negro, quizá no estés viviendo una vida, quizás estés experimentando un naufragio. Deja que uno de tus vecinos, sí, ese mismo, te lleve hasta casa de tus padres.

Así podrás contarlo unos cuantos años más tarde. Andy walking, Andy tired, Andy pinchándose cemento para construir la historia del mundo.