Algunas palabras sobre Laberintos de Charles Burns

Estoy frente a los dos primeros tomos de Laberintos, la última entrega de la obra de Burns editada por Reservoir Books, una oda inquietante al amor silencioso, al amor esquivo, al sexo reprimido. Burns no es un dibujante sencillo: promete línea clara y ofrecer Ballard y esquizofrenia, todo tipo de comidas desnudas, jugo para el alimento de Miguel Ángel Martín y otros monstruos herederos, acólitos más bien de lo perverso.

Laberintos es una historia en tres voces. La voz del protagonista, lenta, introspectiva, una velocidad diferente en cada una de las viñetas. Él sobrevive en la oscuridad, en la oscuridad es cariñoso, deja pasar su mano, una mano, un cuerpo ajeno sobre otro cuerpo, la segunda voz, la voz de la mujer, la musa que busca la normalidad en un escenario de cartón, tan aséptico que carece de cualquier símbolo distintivo. En la ciudad, en la biblioteca, en las marcas que deja la goma sobre el papel mientras corrije la biología mutante. La mujer habla, piensa, sus pensamientos son mensajes de normalidad en un mundo anormal. Eso, en un silogismo básico lo convierte en deformidad. Es un mundo plano, un mundo sin pop, sin entregas, marcas, colores, señales…es un laberinto del que uno no puede escapar porque cada bifurcación es idéntica a la anterior. No estamos perdidos. Permanecer dentro del laberinto es la única forma de vivir.

Estamos ausentes. Solo una breve lógica en el vodka que no deja aliento a alcohol, el parmesano violentamente sexual, no es un laberinto en blanco y negro, es una película en 8 mm con un pantón limitado. El tropezar con una piedra de atrezzo, nadar en un mar de cartulinas hechas de colores. Tres voces, la despierta, la del sueño donde los deseos se desnudan para realizarse, la tercera, la musa, se debate en el pánico del mirón y el deseo de normalidad. Pero la normalidad es un concepto ausente en los Laberintos de Burnos. Cuando el protagonista nos enternece se produce el giro siniestro, su plasticidad natural, en forma de carbonilla o películas de Super-8 amateurs, solo son muestras alicuotas de los sueños, rasgados como el queso, la marihuana, el monstruo de las uvas, las uvas acuosas, el cuerpo desnudo, cincelado por la mente enferma del monstruo. Lo que para nosotros es perfecto, para el Creador, para el primigenio, es una abominación. EL SUEÑO ES EL CAMINO HACIA LA REALIDAD.

Esa es óptica desmembradora, la que nos vuelve más locos, esa ausencia de señales a las que agarrarnos, la vigilia y el duermevela, los racimos monstruosos que se abren paso, dueños de nuestra realidad, como los primigenios («Great Old Ones») de las novelas pulp de los cincuenta. Ellos han soñado nuestra existencia y no conciben los detalles, en realidad los Laberintos de Burns discurren en un escenario de cartón, en un sueño básico del que surge la luz creadora de forma monstruosa. Pero quizá sea la forma del amor, la forma de la vida, quizá sea el ojo de Dios, el que nos llevará, el que nos ensaliva y deposita en forma de capullos sobre la superficie del laberinto. (SUEÑO/Realidad). No hay maldad en lo monstruoso, solo un cambio de perspectiva sensorial. Esperamos con apetito, con sed, con sueño, sexualmente inanes, la tercera de las entregas.

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