Algunas palabras sobre Memorias de una beatnik de Diane di Prima (2022)

Han pasado meses, demasiados meses, en los que he entrado en el cuerpo y la mente de Diane Di Prima y su “Memorias de una beatnik” editada por Las Afueras. Tiempo de erecciones de alma, suciedades de fiebre, de pechos y penes. La doble p para confusión de la derecha. Todos los cafés han cerrado.

La sexualidad que desprende el libro de Diane di Prima es convulsa. Llega, en sus descripciones, a provocar un sonrojo que no uno no sabe cómo podría dejar a sus lectores en el año de su edición. Diane me lleva a la adolescencia, cuando encontré en un cajón de la habitación de mis padres ejemplares de los Diarios de Anais Nin, la espía en la casa del amor. Aún noto la sangre repartiéndose por mil lugares de mi cuerpo. Todos impúdicos, todos atrevidos. Diane di Prima es más bella Ginsberg, más salvaje que Kerouac, más lúbrica que Giorno. La ciudad de las luces doradas devora todo a su paso. Abre lugares de carne rosada con dientes y lengua, con uñas y dedos, todo de mañana, de tarde, de noche. Estudios postergados por el cuerpo, poesía de vino barato y pechos con pelusilla de melocotón.

En el camino nadie encuentra a nadie, solo puede ser uno. No hace falta que la nafta, que las Biblias de Tijuana sean las que lancen a su alrededor la buena nueva. Estamos en el espacio que separa lo antiguo y lo moderno y hay que reventarlo a base de orgasmos. Imagino a Ginsberg, ridículo con su pandereta, haciendo la pelota a Bob Dylan con su aspecto de iluminado, imagino al borracho y barrigudo Kerouac, tratando de seguir el ritmo del blues, del jazz contaminado por la guerra entre la heroína de la trompeta de Dizzy Gillespine y su afición por las centraminas y el vino barato. Vi a John Giorno escupir sobre los valores familiares y las brujas, pero ahí está claro que Diane Di Prima sabía que el río estaba lleno de los fluidos desperdigados de sus amantes.

DIU, píldoras, miembros fláccidos, sofás donde el amor y el sexo se confunden. Charlie Parker en Nueva York, en el Village está Woody y todavía no está Dylan. No importa. Importan las cartas del padre Murphy desde Tánger. Maricas de Nueva Yersey y librerías de saldo. Librerías para Bertol Brecht y Gregory Corso. Estaciones de autobuses y paradas de tren. No sabes si quiere alquitrán y neon o casas en el campo. Un fanzine en Nueva Orleas, “Climax”, jazz y poesía. MINGUS Y VIVALDI. Ezra Pound y Marlon Brando. Feminismo de verdad, el que se baja las bragas o, directamente no las lleva. Libertad absoluta. El sexo es más libre que la poesía.

Corso, lo tenía, sé que lo tenía. Los poemas de la gasolina. Escapar a Montana. Crear una comuna. Creer en el aullido de Ginsberg. En la cama con Ferlinghetti, en el piso de Leslie, un galón de vino barato y unas puñados de yerba de la buena. Jack Kerouac. Un beso largo cubierto de sangre.


«Enormes páginas, tecleadas con los estremecimientos del orgasmo, con el pulso serio del que solo quiere vivir. Páginas llenas de vida. Nuestra vida nunca será como la suya, porque somos cobardes, hieráticos, cartones de broma que saludan desde nuestros puestos de funcionario. Gracias a Diane Di Prima». </e

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