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Nuestra nieta cumple 3 años en EE.UU y cumplirá 4 en España

Alguien pensará que no es noticia para el blog de un abuelo: Mi nieta se mudará a España en 2024.  ¡Que paren las máquinas!. Hoy terminó la semana emocionante del tercer cumpleaños de Ana Isabel Martínez Gabriel en Santa Fe (NM). Sus padres, Chaz y David, se mudan con ella a España en 2024. ¿Qué más puedo pedir? Estamos muy felices al poder reunir a toda la familia, tan desperdigada, por fin, en España. Gracias, hijos.

Antes de solpar la vela

La sonrisa del día

Con su padre David, chef del pavo

 

Mi hijo David es chef y pintor. Cada plato, un cuadro.

David celebró el cumple con sus vecinos con un pavo anticipado de Thanksgiving. En noviembre lo repetiremos en Madrid

La siesta del pastor, antes de comer.

Un día completo. Mejor, imposible. Feliz cumpleaños, Ana Isabel.

 

La democracia no peligra en mi pueblo

Hoy he vivido la democracia en acción. Y, para mi sorpresa, no ha ido mal. Nada que ver con la intolerancia y/o el odio personal y ramplón que preside eso del «Sanchismo o España» de Feijóo. La Junta General, presidida por una Junta Directiva elegida por sorteo, ha transcurrido en paz, con debates, sí, pero en paz. Después de un periodo de crispación, al parecer insoportable, la Junta anterior dimitió y ningún vecino escaldado quiso presentarse a las elecciones. Por eso, el azar ha querido que un grupo de vecinos, sin ansias de mandar ni de complicarnos la vida, tuviéramos que aceptar el veredicto de la suerte. Por fuerza mayor… y -¿por qué no?- también por amor a La Raya del Palancar, urbanización de Villanueva de la Cañada (Madrid) donde mi esposa y yo compramos la parcela en tiempos de Franco y hemos criado a nuestros tres hijos.

La Junta Directiva de mi Urba, elegida por sorteo, recibida por Luis Partida, alcalde de Villanueva de la Cañada (Madrid) elegido por los vecinos. Estoy entre el alcalde y Hermenegildo Morell, nuestro flamante presidente.

Seguramente por mi edad y mi buena relación con Luis Partida, nuestro alcalde del PP, casi vitalicio, que ha vuelto a ganar las elecciones, me han adjudicado el cargo no solicitado de Vocal de Relaciones Institucionales. Sin hacer campaña, el azar me ha concedido el primer cargo político de mi vida. Ahí es nada. Y hasta un vecino me ha confiado su voto para la asamblea de hoy.

Documento gráfico de la delegación de voto de un vecino.

En mi Urbanización hay 391 parcelas con derecho a voto. Como en toda comunidad de vecinos, tal como manda la Ley, votan los propietarios de las parcelas y no quienes habitan en ellas. Ya sabemos que se trata de un voto censitario, como antes de la Revolución Francesa, pero eso es lo que hay.

Reunión relajada con el alcalde que celebró el fin de la crispación que dejó sin Gobierno a mi Urba.

Hemos empezado con buen pie, pues la asamblea de propietarios ha aprobado hoy las dos propuestas que hemos presentado: la contratación de una nueva administradora, para nuestra tranquilidad, y la apertura del restaurante del Club Social antes del verano para satisfacer las demandas permanentes de muchos vecinos. El presupuesto ha quedado pospuesto a una próxima asamblea pues ya era la hora de comer.

Nuestro Club Social, sin restaurante desde hace tiempo.

Recuerdo la primera y única vez que asistí a una Junta General de mi Comunidad de Propietarios, allá por 1977, cuando regresé de Estados Unidos para votar el 15-J por primera vez en mi vida. En Nueva Inglaterra había asistido a varias asambleas semejantes (llamadas «Town meeting») y me escandalizó el feroz enfrentamiento que había en los debates entre las dos concepciones del mundo, entre la derecha y la izquierda norteamericanas. Pues bien, la incapacidad para dejar hablar, con cierto orden, a los vecinos y los gritos e insultos que presencié en aquella primera experiencia de «democracia en acción» me escandalizaron mucho más que los que vi en Estados Unidos. Aún estaban vigentes la leyes del dictador y, quizás, también sus usos y costumbres.

La democracia aún no había llegado a España y la Constitución no había sido aprobada. Durante casi 500 años, no tuvimos la costumbre de convivir en libertad ni de escuchar al otro. La intolerancia era la norma. Aquella asamblea de vecinos, que tanto me deprimió y enfadó, fue un ejercicio de barbarie y enfrentamientos a cara de perro. Por eso, decidí entonces, quizás irresponsablemente, no volver a asistir a ninguna más. Hasta hoy, 46 años después.

¡Madre mía! Hay que ver cómo ha mejorado la convivencia en liberad en España. Daba gusto escuchar los debates, las discrepancias y, más aún, las disculpas por si alguna opinión sobre personas pudiera haber ofendido la sensibilidad de alguien. La asamblea de mi Urba ya no era pasto de bárbaros, como en 1977. Más bien, parecía una reunión de finos y educados diplomáticos salidos de Versalles. Salí contento por no haber rechazado, con alguna excusa, mi nombramiento por sorteo. Creo que fue Virgilio quien escribió en su Eneida que «La suerte acompaña a los audaces». Reconozco que, en esta ocasión, no he sido audaz. Solo un propietario con suerte, ya que hoy he comprobado que la democracia no corre peligro entre mis vecinos. Hubo respeto. ¡Quién lo diría!

Nuestros líderes políticos podrían tomar nota. Si no llegan a acuerdos, podríamos probar a elegir a los siguientes por sorteo. A veces, el azar ordena el caos.

 

 

 

 

 

España eres tú, querido Iñaki

Anoche vi, no sin cierta tristeza, la despedida periodística de Iñaki Gabilondo en Movistar con su «última» pregunta a varios entrevistados de campanillas: «¿Qué (diablos) es España?.

Iñaki Gabilondo , el gran escuchador

Desde mi sofá me dieron ganas replicarle al gran escuchador: «¿Y tú me lo preguntas? España eres tú». Eso pensé yo anoche. Y hoy leo la columna del joven Jordi Amat en El País que concluye con la misma línea: «España podrías ser tú». Sin conocernos, ambos hemos llegado a la misma conclusión, una conclusión cargada de esperanza y buena leche sobre el presente y el futuro de nuestro país. Aquí abundan los Iñakis moderados, dialogantes, esperanzados, firmes en sus principios, duros con las espuelas y blandos con las espigas… Aunque los entrevistados hurgaron, incluso se regodearon, en nuestras heridas históricas, el programa resultó equilibrado y digno del maestro Gabilondo. Me gustó.

Columna de Jordi Amat, uno de los invitados de Iñaki, en El Pais de hoy.

La pregunta, pese a pecar de repetitiva desde el Desastre del 98, es pertinente en estos momentos de zozobra por la polarización política (mucho de boquilla) y los discursos de odio de los extremistas. Sin embargo, no veo razón para tanto pesimismo y desasosiego como dejaba entrever Iñaki en su despedida (que no me creo) de los micrófonos. Basta con leer y/o viajar para comprobar que España no es diferente, como vendía Fraga, ministro de Franco y padre del PP. En lo fundamental, nos parecemos mucho a los demás países europeos y, en lo accesorio, podemos sacar pecho frente a varios de ellos.

Recordaba anoche una frase que, sobre la Transición de la Dictadura a la Democracia, me dijo el profesor Galbraith en los años 80, paseando por en el yard de la Universidad de Harvard: «Es increíble lo que habéis conseguido en España». Me sentí orgulloso y agradecido, por la parte pequeña que me tocaba. Ya vale de flagelarnos más de lo imprescindible.

Cito al profesor Galbraith en el Epílogo de mi libro «La prensa libre no fue un regalo»

Me sorprendió que, entre tantos sabios invitados, apenas se mencionaran los orígenes medievales de España (cristianos, musulmanes y judíos) que son la base de la posterior leyenda negra contra el imperio que tanta sospecha vertió sobre «limpieza» religiosa de los españoles. Aquel «melting pot» de las tres culturas (que convivían y se mataban, volvían a convivir y a matarse) tuvo una enorme influencia en los debates académicos sobre el ser de España que protagonizaron Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, entre otros.

Durante largas y ricas conversaciones, tales debates se han repetido en las sobremesas de mi casa. Hace poco, encontré en una foto/joya de aquellas tertulias en mi sótano.

Juan Marichal, Solita Salinas, mi esposa Ana Westley, Gabriel Jackson y un servidor, en el comedor de mi casa.

Pese a mi costumbre de gran hablador, en esas reuniones con tales maestros y amigos yo me convertía en un obligado (y embobado) escuchador. Como el Iñaki de anoche.

Mi madre tenía la costumbre de hablarme cuando yo salía en la tele. Solía decirme: ¡Qué estropeado estás, hijo mío! Pues anoche estuve a punto de hacer de apuntador y hablarle yo al colega Gabilondo que aparecía en la pantalla. Me hubiera gustado contarle la frase que aprendí de Alfonso Escámez, un aguileño que llegó de botones a presidente del Banco Central, el primero de España. La atribuía San Agustín:

«Cuando me considero soy un pecador, pero cuando me comparo soy un santo».

Pues eso, querido Iñaki. Ya quisieran los colegas europeos tener entre ellos a un periodista, uno solo, como tú.  Levanta esa moral y disfruta a tope de la jubilación.  Que 80 años no es nada…

Y enhorabuena por tu carrera profesional que admiro y envidio (no sé en qué orden). Suerte en las próximas décadas.

 

 

Mi libro en El Siglo de Europa. Gracias, Pepe

Mi amigo y colega Pepe García Abad (a quien vi el martes 27 en la primera fila del venerable salón de Actos del Ateneo) fue subdirector del semanario Doblón y director en funciones, mientras yo me recuperaba de las heridas provocadas por las torturas de mis secuestradores. Es un periodista y escritor brillante, clave en la Transición y más allá, con quien he compartido grandes aventuras profesionales y muchas risas. Y hasta la construcción de nuestras casas en el mismo barrio. Me ha pedido que le escriba una reflexión sobre mi libro para la revista elsiglodeeuropa.es que él fundó.

Mi artículo en elsiglodeeuropa.es

Lo hago de mil amores y lo comparto también con mis lectores de 20minutos.es. Todo aprovecha para el convento. Gracias, Pepe.

La prensa libre no fue un regalo

 José A. Martínez Soler

Mi último libro (“La prensa libre no fue un regalo”) trata de la forja de un periodista que transitó de la Dictadura a la Democracia, sin querer volver a las andadas de otra guerra civil tras la muerte de tirano. Fue una lucha larga y arriesgada de los periodistas, pero, sobre todo, de la sociedad española entera a la que el traje, rígido y opresor, impuesto por el dictador se le rompía por las costuras.

Ahí cuento como peleábamos por la libertad de expresión palabra a palabra. Nos procesaban en distintos tribunales especiales, ordinarios o militares, por delitos de prensa o de orden público, la censura nos prohibía el reparto de ejemplares, la policía nos perseguía, nos detenían… Yo mismo fui secuestrado, torturado y sometido a un fusilamiento simulado por haber publicado un artículo sobre la purga de mandos moderados en la Guardia Civil. Con una pistola a dos palmos de mi frente ensangrentada, pensé que iba a morir. Y sigo vivo para contarlo. Por fin, me atrevo a contarlo.

Esta es una historia de periodistas y políticos, de empresarios y trabajadores, que trata de describir, a veces explicar, cómo se gestó la Transición pacífica en España. Una rara historia de éxito. Algunos jóvenes piensan ahora, quizás con razón, que nos quedamos cortos al optar por la reforma política y no por la ruptura total con el pasado. Posiblemente, no saben que tuvimos miedo, mucho miedo. Miedo legítimo al ruido de sables y a la represión policial.

A medida que el dictador se acercaba a su fin, los franquistas, vencedores de la guerra civil, también tuvieron miedo a la eventual revancha de los vencidos. El miedo mutuo, una pizca de generosidad y la desconocida debilidad de ambas partes, nos hizo demócratas. Por eso nació la Constitución del 78, la más larga, y la única en paz, de la historia de España. Por fin, le quitamos la razón al gran poeta Ángel González. Decía que la historia da España era como la morcilla de su pueblo: “se hace con sangre y se repite”. Pues, no. Esta vez no fue así. Se hizo sin sangre y, pese al intento de Golpe de Estado del 23-F de 1981, no se repite.

Aunque no lo parezca, mi generación lo tuvo fácil. Cuando, por razones también biológicas, saltó el tapón generacional de los ex combatientes, incrustados en la prensa de la Dictadura, los jóvenes periodistas, ansiosos de libertad, ocupamos su lugar. Gran oportunidad. Teníamos un presente oscuro y un futuro brillante. Mi compañero de mesa en el diario franquista Arriba nos hablaba de sus batallas en la División Azul que luchó a favor de Hitler. En el despacho de al lado, Antonio Izquierdo solía poner su pistola junto a su máquina de escribir. Cerca de mi mesa había dos redactores próximos al Partido Comunista. Fascistas abiertos y comunistas y demócratas clandestinos convivíamos en la misma redacción. Los primeros, en declive; los segundos, en alza. En la muerte de Franco, la curva descendente de los franquistas se cruzó con la curva ascendente de los demócratas. Eso también ayudó la Transición pacífica.

La Iglesia católica, con el cardenal Tarancón al frente (“Tarancón, al paredón”, gritaban los fascistas del bunker) fue evolucionando lentamente del rígido nacional catolicismo, que bendecía al dictador bajo palio en sus templos, hacia posiciones mas abiertas y dialogantes. Algo parecido ocurrió con el Ejército. Ante la muerte cercana de Franco ya no era una piña. Surgieron los oficiales y jefes de la UMD (la Unión Militar Democrática) que envidiaban a sus colegas portugueses que, con claveles en sus fusiles, nos precedieron en la transición en paz de la Dictadura a la Democracia.

Y la prensa ayudó lo que pudo. Lo contaba como podía. Denunciaba la corrupción generalizada del franquismo y su incapacidad para homologarnos con Europa. Queríamos ser ciudadanos libres, como nuestros vecinos del norte, y no súbditos oprimidos por un tirano que venció en la guerra civil con la ayuda de Hitler y Mussolini.

Muerto Franco, Adolfo Suárez y otros franquistas, convertidos en demócratas de toda la vida, contribuyeron a desarmar las instituciones de la Dictadura, mediante la Ley de Reforma Política, y legalizaron a los sindicatos y partidos clandestinos, incluido el Partido Comunista. Los extremistas o inmovilistas del bunker franquistas se refugiaron durante décadas en sus cuevas. (Solo ahora enseñan su patita con las siglas de VOX). Los demás firmaron los Pactos de la Moncloa y acordaron la Constitución de 1978, la única aprobada sin ruptura con el pasado. Surgieron líderes extraordinarios (Suárez, Abril Martorell, González, Guerra, Carrillo, Fraga, etc.), propiciados por una situación de alto riesgo también extraordinaria. Fue una transición bastante ejemplar, con sus luces y sombras, que ha servido de ejemplo para otros países.

Creo que toda la sociedad española debe felicitarse por ello y animar a los jóvenes para que no se duerman en la defensa de la libertad. “Por ella, Sancho, se puede y se debe aventurar la vida”, dijo don Quijote. La libertad, como el oxígeno, se valora más cuando te falta. Y ésta no nos tocó en una tómbola. Ojalá nunca les falte a los jóvenes de hoy, mejor formados que nosotros. Este no es un libro de texto para futuros periodistas, pero puede ayudarles a construir y consolidar su futuro en libertad conociendo mejor el pasado de su padres y abuelos. Así sea. Y a los de mi generación puede provocarles un ataque de nostalgia (“La sonrisa al trasluz” que decía Gómez de la Serna) y, ¿por qué no?, un chute de amor a España. Amén.

Aquí van algunas páginas del libro en las que cito a Pepe García Abad.

Pag 203

Pag. 208

Pag 241

Pag 305

Pag. 390

Por ahí va Pepe entre los abrazos cruzados en el Ateneo. Siempre estaré en deuda con mi querido Pepe García Abad y, cómo no, con su chica Carmen Arredondo.

 

En Europa se besaban por la calle

Con 16 años y mi mochila a cuestas, fui paseando por la Kaiser Strasse, de Fráncfort. Mi primer viaje, solo, al extranjero. Iba muy excitado y nervioso. Mirándolo todo. Anochecía. Todo estaba repleto de letreros luminosos en alemán. Yo solo sabía un poco de francés. Canturreaba para engañar al miedo que tenía en el cuerpo. Lo cuento hoy en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es

Mi articulo de la serie «Almería, quien te viera….(23) publicado hoy en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es

 

Almería, quién te viera… (23)

En Europa se besaban por la calle

J.A. Martínez Soler

Qué diferente era Almería de Europa en 1963. Mi primer viaje al extranjero me llenaba de ilusión. Con 16 años, cubría mis inseguridades con un exceso de confianza. Me comía el mundo. Pensaba, de forma provinciana, que lo poco que conocía de mi tierra era lo mejor del planeta. Al llegar a Europa me di cuenta de lo poco que sabía. Me llené de dudas que me hicieron cuestionarme muchas cosas. Fue un choque difícil, ver que no era nadie. Sin embargo, qué alegría ver mundo.

Por primera vez en mi vida, en aquel verano de 1963, me encontré solo en un país extranjero. La razón que había dado a mis padres para que me dejaran viajar hasta Francfort, y me financiaran, fue poder asistir a la boda de mi primo Juan Antonio Bretones Martínez con Erika Kiefer, su novia alemana. Iría acompañado por mis tíos. Ningún problema. Al día siguiente del banquete nupcial, me despedí de todos y me apunté a viajar con unos amigos de mi primo hasta Lyon. Me había citado con ellos esa mañana en la estación del tren. ¿Vendrían a por mi?

Con mi mochila a cuestas, fui paseando por la Kaiser Strasse, la calle principal de Fráncfort. Iba muy excitado y nervioso. Mirándolo todo. Anochecía. Todo estaba repleto de letreros luminosos en alemán. Yo solo sabía un poco de francés. Canturreaba para engañar al miedo que tenía en el cuerpo.

Algo despistado, miraba el mapa de la ciudad, camino de la estación. Vi aparcados varios coches. Dentro estaba solo el conductor con la puerta del copiloto entreabierta. Luego me percaté de que todos los conductores eran conductoras. Una de las conductoras me llamó en alemán y en inglés. Le dije que solo entendía francés o español. Entonces, muy amable, me invitó con gestos y en francés a sentarme en su coche y me preguntó por lo que buscaba en el mapa. Pensé: “¡Qué simpáticos son los alemanes con los forasteros!”.

Encendió la luz para mirar el mapa y, en ese momento, al ver sus pinturas de guerra y sus muslos a la vista, comencé a percatarme de que su ayuda no era tan desinteresada como yo había creído. Medio en inglés y medio en francés, me ofreció “sus servicios” por un precio especial en un hotel cercano. Mi primer día solo en Alemania, y ya estaba metido en un buen lío. Primero, me asusté. Luego, me avergoncé por haberme visto en esa situación. Le di las gracias en francés y, a toda prisa, salí escapado del coche. Siempre me parecieron despreciables los clientes que favorecen la esclavitud de la prostitución, aunque menos que los pederastas que abusan de los niños y niñas.

Aceleré el paso, casi al ritmo de mi corazón, hasta que me topé con la impresionante puerta de la Bahnhof, la estación de ferrocarriles. Ya era de noche. Hacia la media noche, decidí tumbarme en un banco de la Estación con la mochila de almohada. Dormí como un lirón. Llevaba el dinero en un bolsillo de tela pillado con un imperdible en el interior de los calzoncillos. Fue un invento de mi abuela Isabel, gran emprendedora. Ella lo hacía así cuando viajaba en tren desde Nacimiento hasta Barcelona. Llevaba jamones y traía telas.

Nada más despertarme, con el cuerpo molido por la dureza del banco de madera, empecé arrepentirme de haber iniciado este viaje que, en aquel momento, consideré alocado y prematuro. Era, entonces lo supe, puro miedo a lo desconocido, a esa mezcla explosiva de inocencia y temeridad tan propia de la juventud.

Desayuné otra salchicha y, con un retraso que me pareció eterno, antes de comprar el billete para Ginebra y Lyon, me encontré con mis compañeros de viaje. Respiré aliviado. El viaje por Alemania y Suiza, en un “dos caballos”, con tienda de campaña, fue espectacular. Antes de anochecer, empezó la fiesta local de la cerveza en un pueblito de la selva negra. Lo supimos por la música, los gritos y las risas. Había muchos jóvenes soldados norteamericanos de una base cercana de la OTAN. ¡Madre mía, qué juerga! Esto de Europa me empezó a gustar de verdad. Por ser forasteros, todo gratis. No había bebido tanta cerveza en mi vida.

El mayor choque cultural y/o moral lo sufrí en Lyon, donde tenía acceso al apartamento de mi primo. Con mi pobre francés podía hablar con la gente y hacer amigos. Allí comprobé el trato que tenían los chicos y las chicas de mi edad. Con total naturalidad se acariciaban en público. Se besaban por la calle. Fui al parque de la Tête d´or, una maravilla de la naturaleza. Como si fuera lo más natural del mundo, las parejas, tumbadas en la hierba, se abrazaban y besaban.

Los jóvenes de Lyon rompieron mis esquemas. Mi concepción del mundo, si es que la tenía entonces, saltó hecha añicos. Los mayores también me sorprendieron. Hablaban de todo. Sin miedo. Recordaba los miedos de mi madre. Quería decirle que, en Francia, “las paredes no oyen”. La policía no te detiene por lo que dices. Ni te fusilan por lo que piensas, como hizo Franco en España, en abril de ese mismo año (1963), con Julián Grimau por ser comunista. Vi carteles con la foto de Grimau y el titular “Franco Assasin”. (Mira por donde, hoy tenemos una vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, que es comunista).

Difícil de digerir, de golpe, tantas sensaciones nuevas. Aproveché para comprar algunos libros prohibidos de Ruedo Ibérico. Francia era un país libre. Podías comprar libros, sin censura previa, hablar libremente con cualquiera, sin miedo a que te detuviera la policía, y los jóvenes se besaban por la calle.

Conocí a algunos españoles, exiliados desde la guerra civil, como mi tío Antonio, el miliciano, que estaban locos por volver a su tierra y ver a sus familiares en cuanto muriera el dictador. Casi con lágrimas en los ojos, me preguntaban por todo sobre España. Me avergonzaba responder a las preguntas que me hacían sobre la Dictadura.

También encontré a otros que emigraron a Francia en los últimos años para enviar dinero a sus familias. Uno quería montar un bar, otro soñaba con un taller mecánico. Estaban afiliados a sindicatos libres. Me lo explicaron. Claro que también me dijeron que en algunos bares racistas prohibían la entrada a españoles y portugueses. Me pasaba el día comparando la vida en Almería y en Lyon. Un desastre. Un choque brutal entre la tradición y la revolución. Creo que mi proceso de politización, quizás prematuro, comenzó en aquel viaje veraniego al extranjero.

¿Por qué Felipe II prohibió, como hizo Franco, la entrada de libros extranjeros en la católica España? ¿Por qué éramos los españoles más pobres y menos libres que los demás europeos? Según nos cuenta la Historia, no fue siempre así. Ni tenía por qué seguir siendo siempre así. De hecho, basta con ver cómo han cambiado las cosas. Ahora es Europa la que viene a Almería y valora nuestra forma de vida … y nuestras ricas hortalizas tempranas. Tenemos hasta radios y revistas en inglés.

Claro que entonces yo quería respuestas. Y las quería ya. Me hice tantas preguntas, acopié tantas dudas, durante aquellos tres meses, que al salir de esa enfermedad que llamamos adolescencia (y que solo se cura con el tiempo) empecé a considerar que debería seguir toda mi vida haciendo preguntas. De hecho, a eso he dedicado más de medio siglo. Con 16 años, sin saberlo, Europa me abrió las puertas a mi futura profesión. Así empezó, ahora lo reconozco, para bien o para mal, la forja de un periodista.

Viaje, en un «dos caballos», con tienda de campaña, de Francfort a Lyon.

En la boda de mi primo, cerca de Francfort, con pajarita.

En la boda, detrás de los novios

Mi primer baño en Ginebra. Inmenso lago.

Cartel contra el asesinato de Julián Grimau, en abril de 1963, en la España de Franco

 

 

 

 

 

Los plásticos se ven desde el espacio

Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces: “De contratista a ladrón/ no hay más que un escalón/ y es tan bajo/ que lo salta un escarabajo”. Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.” Hoy lo cuento en mi blog de 20 minutos y en el diario La Voz de Almería.

Mi artículo 20 de la serie «Almería quién te viera…» publicado hoy domingo, 24 de abril, en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (20)

 Los plásticos se ven desde el espacio

J. A. Martínez Soler

A principios de los años 60, vi un acto de solidaridad entre mis vecinos de la calle Juan del Olmo. Regresaba del colegio, al atardecer. Al llegar a la altura de la casa de don Andrés, el cura, contemplé un enorme bullicio en la puerta de mi casa. Con sus propios martillos, media docena de vecinos ayudaban a mi padre a clavar tablones en forma de U, que sirvieran para el encofrado de las “canalillas”, acequias para repartir el agua en los campos de secano de El Ejido. Las cargaban en un viejo camión Dodge, casi chatarra, que mi padre había comprado.

Prácticamente arruinado por la aventura del pozo, con el dinero que le quedó, tras vender el Cortijo de La Rumina y pagar los créditos e hipotecas, mi padre empezó un nuevo negocio. Otro sueño – ¡madre mía! – ligado al agua. Ganó un concurso público por el que se comprometió con el Instituto Nacional de Colonización a construir las acequias de hormigón que repartirían el agua de los nuevos pozos del Campo de Dalías, entre El Ejido y Roquetas. Era un secano, como el de La Rumina, lleno de piedras, lagartijas y espinos.

Terminó la construcción sin apenas obtener beneficios. Fue a la subasta con un precio muy bajo para asegurarse la concesión de la obra pública. “Lo comido por lo servido”, decía. Se hizo fotos ante el cartel oficial de las primeras obras de regadío de El Ejido, que llevaba el nombre de su flamante empresa como adjudicataria de aquellas acequias de bloques y hormigón. Le vi contento con su primera obra.

Le pregunté por qué no había ganado dinero con esas acequias de Colonización de las que estaba tan orgulloso. Me dio dos razones. Primera: meses después de haber ganado la subasta pública, el cemento había subido de precio por el nuevo boom de la construcción. Aunque a veces lo hacía, el Gobierno no quiso, en su caso, revisar los presupuestos de la obra de acuerdo con los nuevos precios del cemento. Con eso, se estrechó su margen de beneficio. “No tenía agarraderas”, me dijo, “o sea, enchufes con los gerifaltes del Régimen”.

Segunda: ofreció un precio muy bajo, ajustando mucho los costes, para ganar el concurso frente a los competidores. Mi madre dijo que era un ingenuo, incapaz de hacer trampas como los demás, y que le iban a despellejar si seguía de contratista de obras públicas. Más tarde, me enteré de cómo se hacían muchas subastas de obras públicas. O, mejor dicho, las pre subastas.

Los contratistas de obras, que estaban dispuestos a acudir a la subasta se reunían en unos cafés cercanos a la Delegación del MOP (Ministerio de Obras Públicas). Creo que se llamaban La Parrilla y El Pasajes. Tenían los sobres sin cerrar con la documentación preparada para entregar al Registro Oficial del MOP. Cada uno de ellos escribía en secreto en un papel, incluso en una servilleta del bar, la cantidad de dinero que estaba dispuesto a repartir entre los demás si le dejaban ganar el concurso. El que ofrecía más dinero a sus colegas competidores se quedaba con la obra. El ganador no tenía que arriesgarse con una fuerte bajada del coste previsto por el Gobierno. Todos ganaban con aquellos concursos amañados. Todos, menos los contribuyentes. Aquello tenía toda la pinta de ser delito de estafa, prevaricación, tráfico de influencias y alzamiento de bienes.

Mi padre cae y se levanta

Mi padre hizo un par de obras más: unos kilómetros de carretera, asociado con Enrique Barrionuevo, y un pequeño puente. Volvió a arruinarse. Me contó que una vez se puso a fabricar caramelos y jabón. Obtuvo las fórmulas en una enciclopedia de la Biblioteca Villaespesa. Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces:

“De contratista a ladrón

no hay más que un escalón

y es tan bajo

que lo salta un escarabajo”.

Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.”

En ese nuevo negocio, que prometía un futuro espléndido, no se metió solo. Se asoció con don Paco Cassinello, capitán de Caballería, que tenía el capital y los contactos oficiales de los que mi padre carecía. Le conocía desde niño ya que era hijo de doña Serafina Cortés, viuda de don Andrés Cassinello, donde mi abuela paterna había trabajado de criada desde que, viuda con dos niños pequeños, salió de Tabernas. Mi padre había sido botones del suyo.

Pasados los años, mi padre me llevó un día a los montes de Vícar. Desde allí se divisaba un inmenso mar de plástico y un ir y venir de grandes camiones frigoríficos cargados de hortalizas camino de los mercados europeos. El sol se reflejaba con fuerza sobre la superficie plateada, a veces dorada, de los invernaderos. Oro verde. El Ejido era la California de Europa. Su huerta. Mientras mi padre se arruinaba una y otra vez, la provincia de Almería se iba enriqueciendo con el turismo y con el riego de bancales arenados cubiertos de plástico y plantados de hortalizas… y hasta de flores. Nuestros hermanos y vecinos israelíes, también de desierto, perfeccionaron la técnica del gota a gota en 1965. Esa tecnología ha hecho florecer a Almería con huertas y prosperidad.

En menos de 20 años, mi tierra ya no era una fábrica de emigrantes, como cuando yo salí en busca de estudios, amores o fortuna. Todo lo contrario. De toda España, y de África, acudían hombres y mujeres en paro en busca de un futuro mejor. En apenas dos generaciones, Almería había pasado de ser la penúltima provincia más pobre del país a ser una de las más ricas y dinámicas. Gracias, especialmente, a los invernaderos y al turismo.

El pozo que construyó mi padre en la ribera del río Aguas convirtió en regadío las tierras secas de La Rumina, a la orilla del Mediterráneo. Poco después de vender su finca agrícola, dio agua para la construcción de chalets y hoteles para turistas. Luego hizo pequeñas obras públicas. Entre ellas, se sentía especialmente orgulloso de la canalización del agua en el Campo de Dalías. Don Bernabé, el ingeniero de Colonización, le felicitó por la calidad de su obra.

Antes de jubilarse como contable en la gasolinera de Las Lomas, mi padre fue un pionero/visionario que se adelantó a su tiempo. Llegó demasiado pronto a las dos revoluciones que han desarrollado mi tierra: el turismo y los invernaderos. Mi esposa (awestley.com) le hizo un homenaje con su óleo “Mar de plástico”. Cuando lo veo, recuerdo lo que mi padre me dijo aquella tarde, lleno de orgullo, desde los montes de Vícar: “Los astronautas han dicho que estos plásticos se ven desde el espacio. Dos cosas distinguen bien, mientras orbitan alrededor de la Tierra: la muralla china y nuestros invernaderos”.

Sus ojos brillaban tanto como los plásticos. Si eran lágrimas, que no querían brotar, lo eran de alegría, no de tristeza. Entonces, apareció, cómo no, don Quijote. Me dijo: “El hombre es hijo de sus obras”.

Ese era mi padre, el Rumino. Cuántos héroes anónimos, como él, tiene nuestra historia. Si vemos más, como decía Isaac Newton, es porque nos erguimos sobre los hombros de gigantes.

Mi padre, Pepe, el del Cemento, en La Rumina (Mojacar)

 

Mi padre, con chaqueta, en el almacén de Cementos Goliat (calle Pedro Jover, 1, Almería).

Mi padre, ante el cartel de su primera carretera.

Don Ginés, obispo almeriense de Getafe, comenta el óleo «Mar de plástico» con la autora, Ana Westley (awestley.com), mi esposa, y el concejal de Cultura de Getafe (Madrid)

 

 

 

 

Ucrania y Rusia, pronto dentro de la UE… sin Putin

Si miramos al futuro con las luces largas, nadie podrá llamarme loco por proponer hoy, en plena guerra, que Ucrania y Rusia entren, el mismo día, en la Unión Europea… naturalmente sin Putin.  Basta con que ambos países hermanos firmen la paz y acepten las reglas de la democracia europea. ¿Acaso Gogol, ucraniano, y Dostoyevski, ruso, no son tan europeos como Cervantes, Moliere, Dante o Goethe?

¿Acaso se odian más los ucranianos y los rusos que lo que se odiaban los franceses y los alemanes en plena II Guerra Mundial?  En 1950, cinco años después del fin de la guerra (y del dictador alemán Adolf Hitler), De Gaulle y Adenauer, líderes democráticos de Francia y Alemania se sentaron a negociar el reparto común del carbón y del acero. En 1951, nació la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) que dio pie a la CEE (1957) y luego a la UE (1993).

¡Qué casualidad! El carbón y el acero…  tan útiles para cualquier guerra convencional. Eso es justo lo que Stalin, el dictador de la Unión Soviética, quería sacar del Donbas, región del sureste de Ucrania rica en carbón y acero.  Y eso es lo que quiere recuperar, mediante los crímenes de guerra y genocidios que hagan falta, el dictador ruso Vladimir Putin desde el búnker donde se esconde lejos de Moscú.

España y Portugal salieron casi a la vez de largas dictaduras, y, convertidas en democracias, ingresaron, el mismo día, en la Comunidad Europea. ¿Porqué no soñar con que algún día, no muy lejano, ucranianos y rusos se sentarán juntos, el mismo día, en la mesa de Europa?

No veo otra salida al conflicto actual ruso-ucraniano que tiene al mundo entero en vilo.  Naturalmente, a Estados Unidos y a China no le hará ninguna gracia tener que negociar con una potencia europea ampliada con Ucrania y Rusia en la que dos países miembros (Francia y Rusia) tienen arsenal nuclear. La Europa ampliada hasta Siberia, el Polo Norte y el Mar Negro tendría población, materias primas, tecnología, arte e historia para competir, en paz, con el más guapo de este mundo.

Hace un par de semanas, en vísperas de esta maldita guerra de Putin, concluí la segunda lectura de Crimen y Castigo de Dostoyevski y dejé el libro, casualmente, encima de El Quijote que suelo tener en la mesita de noche. Rusia y España, dos potencias periféricas en declive desde hace siglos, siempre soñaron con Europa. Se parecen mucho. Dostoyevski admiraba tanto a Cervantes que leía El Quijote con frecuencia y se inspiraba en él. Recuerdo una de sus frases inolvidables:

«La presentación de Don Quijote en el juicio final serviría para absolver a toda la Humanidad».

La presentación de las obras de Dostoyevski ante los tecnócratas de Bruselas debería servir para que Rusia, democracia mediante (sin Putin), ingresara en la Unión Europea de la mano de la Ucrania de Gogol.

Sueño con ello.

Dostoyevski

Cervantes

Gogol

En 1988, visité Moscú, con el pool de periodistas acreditados por la Casa Blanca de Ronald Reagan. Fui a cubrir la Cumbre entre Reagan y Gorbachov, los mayores enemigos que pudiéramos imaginar en aquel mundo regido por los dos bloques nucleares enfrentados durante toda la guerra fría. Durante un paseo de ambos líderes por la Plaza Roja, en un momento, observé perplejo como el presidente de los Estados Unidos (que había calificado a la Unión Soviética como el Imperio del Mal) ponía su brazo sobre el hombre de Gorbachov.  Poco después se desplomó la dictadura comunista, se independizaron los países satélites y la Federación Rusa dio paso a una economía pre capitalista, que propiciaba todo tipo de mafias (como en Chicago, años 20), un amago de democracia con el borrachín Boris Yeltsin, y luego, hace a 20 años, a otra dictadura regida por Vladimir Putin con su pandilla de oligarcas cleptómanos.

Gorbachov y Reagan, tan amigos. ¡Quién lo diría!

Occidente debe propiciar la derrota de Putin. Algún día, Zelenski, el presidente de Ucrania, debe poder hablar en Moscú con un líder elegido libremente por los rusos y poner el brazo sobre su hombro.

 

Exilio, oposición interior y transición democrática, según Villares

En el venerable salón de actos del Ateneo de Madrid, el profesor Ramón Villares rindió ayer un singular homenaje a los cientos de miles de españoles exiliados que perdieron la guerra civil y, desde su largo y penoso destierro, contribuyeron a la transición pacífica desde la dictadura de Franco a la Constitución democrática de 1978. Su último libro, «Exilio republicano y pluralismo nacional» (Ed. Marcial Pons), fue presentado ayer por el autor y por Ángeles Egido y Antonio García Santesmases.

Portada del libro de Ramón Villares.

De sus intervenciones y de la lectura del ensayo de Villares se desprende una cierta ingratitud por parte de la oposición interior al franquismo (el exilio interior) hacia los hombres y mujeres del exilio exterior, que mantuvieron vivos los ideales democráticos de la II República y nos cedieron una parte importante de su legado histórico. La deuda que tenemos los demócratas españoles con quienes sufrieron tan largo destierro y ayudaron a la Transición sigue pendiente. Los exiliados de la España peregrina, convertidos por Franco (con ayuda del «hisopo eclesial») en apátridas, en no españoles, mimaron durante décadas los valores republicanos y, en su momento, cambiaron incluso, no sin dolor, república por democracia, europeísmo, reconciliación entre vencedores y vencidos y pluralismo nacional. Este libro, con minuciosa documentación y rigor histórico, viene a saldar una parte de dicha deuda.

Contraportada de libro de Villares.

El profesor Villares une exilio y transición mediante un análisis de gran finura intelectual y delicadeza en el tratamiento de los hechos históricos. Me gustó regresar ayer a mi Ateneo, olvidado por la pandemia, y saludar a colegas interesados por los españoles «transterrados», tal como los llamaba mi maestro Juan Marichal que siempre llevó España a sus espaldas.

Con Solita Salinas, Juan Marichal y mi hijo David, en su casa de Cambridge (Mass).

Sus clases y tertulias, al otro lardo del Atlántico, me cambiaron la vida, cuando tuve que huir de la Dictadura, tras sufrir secuestro, torturas y un fusilamiento simulado, a los tres meses de la muerte del dictador, por miembros de la Guardia Civil del franquista general Campano. En algunos capítulos, el libro de Villares me ha producido varios ataques de nostalgia, pues cita a exiliados notables como Juan Marichal y José Ferrater Mora, con quienes compartí clases y veladas inolvidables en sus casas de Massachusetts y Pensilvania. O a Vicente Llorens, secretario del presidente Juan Negrín, experto en el exilio tanto como en la Literatura Española.

Con los exiliados Solita Salinas, Juan Marichal (con boina) y Vicente Llorens y su esposa Amalia, en una excursión a Plumb Island y Newburyport (Mass) a los pocos meses de la muerte de Franco.

El ensayo se cierra con un epílogo titulado «La canción del exilio» en el que escribe: «Los exiliados se habrían llevado, como cantó Léon Felipe, lo mejor de la cultura española. La España de Franco se quedaría con la «hacienda, el caballo y la pistola», pero qué importaría todo aquello, <<si yo me levo la canción>>.

<<El legado político del exilio>>, según Villares, <<fue más decisivo del que los protagonistas en el interior de la transición democrática quisieron reconocer, porque, a fin de cuentas, en el pecado del adanismo se lleva la penitencia de descubrir que siempre hay una <<caja de música>> en la que se guarda otra versión del pasado que no pasa».  Ayer pudimos escuchar en el Ateneo de Madrid unas notas agridulces de esa <<caja de música>>

Gracias, profesor Villares, por su libro. También, por estampar en él su firma. Mi ejemplar, lleno de notas a lápiz, ya vale más.

Autógrafo. «Para José Antonio Martínez Soler, que conoce la transición de primera mano».

 

Desde el 78, la tolerancia no es extranjera en España

Un puente laico-católico bien aprovechado. Ya lo creo. Entre la fiesta (democrática y aconfesional) de la Constitución y la fiesta (tradicionalista y católica) de la Inmaculada, terminé la lectura de «República encantada», de mi casi paisano José María Ridao, nacido en Madrid (1961) de padres de Antas (Almería).

Portada de «República encantada», de José María Ridao, una obra cervantina, con marca páginas del Quijote que dibujó mi hijo David Martínez Westley con 8 años. Las casualidades existen.

Habíamos perdido el contacto personal desde hace años, pero la lectura reposada de su última y, a mi juicio, mejor obra me obligó a felicitarle de inmediato.

José María Ridao

Y ahora me obliga a recomendarla vivamente a todos aquellos españoles que valoren el debate, de mucha enjundia, que plantea el subtítulo de su libro: «Tradición, tolerancia y liberalismo en España». Ridao me transportó , de pronto, a mis clases en Estados Unidos con grandes maestros del exilio republicano cuyas lecciones me reconciliaron con España y su historia. En 1976-1977, por primera vez, sin mérito por mi parte, pude sentirme orgulloso de ser español. 

Con Solita Salinas, Juan Marichal, Vicente Llorens y su esposa Amalia, en Newburyport, Massachusetts. (Invierno de 1977)

Copio y pego unas frases de nuestro breve intercambio entre Madrid y Delhi:

«[7/12 15:52] José A. Martínez Soler: Gracias a ti por tus obras. Esta última es, a mi juicio, la más profunda. Me has recordado a mis maestros Vicente Llorens, Raimundo Lida y Juan Marichal (discípulo de don Américo). Y, por supuesto, a mi paso feliz por Antas donde fui pregonero, gracias a una Ridao y a una Celia Soler, hija del alcalde. No pares. Un abrazo.

[7/12 16:01] José Maria Ridao: Muchas gracias, José Antonio. Esa es la tradición que haría de España un país menos brutal, pero no parece que tenga muchos partidarios; la tradición a la que Azaña se refería como la «queja murmurante al margen de lo ortodoxo». Y añadía: «somos sus herederos». Esos maestros tuyos lo son sin duda, y los demás hacemos méritos para serlo. Un abrazo fuerte.»

Contraportada del libro de Ridao

No quiero destripar el libro, pero, en su último capítulo dedicado, con emoción, a Juan Goytisolo (otro casi almeriense), José María Ridao cierra el círculo. Copio y pego (pag. 313):

«…junto a la España desabrida del tradicionalismo, existe otra siempre derrotada, pero irreductible y perseverante. Amor a España, a esa otra España, ¿con qué expresión referirse, si no, al sentimiento que Juan dejaba traslucir al hablar del Arcipreste, de Rojas, de Delicado, de Cervantes, de Blanco, de Galdós, y, en fin, de la España a cuyo sueño todos ellos se mantuvieron fieles? Juan había vuelto a estos autores durante los últimos años de su vida para, según me dijo, despedirse de las obras en las que había encontrado el país que el suyo no le ofreció…»

Ridao recurre, al final, a Tucídides:

«La función de la política es evitar que el odio sea eterno».

Amén.

Con mi maestro y amigo Juan Marichal, en su casa de Cuernavaca, Mexico, poco
antes de su muerte. Me despidió con tres palabras de Azaña: «Paz, piedad, perdón«.

https://juanmarichal.org/assets/jose-antonio-martinez-soler-sobre-juanmarichal-en-harvard-%2c-para-el-bile-especial-(1).pdf

 

 

Visto desde fuera, no estamos tan mal

Salir de Madrid y de España, por primera vez en año y medio de pandemia, es un alivio. Pasar 10 días en Santa Fe (N.M.) con mi nieta de 9 meses, a quien no conocía, es “la felicidad”.

Mi nieta Ana Isabel duerme en mis brazos: La felicidad.

Además, comprobar que David, mi hijo pequeño, se ha convertido en un padre ejemplar es un orgullo.

¿Es un Zurbarán o un Caravaggio? Es mi hijo David compartiendo la siesta con su hija en brazos

Ya sé que estas cuestiones personales menores no son asuntos dignos de un blog. Sin embargo, también me gustaría dejar constancia de algunos cambios significativos que he notado al visitar el Imperio. Mi conclusión es que, visto todo desde fuera, en España no estamos tan mal. Decía San Agustín: «Cuando me considero, soy un pecador; cuando me comparo, soy un santo». Pues algo así me ha pasado a mí al comparar Estados Unidos con España. No estamos tan mal como pensaba. Claro que «mal de muchos, consuelo de tontos». Pero ya es algo.

Mi nieta, vestida de fiesta, entre su madrina y su madre.

Después de haber pasado por el dulce lavado de cerebro de Harvard (1976/77) y haber sido corresponsal en Estados Unidos por dos veces (grupo PRISA 1987/88 y RTVE 1995/96) llegué a pensar – ¡pobre de mí- que conocía bien este país salvaje y maravilloso. Estados Unidos, después del huracán antidemocrático de Trump, ya no es lo mismo. ¡Qué peligro para la democracia más antigua del mundo! Las heridas, aún sin cicatrizar, están a flor de piel. Me recuerdan las de los años 60 y 70 durante la guerra del Vietnam. Tampoco yo soy la misma persona. Con ojos de abuelo jubilado, sin necesidad de contrastar la noticias antes de publicarlas, se ven las cosas de otra manera. Claro que no sé si sabré comunicarlo como si fuera un periodista en activo. No lo soy.

Espléndida tertulia y cena con Carolence y Jo, los padrinos de mi nieta.

Por mis conversaciones con amigos y vecinos, por las noticias de distintas emisoras y periódicos, Estados Unidos tardará en sanar las heridas abiertas por el nacionalismo exacerbado, las noticias falsas y las teorías de las conspiraciones inventadas de los seguidores de Donald Trump. A medida que los negros y los hispanos, también los asiáticos, se abrían paso en la clase media norteamericana, los blancos ignorantes y empobrecidos por la gran crisis de 2008 se sentían amenazados. Los primeros inmigrantes blancos, que desplazaron, casi aniquilaron con su «destino manifiesto» de pueblo elegido, a los nativos americanos, temen ahora convertirse en una minoría. A favor de la guerra de Vietnam, muchos obreros blancos (los cascos duros) se pasaron a la derecha nacionalista y racista. Y ahí siguen. La llegada de Barak Obama a la Casa Blanca destapó la caja de los truenos en esa derecha blanca nacionalista. La victoria de Trump fue, entre otras cosas, una revancha con notable carga racista contra el primer presidente negro. También fue una revuelta contra las élites políticas de Washington alejadas de la sociedad real. No debemos olvidar que Hillary Clinton les llamó «deplorables».  Y perdió.

Escultura que tallé en palo rojo para mi nieta.

He visto a la sociedad norteamericana tan dividida y enfrentada como cuando la conocí, por primera vez, hace 50 años. También la he visto más mezclada, con abundantes mestizos, mulatos, afroasiáticos y toda clase de combinaciones raciales que la enriquecen. Estados Unidos anticipa cómo será la Humanidad en un futuro no muy lejano. Mi nieta, sin ir más lejos, es fruto de Chaz, una madre de las islas Palao, antigua colonia española en medio del Pacífico, con mezcla de Filipinas y Japón, y de David, un padre nacido en New Jersey con raíces en Noruega y en España. Si observáis la mano derecha de mi nieta, veréis en su piel la marca asiática de Gengis Khan. ¡Qué maravilla!

Ana Isabel Martínez Gabriel.

 

La mezcla racial y cultural mejora al ser humano. Hace que la cooperación supere a la confrontación. Nos aleja de la guerra. Además, es imparable. El racismo que todos sufrimos bajo nuestra piel es superable. Ojalá los racistas y nacionalistas extremos norteamericanos lo admitan algún día. Hasta entonces no habrá paz en Estados Unidos. La tensión es palpable. He visto las heridas del racismo a flor de piel. Lástima.

El racismo anti inmigrante de Vox en España (la pus salida del viejo PP) y de los supremacistas separatistas catalanes es poca cosa si lo comparamos con lo que he visto en mi viaje a Santa Fe pasando por Dallas. Ojalá el presidente Biden alivie esa herida reabierta por los supremacistas de Trump. Repito: visto desde lejos, en España no estamos tan mal como yo pensaba antes de conocer a mi nieta. Las comparaciones no son siempre odiosas.

Tres culturas, casi mezcladas, en Santa Fe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Santa fe

Babyfirst

Sin noticias de España. Un paréntesis. Ayuso, Rey, indultos

Cece y Michael pre contact no prehistoricos

Jo y Carol

Van  Nabocov

Tesuqui y David

Español como en casa

Nieta española de Palao.

Serafina.

 

 

Fotos

Nieta dormida

Comida

Tesuqui

De gitana con padrinos

Para entrar solo vacuna