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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Cosas de la Academia

En 2011, Televisión Española tuvo a bien encargarme la producción de un documental que celebraba el veinticinco aniversario de la creación de la Academia de Cine. Academia 25 años de Cine, se tituló sin grandes alardes de originalidad. Lo pueden ver aquí. Para su confección no iba a poder contar con muchos medios, o sea, en román paladino, que dados los tiempos que corrían y siguen corriendo para esa casa, un soberbio y noble palacio de la memoria sociocultural española que algunos se han propuesto demoler desde dentro reduciéndolo a la indigencia, me lo iba a tener que guisar y comer yo solo, como Juan Palomo.

Decidí, a la fuerza ahorcan, abordarlo de la manera más económica posible, hacer uso del archivo que contiene las galas anuales de entrega de los premios Goya y describir el proceso histórico que había conducido hasta el momento presente a través de las voces de su Presidente (a la sazón, Enrique González Macho) y  expresidentes vivos, a los que pretendía entrevistar uno por uno. El archivo de Televisión española es la cueva del tesoro tantas veces saqueada y contenedora de valiosos documentos: asambleas y reuniones preparatorias, conversaciones entre algunos miembros fundadores, etc… (Aprovechando el Pisuerga a su paso por Pucela, ¿por qué las imágenes de TVE utilizadas una y otra vez por las privadas, como la irrupción de Tejero en el 23 f, por ejemplo, nunca están acreditadas?).

Escena de Academia, 25 años de Cine. TVE

En el documental se describe la famosa reunión convocada por el productor Alfredo Matas en el Restaurante O’pazo de Madrid, el 12 de noviembre de 1985, origen primigenio y más remoto de la primera idea fundadora. A ella acudieron los directores Luis García Berlanga y Carlos Saura, los directores de producción Marisol Carnicero y Tedy Villalba, los actores José Sacristán y Charo López, los montadores Pablo González del Amo y José Luis Matesanz, el guionista Manuel Matji, el músico José Nieto, el director de fotografía Carlos Suárez y el decorador Ramiro Gómez y fue evocada por algunos de los asistentes diez años después en el mismo lugar. Allí contaron jocosamente ante la cámara de TVE anécdotas sobre la gestación de la Academia y de sus premios Goya, que serían entregados  en las galas cuyo futuro durante años no estuvo garantizado y hoy nos parecen casposas. Seguramente lo fueron. Apréciese si no el olor a naftalina que desprende la imagen de aquí debajo.

Madrid, 16.03.1987.- Los Reyes, Juan Carlos y Sofía posan con los premiados en la primera edición de los premios Goya. EFE/Archivo/R.Pascual/R.Castro

Después, con altibajos, los premios se fueron asentando, los presidentes se sucedieron unos a otros no siempre con armonía y sin fricciones. Hubo momentos duros, momentos de tedio y relajación y momentos dulces.

De todo eso hablan las personas que quisieron colaborar en el documental que celebraba esos 25 años, todos los expresidentes, decía, que estaban vivos. Los fallecidos, pobres, José María González Sinde, que fue el primero de la historia y Fernando Rey, que duró poco porque lo suyo no era la gestión, estaban excusados. Otra excepción comprensible y justificada por enfermedad fue la de José Luis Boráu, que hizo un esfuerzo muy de agradecer pero por desgracia no pudo verse en el documental. Los demás hablaron de cosas jugosas: Fernando Trueba, Antonio Giménez Rico, Gerardo Herrero, Aitana Sánchez Gijón, Mercedes Sampietro, Ángeles González-Sinde, por entonces Ministra de Cultura, Eduardo Campoy, y Enrique González Macho, como he dicho, en aquel momento, Presidente de la Academia, y tiempo después convertido, me da el pálpito que de manera injusta, en cabeza de turco de oscuras maniobras justicieras.

Pero faltaron a la cita Álex de la Iglesia y Marisa Paredes. Del primero nunca supe por qué no contestó a mensajes y llamadas, debía de estar ocupadísimo porque su silencio era llamativo, aunque dispuse de una entrevista muy reciente que yo mismo le había hecho cuando aún detentaba el cargo y con ella me apañé. De Marisa Paredes me llegó una pequeña decepción porque un par de horas antes de la cita, maquilladora, coche y cámara pendientes de ella, anuló la grabación que habíamos acordado, por una inoportuna indisposición, ese tipo de cosas que le pasan a veces inexplicablemente a los actores y actrices. No hubo posibilidad de retomarlo por falta de tiempo y el trabajo se resintió, pero qué se le iba a hacer, más se perdió en Cuba.

Marisa Paredes en el Festival de San Sebastián. GTRES

Antes de ayer la Academia hizo pública su decisión de conceder el Goya de Honor 2018 a Marisa Paredes, que recibirá en la gala de febrero, adornada con el argumentario habitual en estos casos: «una prolífica y prolongada carrera, trayectoria que mantiene con absoluto vigor, apostando en numerosos trabajos por proyectos cinematográficos nacionales e internacionales definidos por el riesgo y el prestigio». Que no digo yo que no sea cierto, líbreme Dios, muy al contrario.

Paredes es una actriz estupenda y su trabajo merece ese reconocimiento y el de tantos otros premios recibidos y por recibir, como el Premio Nacional de Cinematografía, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes o la Gran Medalla Vermeil de la Villa de París, y un rosario de galardones en festivales como el de Karlovy Vary, Taormina, Gijón o Málaga. Para remate, el viernes comienza en Valladolid la 62ª edición de la Seminci que le obsequiará con su Espiga de Honor, que no le van a caber tantos honores en las estanterías.

Entonces, ¿a qué viene recordar esa –minúscula- anécdota que parece querer hacer de menos a nuestra estrella en un momento de brillo? Nada más lejos de mi intención que menoscabar su fulgor con tan poca cosa. Es un efecto juguetón de la memoria al leer la noticia de su Goya (que por cierto viene a rellenar un vacío, pues es el primero que recibe después de ser candidata en 1995 por La flor de mi secreto y en 1987 por Cara de acelga). Y como le tengo tirria al lenguaje estereotipado, al coro de alabanzas sin cuento que se despliega en ocasiones como ésta, me parece pertinente esta humilde discordancia.

Marisa Paredes e Imanol Arias en La flor de mi secreto. Sony Pictures

Más allá de ceremonias, lo cierto es que el curriculum de Marisa Paredes, estampado en cine, teatro y televisión, no sólo en España sino también allende las fronteras, a lo largo de casi seis décadas, es impresionante tanto en títulos de obras como en nombres de directores a cuyas órdenes se puso, desde Pedro Almodóvar a Agustí Villaronga, desde José María Forqué a Fernando Trueba, desde Amos Gitai a Alain Tanner, desde Manoel de Oliveira a Guillermo del Toro. Tratar de esbozar un listado de sus trabajos más interesantes es una tarea que tira para atrás porque son innumerables.

Fernando Luján y Marisa Paredes en El coronel no tiene quien le escriba. Alta Films

Para no agotar la paciencia del lector me limitaré a mencionar uno de sus personajes, el que de repente me viene a la mente con más fuerza en términos de emoción, aunque podría haber escogido unos cuantos, el de Lola, paciente mujer que sostiene la moral de aquel morigerado militar que no acababa de recibir nunca la tan ansiada pensión de El coronel no tiene quien le escriba, dirigida por Arturo Ripstein. Un personaje a la sombra de otro siempre ofrece a su intérprete una ocasión especial para demostrar su sensibilidad y capaz de creación y crecimiento y Marisa Paredes estaba inconmensurable junto a Fernando Luján; lo estaba por palabra, obra y omisión, por gesto y por dicción, ninguna estridencia, ningún protagonismo, pura discreción traducida en fuerza, en un relato cuya potencia extraída del texto de García Márquez reposa por igual sobre los diálogos medidos y la quietud de la puesta en escena. Enhorabuena, Marisa. La próxima, si puede ser, no me anules entrevistas, por favor, que cuesta un poco mover la maquinaria.

Kedi (gatos de Estambul)

En estos casos conviene advertirlo cuanto antes: si a usted no le gustan los gatos, les tiene alguna inquina especial o prefiere no perder el tiempo con algo que considera completamente ajeno a sus intereses, no siga leyendo. Y por supuesto, ni se le ocurra ver la película de la que voy a hablar: Kedi (gatos de Estambul), que se estrena mañana viernes, 21 de julio. Sin llegar a esos extremos, si usted cambia de canal cuando en La 2 emiten documentales de animales es más que probable que tampoco le interesen ni este post ni la película correspondiente. A menos, claro, que esté dispuesto a descubrir algo desconocido, de que sospeche o tenga la sensación de que se está perdiendo algo especial relacionado con estos peludos.

Fotograma de Kedi

Uno puede ver una película en mil condiciones distintas, a cuál peor. Desde la micropantalla asesina de un móvil hasta la gigantesca superficie del IMAX, pasando por tabletas, ordenadores, pequeños monitores de tv, sentado en un coche mientras te meten mano, en los incómodos asientos de una terraza de verano… También hay otras opciones deseables, como una buena sala de cine con su sonido cojocuadraplus. Y luego están las situaciones insólitas como las que se dieron ayer en Madrid (La Gatoteca de Madrid) y Barcelona (Espai de Gats de Barcelona): rodeados de gatos reales viendo en la pantalla cómo se las arreglan los mininos de Estambul para dedicarse a su actividad preferida, que no es otra que los humanos les den de comer y un poco de cariño y a su vez les dejen en paz. No es una manera convencional de ver un documental de animales, pero es que éste no es un documental de animales convencional. Por desgracia, ustedes tendrán que conformarse con verlos rodeados de espectadores con barba o sin ella, al menos hasta que dispongan de su copia en soporte casero y puedan compartir la experiencia con sus propias mascotas.

Para empezar, nada de voces en off y explicaciones al estilo de National Geographic. En una megalópolis como Estambul, de casi 15 millones de habitantes, debe de haber unos cuantos gatos, a juzgar por las bellas imágenes, magnífica fotografía, del filme de Ceyda Torun. Viven a medio camino de la condición salvaje y del gato doméstico, con dos patas en el medio humano y las otras dos a su santísima bola. El paraíso terrenal, según parece, porque si nos fiamos de Torun, las gentes de Estambul les adoran y respetan. Ni Dios, ni dueño, y tan felices. La cantidad no nos importa; en este momento, desde luego, lo que cuenta es lo que reciben y lo que aportan al bienestar de los ciudadanos que se ocupan de ellos y les alimentan. La directora nos brinda una mirada respetuosa, encandilada, deliciosa y al ritmo plácido y sereno de sus protagonistas, que sólo en alguna ocasión muestran las garras para defender el territorio.

Se dice en el filme: “En Estambul un gato es algo más que sólo un gato. El gato encarna el indescriptible caos, la cultura y la personalidad única que es la esencia de Estambul. Sin el gato Estambul perdería una parte de su alma. Y no hay nada como esto en ningún otro sitio del mundo.”Para creerlo hay que detenerse a contemplar con detalle y deleite la escena en la que este pequeño felino está  como si no estuviera. De repente una mancha oscura que se mueve con filosófica discreción por la calzada o bien se instala, vigilante, en un lugar elevado de los destartalados edificios desde el que el gato ve y observa a todo lo que se mueve a sus pies. A veces la cámara sobrevuela la ciudad. Otras veces sigue los pasos de un animal que se diría familiarizado con ella desde siempre; como un actor que se precie, sabe que no debe mirar nunca hacia el objetivo y camina en busca de su sustento diario, el que los humanos anónimos le procuran con simpatía. Y si no le basta lo que recibe de manos de las personas, explora el territorio y encuentra su botín en bolsas de basura, lo necesario para alimentar a su prole, y corre presto a alcanzárselo.

¿De dónde extraen los gatos de Estambul, como el resto de los gatos del mundo, el coraje para aventurarse y sobrevivir, incluso disfrutar, en una jungla tan inamistosa como la urbana? De la suprema habilidad de escaladores, del nulo sentido de la agorafobia, ni la claustrofobia, del equilibrio inverosímil que les permite pasear sobre el filo del alambre. De siglos de observación y aprendizaje para detectar malos humores en algún energúmeno de la especie de bípedos con los que se mezcla. De siglos de observación para saber a qué buena sombra arrimarse para encontrar buen cobijo.

La cámara de Torun proclama la armonía de los encuentros entre humanos y felinos sin aspavientos ni pomposos discursos. Al contrario, juega sin complejos ni prejuicios las cartas de la sencillez y la humildad. Siempre habrá alguien que no se enganche con este aparente no contar nada. Pero sí cuenta cosas, pequeñas pero de una importancia capital para saber amar la vida, con su mirada plena de empatía hacia los gatos y las personas, muy atenta a la fascinación y el cariño que despierta en las gentes de Estambul.

Riña de gatos en Kedi

Cuenta la película las cosas que cuentan las personas que hablan allí porque son capaces de sentir amor, porque un día se libraron de la depresión cuando descubrieron la amistad de estos seres, porque son capaces de apreciar las virtudes que les adornan y pueden servirnos de ejemplo. Resulta curioso que los animales sean identificados por sus nombres y las personas no. El anonimato de esa buena gente que cuida a los animales sin esperar nada a cambio, salvo la beatífica sensación de paz que reciben de ellos, es todo un símbolo de la generosidad humana recompensada. Verles cuidar a los gatos que no poseen, de los que no son dueños, echarlos en falta si nos los ven, porque van y vienen con total libertad, es absolutamente enternecedor. De repente vemos a la gata Bengu defender su territorio y expulsar de sus proximidades a algún congénere, extremando las precauciones por sus crías. O dormitar despreocupadamente en la calle junto a algún can, contradiciendo la enemistad irreconciliable que se les supone.

Los minaretes de las conocidas e imponentes mezquitas agujererean los cielos de la ciudad. Un gato asoma entre las hojas de un jardín, otro sube sigiloso las escaleras de un barrio popular, más allá un tercero les contempla. Los ojos de los gatos son insondables y al contemplarlos uno se asoma a un pozo de misterio. Y luego, uno se topa con una gata y sus cachorros y queda desarmado porque la escena le pone en contacto con lo más primigenio, el amor de una madre, la inocencia de las crías, el milagro de la vida. Vean a este rudo marinero alimentar a los pequeños. Vean el cariño y el cuidado con que se aplica a la tarea. Acérquense y quizás descubran que con su actitud este buen hombre, amigo de los gatos de Estambul, desmantela la hipocresía y pone al descubierto la inhumanidad de las políticas de acogida a los refugiados. Si a ustedes les fascinan estos animales muy probablemente disfrutarán. Si no es así, permítanse el lujo de intentarlo. Tal vez lo consigan.

Fotograma de Kedi

Lo pequeño puede hacerse grande

Ayer se hacía eco en este medio Charo Rueda, en su blog de Capeando la crisis, de una campaña de microfinanciación, para la finalización de la película The Code, dirigida por Carles Caparrós, un documental impulsado por la Fundación Baltasar Garzón. Acorde con la trayectoria de nuestro exjuez más conocido en el mundo (de por qué hay que anteponer el prefijo ex tendría que rendir cuentas algún día ese partido gobernante calificado por la justicia como asociación de malhechores) el documental trata del empeño de un centenar de jueces, fiscales y abogados en todo el mundo por que se implante un nuevo código de la Jurisdicción Universal, algo que en España laminaron, primero el PSOE, y de manera definitiva el PP, para poder perseguir el genocidio y la impunidad de los grandes criminales de cualquier parte del mundo.

Esta fórmula de financiación se está extendiendo y generalizando en nuestro cine. Viene de Francia, como tantas cosas buenas, a pesar de la tirria que se le tiene desde los tiempos del alcalde de Móstoles a todo lo que huele a gabacho. Y yo que soy un afrancesado les doy bola. Parece ser que el precedente se sentó en 2006 con el cortometraje de ciencia ficción Demain la veille, de Julien Lecat y Sylvain Pioutaz, gracias a que sus hábiles productores, Guillaume Colboc y Benjamin Pommeraud, recolectaron nada menos que 17.000 € en un mes a través de un sitio web. Tuvieron la suerte de que numerosas revistas especializadas (sí, en Francia tienen de mucho eso, aunque paradójicamente carecen de un buen programa cinematográfico en televisión similar a Días de cine), como PremièreStudio Magazine, Ecran Total o Le Film Français, le dieron cobertura en sus páginas.

 

En España como las ayudas a los proyectos que no persiguen grandes taquillazos son objetos sospechosos para el gobierno, como ya tenemos dicho en varias ocasiones, cada vez es más frecuente encontrarse con largometrajes que nacen pequeñitos y terminan haciéndose grandes a fuerza de talento y también de solidaridad. Uno de los pioneros aquí fue Alfonso Sánchez: su descacharrante comedia de El mundo es nuestro repartió carcajadas en el Festival de Málaga en diciembre de 2012. Alfonso Sánchez era también “El cabeza” –pronúnciese El cabesa- y su compadre Alberto López, “El culebra”. A Sánchez le dieron Biznaga de Plata al Mejor Actor y todo el público agradeció el buen rato pasado con su galardón correspondiente. Les aseguro que no sólo era una buena película, yo me partía de risa con el modo en que trataban un asunto tan serio como la crisis bancaria; qué digo crisis, la gran estafa de los bancos.

Llegar a ser grandes en términos de reconocimiento, no significa necesariamente rentables en términos económicos. Rodrigo Sorogoyen, por ejemplo, en 2013 vio su Stockholm agraciada en Málaga con tres Biznagas de Plata, además de convencer a la crítica para que le concediera el Premio Feroz a Mejor Película Dramática y a la Academia para que le otorgara el Goya a Javier Pereira como Actor Revelación. Aunque no recuperara toda la inversión (escuálida por otro lado con la ayuda de amigos, familiares, actores y miembros del equipo; sólo dos intérpretes y rodaje en domicilio del director, hicieron posible el resto) el éxito le abrió puertas posteriormente a otras empresas de mayor enjundia, como el muy interesante (aunque no terminado de cuajar) thriller Que Dios nos perdone, avalado por Tornasol Films porque el olfato de Gerardo Herrero no anduvo desencaminado: seis nominaciones a los Goya y bingo para Roberto Álamo, como actor protagonista.

No hace mucho comenté en esta tribuna (Ricos y pobres en el cine español) la iniciativa de Jordi Teixidor para conseguir 10.000 € con vistas a la producción de un cortometraje ambientado en la Guerra Civil española, Cunetas. En la web de Verkami se indica que consiguieron 12.040 €  gracias a 355 mecenas y que la campaña se cerró el 18 de marzo. Espero poder ofrecer pronto noticias de cómo marcha la cosa. Teóricamente el rodaje finalizaba en abril y la postproducción entre mayo y junio; el estreno debería ser en octubre y los aportantes recibirían sus recompensas en noviembre.

En la misma onda que la producción de Cunetas y de The Code se ha constituido una Cooperativa de Cine, cuyo nombre es toda una declaración de principios: Lo posible y lo necesario. El objetivo que persigue es la producción de un documental sobre la vida y lucha de Marcelino Camacho con la percha del centenario de su nacimiento, 1918 – 2018. Por supuesto, difundir la figura del imprescindible -en el sentido que Silvio Rodriguez atribuye a Bertolt Brecht- luchador obrero no debería necesitar de ningún pretexto pero estas cosas funcionan así, nuestro cerebro se activa por simpatía y parece que necesitemos anclar nuestros impulsos con efemérides para poder actuar.

En cualquier caso, la Cooperativa está compuesta por profesionales de la comunicación, el cine y la edición; sigue el patrón de una cooperativa de consumidores sin ánimo de lucro, está gestionada por sus propios socios y tiene una clara vocación de difusión del compromiso  social y político. Todos los detalles que se precisa conocer para sentirse concernido por la iniciativa los encontrarán en su web: https://coopcinelonecesario.wordpress.com/apoya-el-film/

David Lynch nunca va al cine

Debo advertir de que el documental David Lynch: The Art Life, estrenado este viernes, puede resultar decepcionante para quienes no se incluyan entre los incondicionales de este singularísimo cineasta, un tipo que confiesa no ir nunca al cine o ser incapaz de escoger su escena favorita (¿aunque se lo pidieran con un dónut y un café humeante como contrapartida? pregunto yo). ¿Por qué? Porque sus autores, Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm pretenden mostrar la cara oculta del monstruo, las raíces del mal que asoma en sus películas en forma de inquietantes atmósferas, perturbadores seres, oníricas secuencias, surrealismo a borbotones… las raíces pero no el tronco ni las las ramas, o sea que no muestran en ningún momento fragmentos de ellas, bien por carecer de los derechos o por coherencia narrativa.

Autorretrato de David Lynch en las etapas germinales de su personalidad como artista, desde su propia infancia. Lynch habla ante un micrófono frente al que se ha sentado con ese aire inconfundible de genio abstraído que se sabe admirado, ese individuo del que nos interesa cada palabra que se resbale de su boca, cada inflexión de su voz. La propia imagen del director cede el espacio a documentos de un indudable interés, fotografías, rollos de súper 8, rastros del pasado fundamental, huellas en forma de recuerdos que podemos asociar con toda claridad a escenas imperecederas clavadas en nuestra memoria, desgajadas de algunas películas clave de su filmografía.

Lynch habla de la primera vez que, siendo niño, vio a una mujer completamente desnuda, con la boca ensangrentada, caminando llorosa por mitad de una gran avenida en Shoshani (Wyoming). Y la efigie de Isabella Rossellini en Blue Velvet (1986) acude a nosotros presurosa con toda su fuerza perturbadora como respondiendo a una llamada imperecedera.

Isabella Rossellini en Blue Velvet, 1986

Una infancia idílica, junto a  unos padres que jamás discutían en su presencia y una madre cariñosa, si bien tampoco particularmente efusiva, a quien pronto decepcionará el adolescente por entablar amistades poco recomendables –ese tipo de amigos que no se deben tener, dice él-  el triángulo de jardín de hierba, las dos manzanas de extensión de su mundo en el que “todo estaba allí”… Imposible no imaginar en su relato la aparición de una oreja humana que interrumpe con su abrumadora simpleza la cotidianeidad en el espacio de juegos infantiles. No, esa anécdota en particular no existe – o no la cuenta- pero sí otras, como cuando fue por primera vez a la escuela, en Virginia, bajo el aguacero implacable de un gigantesco huracán, o cuando un soberbio “colocón” le hizo detener su coche en mitad de una avenida. Impagable también cuando el universitario recibe a su padre y le muestra en el sótano la colección de animales que guarda en distinto grado de descomposición ante lo cual el progenitor espantado le recomienda no tener nunca hijos.

Retrato de familia, David Lynch primero por la derecha

El director de El hombre elefante (1980) va escarbando en su memoria y rescatando nombres y acontecimientos, amigos, lugares, destacando hechos como una auténtica “llamada telefónica que te cambia la vida”, con la que le comunicaron que le había sido concedida la beca para estudiar en el American Film Institute, o cuando se casó con Peggy Reavey con quien tuvo su primera hija, Jennifer.

Mientras Lynch habla, sus manos no paran afanadas en el despliegue aparentemente espontáneo de su actividad pictórica y escultórica. En presencia de su hija más pequeña, que a veces observa su trabajo con cierta perplejidad, el cineasta se entrega a un ejercicio que se empareja con la primera de las anécdotas rememoradas, cuando sus padres le introdujeron junto a un amiguito en un agujero excavado en la tierra a modo de bañera natural, un charco de barro en el que ambos críos se entregaban al indescriptible placer de estrujar la tierra con las manos y embadurnarse de libertad, algo así como la felicidad absoluta. Casi se diría el retrato de un pintor más que el de un cineasta. En realidad, es difícil saber en qué esfera artística encontramos más a fondo al verdadero David Lynch porque en todo lo que hace afloran fantasmas similares.

El artista y su hija pequeña

El largometraje provoca al concluir una sensación de coitus interruptus porque el relato se detiene en el momento justo en que el director se dispone a realizar su primer largometraje, Cabeza borradora (1977) experiencia que eleva a la categoría de mística. Los productores Jon Nguyen y Jason S. ya participaron  en la elaboración del documental Lynch, en el curso del rodaje de Inland Empire (2007) y tal vez pretendan que David Lynch: The Art Life sea complementario con aquél.