Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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El cataclismo oriental: Anne Applebaum y el desconocimiento de la Europa del Este

Esta pseudoguerra fría, con acierto definida por Borja Lasheras, a la que estamos asistiendo un poco estupefactos me vale de excusa para hablaros del libro que me acabo de terminar, y que por infeliz casualidad se titula La destrucción de Europa del Este (1944-1956). Su autora, Anne Applebaum, periodista, historiadora y una gran conocedora de Rusia y de la Europa oriental, ha realizado durante seis años un ingente trabajo de documentación (archivístico y de historia oral) para alumbrar una obra excepcional y necesaria.

Anne Applebaum (A. A)

Anne Applebaum (A. A)

Excepcional por el nivel de detalle ofrecido, que sin perder la visión de conjunto del trauma que supuso la ocupación del Ejército Rojo tras la caída del nazismo, consigue captar la esencia de la vida y la resistencia en las sociedades totalitarias. Y necesario porque, aunque ella no lo diga expresamente, la historia de los países del Este es –a pesar de los esfuerzos de los historiadores por comprenderla y soldarla a la del Oeste– es una terra incognita a nivel popular.

Hay todavía una evidente incomprensión, que quizá sea mutua, entre los ciudadanos de uno y otro lado de Europa, y la raíz de esa incomprensión está en los 50 años que vivieron separados. Una Europa unida pasa, en parte, por la integración coherente, sincera y verídica de esos pasados tan diferentes. Asumiendo la parte de culpa que los países de occidente tuvieron al dejar al albur de los designios de la URSS media Europa y reconciliándonos con quien hoy, más incluso que nosotros, quieren por encima de todo (y a pesar de todo) ser europeos.

El libro de Applebaum comienza con una defensa del uso del término ‘totalitarismo’ como una herramienta de descripción empírica útil. La autora es más precisa al comienzo de la obra: «Intenté llegar a entender el verdadero totalitarismo –no es totalitarismo en teoría, sino en la práctica– y el modo en que determinó la vida de millones de europeos durante el siglo XX». Con esa premisa Applebaum comienza la inmersión en la historia peculiar de ocho países –Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia y Alemania del Este– desde el «falso amanecer» de la liberación soviética, la limpieza étnica, la política, la violencia y la propaganda hasta las diferentes maneras de (sobre)vivir o dejar de hacerlo en los países ocupados.

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

La ocupación del Este por la URSS fue un terremoto a muchos niveles: la planificación socialista de las ciudades, el estado policial, la prohibición de la música occidental o el cercenamiento de las organizaciones juveniles y religiosas que existían antes de la guerra, y que en gran parte había luchado antes contra la ocupación nazi. Fue un experimento social y económico que pasó por diferentes fases (la ocupación en sí, el momento estalinista y el tenue deshielo posterior) y que, según Applebaum, «demuestra lo frágil que puede llegar a ser la civilización».

No quiero aburriros con nombres propios de unos y otros (una de las bondades del libro es el acercamiento microscópico a las biografías), pero sí hablaros de dos elecciones vitales en sociedades ocupadas, y que podrían aplicarse –salvando las distancias– a otros contextos: la de los «colaboradores renuentes» y la de los «oponentes pasivos». Los primeros fueron aquellos que no cambiaron nada del sistema en el que vivieron y que tampoco «se sintieron responsables de los actos más brutales» del mismo. Los segundos fueron más valientes, pues no hicieron nada voluntariamente por el sistema y conservaron sus creencias, religiosas o democráticas, en contra de lo dictado por el Estado.

Por último, una reflexión que engarza con el presente. Dice Applebaum al final del libro que «los estados poscomunistas a los que les fue mejor son aquellos que consiguieron preservar algunos elementos de la sociedad civil durante el periodo comunista». No soy un especialista en Ucrania, pero quizá vayan por ahí los tiros de la historia reciente del país.

El último aliento de un género muy europeo: la literatura concentracionaria

Hay un artículo imaginario en el que siempre pienso, pero jamás empiezo, que trataría sobre literatura concentracionaria y su influencia en la visión del pasado más o menos reciente. Un ‘género’, por así decirlo, de indudable naturaleza europea y del que ya van quedando cada vez menos, ay, representantes vivos.

He vuelto a pensar en él porque mi compañera del blog de al lado, la generosa Paula Arenas (@parenasm), me regaló hace unos días una biografía de Jorge Semprún, que ya hubiera devorado si no fuera porque al día siguiente me regaló otro libro tanto o más apetitoso —¡y europeo!—: Telón de acero, la destrucción de Europa del Este (1945 – 1956), de la gran Anne Applebaum.

La literatura concentracionaria es la guardiana de la memoria de Europa. De sus atrocidades y de su historia de exterminio. Es, además, una gran literatura. Los cuentos breves de Salamov, las novelas de Semprún y de Primo Levi o los recuerdos de Jean Améry, Buber-Neumann y Herling-Grudzinski son obras maestras literarias además de piezas documentales exquisitas.

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Tengo un amigo que dice que leer a estos autores y estas obras —que hablan de frío siberiano, torturas, ‘zonas grises’, hambre y desplazamientos en masa— en tu cama, calentito, a salvo, es un ejercicio culpable, pero extrañamente placentero a la vez. Como si te invadiera la seguridad de que nada de aquello que cuentan volverá a repetirse.

He hecho un repaso de los vivos y los muertos. Desde que Semprún falleció, en 2011, los escritores todavía vivos testigos del Holocausto son Elie Wiesel e Imre Kertesz. Quizá quede alguno más, pero no lo he leído ni lo conozco. Por el lado de los testigos del gulag, todos han muerto. Herling-Grudzinski, Salamov y el más conocido de todos, Solzhenitsyn, que lo hizo en 2008.

No sé cómo leerán las nuevas generaciones a estos autores. Si los leerán o si, definitivamente, como alguno ya pronosticaba fatalmente en sus libros, el recuerdo de sus experiencias se difuminará, el tiempo impondrá una brecha insalvable e irreconocible entre lo que quisieron trasmitir y lo que se extraerá —¿migajas?— de sus recuerdos en un futuro.

Los rusos, los españoles, los italianos o franceses sufrieron todos, en mayor o menor medida, la experiencia totalitaria. Los relatos de los rusos, quizá por su concisión, porque sus experiencias traspasan lo humano y cuesta someterlas todavía más a la razón, siempre me han parecido más espeluznantes, aunque si se analizan, hay similitudes de fondo en todos ellos. Por eso estoy plenamente de acuerdo con que esa experiencia totalitaria, como dice Applebaum al comienzo de su nuevo libro, «sigue siendo una descripción útil y necesaria» para la comprensión de la historia del siglo XX. Un ejercicio humano, demasiado humano.

Por si alguno está interesado en ellos, os dejo una pequeña lista con mis obras preferidas (todas fácilmente encontrables), aunque hay muchas más, de estos y otros autores:

  • La escritura o la vida (Jorge Semprún)
  • Los hundidos y los salvados (Primo Levi)
  • Prisionera de Hitler y Stalin (Buber-Neumann)
  • El universo concentracionario (David Rousset)
  • Relatos de Kolimá (Varlam Salamov)
  • Un mundo aparte (Herling-Grudzinski)
  • Un día en la vida de Ivan Denisovich (Solzhenitsyn)
  • Nuestro hogar es Auschwitz (Tadeusz Borowski)
  • Más allá de la culpa y la expiación (Jean Améry)

¿Existe la cultura europea? Pues… quizá sí

En el número de febrero de la primorosa revista mexicana Letras Libres la periodista irlandesa Enda O’Doherty plantea en un artículo elevado, sereno y juicioso la sempiterna pregunta: ¿existe la cultura europea? La respuesta es sí, pero no del todo, o casi, o depende, o habría que matizar qué entendemos por cultura, diseccionar los periodos y fijar un consenso.

El artículo de O’Doherty es un gran artículo. Informado, citando a los clásicos, desde Montaigne a Walter Benjamin. Tiene la virtud de poner ejemplos de diversos «factores unificadores en la  historia europea» sin ser pedante ni cargar demasiado las tintas. Se agradece.

Una sala de una biblioteca musical de Leeds en la década de los cincuenta (Europeana)

Una sala de una biblioteca musical de Leeds en la década de los cincuenta (Europeana)

Además, por otro lado, critica el «desastre» que ha sido —salvo Europeana: de ella hablé hace poco— el historial cultural de la Unión Europea desde Maastricht. La «engorrosa burocracia» que impide agilizar las colaboraciones y las subvenciones, no siempre apropiadas, destinadas a determinadas exposiciones contemporáneas. Nada que no se haya dicho ya, incluso yo mismo, alguna vez.

Pero si os traigo este breve ensayito aquí, para diseccionarlo, es sobre todo por un párrafo del mismo que me ha llamado muchísimo la atención, y que en según qué ámbitos podría resultar políticamente incorrecto o impío:

(…) Esto supone una valoración de lo contemporáneo por encima de lo histórico o canónico. (…) Lo que tiene muchas posibilidades de encontrar apoyo es la producción conjunta de una compañía de danza moderna catalana, un grupo estonio de free jazz y un videoartista húngaro. (…) Lo que tiene menos posibilidades, parece, es una organización que pretende promover el conocimiento de y la implicación con la cultura y las ideas europeas a través de fronteras.

Es una gran reflexión. Reivindicar la cultura europea con mayúsculas, la alta cultura, por así decirlo, la cultura de «lo mejor que se ha pensado y se ha dicho» se ha convertido en un acto impuro, sospechoso.

Los europeos amamos repentinamente tanto la diversidad cultural, en pos de cierto sentido de la unificación social o de justicia, que a veces olvidamos que las mejores obras de nuestro patrimonio común, aquellas que dan cuenta de lo que fuimos un día y que es el mejor legado que dejaremos para las siguientes generaciones, son valiosas más allá de cualquier moda, coyuntura o subvención.

No niego que el folclore regional no sea cultura; lo será en su sentido amplio, antropológico. Pero si se trata, como dice la autora, de repartir el poco dinero que hay disponible para la cultura, ¿no sería mejor destinarlo a la difusión y el acceso a lo clásico? Por ejemplo, hacer un esfuerzo para que todo el mundo conozca y lea La muerte de Danton, de Büchner: «Tengo que irme, van a acabar moliéndome con tanta política».

NOTA: El artículo, en inglés.

Walter Hallstein y la Europa inacabada

Perdonad: hoy os traigo una obra descatalogada. Los más locos de los libros quizá podáis dar con ella como hice yo: en una librería de viejo. En este caso, en una nueva librería de viejo, de esas que proliferan últimamente por Madrid no sé si como símbolo la agonía última del papel, la crisis económica o un repentino afán por deshacerse del pasado.

El caso es que Europa incabada (Plaza&Janes, 1971) es un libro complicado de encontrar, pero muy jugoso de leer. Su autor es Walter Hallstein, que fue nada más y nada menos que el primer presidente de la Comisión Europea. Un profesor alemán de reconocidas dotes diplomáticas, protegido del presidente Konrad Adenauer y que, entre otras negociaciones, participó en la creación de la CECA y en la fallida Comunidad Europea de Defensa (algún día os hablaré de ella).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Hallstein fue un obligado soldado alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Fue detenido y pasó el final de la guerra en un campo de prisioneros en EE UU. Con posterioridad fue rehabilitado (no había sombra en él de pasado nazi) y desde ese momento se dedicó a hacer política para la Alemania Federal. La advertencia de que la Alemania occidental no mantendría relaciones diplomáticas con estados que reconocieran a la RDA lleva su nombre: ‘doctrina Hallstein’.

Hallstein fue un federalista atribulado porque el tiempo histórico concreto que le había tocado vivir no podía estirarse lo suficiente, ni acelarse, como para que la Europa que ambicionaba se hicera realidad. Falleció en 1982, pero dejó buena parte de su idea del continente en el libro que mencioné al comienzo del post.

«Sin marcha atrás»

Europa incabada comienza con una profesión de fe muy optimista, en la línea de lo que se estilaba a finales de los años sesenta, cuando el progreso económico ininterrumpido desde 1945 parecía que nunca tocaría a su fin. Europa, para Hallstein, «no es una creación reciente», sino más bien «una entidad descubierta por segunda vez». Hallstein equipara el proceso de integración a un proceso «orgánico» que se sustenta en la cultura, la economía y la política. En las tres.

El libro sigue con cuestiones hoy un tanto olvidadas de política del momento, de diatribas sobre el incipiente derecho comunitario o sobre las instituciones: Hallstein era un partidario firme de dar mucho más poder al Parlamento Europeo del que entonces gozaba. Pero el libro acaba con la sombra de una decepción. Para Hallstein, en la Europa de entonces faltó «una fuerza resolutiva general» que impulsara la total unidad.

En su opinión, había que tener muy presente la «dimensión cronológica del problema europeo». Algo que suena muy contemporáneo, pero que está en la base de la propia unión. Según Hallstein, esta «operación política» que es el proceso de cohesión, «no tolera marcha atrás». Y concluía: «Será siempre erróneo no hacer las cosas cuando se presenta el momento oportuno».

Ezra Pound y Gaudier Brzeska: el arte de vanguardia, la amistad y la guerra

A quien no le haya espantado el título tampoco lo hará la historia. Una historia enteramente europea por sus protagonistas (un poeta y un escultor amigos), su campo de acción (las vanguardias artísticas de comienzos de siglo XX) y por su desenlace (trágico y repentino).

Portada del libro de Pound sobre Brzseska

Portada del libro de Pound sobre Brzseska

Es una historia que desconocía, y que he leído en un libro que tengo aquí al lado conmigo mientras escribo. Un libro raro. Editado en Barcelona en los años setenta y perteneciente a una editorial de la que nunca había oído hablar: Savon, Antonio Bosch. Un ejemplar olvidado, que compré por dos euros en una librería de lance del barrio de Prosperidad.

Ambos, Ezra Pound y Gaudier Brzeska, habían nacido en el siglo XIX. Ambos habían desarrollado muy tempranamente inquietudes artísticas radicales. La diferencia es que uno de ellos acabaría siendo un poeta fundamental del siglo XX, ideológicamente controvertido, oscuro e influyente, que vivió más de 80 años; y el otro apenas fue un incipiente escultor, desertor y anarquista, de vida efímera sesgada por una bala enemiga.

«Es parte del derroche de la guerra». Así comienza el libro que Pound escribió en un honor de su amigo Brzeska, pocos años después de que este muriera, con 23 años, en el frente de la Primera Guerra Mundial. Era 1915. Los vorticistas, el movimiento de vanguardia que ambos habían contribuido a fundar, acababa ese mismo año de realizar su primera –y única– gran exposición. La Gran Guerra echaría por tierra uno de los mejores movimientos artísticos británicos de la época.

Gaudier Brzeska, en una imagen extraida de la obra.

Gaudier Brzeska, en una imagen extraida de la obra.

Brzeska, dice Pound en su libro, no quería combatir. Se declaraba anarquista y desertó alguna que otra vez de sus obligaciones militares. Entre esa actitud rebelde, un extraño y esquivo amor (con una mujer polaca de quien tomó el apellido) y sus bocetos y obras debían de hacer del joven Brezska un tipo curioso, «un gran espíritu», como le define elogiosamente Pound.

Pero la prometedora carrera escultórica de Brezska se truncó en Calais, en julio de 1915. De desertor había pasado a soldado comprometido con la causa de la guerra. Un patriota, al parecer. Fue ascendido un par de veces y pasó un invierno entero en las trincheras. Quedan sus testimonios escritos de aquellas jornadas:

Sería de locos buscar emociones artísticas en medio de estas pequeñas obras nuestras. Este mezquino mecanismo que sirve de purga a una humanidad excesivamente numerosa. Esta guerra es un gran remedio. Mi visión de la escultura sigue siendo absolutamente la misma.

Brezska, además de textos artísticos y manifiestos, escribió muchas cartas desde el frente. Pound recopila aquellas que fueron dirigidas a él, encabezadas siempre con un «querido Ezra» y seguidas de descripciones vívidas del infierno junto con deseos e ínfulas artísticas, como la de «llegar un día a Dusseldorf y recuperar los mejores Cézanne y Henri Rousseau que se encuentran allí».

A cambió Pound le envía a las trincheras paquetes con alimentos y ánimos para seguir pensando en su obra artística. Nada muy diferente de lo que hacían otros escritores y artistas y que contaba Paul Fussell en su obra la Primera Guerra Mundial y la memoria moderna. De la relación entre ambos queda un esquemático busto en piedra que Brezska talló de Pound y las referencias que éste introduce sobre el escultor-soldado en determinados pasajes de sus cantos.

 

El ‘cuestionario Enzensberger’ sobre Europa

Ante todo poeta, Hans Magnus Enzensberger es también un heterodoxo e ingenioso ensayista alemán, ya mayor y –como todo aquel que llega a cierta edad provecta– muy respetado y premiado por la comunidad intelectual. Quizá hayáis leído su gran El corto verano de la anarquía, una biografía fragmentaria, entre lo oral y lo periodístico, de Durruti. O tal vez, ya más recientemente, su opúsculo El gentil monstruo de Bruselas (Anagrama, 2012), dirigido contra la gran enfermedad que aqueja a Europa: la megalomanía.

Hans Magnus Enzensberger, en Polonia (2006). Autor: Mariusz Kubik.

Hans Magnus Enzensberger, en Polonia. Autor: Mariusz Kubik.

Os traigo a Enzensberger hoy porque me he topado con un curioso artículo suyo en el nuevo número de Claves (el 232), esa revista de cátedra dirigida por Fernando Savater (ahora ya en solitario, tras la muerte de Javier Pradera, su fundador), que no sé cuánta gente leerá, que seguramente muchos criticarán por elitista (los tontos por ser un ‘paradigma de la CT‘), pero que a mí me sigue pareciendo un oasis de reflexión e inteligencia.

¿Merece la pena ser europeístas? Es el título del número de enero. Y para responder a esta pregunta, cuatro intelectuales (que sí, que quedan aún) ‘empeñados en Europa’ exponen sus argumentos. Entre ellos está el italiano Flores de D’Arcais o Enrique Moradiellos. Y, cómo no, Enzensberger. Su artículo no es propiamente un artículo, sino un cuestionario. Se titula Cuarenta preguntas sobre Europa (sin ánimo de adoctrinar).

Las preguntas, a las que se puede responder libremente ‘sí’ o ‘no’, ni suman ni restan. No hay, al final, una tabla donde comprobar tu nivel de conocimientos o de indignación respecto de la UE. Además, algunas de las preguntas son capciosas y otras un pelín demagógicas, pero como ejercicio, terminar el cuestionario Enzensberger tiene su gracia.

Lamentablemente, no voy a poder transcribiros todas las preguntas. De hacerlo, el poder (ya menos omnímodo) del imperio Prisa arrasaría este blog y a quien escribe, pero sí os dejo unas cuantas, las más corrosivas, para que vosotros mismos las respondáis… o planteéis nuevas.

  1. ¿Es capaz de descifrar acrónimos como BCE, FEEF, MEDE, ABE o FMI? SI | NO

  2. ¿Conocía la Comisión Europea el significado de la palabra ‘subsidiariedad’? Y si es así, ¿lo ha olvidado? SI | NO

  3. ¿Existe una Europa más allá de las instituciones de la UE y de sus 40.000 funcionarios? SI | NO

  4. ¿Les corresponde a estas personas decidir quién debe ser considerado ‘antieuropeo’? SI | NO

  5. ¿No demuestra China que se puede prescindir de ella [de la democracia] y convertirse en una potencia mundial en la era de la globalización? SI | NO

PD: En este mismo periódico, en otro blog, escribí un día una entrada sobre su poesía, citando la ‘Defensa de los lobos contra los corderos’, uno de sus poemas favoritos para mí («y encomendáis a los lobos la función de pensar«), traducido al español por Heberto Padilla, nada menos.

Tres discursos europeos: el de los ciudadanos, los despachos y los estados

Tengo a medio leer el que, dicen, y doy fe, es uno de los ensayos sobre Europa más inteligentes y clarividentes del presente (tan poco sobrado de inteligencia y tan turbio). Se trata de El paso hacia Europa (Galaxia Gutenberg, 2013), del historiador y politólogo Luuk van Middelaar (aquí, una entrevista con el autor y aquí una reseña de la obra).

Van Middelaar no es un outsider, en el sentido de que no es crítico de la Unión Europea que habla desde fuera de las murallas. Más bien al contrario. Este holandés, premiado con el galardón de ensayo de la UE, trabaja actualmente mano a mano con el que todavía es el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, a quien ayuda a escribir muchos de sus discursos.

Luuk van Middlelaar ( Twitter: @LuukvMiddelaar)

Luuk van Middlelaar ( Twitter: @LuukvMiddelaar)

El libro da para una crítica y explicación mucho más extensa, en la que hoy no me voy a entretener, pero que sí tengo en mente para cuando lo termine de leer. Hoy simplemente os traigo un aperitivo. Van Middelaar da mucha importancia al discurso, al discurso del poder en un sentido foucaultiano (no hay referencias concretas, pero algunas de sus argumentaciones me recuerdan a El orden del discurso, una de obras más salvables del filósofo francés).

Huyendo de lo que él llama la «lógica binaria de los artículos de opinión», Van Middlelaar se encara con la historia y el presente de Europa de una forma peculiar. Adelanta, además, que a la Unión no le espera ninguno de los dos destinos más comúnmente en boga: para nada habrá una revolución, puesto que Europa es «paciente», y tampoco se disolverá, «porque es tozuda». Así pues, para el autor, la UE es un proyecto en construcción permanente, que continuará y continuará… (algo que en este blog he tratado de justificar de diferentes maneras).

Van Middlelaar, para enlazar con el título del post de hoy, parte de un análisis de los tres discursos predominantes que se pueden aislar cuando se habla de política europea: por un lado, el discurso de la «Europa de los Estados«, por otro el de «la Europa de los ciudadanos» y, por último, «el de la Europa de los despachos». Los tres equivalen, grosso modo, a tres formas de organización política: el confederalismo, el federalismo y el funcionalismo.

Esos tres discursos han tenido, desde los años cincuenta del siglo pasado, diferentes acoples y mayor o menor preeminencia dependiendo del momento. El discurso de los despachos, por ejemplo, sería el discurso de Bruselas, de la burocracia. Un discurso que prima la eficacia y el trabajo soterrado por encima de la vida política, que considera ineficaz. Pero a este discurso, que hoy podría ser considerado tecnocrático o dominante, se contrapone al discurso de los Estados. Los Estados no se oponen a Europa, sino que quieren cooperar entre sí, sin diluirse, sin perder la soberanía para —juntos, pero no demasiados revueltos— «apuntalar la unidad Europea».

Por último, de esta terna, quedaría por hablar de los ciudadanos. De alguna manera este es el discurso mediáticamente más favorecedor. Es el discurso, por ejemplo, del Parlamento Europeo (aquí un bueno ejemplo de cómo se legitima filosóficamente esta institución de cara al exterior). Según Middlelaar, este también es el discurso de los intelectuales, tipo Habermas o Enzensberger (los nombres los pongo yo). Es un discurso cultural y también político, de neta vocación federalista. Su legitimidad, dice el autor, descansa sobre «un electorado europeo».

Esta forma de acercarse al ruido europeo, aunque pudiera parecer en un primer momento densa o demasiado técncia, es muy útil y lúcida. Y como prueba de su utilidad más allá de la teoría, las próximas elecciones europeas, donde los tres discursos lucharán a buen seguro entre sí para anteponer su particular visión de la Unión Europa. ¿Quién ganará?

Las tempestades de acero, cien años después: Jünger y la Primera Guerra Mundial

«Me gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron por una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las tormentas de verano». Son las evocaciones de un jovencísimo alemán fervorosamente dispuesto a luchar —y llegado el momento, morir— por su patria. Son recuerdos austeros, minuciosos, valerosos por su sobriedad ante la muerte y el dolor más que por las gestas bélicas que describe.

Esta forma casi mística de concebir la guerra nos parece hoy excesiva, irreal, de un candor moralmente inaceptable; pero conviene no olvidarla ahora que estamos en el umbral de los fastos del centenario del comienzo de la Gran Guerra, y que es seguro que los periódicos se llenarán de banalidades y lugares comunes graciosamente acomodados al presente.

Un soldado en una trinchera en la Primera Guerra Mundial (John Warwick Brooke).

Un soldado en una trinchera en la Primera Guerra Mundial (John Warwick Brooke).

Vuelvo a aquel joven inquieto, ávido lector de Stendhal y Ariosto, anhelante de violencia salvífica y de sobria disciplina prusiana. No fue un joven cualquiera. Sobrevivió a la Primera Guerra Mundial con el cuerpo acribillado a balazos, la piel colmada de cicatrices y con una Cruz de Hierro colgada en el pecho por los servicios prestados. Aquel joven, que llegaría a centenario, era Ernst Jünger. El último escritor soldado, un perdedor terco, un gigante del nihilismo, un Mishima germano. Incómodo para sus enemigos, pero más aún todavía para sus amigos.

No sé cómo andáis de Primera Guerra Mundial. Es un percepción muy subjetiva, pero en el imaginario colectivo europeo —y no decir ya en el cultural o el mediático— parece que la Gran Guerra fuera la guerra menor. La lucha y la victoria contra los nazis colman el horizonte de curiosidades históricas del ciudadano medio. La industria cultural —los videojuegos, la literatura, las obras divulgativas— tiene una fuente inagotable de novedades en la Segunda Guerra Mundial.

Pero sucede que estamos a las puertas del aniversario, lo dije más arriba y lo repito, de la guerra que cambió el curso de Europa en el siglo XX (de hecho, para una gran parte de la historiografía, el siglo pasado comienza en 1914, no en 1900). Una contienda que llegó tras una larga era de seguridad (el aristocrático y pacífico ‘mundo de ayer’, que evocara Stephan Zweig en sus memorias) y que sumió al continente en tres décadas de guerras civiles sobre las cuales se construiría el experimento supranacional del que hoy disfrutamos con algo de temor a perderlo.

Tengo cuatro años por delante para referirme a la Primera Guerra Mundial (alguno bueno tendría que tener que durara tanto, digo yo). Algún día, así pues, os hablaré de las nuevas corrientes de investigación historiográficas que iluminan el periodo (en estas dos obras recientes, recién publicadas por dos historiadores de prestigio, tenéis originales enfoques sobre el tema), de memorias de guerra, de poesía bélica o de novelas.

Un perdedor que ‘venció’

Si me he decidido por Jünger no es para espantar al personal, para que me tachen de filofascista o para contentar al núcleo irreductible de negacionistas que acarreo. Jünger no fue un demócrata, exaltó hasta el paroxismo el espíritu guerrero, combatió del lado enemigo en dos guerras mundiales, pero a cambio nos dejó las descripciones más honestas y vívidas de una época salvaje. Este místico de la violencia hizo más por la paz y la reconciliación (no digamos ya por la literatura) que todos los melifluos pacifistas de su siglo, sentimentalmente opuestos a la guerra, tan políticamente sospechosos como moralmente  blanditos, como los calificó Orwell.

Ernst Jünger en 1986 (German Federal Archives)

Ernst Jünger en 1986 (German Federal Archives)

Por eso mismo, por su naturaleza maldita, tenazmente individualista, Jünger es un tipo tan poco celebrado por las instituciones europeas que se encargan, por nuestro bien, de proporcionarnos ‘una nueva narrativa’. Su obra es inmensa, algunos de sus libros, como sus memorias de la Primera Guerra Mundial, Tempestades de acero, son una muestra sublime de escritura humanísima y serena, pero el poder la conmemora poco o nada.

Y además, y quizá lo más importante, Jünger es un perdedor que venció por una razón que va más allá de lo coyuntural. La mística de la violencia ha desaparecido de nuestras sociedades. Había muchos Jünger en su tiempo, montones, aunque ninguno escribiera tan bien como él, pero no en el nuestro. Hace un tiempo os hablé de las tesis de Steven Pinker sobre las causas de la reducción de la violencia en el mundo. Pinker citaba a Jünger como un ejemplo de intelectual fascinado por un mundo violento y heroico con el cual nuestra sociedad ya no puede identificarse. Sus libros son anacrónicos, y ahí reside la paradoja, por ello doblemente fascinantes.

Albert Camus: el mejor hombre de Europa

Puede que el siglo XX fuera de Sartre, pero la posteridad es para Camus. Lo que queda de la clase intelectual está de celebración: hoy se conmemora el centenario del nacimiento del mejor hombre de Francia. Todos, los honestos (aquí) y los menos honestos (allá) han pergeñado ya su artículo glosando la figura del intello parisino por excelencia, un faro moral en esta época de tribulaciones, una figura que se agiganta al tiempo que se empequeñecen todas sus contemporáneas.

camusA uno, pues, no le queda modestamente casi nada que añadir, salvo quizá una pequeña nota europea al pie. Mi Camus preferido es el de la clandestina revista Combat, el de los años heroicos —en él sí lo fueron— de la resistencia, el de los artículos afilados como alfanjes y escritos «en una ciudad privada de todo, sin luz y sin fuego, hambrienta». Este Camus, afortundamente lejos aún de los abigarrados jardines filosóficos en los que luego fue metiéndose, es además el Camus más europeo de todos.

Donde con más belleza y vehemencia expuso su idea del continente fue en Cartas a un amigo alemán (Tusquets, 2007), unas serie de misivas redactadas en el París ocupado a un destinatario inventado, pero enemigo en la contienda mundial. En esas cuatro cartas, el periodista Camus, obsesionado con el espíritu de justicia y con la verdad, se refiere a Europa como la «patria mayor» y defiende con palabras precisas y elevadas la recuperación «del sentido de Europa que los nazis han usurpado».

Camus no habla de reconciliación, sino de derrota. «Nuestra Europa no es la de ustedes», escribe a su amigo germano, que está a puntito de morder el polvo. Y por eso mismo, por su radical antagonismo hacia todo lo que representa en esos momentos Alemania, Camus le recuerda que hay un término que las personas buenas como él ya no usan. No quieren más ser europeos, porque es una palabra que el Ejército alemán les ha usurpado a traición y con violencia.

Camus fue para Europa el «testigo más noble de una era más bien innoble», como dijera de él un crítico francés del que no recuerdo el nombre. Ahí, en ese destello de ética solitaria —porque Camus fue un solitario, y los que le seguían fueron a su vez un «puñado de solitarios»— es donde debemos volver la mirada. Creo que nadie mejor que Tony Judt, otro heterodoxo ( y una presencia fija en este blog), tasó su trascendencia para nosotros:

En una era de intelectuales mediáticos que buscan autoengrandecerse, pavoneándose indiferentes ante el espejo admirativo de sus audiencias electrónicas, la patente honestidad de Camus, lo que su antiguo maestro llamaba <<ta pudeur instinctive>>, tiene el atractivo de lo auténtico, una obra maestra hecha a mano en un mundo de reproducciones de plástico.

«Los europeos hemos vivido con la idea de que otros países querían ser como nosotros»

La bibliografía que genera Europa acaba por apabullarte. La temida hiperespecialización también ha llegado (hace tiempo) a los dominios de la UE. Estar al día de su producción académica, periodística e institucional es un imposible metafísico. Este blog ocupa un apéndice de mi tiempo, un punto medio entre no hacer el ridículo y la obsesión malsana, por lo que ni sueño con alcanzar la totalidad.

Trato de combatir la percepción de vivir a remolque de los sucesos haciendo una selección sensata de lecturas. Algunas, no todas, las desmenuzaré en posts para compartirlas con vosotros. Habrá de todo y para todos los gustos, desde ensayos de contenido más filosófico, pasando por obras de Historia (clásicas, pero también recientes) y terminando en publicaciones de naturaleza más combativa (estos panfletos, en el buen sentido, que tanto abundan últimamente).

Europa tradicion o proyecto

Comienzo, pues, con un volumen colectivo que acaba de publicarse, escrito por investigadores jóvenes que reflexionan sobre el continente desde distintos campos de estudios dentro de las Humanidades. Se titula Europa: tradición o proyecto (Abada, 2013).  No os asustéis, porque trataré de ser digerible.

Como se intuye ya desde el título, se trata de una obra de contenido puramente especulativo. Salvo un par de artículos, centrados en economía y relaciones internacionales (de los mejores de todo el conjunto), el resto de la obra lo conforman trabajos filosóficos de distinto cariz, pero con un denominador común: la preocupación por la identidad y el ser europeo.

Ciertamente, y no es una crítica menor, algunos de los artículos poseen un tono críptico que me resulta un tanto desagradable (estoy acostumbrado a la droga dura teórica, pero cada vez que leo ‘genealogía’ y Foucault me pongo a bostezar) y escasamente motivador. En cambio, otros son muy iluminadores y contienen reflexiones audaces acerca del pasado y el presente.

Desgranar sin más los artículos sería una tortura para vosotros y un trabajo muy poco fructífero para mí. Así que lo que haré será transcribir algunas de las reflexiones que contienen, pero agrupándolas bajo conceptos claves. Así, quien quiera leerse el libro sabrá de antemano a qué atenerse y, quien no quiera, se hará con una idea muy aproximada de por dónde van los jóvenes que piensan Europa.

SOBRE LA IDENTIDAD

«La hora de Europa está por venir (…). Europa consiste en estar justamente por venir: siempre pendiente, permanentemente a punto de… (aus geblieben), como gustaba de decir a Heiddegger respecto al ser».

«Europa será Europa cuando deje de serlo, esto es, será perfecta cuando alcance su télos al modo en que el héroe se hace verdaderamente héroe en el momento de su muerte».

«La idea de Europa, o mejor dicho, Europa en tanto que podemos imaginarla como un mapa, está a medio camino entre la realidad y la abstracción».

«Si Europa es ya una invención europea, Europa es primeramente una reflexión (…). Europa se diferencia por su capacidad de diferir de sí misma».

SOBRE EL PASADO

«Hemos vivido en el pasado con la idea de que otros países querían ser como nosotros».

«Europa es un proyecto en movimiento que tiene pasado judío«.

«La historia de Europa es por ello un ejercicio permanente de juridificación en el que la norma sirve de enmienda a la naturaleza, confiándose así a su rentabilidad futura».

«Todo lo más, a lo que puede aspirar la Europa del presente es a validar la legitimidad de su legado tratando de mantenerse a la altura de un pasado que, ya dijimos, corre el riesgo de ser ficticio».

SOBRE ECONOMÍA Y SOCIEDAD

«Los grandes avances en el proceso de integración siempre se produjeron como reacción ante etapas de crisis».

«La mayoría de los retos han tenido una dimensión fundamentalemente interna«.

«El modelo solidario de sociedad que hereda la Europa del siglo XX, en conclusión, lejos de ser un logro heroico del movimiento obrero, naturalizado en derechos sociales, es una solución relativa a la coyuntura del conflicto generado por el primer capitalismo industrial».

SOBRE LA CRISIS

«La debilidad actual de Europa podría atribuirse al final de la <<energía acumulada>> tras ese conflicto [bélico, Segunda Guerra Mundial] , o, si nos situamos en el plano subjetivo, por el olvido de los horrores de la guerra en generaciones que no la conocieron directamente».

«El proyecto de la UE ha surgido precisamente para ofrecer un contrapeso (sobre todo económico) al poder desmedido de los Estados Unidos, pero no parece por el momento garantizar ese sentimiento de pertenencia que los EE UU en cambio transmiten no solo a cada ciudadano americano, sino también a los individuos miembros de esa confusa entidad llamada <<occidente>>».

«En nuestra opinión, la clave para la superación de la profunda crisis que atraviesa europa para por una transformación del concepto de ciudadanía«.

«En este momento, la libertad de los europeos se pervierte quizás en aras de un progreso que sabemos que no se dará«.