Entradas etiquetadas como ‘La Voz de Almería’

De apedrear gatos a dormir con ellos

De niño, solíamos lanzar piedras a los gatos que abundaban por las calles, los solares abandonados y los terrados de las casas. Darle una pedrada a uno de ellos, a ser posible en la cabeza, merecía el aplauso de los demás. Me horroriza recordarlo y reconocerlo. Ahora duermo con mis gatos. Hoy lo publico en La Voz de Almería y en este blog.

Almería, quién te viera… (22)

De apedrear gatos a dormir con ellos

J. A. Martínez Soler

¿Éramos más crueles en la pandilla de mi barrio que en la de La Salle, mi colegio de pago? Dilema aún no resuelto. Dicen que la educación suaviza las formas. No acabo de creerlo. Hay crueldad en los barrios y en las mansiones. Alemania era el centro de la cultura europea cuando dio rienda suelta la barbarie nazi.

En las guerras primitivas se golpeaban con palos, se mataban con lanzas y flechas. En las guerras de hoy se matan fríamente, limpiamente, a mayor distancia. Basta con apretar un botón en un bombardero o, peor aún, en el control lejano de un dron, como si fuera un videojuego. En esos casos pienso que, aunque las técnicas cambien, las intenciones permanecen. Desgraciadamente, con la cruel invasión rusa de Ucrania, matando de lejos, sigue vigente el discurso de Don Quijote sobre la espada y la pólvora.

Recientemente leí que dos mendigos sin techo se pelearon por ocupar un trozo mayor de un banco en un parque de Madrid. Uno de los dos acabó muerto porque el otro le rompió la cabeza con una piedra. En los años noventa, ricos, educados y bien vestidos, de colegios de pago, tanto Emilio Botín (presidente del Banco de Santander) como Mario Conde (presidente del Banco Español de Crédito) querían un banco mayor que el que tenían. Al cabo de muchas escaramuzas y trampas financieras y contables, Conde perdió su banco y acabó en la cárcel. Botín se quedó con el Banco de Conde y lo sumó al suyo. Técnicas diferentes. Mismas intenciones.

Visiblemente, a la vista de todos, en mi barrio éramos unos bestias. Entre nosotros, y contra los niños de otras calles, las peleas a trompazos y revolcones estaban a la orden del día. Incluso hacíamos guerrillas, a pedradas, en la Molineta, contra los del Quemadero y los de la Plaza Toros. Nos enfrentábamos también en torno a la balsa de los Cien Escalones. Nunca peleábamos contra los del Hoyo de los Coheteros ni contra los del Cerro. Lo teníamos terminantemente prohibido.

En esa época solíamos lanzar piedras a los gatos que abundaban por las calles, los solares abandonados y los terrados de las casas. Darle una pedrada a uno de ellos, a ser posible en la cabeza, merecía el aplauso de los demás. Me horroriza recordarlo y reconocerlo. “Los gatos establecen vínculos con los humanos y tienen un tipo de apego parecido al de un bebé de dos o tres años con la madre”, explica en La Vanguardia la doctora Paula Calvo, antrozoóloga y experta en relaciones entre humanos y animales.

En el antiguo Egipto pensaban que los faraones se reencarnaban en gatos que deambulaban por la corte. Imagino a Basted, la diosa gata de los egipcios, preguntando a los gatos de hoy si los humanos aún les adoraban. Debieron responderle: “Los humanos limpian nuestros aposentos. La comida que nos dan es aburrida, pero nunca nos falta. Y cazamos, eso sí, solo por diversión”.

Era un niño cruel

Cuando acaricio al pequeño Moisés, un gato bebé abandonado, que rescatamos junto a las aguas del Mediterráneo, en Almería, siento que estoy reparando el daño que hice a los de su especie cuando era un niño cruel. Ahora, duerme a mis pies.

Casi siempre tuvimos perro en casa. Uno más de la familia. También tuvimos colorines y canarios en jaulas. Las colgábamos en el patio o en la fachada de la casa. Los cuidábamos y mimábamos. No entiendo por qué no a los gatos. ¿Cuál era el origen de la maldición: demasiado independientes, indomables, libres? Nunca lo entendí. Hasta que me casé con Ana Westley, amante de los gatos. Desde entonces hasta hoy, dormimos con un gato en nuestros pies. Tenemos cuatro. Somos, felizmente, sus esclavos.

En 1988, Ana y yo fuimos invitados a comer por el filósofo José Ferrater Mora y su esposa Piscilla Cohn (pionera mundial en la lucha por los derechos de los animales) en su casa de Pensilvania. En su cocina, rodeados por varios gatos, mantuvimos un debate muy clarificador que rompió todos mis esquemas acerca del sufrimiento de los animales. Priscilla me convenció con sus datos científicos y sus argumentos que había llevado hasta la ONU.

 

No me atreví a decir que había disfrutado viendo (gratis) una corrida de toros en Las Ventas. (Mi paisano Chencho Arias, alto cargo de Asuntos Exteriores, no quería dar por perdidas dos entradas buenísimas que tenía reservadas para un alto mandatario latinoamericano que no pudo utilizarlas por razones de agenda. Aquella corrida me gustó, pero en mi casa no dije ni pío).

Acabo de leer en El País una entrevista perturbadora con Peter Singer, otro filósofo de la cuerda de Priscilla Cohn, autor de “Liberación animal. Una nueva ética para tratar con los animales”. Sobre este asunto, también me había influido la biografía novelada de mi amigo John Darnton sobre Charles Darwin quien defendía que nos somos una creación separada de los demás animales (como dicen algunas religiones) sino producto de la evolución a partir de otros animales.

Hace más de 20 años, cuando fundamos el diario 20 Minutos, decidimos no dar información ni criticas de las corridas de toros. Creíamos que nuestros lectores jóvenes urbanos habían perdido bastante interés en la llamada “fiesta nacional”. Y cuando me preguntan en el extranjero mi opinión sobre las corridas de toros, procuro cambiar de tema (sobretodo si hablo con clientes potenciales) y tirar balones fuera. Hace mucho que no voy a los toros, pero cuando he ido he seguido la corrida con más corazón que cerebro. Mi razón lo rechaza como algo bárbaro y cruel, pero mi corazón ama el espectáculo emocionante entre el hombre y la bestia, entre la vida y la muerte.

Yo nací y crecí en Almería, entre el Quemadero y la Plaza Toros y, en las tardes de toros, oía los olés y los pasodobles desde mi cuarto. Mi vecino de enfrente, en la Calle Juan del Olmo, era Paco Andújar, «El Ciervana”, banderillero de la cuadrilla de Relampaguito, Salieri II y, según me contó un día, hasta de Manolete, cuyas hazañas toreras oía yo con la boca abierta, desde muy pequeño, tomando el fresquito a la puerta de su casa o de la mía. En esas tertulias callejeras, sobre sillas costureras, la mujer de «El Ciervana» me cosió un traje de luces que pude lucir antes de vestir pantalón largo. Naturalmente, toreaba en mi calle con una cornamenta de juguete.

Antes de casarme con mi chica de Boston acepté el compromiso de no defender las corridas de toros ante ninguno de nuestros hijos. Esta semana ha surgido aquel acuerdo prematrimonial por las palabras de Peter Singer en Babelia: “Las corridas de toros se pueden considerar herederas de los juegos en la Roma clásica, donde las fieras se comían a los gladiadores y cristianos. Me resulta increíble que los toros hayan sobrevivido hasta hoy. (…) Yo recomendaría el fútbol antes que los toros”.

Llegados a este punto, yo también. Una vez que duermes con tus gatos ya no vuelves a ver el sufrimiento de los toros de la misma manera.

Con Truso escribiendo en mi Terraza. Me sigue a todas partes.

Con Gloria, la gata almeriense de mi nieto Leo

Con Moisés, salvado de las aguas en Almería

Mis cuatro gatos

Basted, la diosa gata de los egipcios

Jose Ferrater y Priscila Cohn

Paco Andújar, el Ciérvana, mi vecino en la calle Juan del Olmo.

 

 

 

 

 

 

 

«Turistas, Pepe, y no tomates»

“Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto Alarcón, el alcalde de Mojacar, a mi padre, el Rumino. No le hizo caso. Fue su ruina.

Mi artículo de hoy, domingo, 17 de abril de 2022, en el diario La Voz de Almeria.

Para quienes no puedan leer el texto tan pequeño en la página de La Voz, copio y pego el mismo texto en Word con un cuerpo más grande. Sé por qué lo digo. Ahí va:

“Almería, quién te viera…” (19)

 “Turistas, Pepe, y olvida los tomates”

 J. A. Martínez Soler

Nuestro vecino Jacinto Alarcón, pariente de los dueños de El Molino, fue nombrado alcalde de Mojácar. Sus tierras eran colindantes con las nuestras. También lindaban con la playa, como las nuestras. Mi padre le dijo que nuestro pozo daría agua para todos. La vendería a los vecinos a un precio justo para pagar las deudas del pozo y la hipoteca de nuestra casa.

Había comenzado con buen pie la década de los sesenta. El sueño de mi padre se había hecho realidad en el verano del 1961. Pero el alcalde no parecía dispuesto a dejarse los cuartos en abancalar sus tierras y canalizar el agua de nuestro pozo hasta ellas. Mi padre era buen amigo suyo. Y viceversa. Jacinto Alarcón me lo demostró al darme su pésame, tan emocionado, muchos años después, en 1997, cuando murió mi padre, el Rumino.

A principios de los años sesenta, ambos mantuvieron un desacuerdo permanente sobre el futuro de sus tierras y de las nuestras. Mi padre, un hombre del desierto de Tabernas, buscaba el agua como loco. Era, como digo, un soñador del agua. En cambio, Jacinto, que se crio en El Molino, a los pies de la hermosa fuente árabe de Mojácar, rodeado de una vega feraz, buscaba el turismo como base del futuro de su pueblo.

Jacinto nos contó lo que sabía de Marbella y Benidorm. Vio los primeros carteles de “Spain is different”. Para él, eso era el principio de algo. Aseguró que estaba dispuesto a regalar tierras del Ayuntamiento a quien quisiera establecerse allí con algún negocio hotelero o a gente famosa que dieran fama a Mojácar y atrajeran a otros visitantes ilustres. “Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto.

– “¿Serás ceporro?”, le replicaba mi padre. “¿Vas a esperar a que venga alguien rico o famoso hasta aquí? Si no tenemos ni carretera para coches. ¿Quién conoce Mojácar? Los turistas vendrán andando. Solo hay caminos de herradura. El autocar de Alsina Graells pasa por Garrucha, allí descarga a los mojaqueros, que siguen a pie, y continúa hasta Vera. ¿Turistas en Mojácar? Desde luego, estás como una cabra”.

Los primeros tomates colorados coincidieron con el agotamiento del crédito hipotecario de mi padre. La finca había cambiado como de la noche al día. Grandes bancales planos y escalonados, separados por balates de piedras, caballones en perfecta formación, estiércol, abonos, encañados donde atar las tomateras con esparto, y una cuadrilla de trabajadores. Todo eso había acabado con los recursos familiares.

En Semana Santa, pudimos cosechar los primeros tomates, pequeños, duros y con buen color, listos para llevar a la alhóndiga de Cuevas de Almanzora que regentaba el alcalde, el señor Caicedo. Los llamaban “tempranos”. En verdad, eran los primeros tomates del mercado. Por algo Almería es la tierra de los tempranos, según los cantes flamencos. Me pregunto si sería también almeriense el famoso bandolero de Sierra Morena, José María “El Tempranillo”.

Al atardecer, recolectamos los más maduros, entre cientos de tomates verdes y muchísimas flores amarillas que prometían la cosecha del siglo. Cargamos un montón de cajas de tomates en el carro.

Si todavía planto yo tomateras en mi diminuta huerta de jubilado es por recuperar aquel aroma de mi adolescencia. Huelo profundamente mis recuerdos. Cuando ahora cosecho mis tomates, me como alguno, allí mismo, a mordiscos, antes de llegar a la cocina. Sin sal ni nada. Herencia de La Rumina.

Antes del amanecer, aún de noche, partimos hacia Cuevas tirados por nuestro burro, el único animal que nos quedó en el establo-corral. Sobrevivió a la llegada del tractor porque le necesitábamos para ir a por agua potable a la fuente de Mojácar. La del pozo era buena para el riego, pero no para el consumo humano. Por lo visto, tenía mucha cal. “Muy dura”, decían.

El viaje, lento y largo, nos dio tiempo para repasar, y disfrutar, la odisea de mi padre: su viaje épico desde el secano hacia el regadío. Él estaba muy orgulloso de su hazaña. En esa época, le admiré mucho por su fe y su constancia al perseguir su sueño. Mi padre no se rendía fácilmente. Mi madre lo resumía con dos palabras: “cabezón” y “testarudo”.

Al llegar a Cuevas, en un abrir y cerrar de ojos, sin subasta, mi padre colocó las cajas en un santiamén a un precio alto que él consideró muy bueno. Como contable que era, calculó rápidamente la fortuna que tenía en sus tomateras aún en forma de flores. Con esa cosecha tan espectacular pagaría los plazos de la hipoteca con holgura y le sobraría para la siguiente cosecha. Regresamos eufóricos. Reconstruimos, una vez más, el cuento de la lechera. Hasta el burro, que tiraba de un carro vacío, iba contento. Al fin, nos sonreía la fortuna. El esfuerzo, el riesgo y la constancia de mi padre recibían su premio. Mi madre, aunque sin alharacas, también se alegró. Eso, por lo mucho que ella odiaba La Rumina, sin luz ni agua corriente, lo llegué a considerar amor verdadero.

Años más tarde, enseñando Economía Aplicada en la Universidad de Almería, comenté a mis alumnos la frase que oí a un viejo cortijero de Cuevas en el año de la gran cosecha. Para un adolescente, era, sin duda, enigmática: “Nada como una buena granizada o una gota fría a tiempo para matar la mitad de las flores, reducir la cosecha y llenar nuestros bolsillos de pesetas”.

Mi padre, como muchos agricultores de la época, no llegó a comprender bien, ni a aceptar de buen grado, que la ley de la Oferta y la Demanda seguía vigente. A pesar de ello, después de lo que ocurrió aquel verano, nadie puede culpar a mi padre de su ruina.

¿Quién manda sobre las nubes, sobre el pedrisco, sobre el buen tiempo o sobre las subvenciones imprevisibles del Gobierno al tomate de Canarias?

En junio, la primera gran cosecha de tomates de La Rumina fue espectacular. En cantidad y en calidad. El carro se quedó pequeño para tanta producción. Contentos aún, pero barruntando ya una eventual caída de precios por la abundancia de oferta, alquilamos una camioneta con remolque. Aquel verano, todos los agricultores del Levante español tuvieron una hermosa cosecha… y se desplomaron los precios.

Al llegar a la alhondiga, mi padre dio la orden de retirada al conductor de la camioneta: “Da la vuelta. Nos volvemos a casa. A ese precio, echaré mis tomates a los cerdos”.

Con el dinero de los tomates tempranos, que había vendido a buen precio, compró sesenta cochinillos y construyó un montón de pocilgas con sus patios y piletas correspondientes. Los precios de los tomates a la baja y los tipos de interés del dinero al alza formaron dos curvas que, en un punto determinado, se cruzaron en forma de tijeras. El punto donde apretaban esas tijeras era precisamente en el cuello del deudor. El cuello de mi padre. Adiós, Rumina. Para un niño como yo, que allí se convirtió en adolescente, fue una experiencia intensa, de ensueño. También dolorosa.

En invierno, vendió el cortijo. Pagó a tiempo las deudas del pozo. Un día triste me dijo: “Fue como vender el coche para pagar la gasolina”. También liquidó la hipoteca de nuestra casa. Por si acaso, la puso a nombre de mi madre. Ya no viviríamos bajo un puente. Al fin, para mi mayor confusión, una noche oí a mis padres llorar y reír a la vez. ¿Sublime o ridículo? Los escuché sentado, petrificado, en silencio, oculto en la escalera de mi casa, la noche en que me hice mayor.

¡Qué razón tenía mi vecino Jacinto, el alcalde de Mojacar! La tierra que teníamos a la orilla del mar, con vistas a Mojacar, es hoy una de las joyas del turismo en Andalucía. De La Rumina solo quedó la noria árabe y el nombre de una calle con chalets de lujo. Y -cómo no- la belleza de mis recuerdos.

En mi mula con mi hermana Isabel en La Rumina.

La Rumina, con nuevos dueños

Con Ana, mi esposa, y mis hijos Andrea y David, en la fuente árabe de Mojacar donde yo cargaba los cántaros en mi burro cuando era niño.

Trillando en la era de La Rumina. Cambiamos cereales de secano por tomates de regadío.

 

 

 

 

 

No gritó ¡Tierra! sino ¡Agua!

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis. No era fácil. Para ello, recurrió a un zahorí. ¡Agua para todos! Hoy cuento esta historia en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Mi artículo en La Voz de Almería. Domingo, 10 de abril 2022.

 

Para quienes no puedan leer el texto tan pequeño en la página de La Voz, copio y pego el mismo texto en Word con un cuerpo más grande. Sé por qué lo digo. Ahí va:

Almería, quién te viera… (18)

No gritó ¡Tierra! sino ¡Agua!

J. A. Martínez Soler

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis. No era fácil. Para ello, estaba dispuesto a recurrir a cualquier ayuda por extravagante que fuera. Con 13 años, durante mis vacaciones de Navidad, mi padre y yo partimos, antes del amanecer, hacia Agua Enmedio, cerca de Mojacar. Si alguien podía conocer y recomendarnos al zahorí de Macenas, ese no era otro que el tío Frasco el Santo (¡qué nombre!), famoso curandero.

El camino desde nuestra casa de La Rumina hasta la casa del curandero, al pie de Sierra Cabrera, era largo, y el tiempo, fresco. Llevamos a nuestro burro, sin aguaderas, y ambos pudimos montar un buen rato. Mi padre, en su albarda, y yo, en la grupa trasera con cuidado de no caerme. El Sol levantaba más de tres palmos sobre el horizonte marino cuando llegamos a nuestro destino y golpeaba, casi en horizontal, las fachadas de cal tan blanca que ofendían a nuestros ojos. El suelo era de tierra roja, más roja de la nuestra. Los terrados, de color morado intenso de tierra launa, lanzaban destellos brillantes de mica.

El tío Frasco saludó afectuosamente a mi padre. Su casa era como la nuestra, aunque más pequeña. Asombrado, miré con fascinación la repisa de libros que tenía en la pared, frente a la chimenea. Se vio obligado a aclararme que él también era “estudiante”. Se echó a reír, y pude contarle cuatro dientes. Eran libros de historia y geografía. Algunos de hierbas. Me enseñó uno de botánica, con estampas, escrito en francés. “Regalo de un paciente agradecido que viene a verme desde Francia”, me aclaró. Otro en árabe. ¡Qué bonita caligrafía!

En todas las temporadas que pasé en la comarca de Mojácar, esa fue la única casa de campesinos que, como la mía, guardaba libros en su interior. Seguramente, los Garrigues, los madrileños del palacio de la Marina, y don Diego y don Ginés Carrillo, los mellizos del chalet El Duende (abogado uno y médico el otro) tendrían hasta bibliotecas. Ninguna de ellas sería como la del monseñor de Tabernas que conocí más tarde y pude salvar parcialmente de la hoguera.

El Santo nos acompañó hasta el tranco de su puerta. Estaba bastante calvo. Para defenderse del sol, cubrió su frente y parte de su calva con un pañuelo, un poco raro, con cuatro nudos. Me recordaba el cachirulo de los maños o de los moriscos. Al despedirnos, nos previno:

– “Mandaré razón a la casa del zahorí y, en cuanto regrese, le daré aviso a usted por mi hija. Pero no digan nada por ahí de sus habilidades con los campos magnéticos. En estos tiempos, toda prudencia es poca. No le gusta presumir de ello. Tampoco se lleva bien con el párroco de Mojácar. Le ve como un competidor”.

Regresé a mis clases en La Salle y no pude ver al zahorí cuando se presentó en La Rumina. Mi padre me lo contó. Vestía al estilo del siglo XIX: pantalón de pana, chaleco y sombrero. Utilizó su vara de avellano, en forma de Y, el triple de grande que mi tirachinas. Sujetaba los brazos de la Y con sus manos. Recorría la ribera del río seco con extremada lentitud, muy concentrado, sosteniendo la vara paralela al suelo. Tras un buen rato de caminar en silencio, lento y solemne, el cabo suelto de la Y empezó a moverse, muy suavemente, arriba y abajo. Con cal viva hicieron una gran cruz en aquel sitio.

Mi padre no creía en la religión católica y eso que, según él, era “la única verdadera”. Menos aún podía creer en sortilegios ni magias. Una vez le oí decir que el zahorí, una especie de vidente, practicaba cierta brujería y decía lo que el cliente quería oír. Sin embargo, desesperado por encontrar agua, por si acaso, siguió la recomendación del zahorí, el mago o lo que fuera. Compró una parcela pequeña, medio bancal, al pie de la loma del tío Bartolo y a orillas del río Aguas, muy cerca de la charca de agua dulce que había poco antes de su desembocadura. En medio de esa parcela estaba la cruz pintada con cal viva. El pozo de los Garrigues estaba en la orilla del río opuesta a nuestra parcela. A ver si había suerte.

En las vacaciones de verano, llegué a mi casa de La Rumina en un mal momento. Tuve la impresión de que todo estaba perdido. «El zahorí se confundió”, dijo mi padre. Cavando hasta los ocho metros de profundidad, dieron con la roca. Ni gota de agua. Ahora lo pienso y sigo sorprendiéndome. Así era Almería, cuando yo era niño, con zahoríes, curanderos y pensamiento mágico. Mi padre concluyó el resumen de su fracaso con un dicho popular, tan exacto y oportuno como cruel: “Mi gozo en un pozo”. En Mojacar hay ahora un restaurante con buenas vistas que se llama “El rincón del Zahorí”. Me recordó, con nostalgia, la aventura hidráulica de mi padre, el Rumino.

No hubo suerte. Las deudas por las obras del pozo seco crecían. Pese a las llamadas a la prudencia de mi madre, tan miedosa, mi padre no se rindió. Al mes siguiente, en agosto, gracias a una galería que abrimos desde el pozo hacia el centro del río (allí trabajé yo como el que más), un trabajador clavó su pico en el fondo y dio el grito que cambiaría el destino de mi familia. No gritó “¡Tierra!” sino “¡Agua!”.

Cada vez que mi padre relataba aquel acontecimiento, uno de los más importantes de su vida, lo exageraba un poco. Como hacían los pescadores con el tamaño de sus capturas. Lo adornaba. Lo embellecía. Cuando mantenía tertulia en el comedor de los ancianos del “Centro Alborán”, en el Zapillo de Almería, o en los bailes de la residencia de los jubilados de la Térmica, no se le escapaba ningún recién llegado sin que oyera su historia, convertida, a esas alturas, en epopeya. Mas de una vez, le oí algo así:

– “Como si de una carrera se tratara, les dije que contaría hasta tres y, en ese momento, cinco hombres clavarían sus picos, a la vez, alrededor de la pequeña fuente que habíamos descubierto en la galería, junto a la desembocadura del río de Aguas. Al segundo o tercer golpe, se hundió la capa de tierra negra, parecida al tarquín, y comenzó a brotar agua a borbotones. Los cinco pioneros tuvieron que subir corriendo por la rampa pa no bañarse con toda la ropa puesta. Decían que no sabían nadar. Había agua de sobra pa regar todas las hectáreas de La Rumina y alrededores. Mi sueño se hizo realidad. Pero ese gran éxito, ya ve usted, fue mi ruina. Pero esa es otra historia”.

Aquel descubrimiento se consideró histórico. Mi abuela Dolores llegó corriendo. Lágrimas en sus ojos al ver el agua. “Hijo mío, hijo mío. Al fin”. Al día siguiente monté en mi burro con cuatro cántaros y llegué a la fuente árabe de Mojacar. Me recibieron como si mi padre hubiera descubierto América. Nuestra casa estaba llena de parientes de Almería y de Tabernas, que dormían en el suelo, en colchones improvisados de farfolla. Había que darles de comer a todos. Unas deudas más daban igual porque teníamos agua.

En pocos días, la zanja abierta se convirtió en una galería cerrada. Pronto se instaló un motor de gasoil para sacar el agua. Un chorro enorme salía por un tubo de unos 15 centímetros de diámetro que inundaba los alrededores. El pozo no perdía su nivel de cuatro o cinco metros de agua. Esa era la prueba del 9. La corriente subterránea le llegaba por el túnel y lo rellenaba a medida que el motor sacaba agua a la superficie. “Es por la teoría de los vasos comunicantes”, dije. Naturalmente, hubo risas y, para mi vergüenza, me lo recordaron con guasa durante mucho tiempo. “Tráeme un vaso que comunica”, me decían.

Aquel verano pasé mi última noche durmiendo al raso, mirando el firmamento y vigilando los montículos de trigo acumulados en los bordes de la era. Lo sabía, el agua mataría los tristes y ruinosos cultivos de secano. Se acabaron los cereales en La Rumina. Bienvenidos los tomates. Esa sería mi última trilla. Adiós a la era. Adiós a la noria. Agrandaron la balsa. El agua era símbolo de riqueza, de progreso. El origen de la vida. El agua (¡ay!) y mi padre del desierto de Tabernas. Siempre unidos.

Agua en el pozo de La Rumina. Mi padre, en el centro, brinda con una botella.

 

 

Un chute de amor a España

La presentación del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil se ha colado hoy en mi serie de recuerdos de infancia de La Voz de Almería con el número 17. Mis recuerdos seguirán con el número 18. La actualidad manda. Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho. Ahí va mi critica del libro. Lo recomiendo.

Crítica del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil, publicada hoy domingo en La Voz de Almería.

 

Como de costumbre, copio y pego el texto en word con letra grande para facilitar su lectura a mis colegas jubilados.

“Los amantes extranjeros” de Ana R. Cañil

Un chute de amor a España

J. A. Martínez Soler

Compré “Los amantes extranjeros”, hace apenas unos días, en el Pasadizo de San Ginés, 5 (Madrid). La autora, Ana R. Cañil, nos invitó a chocolate con churros. Una lugar tan original, sorprendente y castizo como su libro. Ayer lo empecé a leer. Y no sin cierta prevención pues citaba, en mezcla explosiva, a Dumas, a Orwel y a Gabo, a Washington Irving, a Ticknor, a Jorgito el Inglés, a Doré, a Julio Verne y al padre Feijoo, a Hemingway, a don Pelayo y Al Mutamid, entre otros). Hoy lo terminé.

¡Madre mía! La Alhambra (“que el éxtasis sea contigo”), el Camino de Santiago (“una Internet medieval”), El Escorial (al siquiatra con la leyenda negra), Segovia y el acueducto del diablo, la Sevilla de Stefan Zweig (“aquí se puede ser feliz”), el Paseo del Prado (“el más bonito del mundo”, según Ticknor) y la Barcelona de Orwel, García Márquez, Vargas Llosa y -cómo no- de la tumba de Durruti (siempre con flores frescas). Todo ello, y más, reluce en una crónica de viajes (negra y rosa) por España y su Historia que enamora y cabrea a partes iguales. Una Cañil provocadora y risueña ha seguido los pasos de los principales extranjeros ilustrados del siglo XVIII, románticos del siglo XIX e idealistas del siglo XX que nos visitaron y escribieron sobre nosotros con el “corazón partío”.

Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho.

Nos ofrece tópicos y leyendas, poesía y belleza, picaresca, fantasía y realidad, bandoleros, cigarreras y anarquistas, golpistas autócratas, inquisidores y reyes felones, “una clase alta deplorable” y un pueblo oprimido durante siglos por la Iglesia y la monarquía absoluta. En ocasiones, es tan lenguaraz y rompedora que supera a la inigualable, y casi almeriense, Nieves Concostrina.

La autora nos advierte desde su primera línea: “Este libro nació del deseo de mantener vivo el asombro ante la belleza”. Ana lo consigue descubriéndonos secretos bien guardados. Nos sorprende y nos cautiva porque, queriéndolo o no, nos da noticia nuestra Ángel González,  y su prosa no es ajena a la poesía. Conociéndola, me consta que esto último no lo puede evitar.

Su obra no tiene nada que ver con la definición que el gran poeta Ángel González hizo de la Historia de España: “Es como la morcilla de mi pueblo. Se hace con sangre, y se repite”. La Historia con mayúsculas y la historia con minúscula que nos cuenta la Cañil se hizo con sangre, sí, pero ya no se repite. Para ella, y para muchos de nosotros, tiene un final feliz del que podemos y debemos estar orgullosos. ¡Quién lo diría!

Como bandada de pájaros, muchos corresponsales extranjeros vinieron a España, tras la muerte del dictador Francisco Franco, con la fantasía de cubrir otra guerra civil. Llegaron convencidos de que íbamos a volver a las andadas y, mira por dónde, tuvieron que irse con la música a otra parte porque aquí, con miedo y generosidad, aprobamos la Constitución del 78 y acabamos con la falsa historia de las dos Españas. Hemos pasado del tercer mundo al primer mundo, de la dictadura a la democracia y llevamos cuarenta y cuatro años en paz y prosperidad. Los amantes extranjeros de hoy son turistas que no buscan solo exotismo africano y oriental sino también vacaciones felices, compartidas con nuestro paisaje tan rico como nuestro mestizaje cultural.

Ana Cañil reflexiona sobre “cómo nos vieron y cómo somos ahora. Y todo en medio siglo”. No sabemos lo que tenemos. Y se pregunta: “¿Por qué los españoles no disfrutamos también de esta aventura, si la hemos protagonizado?” Y termina con una cita tremenda del holandés Cees Nooteboom: “España es tan brutal, anárquica, egocéntrica, cruel (…). Es un amor para toda la vida, nunca termina de sorprenderte”.

Al concluir su lectura, me dieron ganas de salir a la calle y cantar “Soy español, español, español…” como si hubiéramos ganado otra copa del mundo o el Gran Slam número 22 de Rafa Nadal. Siempre hurgando en nuestras heridas históricas, en los males de la patria, no valoramos suficientemente lo que hemos conseguido, lo que hemos conquistado en medio siglo. Somos un país libre y próspero. La libertad, como el oxígeno, se valora más cuando te falta. Nos faltó durante demasiados siglos. Pero, al fin, conquistamos la libertad, palabra a palabra. Y debemos presumir de ello.

Hace años, cuando leía a los ilustrados, románticos e idealistas que amaron nuestro país, pensaba ¡quién fuera extranjero para amar así a España! Los amantes extranjeros de los que habla Ana Cañil en su libro conocieron España pateando nuestros pueblos. Yo debo reconocer que conocí, amé a España y me reconcilié con su Historia cuando conocí a los corresponsales extranjeros que se quedaron por aquí, mi esposa Ana Westley, entre ellos (Roger Mathews, James Markhan, Jane Walker, John y Nina Darnton, Robert Graham, Stanley Meisler, David y Kati White, Ed Owen, Dwight Porter, Carlta Vitzthum, François y Marie Cristine Raitberger, entre otros) y a varios hispanistas (Iam Gibson y Gabriel Jackson, nada menos).

Gracias, Ana, por el chocolate con churros. Y enhorabuena por tu libro.

Ana Cañil firmando su libro para Margarita Saez y para mí en la chocolatería del pasadizo de San Ginés, Madrid.

Invitación a la presentación del libro

Solapa interior del libro

Mi madre, de regadío; mi padre, de secano

A mis padres les separaba el agua. En Tabernas, el agua, y no el tiempo, era oro. Por eso, mi padre quería convertir el desierto en oasis. Fue su ruina. Lo cuento hoy en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Artículo publicado hoy domingo en La Voz de Almería.

Como de costumbre, copio y pego a continuación, el texto del artículo en letra grande de Word para quienes no encuentren sus gafas de leer la letra pequeña del diario o no puedan agrandarla con sus dedos artríticos. Sé por qué lo digo.

Almería, quién te viera… (16)

Mi madre, de regadío; mi padre, de secano

J. A. Martínez Soler

A mis padres les separaba el agua. Habían nacido a pocos kilómetros de distancia. Sin embargo, procedían de mundos muy distintos. Mi padre era de secano. Mi madre, de regadío. Él, de Tabernas, un desierto al pie de la Sierra de los Filabres. Ella, de Nacimiento, una vega alpujarreña, en el extremo oriental de Sierra Nevada. El agua, escasa o abundante, marcaba el carácter y los sueños de ambos.

Mis recuerdos infantiles de las vacaciones en Nacimiento están ligados, inevitablemente, al río que lleva el mismo nombre que el pueblo y desemboca en el Andarax. Era nuestra principal diversión. Siempre llevaba agua. Mucha o poca. Nunca lo vi seco del todo. Los niños hacíamos barquitos con las hojas del cañaveral. Con palo mayor y vela vegetal. Navegaban por los meandros del río. Nosotros seguíamos su rumbo corriendo hacia el Molino.

De vez en cuando, brotaba un chorro de agua que nacía allí mismo, en el Acebuche o en el Mojón, en una u otra orilla, en una fuente casi espontánea, o nos llegaba como descarte de una acequia. Animaba el caudal principal y aceleraba la travesía de nuestros navíos. A menudo, cargábamos nuestros barcos con pasajeros condenados a muerte: hormigas, saltamontes sin patas, moscas sin alas. ¡Qué crueldad!, ahora que lo pienso.

Cuando llovía torrencialmente en la sierra, salía el río. De cerro en cerro, avisaban con un cuerno (como el shofar judío) o una caracola para dar tiempo a retirar del cauce a las bestias, los carros y los aperos de labranza. Dos veces lo vi salir. En septiembre, antes del volver al colegio. Era imponente. Toneladas de agua roja, terrosa y sucia bajaban a gran velocidad. Con una fuerza implacable, arrastraba y arrasaba troncos, ramas, animales y todo lo que pillara en su cauce. Lo raro es que, a la orilla de aquel río salvaje, lucía el Sol.

Me contaron que, entre el desagüe de la fuente y el Molino, se salvó un hombre agarrado, a vida o muerte, al tronco de un gran árbol caído. La corriente quería llevárselo hasta el mar, convertido en cadáver. No le dio tiempo a recuperar a su cabra y se salvó de milagro. Allí decían: “A ese le pilló el toro”. Un toro de agua. Sí. Furioso. También dicen que nunca se le quitó la cara de susto.

Lo que más diferenciaba a Tabernas de Nacimiento era el tiempo que tardaba en llenarse un cántaro en sus fuentes. Mas de media hora en uno y apenas unos minutos en el otro. La fuente de Nacimiento, con ocho o nueve caños hermosos, de casi dos pulgadas de diámetro, llenaba los cántaros y la pileta en un santiamén. El agua sobrante iba a las acequias de las huertas feraces que bordeaban el río.

En Tabernas solo había ramblas secas, en vaguadas de aspecto lunar, entre esqueletos de montes, con sus nervios al aire, y esparto abundante en sus laderas. Las ramblas de Tabernas indican por dónde debería ir el agua si la hubiera. Había entonces varias fuentes dentro del pueblo con un cañillo minúsculo del tamaño de un grifo de media pulgada. En Tabernas, el agua, y no el tiempo, era oro. Poca agua y por turnos.

La pasión por el agua empujaba a mi padre a buscar cauces subterráneos para convertir el desierto en oasis. De haber nacido en el pueblo de mi madre, al pie de las estribaciones frondosas de Sierra Nevada, mi padre nunca habría llegado a ser un soñador del agua. Ni yo un Rumino.

El cortijo de La Rumina (Mojacar), que compró mi padre con los beneficios del boom del cemento, fue un paréntesis de siete años. No teníamos agua corriente ni luz eléctrica. Iluminaba mis lecturas con un carburo. Pero fue un paréntesis glorioso para mí, en unos años claves: infancia y adolescencia.

La Rumina, mi casa, junto al río Aguas, en la playa de Mojacar.

En su lucha sin cuartel contra la herencia de sequedad, miseria y tragedia que habían marcado sus raíces familiares en Tabernas, mi padre soñaba con el agua. Más que soñar, deliraba. Pretendía convertir sus no sé cuántas hectáreas de secano en regadío. Los cereales, en hortalizas. El desierto, en vergel. El agua era algo más que un sueño. ¿Un destino? De niño, mi padre conoció la balsa de la viuda de Cassinello, donde su madre trabajaba de criada. La Señora tenía una huerta hermosa y agua abundante.

¡Quién pillara el Niágara en Tabernas!

Cuando le acompañé a visitar las cataratas del Niágara, en 1977, durante mi estancia en la Nieman Foundation for Journalism de la Universidad de Harvard (EE.UU.), se le saltaron unas lágrimas. “De emoción”, me dijo. No pudo evitarlo. “Quien pillara un chorrico de agua así en Tabernas o… en La Rumina. Unos tanto, y otros tan poco. ¡Mal repartida está el agua en este mundo! ¡Quién pudiera!”

Con mi padre en las cataratas del Niágara (Canadá) (1977)

Aprendió de memoria los millones de litros de agua que pasaban al segundo por aquellas cataratas. En invierno y en verano. Tenía facilidad para novelar el origen de todas las guerras antiguas. Para él, todas ellas fueron motivadas por la posesión del agua. Mantenía este latiguillo: “En el agua, no lo olvides, hijo, está el origen de la vida”.

Un día, siendo yo aún muy pequeño, me lo contó. Sentados en un balate de piedras en La Rumina, entre nuestra minúscula balsa y la noria árabe, me habló como si yo fuera mayor. Lo hacía a menudo. Yo se lo agradecía infinito. Las cazoletas de cerámica de la noria, medio rotas, volcaban apenas un vaso de agua cada una en la acequia que, a duras penas, llenaba nuestra balsita. Aunque estaba lejos de la orilla del mar, sobre una loma, el agua que sacaba nuestro burro, tan trabajosamente, no era potable. En los siete pequeños bancales de hortalizas, que apenas regaba, se notaba el salitre.

– “En la Marina, al otro lado del río, tienen una balsa grande. La llenan con un motor de gasoil que saca el agua de un pozo y la eleva más de 30 metros. Sus tomates no tienen salitre. Te digo yo, aunque nadie me crea, que a este lado del río Aguas también tiene que haber agua dulce subterránea. Solo hay que dar con su cauce. Ya lo verás. Preguntaremos a un zahorí”

Como el oxígeno, o la libertad, solo valoras el agua cuando te falta. Desde antes de comprar el cortijo de secano, mi padre ya tenía ese plan. Mi madre, aguafiestas eficacísima cuando se lo proponía, le echaba jarros de agua fría para rebajar los sueños hidráulicos de mi padre.

– “¿Adónde vas, José? ¿No ves que los Garrigues de la Marina tienen caudales, mil veces más que tú? Me han dicho en El Molino que esos vecinos del palacio son embajadores, ministros y banqueros. ¡Habrase visto locura mayor! Olvídate del pozo. No vayas por ese camino, José. ¡Que te estrellas!”.

Mis padres y mi hermana Isabel, en la cocina de mi casa en Almería.

 

El traje no hace al hombre

«Cada hombre es hijo de sus obras». Eso aprendí de Sancho Panza. ¡Qué razón tenía!

Siempre que, por obligación, tengo que vestir de esmoquin o de frac me vienen a la mente dos recuerdos. Uno alegre y otro doloroso. Hoy cuento estos recuerdos en el diario la Voz de Almería y en mi blog de 20 minutos.es.

Publicado hoy, 20:3:2022, en La Voz de Almería

Como de costumbre, para los de mi edad que no puedan leer la letra pequeña, copio y pego el texto del artículo en Word con letra grande.

Almería, quién te viera… (15)

 El traje no hace al hombre

J.A. Martínez Soler

Siempre que, por obligación, tengo que vestir de esmoquin o de frac me vienen a la mente dos recuerdos. Uno alegre y otro doloroso.

Cuando trabajaba como director general del diario 20 minutos, el 3 de marzo de 2009, la Casa Real me invitó a una cena de Estado inolvidable. Mi esposa acudió con mantón de Manila, una pieza muy castiza que fue alabada por la reina Sofía. En el “besamanos”, mi chica, una norteamericana poco ducha en protocolos palaciegos, iba seguida por un almirante en traje de gala lleno de botones y condecoraciones. Ella hizo un giro repentino, muy torero, y enganchó los largos hilos de su mantón en los botones brillantes del ilustre marino. Menudas redes de las que tuvimos que liberarnos antes de unirnos al banquete. Era una cena en honor de Dimitti Medvédev, jefe de Estado de Rusia y siempre marioneta del dictador Vladimir Putin. No sospechábamos entonces que estos oligarcas autócratas y cleptómanos acabarían masacrando injustamente a Ucrania ni que el rey Juan Carlos era ya un golfo de tomo y lomo.

Cena de Estado de los Reyes con el presidente ruso Medvedev

En efecto, el traje no hace al hombre, sino al revés. Lo aprendí de Sancho Panza (“Cada uno es hijo de sus obras”). Puedes tener mucho traje y mucho dinero, como Medvédev o el Emérito, pero tus acciones te definen.

La primera vez que traté de ponerme un esmoquin fue durante la Feria de Almería de mis quince años. Mi amigo Manolo Do Campo, hijo de un inspector de Hacienda, tenía entrada libre tanto al Club de Mar como al Casino. También yo si, como de costumbre, usurpaba su apellido. De tanto hacerlo, los porteros me consideraban uno de sus nueve hermanos.

Hacerme pasar por otro, disimular mi oficio, me ayudó más tarde para obtener algunas exclusivas periodísticas.

En el Club de Mar, con Manolo Do Campo al timón y Pedro L. Pérez de los Cobos en el techo de su lancha

La primera vez que vi jugar al tenis, todos de blanco, fue en la pista del Club de Mar, en el Puerto junto a Pescadería. Nunca aprendí a jugar a este deporte que adoro hasta que me acerqué a la jubilación. La primera vez que subí en un balandro y en una lancha de motor fue en el espigón del Club de Mar con gente de mi pandilla del centro y compañeros de La Salle. También asistí allí, confundido con mis amigos del colegio, a algún baile de postín a la orilla del Puerto y a las casetas exclusivas de la Feria.

Bailando con María José Fdez Soriano en una caseta de la Feria de Almería (1962?)

Compañeros de aquella pandilla habían planeado asistir una tarde/noche al baile en el gran patio del Casino de Almería. Allí era donde las niñas de familia “bien” (así se las llamaba) se presentaban en sociedad. Prometía ser todo un acontecimiento del que habíamos oído hablar en mi barrio, con envidia reprimida, pero que solo habíamos visto por la cerradura y las rendijas del portón de hierro que daba al Paseo.

Para las chicas nunca hubo problema de vestuario. No había una etiqueta rigurosa. Sin embargo, me dijeron que aquel día los chicos tenían que ir vestidos de esmoquin: un traje negro con las solapas brillantes, faja negra ancha, también brillante, camisa blanca con adornos y pajarita. Lo había visto en el cine.

No quiero ni pensar en la mirada que se cruzaron mis padres cuando les dije que yo quería un esmoquin para ir al baile del Casino. En ese instante, cayó sobre mí un chaparrón de vergüenza de la que aún no me he librado del todo.

– “Estás loco de remate. ¿Tú sabes lo que cuesta ese traje de señorico, como se diga, que nos pides?”, dijo mi madre.

– “Déjalo, Isabel, algún día lo comprenderá. Ahora quiere ir como sus amigos del Colegio y no sabe que eso nos puede costar la paga completa de un mes”, terció mi padre. Se puso más serio para aclararme las ideas: “No te olvides nunca de dónde vienes. Por ahora, tú no eres como ellos. Tienes que estar orgulloso de tus orígenes y no renegar nunca de ellos. Si tienes que disimular para salir adelante, disimula, pero, en tu interior, no te identifiques tanto con tus amigos ricos. Algún día, si te lo ganas, podrás ser como ellos. Hoy, no”.

Naturalmente, enfurruñado, me quedé sin esmoquin y sin baile de gala.

Salvado por la “taquiyya

Años después, como aficionado a la Edad Media en Almería, en particular a los años 1147 a 1157 durante la dominación cristiana de mi tierra, descubrí la expresión árabe “al taqiyya” que me dio algunas claves de mi comportamiento. Fue en la Introducción que el sabio Emilio García Gómez hizo al maravilloso libro “El colar de la paloma” del poeta cordobés Ibn Hazm (994-1063):

“En respuesta a una consulta sobre la conducta que había que seguir entre los dos escollos de ser cómplices de la inmoralidad e impiedad de los príncipes o víctimas de su persecución, Ibn Hazm, tras de la crítica más mordaz de la política de sus contemporáneos, aconseja la ´taqiyya´ o simulación…”

 La “taqiyya” fue también lo que recomendaron los ulemas de Oriente a los musulmanes españoles, sometidos por las fuerzas cristianas del Norte y obligados a bautizarse o marchar al destierro. Muchos antepasados nuestros, iberos o visigodos, que se habían convertido al Islam, a partir del siglo VIII, abandonaron sus chilabas y volvieron a vestir las ropas de los cristianos, cuando fueron conquistados por ellos.

Los que no fueron al exilio, se hicieron pasar por conversos auténticos en la calle y en las iglesias. Al ponerse el Sol, en el interior secreto de sus hogares, vistieron sus chilabas, extendieron sus alfombras y, mirando a la Meca, recitaron los versos del Corán. Algo parecido ocurrió, también en secreto, con los judíos, aparentemente conversos, y su Torá.

Así pude comprender (y perdonarme) el arte del disimulo, el fingimiento, la diplomacia, el engaño venial en público y la sinceridad interior en privado que yo había practicado, con cierta maestría, durante mi adolescencia en La Salle y con mis nuevos amigos de aula y clase.

Mi carácter, como periodista, y como luchador antifranquista, también se forjó gracias al dominio de la “taqiyya”. Abandoné esa práctica, que me protegió de tantos peligros, cuando me jubilé. Ahora, con la casa pagada y mis tres hijos criados, escribo como si fuera libre sin necesidad de disimular.

La primera vez que me puse un esmoquin (de alquiler, claro) fue para asistir a una cena principesca en Montecarlo. Cuando me miré al espejo, con aquella facha de nuevo rico, no pude evitar un golpe cariñoso de nostalgia. Recordé el día en que se me ocurrió pedir a mis padres que me compraran ese mismo tipo de traje para bailar en el Casino de Almería.

 

 

 

El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor

«El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor». Este es el artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es. Copio y pego el texto en word para que puedan leerlo los jubilados incluso sin gafas.

Artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (14)

El día que sentí llorar a mi padre

J.A. Martínez Soler

Había cumplido yo los quince años cuando, por primera vez, oí llorar a mi padre. Mi héroe hundido. Mis padres no sabían que yo sabía. Les escuché la noche anterior desde la escalera. Quería saber más detalles de su pena. ¿Por qué no preguntar a mi abuela para resolver algunas dudas que me consumían por dentro?

Antes de comprar el cortijo de La Rumina, un secano de Mojacar, con el dinero del boom de la venta de cemento, mi padre amplió nuestra casa con una media segunda planta. Yo debía de tener seis o siete años, porque lo recuerdo bien. La terraza, su lugar favorito, tenía una barandilla de hierro con filigranas de adorno para sujetar las macetas de geranios, de jazmines, una gran buganvilla y un par de tiestos con tomateras. Solo las flores, envidia del barrio, podían caer a la acera. Los geranios y la buganvilla de mi padre daban la nota de color en aquel tramo de nuestra calle Juan del Olmo.

En aquella terraza, mi padre construyó un gallinero y una pocilga, donde criábamos un cerdo cada año. En la puerta de casa, tuvimos varias matanzas por San Martín. Esa era la costumbre cruel y divertida.

Al cruzar la calle Restoy, que va del Quemadero a la Plaza Toros, y tomar la última cuesta arriba de mi calle, con el cerro de los gitanos al fondo, comprobé que, contra toda costumbre, esta vez, mi madre no estaba cantado flamenco ni copla. No había nadie parado en nuestra puerta para escucharla. Era normal que, cuando ella cantaba, mientras cocinaba o limpiaba la casa, los peatones que iban de paso, sin prisa, se paraban, formando un corro, para oírla. Cuando terminaba el cante, se disolvía el grupo de curiosos. Echaban a andar calle abajo o calle arriba. Mi madre. ¡Qué artista!A veces, para no interrumpirla, también yo me detenía en la puerta de mi casa, con los vecinos aficionados al cante de mi madre, hasta que terminara su canción. Algunos me decían: “Anda y dile a tu madre que cante “El día que nací yo” o “Échale guindas al pavo”, etc. En el barrio era conocida como “Morena Clara”. Había interpretado ese papel en Nacimiento, su pueblo, con el fin de recaudar fondos para reconstruir la iglesia tras la guerra. Al concluir la representación, mi padre saltó al escenario y le dio un beso a mi madre ante todas las autoridades locales (el cura, el sargento, el maestro y el médico). Entonces, solo eran novios. Antes de morir, mi madre sufrió algo de Alzheimer o demencia senil. Apenas me reconocía. Sin embargo, nunca olvidó aquel beso de mi padre que ella recordaba con una risita pícara.

Al atardecer, era costumbre tomar el fresquito en la puerta de las casas de mi barrio. Las calles eran de tierra con algunas moreras. Moras dulces, riquísimas, cuyos atracones nos daban indigestiones. Si las dejabas madurar demasiado caían y manchaban las aceras. Las vecinas rociaban agua en sus puertas para refrescar el ambiente en la hora de las ánimas. El crepúsculo anunciaba el comienzo de las tertulias al fresco.

Igual que salen los caracoles después de la lluvia, así salían mis vecinos, silla en mano, a la puesta del sol, para dar rienda suelta a la sin hueso. Se hacían grupos. Los cuentos de la mili, los partos y los progresos de sus niños pequeños, naturalmente todos más listos y guapos que la media, se llevaban la palma. Agotados los rumores, los chismes o las historias, siempre repetidas y exageradas, se cambiaban de corro o se recogían para cenar.

Algunas puertas eran más populares que otras. En cierto modo, competían entre sí. Si venía algún familiar de Cataluña, esa puerta tenía un corrillo más concurrido. No digamos si el pariente venía del extranjero. Verdaderas o falsas, las historias de éxito de los emigrantes de nuestra calle eran muy apreciadas. También había rencillas pasajeras o eternas entre algunos vecinos. Esos iban a corros distintos.

Celos cruzados, noviazgos rotos, envidias o roces no disimulados dibujaban los perfiles de los corrillos callejeros. Tomar el fresco en la calle era solo la excusa. Lo importante era hablar. O sea, presumir. Para otros, escuchar. La vida social se hacía en las aceras, con sillas plegables o costureras, incluso con tumbonas, y en los trancos de las casas de planta baja. Si había algo que celebrar, no faltaban la sangría ni la limonada. En “El callejón de los milagros”, del premio Nobel egipcio Naguid Mahfouz, vi reflejada mi calle almeriense.

Ni que decir tiene que la de mi casa era de las puertas más atractivas. Los vecinos acudían a compartir las risas que provocaban los chistes y payasadas de mi padre, un hombre casi siempre alegre. Pero, sobre todo, por la eventualidad de que mi madre cantara algo en voz baja. Lo hacia a menudo para el corrillo de vecinos fijos, cautivados por su arte. Aunque tímida en apariencia, era muy vanidosa. Y presumida. ¡Vaya si lo era! Se moría por un aplauso. Noto esa herencia en mi ADN.

Los santos desnudos de don Andrés

En mi calle no había coches. Solo un viejo camión y el automóvil negro de don Andrés, el cura, en cuyo garaje, siempre oscuro, se guardaban pasos desnudos de Semana Santa. Los esqueletos de cristos, santos y vírgenes estaban sin vestir. Maniquíes de madera y hojalata. Entrar en aquel almacén fantasmal disolvía la fe en las imágenes que, un día al año, parecían divinas. No sabe don Andrés el daño que hizo su garaje a mi devoción por la Semana Santa.

Al principio, aquellas santísimas piezas ortopédicas, unos palos humanoides unidos por tornillos y coronados por caras de escayola, me daban miedo. ¿Idolatría? En procesión, vestidas de oropel, con mantos brillantes, bajo palio, entre flores, luces y velas, y acompañadas por la banda municipal, provocaban lágrimas y vítores en los feligreses más devotos. Cuando flaqueó mi fe, fenómeno que vino a coincidir con la subida de mis hormonas y el mejor uso de mi razón, tales imágenes, aparcadas en el sótano del cura, me parecieron ridículas.

Cuando veo desnudos los maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa, listos para ser revestidos con la última moda de la nueva temporada, no puedo remediar pensar en las imágenes ortopédicas de los santos, cristos y vírgenes de madera y hojalata de mi parroquia. Dicen que “el hábito no hace al monje”. Quien inventó ese dicho no comparó nunca a los santos desnudos con los vestidos. Vestir santos tiene su arte. Su intríngulis.

Mi abuela me recibió así en el portal de casa: “No está el horno para bollos, hijo mío”. Mi madre no cantaba y no había vecinos en la puerta. Mi abuela Isabel selló sus labios con el dedo índice y abrió todo lo que pudo sus ojos, tan llamativos. Por esa advertencia, supuse que ella sabía algo más que yo.

La noche anterior supe que mi padre, un soñador del agua, se había arruinado construyendo un pozo para el cortijo de secano de La Rumina. De golpe, esa experiencia dramática me hizo mayor. Mi padre lloraba y mi madre no cantaba. Menudo desastre. A la hora de comer (ese día, gurullos, su plato favorito), mi padre nos contó la historia de su fracaso como agricultor y la venta urgente del cortijo para pagar deudas. Cerró su relato -cómo no- citando a don Quijote:

– “Desnudo nací y desnudo me hallo. Ni pierdo ni gano”.

Mi madre era de regadío, de Nacimiento. Mi padre era de secano, de Tabernas. Buena mezcla. Una artista casi analfabeta y un filósofo autodidacta. Tuve mucha suerte.

Con mi pandilla del centro en una fiesta de carnaval. Almería, 1963

 

 

Libros salvados del fuego en Tabernas

«Allí donde queman libros, acaban quemando personas». Siempre me perturbó esta premonición de Heine, poeta romántico alemán del XIX, anterior a Hitler. Antes del confinamiento, había empezado a tallar una copia reducida de «La quema de libros de un hereje», original de Juan de Juni.  La dejé a medias por la pandemia. Ahora he vuelto a tallar aquella obra que tenía en proceso. ¡Quemar libros! ¡Qué barbaridad! Mientras tallaba a los inquisidores, he recordado una aventura que compartí hace años con mi padre: ambos salvamos del fuego un montón de libros antiguos. Hoy publiqué esa historia en mi serie «Almería, quién te viera…» en el diario La Voz de Almería. Copio y pego en este blog de 20minutos.es el texto en word de ese artículo para que la gente de mi edad pueda leerla, ampliando el cuerpo de su letra, incluso sin gafas.

Con mi talla inacabada de la «Quema de libros heréticos» de Juan de Juni.

«Libros salvados del fuego en Tabernas», publicado hoy (6-03-2022) en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (13)

Libros salvados del fuego en Tabernas

 J.A. Martínez Soler

Hace unos años, en el Museo de León, me impresionó la famosa talla de Juan de Juni sobre la quema de libros de herejes por orden de la Inquisición. “Una escena muy española”, exclamé. Me miraron como a bicho raro. Hice una foto de la tabla y me propuse copiar la obra del genio. Mientras acariciaba con la gubia la cabeza de un inquisidor, a contra veta, me dio por recordar una aventura quijotesca que compartí con mi padre en Tabernas, su pueblo.

En la nebulosa de historias que recuerdo vagamente de mis pasos infantiles por Tabernas aparece una casa grande, enorme, con techos altos y cortinas inmensas. Sus muebles (mesas, aparadores, sillas, arcones y cómodas) eran de maderas oscuras, talladas con primor. El señor de aquella ilustre casona, muy próxima a la iglesia parroquial de Tabernas, era Don Manuel, un cura anciano, encorvado, que vestía una sotana vieja.

Mi tía Matilde, la ciega, fue quien me llevó allí varias veces. Más bien, yo la llevé a ella del brazo. Me explicó, no sin reverencia, que ese anciano era casi obispo. Seguramente por su biblioteca que, desgraciadamente, conocí demasiado tarde, era tenido por un hombre sabio. Con razón o sin ella, algunos del pueblo le llamaban “monseñor”. Por lo que supe años más tarde, lamenté no haberle conocido mejor.

En la Navidad de 1965, con 18 años, regresé de vacaciones universitarias a mi casa en Almería. Allí estaba mi tía Matilde. Me contó la ruina de su sobrina, que se había casado con un heredero del monseñor. En ocasiones, ella se vio obligada a compartir las limosnas recibidas para que las niñas de sus sobrinos pudieran comer algo caliente. En su relato hubo un detalle que me causó espanto:

– “Mis sobrinos, incultos como son, han ido quemando en la chimenea los libros del monseñor para calentarse en invierno. Lo descubrí por las llamaradas y el olor del papel quemado. Toda la casa llena de pavesas. Pensé mucho en ti. Con lo que te gustaban los libros…”

Horrorizado, mi padre saltó de la silla. “¿Podemos aún salvar algún libro de la quema?”. Sin dudarlo, mi padre y yo viajamos al día siguiente en el primer autocar que tenía parada en Tabernas. Atravesamos las ramblas secas y los desiertos en el autobús de Alsina Graells. Íbamos con ánimo de salvar de la hoguera a algunos supervivientes.

Apenas quedaban muebles, cortinas o lámparas en la casona del cura. Era el esqueleto de la mansión que yo había conocido de niño. Fuimos directos a la cocina. Había cadáveres de libros en la chimenea y cubiertas de piel carbonizadas y retorcidas. Un grupo de condenados esperaban, amontonados en capilla, la hora de su ejecución, al caer el sol. Así combatían el frío los herederos de aquella casa, ya sin el esplendor eclesiástico.

Mi padre les pagó el rescate de los indultados de aquella masacre. Sus primos no entendieron por qué les daba tanto dinero por aquellos libros viejos que nunca habían valorado. Para ellos no eran más que basura. O combustible. No nos dio tiempo a elegir. Mejor dicho, no quisimos mirar los títulos ni los autores. Solo sabíamos que eran libros. Como los verdugos de los libros de don Quijote, seguro que encontraríamos algunos que merecieran, siquiera por un párrafo, ser salvados de la hoguera.

Salvé, menos mal, a san Juan de la Cruz

Llenos de espanto, llenamos de libros tres grandes sacos y los cargamos en el primer autocar que regresaba de Murcia hacia Almería. Hacían falta dos personas para llevar cada saco. Pese a la oscuridad reinante en aquella habitación, no pude resistir rescatar de la chimenea a mis dos místicos favoritos: san Juan de la Cruz y a santa Teresa de Jesús. Por muy ateo que yo fuera, ¿cómo no salvar el Cántico del “medio fraile”?

Mi padre se permitía citar, o inventar, frases enteras del Quijote: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros”. Le hablé de la afición de la Inquisición a la quema de libros. “No hay que ir tan lejos”, me dijo, “cuando Franco ganó la guerra, florecieron, otra vez, las hogueras de libros por toda España”.

El diario falangista Arriba, del que yo fui redactor (aunque, avergonzado, pronto lo borré de mi curriculum) publicó, el 2 de mayo de 1939, un comentario titulado Letras de humo en el que se decía:
“Con esta quema de libros también contribuimos al edificio de la España, Una, Grande y Libre. Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales, marxistas; a los de la leyenda negra, anticatólicos; a los del romanticismo enfermizo, a los pesimistas, a los del modernismo extravagante, a los cursis, a los cobardes, a los seudocientíficos, a los textos malos, a los periódicos chabacanos. En España los hombres jóvenes tienen el valor de quemar vuestros libros y, sobre todo, de quemarlos sin un gesto de aflicción”.

Siguieron la línea, tan española, del inquisidor Torquemada quien, en el siglo XV, mandó quemar todos los libros no cristianos. Antes de que los nazis le dieran la razón, el poeta alemán Heine lo tuvo muy claro cuando dijo, en el siglo XIX, que “allí donde queman libros, acaban quemando personas”.

 Ya no queda nada de la casona del monseñor. Pero recordar es revivir. Entre los libros que rescatamos del fuego encontramos auténticas joyas. Un “Opusculum Morale”, edición en latín de 1685, un “Diccionario Anti-Filosófico” de 1793 para combatir las ideas de Voltaire que, visto con ojos de hoy, resulta cómico, y una joya, un Quijote de 1815.

Desde entonces mi padre y yo vimos los libros antiguos con ojos diferentes, con un cariño especial. Mi padre invirtió sus ahorros en unos tomos enormes de 1830 de El Quijote con ilustraciones preciosas. Cuando llegaron tiempos duros cambió las láminas por sacos de harina. Siempre lo lamentó. “Vacié mi alma por llenar el buche. Don Quijote se habría enfadado conmigo”, me decía. “Pero Sancho Panza me habría comprendido”. Así era mi padre. Cervantino puro.

Saco la gubia de la veta que atraviesa de la cabeza del inquisidor y, no sin temor a un nudo peligroso, sigo tallando la madera de cerezo. Y cavilando. España va mejorando. Me conviene no olvidar el progreso.

Nunca agradecí lo suficiente a mi tía Matilde que nos avisara de la masacre de libros que hicieron mis primos lejanos. “¡Serán cafres!”, decía ella. Mi padre y yo hemos disfrutado mucho hurgando en los libros rescatados del fuego. Él nunca culpó a sus parientes de aquel desastre. Al recordar la quema de ejemplares, algunos ya únicos, citaba a El Cordobés:

– “Más cornás da el hambre”.

Hoy, domingo, 6 de marzo, es el Día Internacional del Escultor. Buena ocasión para volver a mi taller y seguir tallando inquisidores (¡maldita sea!) quemando libros.

 

Crecí, respetadme, con el cine

Cuando fundé y presenté el Buenos Días en TVE (1986), el primer informativo de la mañana, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería. Hoy cuento esa pequeña historia en el diario La Voz de Almería, dentro de mi serie de artículos de recuerdos «Almería, quién te viera…». Como de costumbre, hoy lo incorporo a mi blog en 20minutos.es copiando y pegando el texto en letra grande de word para que los de mi edad puedan leerlo, si saben ampliar la letra, incluso sin gafas.

Publicado hoy en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (12)

Crecí, respetadme, con el cine

J.A. Martínez Soler

Cuando fundé el Buenos Días en TVE, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería.

Siempre me gustó este verso de Rafael Alberti: “Nací, respetadme, con el cine”. Pronto me lo apropié, cambiando el verbo, pues yo crecí, desde luego, con el cine. Cualquier almeriense de mi edad tendrá grabado el olor intenso a jazmín que percibíamos al acercarnos a la Terraza Imperial. Este cine al aire libre estaba entre mi calle, Juan del Olmo, y el Paseo Versalles. La taquilla, la entrada y los carrillos de chuches, pipas, azufaifas y garbanzos torrados, en la plaza Juan de Austria. También esos condenados cigarrillos de tabaco con matalauva y sabor a anís.

Tuve la suerte enorme de que la hermana y la madre de mi padre vivieran en la calle Juan del Olmo, a la altura perfecta para ver, desde su terrado, la pantalla completa del cine y escuchar de maravilla lo que salía por los altavoces. Desde muy niño vi mucho cine calificado por el régimen de Franco y por la Iglesia como 3-R, o sea, para mayores con reparos.

Los curas y frailes nos decían que los niños no podíamos ver el cine reservado a los adultos. Era pecado mortal. Infierno seguro si te morías sin mediar confesión. Si así es, como en Cinema Paradiso, yo me gané el infierno muchas veces. Tuve el privilegio de ser uno de los pocos niños que, en plena represión cultural de la Dictadura, pude ver los pechos y los morros (¡ay!) de Sara Montiel en El último cuplé o en La Violetera, las imágenes más sexis o violentas que se le habían colado a la censura eclesiástica, encargada de poner nota a los estrenos. Ojos como platos ante diálogos y argumentos prohibidos a los niños. La gran pantalla de la Terraza Imperial me hizo soñar y madurar a la fuerza.

 Una joya del Mini Hollywood

 Aún conservo en mi taller el banco de carpintero que me regaló mi tío Antonio, primo hermano de mi padre. “Una joya de anticuario, digna de un museo”, me dijo. “En ese banco hice las primeras fachadas huecas para los decorados de las películas del Oeste”. Conservaba bocetos de las casas falsas que hizo para “El bueno, el feo y el malo”, “Por un puñado de dólares, “La muerte tenía un precio” y otras películas de Sergio Leone. Como muchos compañeros míos, en algunas de ellas trabajé yo como “extra”, que es el nombre que nos daban entonces a los figurantes. Por 125 pesetas al día.

Almería se había convertido en el nuevo gran plató del Spagueti Western. En aquellos tiempos, nos cruzábamos con Clint Eastwood, y otros por el estilo, caminando por el Paseo. Como si nada. Cuando tallo la madera en ese banco viejo, tan cargado de historia local, la obra de mi tío Antonio, el carpintero de Tabernas, me inspira.

Gran parte de “El feo, el bueno y el malo” se grabó en el Cortijo del Fraile, hoy rodeado de un mar de plástico. Allí se produjo el crimen que inspiró a García Lorca para escribir su “Bodas de sangre” y a Carmen de Burgos, nuestra paisana Colombine, para crear “Puñal de Claveles”. Como presidente de la Junta Rectora de Parque Natural Cabo de Gata-Níjar, trabajé sin descanso para salvar de la ruina a ese cortijo, un icono para nuestra historia literaria y cinematográfica. Tuve más voluntad que acierto.

Trabajé en una docena de películas. La primera, una obra de arte, fue Lawrence de Arabia. Subía y bajaba de un tranvía que atravesaba, entre palmeras, el Parque de José Antonio (hoy, de Nicolás Salmerón). Detrás del tranvía nos seguía, en moto, nada menos que Peter O´Toole. Almería era Damasco. Yo era un turco elegante. Mi estampa pasa tan deprisa en la gran pantalla que difícilmente puedo convencer a mis hijos de que ese turco, con un traje impecable y un fez de fieltro rojo, era yo. Apenas me identificaban.

Conocí entonces a Antony Quinn, jugando a las cartas en el quiosco del 18 de Julio, cerca de mi colegio y frente a la casa de mi amigo Manolo Do Campo. La segunda vez que le vi fue en los estudios de la ABC, en Nueva York, en 1985. Allí pasé un par de noches tomando notas sobre cómo hacían los estadounidenses el primer informativo de la mañana (“Good morning, America”) para crear, casi copiar, el Buenos Días en RTVE en 1986. Recordamos su paso por Almería.

Pasé de la gran pantalla del Mini Hollywood, donde me enfrenté a las primeras filmaciones de mi vida, a la pequeña pantalla de RTVE. La experiencia juvenil de extra en Almería me ayudó, más tarde, a perder el miedo a las cámaras de televisión. Me sentía como uno más del gremio. Actuar en el teatro de La Salle también me ayudó a aliviar el miedo escénico. Gracias a esas experiencias superé las pruebas para presentar la Televisión Escolar de TVE con 22 años.

La tarde que saludé a John Lennon

 Ricky y Steve, hijos del barón Alexander Guillinson, tenían una terraza espléndida para guateques que daba al mar, en su chalet de la Playa de Las Conchas. Desde esa terraza, en el verano de 1967, vimos llegar a la puerta de su casa un Rolls Royce negro, con el volante en el lado del copiloto, y cristales ahumados. De ahí salió, para entrar en la casa de nuestros amigos, uno de nuestros ídolos en persona: el mismísimo John Lennon, el alma de los Beatles.

El barón le había invitado a vivir allí hasta que encontrara una vivienda adecuada para todo el tiempo que precisara la película que iba rodar en Almería. Fue la locura. Una tarde nos visitó en la terraza. Se tomó una copa con nosotros y nos saludó uno a uno. Pedimos a nuestros anfitriones que nos recomendaran al director de la película para trabajar como extras.

A los pocos días, acudimos al rodaje. Allí estaba, en pleno desierto almeriense, el director, Richard Lester. A su lado, nuestro ídolo musical que hacía de protagonista. A mí me vistieron de sargento del Ejército Imperial Británico, con pantalón corto, gorra de plato y bastón de mando. El rodaje era muy raro. Surrealista, diría yo. La película, “Cómo gané la guerra” (“How I won the War”), no tuvo éxito. Para mi fue el no va más.

En 2013, el director de cine y escritor David Trueba me dijo que se marchaba inmediatamente a buscar localizaciones por los desiertos de Almería para “Vivir es fácil…”, su próxima película. Me ofrecí a ayudarle. David Trueba se contentó con utilizar solo mi voz, un par de veces, con acento almeriense.

Al fin, mi nombre, que había salido cientos de veces en la pequeña pantalla de la televisión, como director de programas informativos, entrevistas y telediarios, apareció, por primera vez, en los créditos de la gran pantalla. Salgo el penúltimo en los agradecimientos.

Almería, por debajo del paralelo 37 N, es una tierra bendecida para el cine. Al ser uno de los lugares más al sur de Europa, y ofrecer seguridad física y jurídica y paisajes montañosos preciosos, puede recrear lugares en donde es peligroso y costoso irse a rodar. No solo México o el Oeste de EE.UU. A la misma altura que Siria, Irak o Afganistán, nuestra tierra puede recrear estos mundos para la tele o el cine, ya sean reales o imaginarios (Indiana Jones, Conan el Bárbaro o, recientemente, Juego de Tronos). Deberíamos apoyar más esta industria.

A mí me dio alas. ¡Madre mía! Me codeé con Antony Quinn y John Lennon y, como tallista, le di buen uso al banco de carpintero de mi tío y acabé en la tele. Todo por Almería y el cine.

Soy el de la derecha, vestido de sargento del Ejército Imperial Británico, durante el rodaje de la película de John Lennon en Almería.

 

En este banco, que utilizo para mis tallas de madera, hizo mi tío Antonio, carpintero de Tabernas, varios decorados para las películas del Mini Hollywood de Almería.

 

Sara Montiel, en La Violetera,

Sara Montiel, en El último cuplé, película prohibida para niños, que yo vi desde el terrado de mi abuela.

¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

 

Al ver mi nuevo peinado, amigos de mi barrio me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. Me vestía y me peinaba como mis nuevos compañeros del colegio La Salle, compañeros de aula, aunque no de clase.

Mi articulo en La Voz de Almería, hoy, 16-2-2022.

Almería, quién te viera… (11)

¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

J.A. Martínez Soler

Nunca supe cómo consiguieron mis padres la beca para que yo estudiara gratis en un colegio para ricos como La Salle. En clase yo era el nuevo, tímido y asustado, rodeado y observado por más de veinte niños-lobos que siempre iban vestidos con ropa de domingo. Los miré de reojo. Se peinaban como los del Paseo. Sus rodillas apenas tenían mataduras, ni costras ni cicatrices. ¿A qué jugarían para tener las rodillas tan limpias?

Todos los hermanos eran maestros cuya orden religiosa nació para enseñar a los pobres. En Almería, desde luego, no era el caso. Casi todos eran niños de clase media y alta. Mi madre me llevó a la barbería del paseo Versalles, y dio instrucciones precisas de cómo debían cortarme el pelo.

Mi nuevo peinado con gomina era una escultura, casi de piedra. Duraba casi todo el día. El pelo se quedaba endurecido. Era algo bastante común en La Salle. Cuando regresaba a mi calle, al atardecer, me despeinaba, me alborotaba el pelo, para no parecer un traidor a mi barrio. Amigos de mi calle me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. ¿Tendrían piojos los niños de La Salle? No me imaginaba yo a sus madres sentándolos en el tranco de la puerta de sus casas, como hacían con nosotros en plena calle, para peinarles con la liendrera, un peine especial muy duro y con sus dientes muy juntos. Por asqueroso que parezca, lo más divertido era aplastar a los piojos entre las uñas de los pulgares. Una explosión que nos producía risa.

Como un camaleón, pronto me confundí con los de mi nueva clase, ahora también social. Vestía y peinaba como ellos. No quería ser rechazado por mi procedencia de otra clase más baja, sino ascender a su Olimpo tan admirado y/o envidiado. Quería ser como ellos, pero, a la vez, tenía miedo a parecer ridículo. Peor aún, traidor a mi barrio.

Quizás gracias a mis nuevos amigos, pronto me aceptaron como uno más. A esa edad, lo más importante era ser querido por tus pares. Manolo do Campo, a quien tanto quise, me salvó del riesgo de naufragio. Me percaté de que en sus casas había más libros que en la mía. Pese a mi inseguridad, bien disimulada, pronto abandoné el rincón del patio y empecé a participar con los nuevos colegas en los juegos del recreo. Eso ya era otro cantar. Hice amistades que aún perduran.

Años más tarde, harto de la hipocresía de algunos frailes, que abusaban de los niños más débiles y vulnerables, unas veces con exceso de caricias, no solicitadas, y otras, con malos tratos, no merecidos, fui abandonando el redil de los frailes. Desengañado, me uní a la JOC (Juventudes Obreras Católicas), lo que fue muy mal visto por los hermanos de La Salle.

Yo hacía oídos sordos a sus pláticas. Desde luego, mi padre era rojo y no hacía esas cosas tan terribles que le atribuían mis frailes. Un día mi padre me reconoció que, en la guerra, ambos bandos cometieron crímenes horrorosos. Los rojos más exaltados habían quemado iglesias y fusilado curas y frailes. Les consideraban aliados de los fascistas que habían dado el golpe de Estado contra la legalidad republicana. Los fascistas también se ensañaron contra los republicanos. Me concretó algo que no he olvidado: “Fueron especialmente crueles contra los maestros. Ya ves”.

Tomé buena nota. Si tenía que elegir entre mi padre, un héroe para mí, y aquellos frailes, enardecidos por la guerra civil, que ellos llamaban Santa Cruzada, no tenía duda. Aunque yo era entonces católico practicante, elegí siempre a mi padre, por muy rojo que fuera. La conclusión frente a aquel adoctrinamiento era clara: los frailes mienten.

Esas “reflexiones” religiosas, tan sesgadas e interesadas, me fueron creando un callo de incredulidad en mi cerebro. Cuando el hermano nos aseguraba que, por ejemplo, el cuarzo cristalizaba en el sistema hexagonal yo lo ponía automáticamente en duda. En cuanto podía, lo contrastaba con el libro de texto o con una enciclopedia de la biblioteca. Así, fui creciendo en la desconfianza hacia lo que nos decían los maestros. Aprendí a buscar repuestas en otras fuentes ajenas a las religiosas. Ahora que lo pienso: ¡Qué buen adiestramiento forzoso tuve, desde muy niño, al tener que contrastar cualquier cosa con otras fuentes más fiables! Me sirvió, y mucho, para ejercer más tarde el periodismo.

Como un transformista poco experimentado, me fui adaptando al cambio diario que me exigía vivir en dos pandillas de mundos tan distintos y, a veces, antagónicos: el del colegio de ricos y el de mi barrio obrero. Con la práctica, mi sentimiento inicial de traición a la pandilla contraria se fue diluyendo en ambas direcciones. Me sentía cómodo en las dos, con tal de que no se cruzaran. Maestro del disimulo. De haberse cruzado, no sabría a cuál preferir. Eran amores distintos. Lealtades incomparables. Al final, aunque no fue fácil, me siento afortunado de haber vivido en ambos mundos.

Poco a poco, llegué a confundirme con el ambiente de la clase media y media alta. Me aceptaron, sin reservas, como uno de ellos. No todos. Aprendí a comer finamente, por ejemplo, con la pala del pescado. Las gambas, no. En mi casa, mi padre y mi hermana se reían de mis finuras. Mi madre no. Le doy gracias. Al principio, me parecían ridículos los esfuerzos, legítimos y muy caros, de mi tía Dolores para que su hija aprendiera piano, un auténtico ascensor social. Más tarde, lo comprendí. Mi prima, la más lista de la familia, ascendió de clase antes que yo. Mi tía tenía razón. Imitándola, mis padres enviaron a mi hermana Isabel al Milagro, un colegio de pago de monjas en el que, con su uniforme gris, se confundía con las demás niñas de gente más pudiente que nosotros.

En La Salle mantuvieron, más allá de lo recomendable, un régimen cuasi militar basado en la disciplina y en los castigos físicos y psicológicos. La violencia de algunos frailes sádicos con los alumnos no estaba entonces mal vista. Hoy se llamaría tortura. Lo aprendieron en sus seminarios. Abundaban los pescozones, bofetadas, coscorrones, golpes en la cabeza con los nudillos o con el grillo de madera, palmetazos con la regla en la mano extendida o sobre las uñas, tirones de las patillas. Un fraile iracundo le tiró el grillo de madera a un alumno que estaba distraído. Si le da en la cabeza, lo mata. Un castigo cruel era ponerte cara a la pared, con los brazos en cruz sosteniendo un libro en cada mano. O de rodillas. En aquel ambiente de miedo a los malos tratos se respiraba el efecto de la represión sexual, obligada por el celibato y embalsada y retorcida de una manera enfermiza. Algunos frailes aplicaban lo aprendido en sus seminarios. El maltratado, maltratador.

La frase favorita de mi madre, mil veces repetida, era: “Hijo mío, no te signifiques”. Mi padre, más Quijote que Sancho, contradecía así a mi madre: “Cuando alguien te diga que sientes la cabeza lo que te está diciendo, de verdad, es que la agaches. No lo olvides”. “He traicionado a mi clase” , dijo Salvador Dalí, “nací en la burguesía y me pasé a la aristocracia”. Como tantos otros, yo nací en la clase obrera y, de la mano de La Salle, me pasé a la clase media. En los años sesenta ¿quién no soñaba con un 600 y con una cabeza libre de piojos? Al final, convivir en La Salle con gentes de mayor nivel cultural que mi familia me ayudó a amar la lectura y aumentó mi sed de conocimientos.

Mi clase en La Salle. Soy el segundo por la derecha de la última fila.

Excursión al cortijo de los frailes. Estoy detrás del que sostiene un palo.

Y mi colega José Antonio Marco, director de Hora 14 de la cadena SER, me preguntó ayer en directo por los efectos de mi denuncia pública en La Voz de Almería. La verdad es que, como periodista de prensa, radio y televisión, ha pasado más de medio siglo haciendo preguntas a todo el mundo y respondiendo a muy pocas. Ayer me sentí cohibido, incluso dubitativo, al tener que contestar a las preguntas muy oportunas del director de Hora 14. Creo que nunca me sentí tan incómodo hablando en la radio. Una cosa es escribir, pensando y repensando lo que escribes, y otra, hablar en directo por la radio sobre una basurilla que había ocultado como un cobarde, un asunto personal tan íntimo, que llevaba escondido, en el rincón más oscuro de mi corazón, desde hace más de 60 años. Cuando volví a escuchar el podcast, reconocí mi incomodidad al hablar de este asunto tan turbio. A pesar de todo, creo que hice bien, gracias a mi mujer, Ana Westley, y a Alejandro Palomas, que fue más valiente y abusado que yo. Me quité un peso de encima. Espero que contribuya al Me too de tantos otros para acabar con esta lacra delictiva de abusos de curas y frailes a niños indefensos que la presidenta de Madrid, Isabel Diaz Ayuso, llama «errores». Serán pecados o «errores», pero, sobre todo, son delitos, señora Ayuso.