Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Archivo de la categoría ‘Literatura’

Ezra Pound y Gaudier Brzeska: el arte de vanguardia, la amistad y la guerra

A quien no le haya espantado el título tampoco lo hará la historia. Una historia enteramente europea por sus protagonistas (un poeta y un escultor amigos), su campo de acción (las vanguardias artísticas de comienzos de siglo XX) y por su desenlace (trágico y repentino).

Portada del libro de Pound sobre Brzseska

Portada del libro de Pound sobre Brzseska

Es una historia que desconocía, y que he leído en un libro que tengo aquí al lado conmigo mientras escribo. Un libro raro. Editado en Barcelona en los años setenta y perteneciente a una editorial de la que nunca había oído hablar: Savon, Antonio Bosch. Un ejemplar olvidado, que compré por dos euros en una librería de lance del barrio de Prosperidad.

Ambos, Ezra Pound y Gaudier Brzeska, habían nacido en el siglo XIX. Ambos habían desarrollado muy tempranamente inquietudes artísticas radicales. La diferencia es que uno de ellos acabaría siendo un poeta fundamental del siglo XX, ideológicamente controvertido, oscuro e influyente, que vivió más de 80 años; y el otro apenas fue un incipiente escultor, desertor y anarquista, de vida efímera sesgada por una bala enemiga.

«Es parte del derroche de la guerra». Así comienza el libro que Pound escribió en un honor de su amigo Brzeska, pocos años después de que este muriera, con 23 años, en el frente de la Primera Guerra Mundial. Era 1915. Los vorticistas, el movimiento de vanguardia que ambos habían contribuido a fundar, acababa ese mismo año de realizar su primera –y única– gran exposición. La Gran Guerra echaría por tierra uno de los mejores movimientos artísticos británicos de la época.

Gaudier Brzeska, en una imagen extraida de la obra.

Gaudier Brzeska, en una imagen extraida de la obra.

Brzeska, dice Pound en su libro, no quería combatir. Se declaraba anarquista y desertó alguna que otra vez de sus obligaciones militares. Entre esa actitud rebelde, un extraño y esquivo amor (con una mujer polaca de quien tomó el apellido) y sus bocetos y obras debían de hacer del joven Brezska un tipo curioso, «un gran espíritu», como le define elogiosamente Pound.

Pero la prometedora carrera escultórica de Brezska se truncó en Calais, en julio de 1915. De desertor había pasado a soldado comprometido con la causa de la guerra. Un patriota, al parecer. Fue ascendido un par de veces y pasó un invierno entero en las trincheras. Quedan sus testimonios escritos de aquellas jornadas:

Sería de locos buscar emociones artísticas en medio de estas pequeñas obras nuestras. Este mezquino mecanismo que sirve de purga a una humanidad excesivamente numerosa. Esta guerra es un gran remedio. Mi visión de la escultura sigue siendo absolutamente la misma.

Brezska, además de textos artísticos y manifiestos, escribió muchas cartas desde el frente. Pound recopila aquellas que fueron dirigidas a él, encabezadas siempre con un «querido Ezra» y seguidas de descripciones vívidas del infierno junto con deseos e ínfulas artísticas, como la de «llegar un día a Dusseldorf y recuperar los mejores Cézanne y Henri Rousseau que se encuentran allí».

A cambió Pound le envía a las trincheras paquetes con alimentos y ánimos para seguir pensando en su obra artística. Nada muy diferente de lo que hacían otros escritores y artistas y que contaba Paul Fussell en su obra la Primera Guerra Mundial y la memoria moderna. De la relación entre ambos queda un esquemático busto en piedra que Brezska talló de Pound y las referencias que éste introduce sobre el escultor-soldado en determinados pasajes de sus cantos.

 

Las tempestades de acero, cien años después: Jünger y la Primera Guerra Mundial

«Me gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron por una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las tormentas de verano». Son las evocaciones de un jovencísimo alemán fervorosamente dispuesto a luchar —y llegado el momento, morir— por su patria. Son recuerdos austeros, minuciosos, valerosos por su sobriedad ante la muerte y el dolor más que por las gestas bélicas que describe.

Esta forma casi mística de concebir la guerra nos parece hoy excesiva, irreal, de un candor moralmente inaceptable; pero conviene no olvidarla ahora que estamos en el umbral de los fastos del centenario del comienzo de la Gran Guerra, y que es seguro que los periódicos se llenarán de banalidades y lugares comunes graciosamente acomodados al presente.

Un soldado en una trinchera en la Primera Guerra Mundial (John Warwick Brooke).

Un soldado en una trinchera en la Primera Guerra Mundial (John Warwick Brooke).

Vuelvo a aquel joven inquieto, ávido lector de Stendhal y Ariosto, anhelante de violencia salvífica y de sobria disciplina prusiana. No fue un joven cualquiera. Sobrevivió a la Primera Guerra Mundial con el cuerpo acribillado a balazos, la piel colmada de cicatrices y con una Cruz de Hierro colgada en el pecho por los servicios prestados. Aquel joven, que llegaría a centenario, era Ernst Jünger. El último escritor soldado, un perdedor terco, un gigante del nihilismo, un Mishima germano. Incómodo para sus enemigos, pero más aún todavía para sus amigos.

No sé cómo andáis de Primera Guerra Mundial. Es un percepción muy subjetiva, pero en el imaginario colectivo europeo —y no decir ya en el cultural o el mediático— parece que la Gran Guerra fuera la guerra menor. La lucha y la victoria contra los nazis colman el horizonte de curiosidades históricas del ciudadano medio. La industria cultural —los videojuegos, la literatura, las obras divulgativas— tiene una fuente inagotable de novedades en la Segunda Guerra Mundial.

Pero sucede que estamos a las puertas del aniversario, lo dije más arriba y lo repito, de la guerra que cambió el curso de Europa en el siglo XX (de hecho, para una gran parte de la historiografía, el siglo pasado comienza en 1914, no en 1900). Una contienda que llegó tras una larga era de seguridad (el aristocrático y pacífico ‘mundo de ayer’, que evocara Stephan Zweig en sus memorias) y que sumió al continente en tres décadas de guerras civiles sobre las cuales se construiría el experimento supranacional del que hoy disfrutamos con algo de temor a perderlo.

Tengo cuatro años por delante para referirme a la Primera Guerra Mundial (alguno bueno tendría que tener que durara tanto, digo yo). Algún día, así pues, os hablaré de las nuevas corrientes de investigación historiográficas que iluminan el periodo (en estas dos obras recientes, recién publicadas por dos historiadores de prestigio, tenéis originales enfoques sobre el tema), de memorias de guerra, de poesía bélica o de novelas.

Un perdedor que ‘venció’

Si me he decidido por Jünger no es para espantar al personal, para que me tachen de filofascista o para contentar al núcleo irreductible de negacionistas que acarreo. Jünger no fue un demócrata, exaltó hasta el paroxismo el espíritu guerrero, combatió del lado enemigo en dos guerras mundiales, pero a cambio nos dejó las descripciones más honestas y vívidas de una época salvaje. Este místico de la violencia hizo más por la paz y la reconciliación (no digamos ya por la literatura) que todos los melifluos pacifistas de su siglo, sentimentalmente opuestos a la guerra, tan políticamente sospechosos como moralmente  blanditos, como los calificó Orwell.

Ernst Jünger en 1986 (German Federal Archives)

Ernst Jünger en 1986 (German Federal Archives)

Por eso mismo, por su naturaleza maldita, tenazmente individualista, Jünger es un tipo tan poco celebrado por las instituciones europeas que se encargan, por nuestro bien, de proporcionarnos ‘una nueva narrativa’. Su obra es inmensa, algunos de sus libros, como sus memorias de la Primera Guerra Mundial, Tempestades de acero, son una muestra sublime de escritura humanísima y serena, pero el poder la conmemora poco o nada.

Y además, y quizá lo más importante, Jünger es un perdedor que venció por una razón que va más allá de lo coyuntural. La mística de la violencia ha desaparecido de nuestras sociedades. Había muchos Jünger en su tiempo, montones, aunque ninguno escribiera tan bien como él, pero no en el nuestro. Hace un tiempo os hablé de las tesis de Steven Pinker sobre las causas de la reducción de la violencia en el mundo. Pinker citaba a Jünger como un ejemplo de intelectual fascinado por un mundo violento y heroico con el cual nuestra sociedad ya no puede identificarse. Sus libros son anacrónicos, y ahí reside la paradoja, por ello doblemente fascinantes.

Albert Camus: el mejor hombre de Europa

Puede que el siglo XX fuera de Sartre, pero la posteridad es para Camus. Lo que queda de la clase intelectual está de celebración: hoy se conmemora el centenario del nacimiento del mejor hombre de Francia. Todos, los honestos (aquí) y los menos honestos (allá) han pergeñado ya su artículo glosando la figura del intello parisino por excelencia, un faro moral en esta época de tribulaciones, una figura que se agiganta al tiempo que se empequeñecen todas sus contemporáneas.

camusA uno, pues, no le queda modestamente casi nada que añadir, salvo quizá una pequeña nota europea al pie. Mi Camus preferido es el de la clandestina revista Combat, el de los años heroicos —en él sí lo fueron— de la resistencia, el de los artículos afilados como alfanjes y escritos «en una ciudad privada de todo, sin luz y sin fuego, hambrienta». Este Camus, afortundamente lejos aún de los abigarrados jardines filosóficos en los que luego fue metiéndose, es además el Camus más europeo de todos.

Donde con más belleza y vehemencia expuso su idea del continente fue en Cartas a un amigo alemán (Tusquets, 2007), unas serie de misivas redactadas en el París ocupado a un destinatario inventado, pero enemigo en la contienda mundial. En esas cuatro cartas, el periodista Camus, obsesionado con el espíritu de justicia y con la verdad, se refiere a Europa como la «patria mayor» y defiende con palabras precisas y elevadas la recuperación «del sentido de Europa que los nazis han usurpado».

Camus no habla de reconciliación, sino de derrota. «Nuestra Europa no es la de ustedes», escribe a su amigo germano, que está a puntito de morder el polvo. Y por eso mismo, por su radical antagonismo hacia todo lo que representa en esos momentos Alemania, Camus le recuerda que hay un término que las personas buenas como él ya no usan. No quieren más ser europeos, porque es una palabra que el Ejército alemán les ha usurpado a traición y con violencia.

Camus fue para Europa el «testigo más noble de una era más bien innoble», como dijera de él un crítico francés del que no recuerdo el nombre. Ahí, en ese destello de ética solitaria —porque Camus fue un solitario, y los que le seguían fueron a su vez un «puñado de solitarios»— es donde debemos volver la mirada. Creo que nadie mejor que Tony Judt, otro heterodoxo ( y una presencia fija en este blog), tasó su trascendencia para nosotros:

En una era de intelectuales mediáticos que buscan autoengrandecerse, pavoneándose indiferentes ante el espejo admirativo de sus audiencias electrónicas, la patente honestidad de Camus, lo que su antiguo maestro llamaba <<ta pudeur instinctive>>, tiene el atractivo de lo auténtico, una obra maestra hecha a mano en un mundo de reproducciones de plástico.

Poemas sobre la tragedia del medio siglo

Hubo un tiempo, pongamos que la primera mitad del siglo pasado, en que los poetas estaban preocupadísimos por el devenir de Europa, que se precipitaban como posesos sobre sus máquinas de escribir (unos pocos también sobre las armas, tristemente: recuérdese al gran Wilfred Owen). Europa era el único tema de su tiempo. Los escritores daban a la imprenta poemas inflamados y hondos sobre el continente. Versos arriesgados con los que pretendían ofrecer la medida exacta de su compromiso, sus preocupaciones y su arte.

'Between Darkness and Light,1938-1943'. Marc Chagall.

‘Between Darkness and Light,1938-1943’. Marc Chagall.

Algunos –muchos– de esos poemas han sido justamente olvidados. Otros, porque definen un instante particularmente horrendo o una tendencia que luego se confirmó fatídica, se releen hoy como algo más que asépticos documentos de Historia.

Traigo tres. Uno de antes de la Segunda Guerra Mundial (su autor, Kurt Tucholsky, dueño del verso que encabeza el blog, no era estrictamente un poeta); otro que fue escrito durante la contienda (de Victor Kemplerer, que no era poeta sino filólogo) y un tercero que llegó tras la catástrofe (de Blas de Otero, por todos conocido). A través de ellos, la historia de la Europa de entreguerras cobra vida con una crudeza que ningún manual al uso aspiraría a prometer jamás.

El nacionalismo hipertrofiado de los Estados, el rito de las estúpidas hogueras alimentadas por los bajos sentimientos patrios; la nostalgia, puramente conceptual, previa al sufrimiento de la Europa judía; la voz impersonal y agónica, luchando por alzarse entre los grumos y las ruinas. La causa, las víctimas y las consencuencias. Un resumen poético del medio siglo que, espero, disfrutéis.

‘Europa’ (Kurt Tucholsky)

En el Rin hacen un vino abocado…
pero a Inglaterra no puede ser exportado…
Buy British!
En Viena hay magníficos pasteles y tortas,
pero Suecia les ha cerrado sus puertas.
Köp svenska varor!
En Italia se estropean las naranjas…
¡La agricultura alemana aumenta sus ganancias!
¡Alemanes, comprad limones alemanes!
Y en cada espacio de un kilómetro cuadrado
un sueño de nacionalidad ha cuajado.
Y suave susurra el viento entre los árboles…
Los espacios no son más que ilusiones.
Ahí está Europa. ¿Su aspecto exterior?
El de un manicomio multicolor.
Para batir el récord trabajan en cada nación.
¡Exportación! ¡Exportación!
¡Los otros! ¡Que compren los otros!
¡Los otros se han de beber los buenos vinos!
¡Los otros han de fletar los buques!
¡Los otros han de consumir el carbón!
¿Nosotros?
Aduana, licencia de importación, línea divisoria:
No dejamos entrar ni la cosa más irrisoria.
Nosotros no. Nosotros tenemos un ideal:
pasamos hambre. Pero pensamos en nacional.
Himnos y banderas en cualquier lugar.
¿Europa? ¡Europa ya puede reventar!
Y aunque la quiebra amenace:
¡la nación es lo más importante!
De las personas se puede prescindir.
¡Inglaterra, Polonia, Italia han de persistir!
El Estado nos devora. Un fantasma. Una noción.
El Estado ejerce una gran seducción.
Es algo que se eleva hasta el cielo…
La Iglesia podría copiar el modelo.
Todos debemos comprar. Nadie puede comprar.
Las piras nacionalistas empiezan a humear.
Llamean fuegos nacionalistas rituales.
¡El sentido de la vida son los aranceles!
¡Que el cielo sea el síndico de nuestra quiebra!
Los tiempos modernos bailan al son de la Edad Media.
¡La nación es el octavo sacramento!
¡Que Dios bendiga este continente!

‘Europa es sobre todo un concepto’ (Victor Kemplerer)

Agradeced a Dios todos los días
Que os haya llevado por los mares,
Que os haya librado de grandes plagas;
Las pequeñas carecen de importancia:
Escupir al fondo del mar desde
La barandilla de una nave libre
No es en absoluto el peor de los males.
Alzad agradecidos vuestros ojos
Agotados hacia la Cruz del Sur:
La embarcación clemente os transporta
Lejos del sufrimiento de los judíos.
¿Aún sentís la nostalgia de Europa?
Ante vosotros se encuentra, en el trópico:
¡porque Europa es sobre todo un concepto!

 

‘Crecida’ (Blas de Otero)

Con la sangre hasta la cintura, algunas veces
con la sangre hasta el borde de la boca,
voy
avanzando
lentamente, con la sangre hasta el borde de los labios
algunas veces,
voy
avanzando sobre este viejo suelo, sobre
la tierra hundida en sangre,
voy
avanzando lentamente, hundiendo los brazos
en sangre,
algunas
veces tragando sangre,
voy sobre Europa
como en la proa de un barco desmantelado
que hace sangre,
voy
mirando, algunas veces,
al cielo
bajo,
que refleja
la luz de la sangre roja derramada,
avanzo
muy
penosamente, hundidos los brazos en espesa
sangre,
es
como una esperma roja represada,
mis pies
pisan sangre de hombres vivos
muertos,
cortados de repente, heridos súbitos,
niños
con el pequeño corazón volcado, voy
sumido en sangre
salida,
algunas veces
sube hasta los ojos y no me deja ver,
no
veo más que sangre,
siempre
sangre,
sobre Europa no hay más que
sangre.
Traigo una rosa en sangre entre las manos
ensangrentadas. Porque es que no hay más
que sangre,
y una horrorosa sed
dando gritos en medio de la sangre

Ridruejo y los riesgos de idealizar Europa

ridruejo470A pesar del empeño angustiado, casi angustioso, de algunos por rescatarla, la figura política e intelectual de Dionisio Ridruejo se desvanece como hace casi cuarenta años lo hizo su vida: sin ditirambos ni reverberaciones, solo un desgaste silencioso, como tímido. Hoy es un milagro que alguien menor de 40 años sepa decir quién fue o las razones por las que sigue mereciendo biografías, seminarios, documentales y, por qué no, modestos post como este.

Del inflamado falangista al cabal demócrata sin democracia, del propagandista vehemente al poeta de intimidad casi enfermiza, hay ridruejos para todos los gustos. Yo me quedo con el perfil de hombre frágil y honesto que dibujaba hace unos años Jordi Gracia en una biografía conscientemente parcial, aduladora y, a pesar de todo, deliciosa:

Un iluso tan saturado de razón y fe en su juventud fascista que hubo de aprender a perder ambas para ya no llegar nunca a sentirse dueño absoluto de nada, ni de ilusión fogosa alguna, y hacerse sin más enemigo de la mitología pueril de cualquier final feliz.

Qué tiene que ver, diréis, Ridruejo con Europa. Para ser un español educado en el franquismo, un intelectual público primero de la dictadura y luego del exilio interior, Ridruejo fue un lúcido comentarista –sobre todo en sus últimos años de vida– de la cosa europea. Participó destacadamente en el Congreso del Movimiento europeo en Múnich –para el franquismo, contubernio–, pero hubo bastante más.

Parte de ese bastante más lo leí este verano en un librito titulado Entre literatura y política, editado por Hora H en 1973, dos años antes de la muerte del propio Ridruejo. Digo librito porque se compone de artículos sueltos, aparentemente sin enjundia, con los que el autor confiaba en redimirse de pasadas y fallidas publicaciones, envueltas todas en un maléfico «silencio de consigna», manera sutil de referirse a la censura, que también a él le rondaba.

Los riesgos de idealizar Europa

Dos de esos artículos tratan Europa y de los peligros que le acechan. Ambos lo hacen en el mismo tono preocupado. Ridruejo escribe, y yo que soy un antiguo es algo que agradezco, con un estilo severo, con su poco de old-fashioned castellano y su otro poco de punzante melancolía, que no le abandona ni cuando se encara con sus meditadísimas reflexiones liberales.

Para Ridruejo, los europeos de los años setenta corrían el riesgo de «idealizar» Europa. De, según sus palabras, «llegarse a creer que, al trascenderse las naciones a un ámbito superior, se habrán resuelto sus conflictos internos». Al tiempo que alertaba de esta estetización política, de la que muchos hoy siguen sin darse cuenta, el autor de Diario de una tregua hacía una defensa cerrada Estado nación como «el único instrumento con que cuentan los humildes para reducir a los poderosos».

Ridruejo, que era lo que lo que hoy llamaríamos un europeo-crítico-con-la-deriva-de-la-Europa-realmente-existente, era ya consciente de que un continente unido solo por su economía siempre estaría huérfano de algo. «Una Europa reducida al aparato de su integración económica puede responder al para qué de su subsistencia, pero no responderá a un para qué histórico de mayor alcance».

Por opinones como estas, por haber nacido en una España cainita y por haber soportado con estoicismo el pecado original del franquismo, no hay ni rastro del nombre de Ridruejo en Bruselas. Ningún edificio oficial lleva su nombre (no es un Altiero Spinelli, qué más hubiera querido). Fue un observador lúcido, pero a quien ya nadie cita en ningún debate. Hacemos mal. Nuestro «elaborado escepticismo», que para él era un logro puramente europeo, le debe mucho.

FOTO: Fundación Banco Santander

¿La Gran Novela Europea? Un consenso difícil… o una soberana pérdida de tiempo

Escribir en Google ‘Gran Novela Americana’ implica ponerse a temblar. Listas y más listas, manera tan nuestra y tan pop de enfrentarse a la complejidad. Nuevos títulos —avalados por la crítica, siempre sabuesa, o encumbrados por el público, siempre frívolo—, modas de una hora, clásicos felizmente rehabilitados, fulminantes caídas en desgracia… La GNA quiere ser el ADN de la nación, la columna vertebral —espiritual— que ponga orden sobre 300 años de historia (aquí tenéis una trabajada y bien escrita contraargumentación).

Personalmente, tanta grandilocuencia me deja frío —la república de las letras es un país extraño, a veces— y me genera dudas de todo tipo, desde las puramente literarias (aborrezco cánones) a las políticas. Pero aquí el tema es otro y me ciño: ¿podría, más allá de los salvoconductos antes mencionados, existir la Gran Novela Europea? ¿Cuál sería? ¿Se puede llegar a un consenso mínimo sobre cuatro o cinco novelas candidatas a tan egregio galardón?

Davos, durante la primera década del siglo XX (Flyout).

Davos, durante la primera década del siglo XX (Flyout).

Estos días hice una pequeña cata entre amigos, todos ellos buenos lectores, y más allá de que cada uno al final me diera su nombre propio —¡Dostoievski!, ¡Cervantes!, ¡Goethe!—, todos, absolutamente todos, entendieron la pregunta por su vertiente nacionalista. Que si novela española del XVII, rusa o francesa del XIX, alemana del XX… Es como si los europeos cultos siguieran prisioneros de las viejas coordenadas románticas, como si el Estado-nación literario les mantuviera todavía presos.

La Gran Novela Europea no debería necesariamente ser una exaltación de los sentimientos europeístas, tampoco un canto a la Decadencia, Lo Burgués, la Revolución, la Razón ilustrada o la Ciencia, aunque seguro que un poco de todo lo anterior sí que tendría. Para mí, lo digo ya, de existir un título que fuese la GNE, La montaña mágica (Thomas Mann) sería la primerísima candidata. Luego ya vendrían las dudas, pero Rojo y Negro (Stendhal), Almas muertas  (Gogol) y La vida: instrucciones de uso (George Perec), estarían también incluidas.

No sé si se puede construir una nación de naciones sin una novela nacional, si es tarde para eso o si tendría mucho sentido hacerlo (las novelas ya no amalgaman sentimientos: hay otros vehículos más potentes). Pero si algún día, fuera del continente, alguien me preguntara sobre el tema, les hablaría de todas las que previamente he mencionado con entusiasmo… y, por qué no, con algo de orgullo vagamente patriótico.

¿Y vosotros, de hacerlo, cuáles elegiríais?