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Los demócratas, en deuda con Ángel Viñas

Los demócratas estamos en deuda con Ángel Viñas. Es difícil entender la II República, la Guerra Civil y dictadura de Franco sin contar con la obra ingente de este historiador, economista, embajador, alto funcionario… y amigo.  Anoche presentó en la Cátedra Mayor del Ateneo de Madrid su último libro «La forja de un historiador» (Ed. Crítica).

Con Ángel Viñas en el Ateneo

Naturalmente, compré el libro y, tras su defensa en el Ateneo y ver el Índice, os lo recomiendo. «No hay historia definitiva» es una de sus frases favoritas. Y esta otra, tan triste: «Por desgracia, la España de hoy no ha llegado a reconciliarse del todo con su pasado». He leído, con gusto, muchas de sus obras, desde que le conocí en la Feria ANUGA de Frankfurt de 1972. Viñas era agregado comercial de nuestra embajada y yo era director ejecutivo de Cambio 16. Ambos ayudamos a montar stands de empresas españolas y allí saludamos al canciller Willy Brandt. Me llevó a cenar a su casa y acabamos cantando canciones de la República y la Guerra Civil. Un encuentro inolvidable y emocionante.

Contra cubierta y otras obras de Viñas

Hace 52 años, ya estaba Ángel curioseando en los archivos históricos de Alemania y buscando «las evidencias primarias relevantes de época, el pan y la sal del historiador». ¡Enhorabuena, Ángel! Y gracias por la ayuda que me has prestado con mi manuscrito de «La prensa libre no fue un regalo». Sin tu ayuda y la de nuestro Gabriel Jackson nunca hubiera acabado mis memorias. ¡No te rindas! Espero pronto un nuevo libro tuyo.

Dedicatoria del autor.

 

Ángel Viñas, primer premio Albert Camus

Con emoción contenida, asistí ayer a la entrega del primer premio Albert Camus (de la Asociación Arte y Memoria) al historiador Ángel Viñas y a la Asociación de ex presos y represaliados políticos anti franquistas. Me emocionó el acto en el auditorio de la Academia de Cine (pared con pared con la sede del PP), sobre todo, porque estuvo repleto de jóvenes.

Con el historiador Ángel Viñas, tras recoger su premio Albert Camus.

Fui a abrazar a mi amigo Viñas y me topé, de pronto, con el relevo de una nueva generación que proclama los valores de republicanos de libertad y justicia a través del cine y otros formatos digitales. Los cortos premiados por la Asociación Arte y Memoria expresaban «el deber de la memoria» (no olvidar el Holocausto, la resistencia francesa, la guerra civil española, los refugiados y emigrantes, Ucrania, el hambre, la pobreza, los olvidados, el sinsentido de los totalitarismos…). Hubo menciones a Fahrenheit 451 («la temperatura a la que se inflama y arde el papel») en favor del memoria como «un acto de resistencia».

Ángel Viñas recibe el primer premio Albert Camus de la Asociación Arte y Memoria.

Viñas comparte el primer premio Albert Camus con la Asociación de ex presos y represaliados antifranquistas.

Representantes de la Asociación de Ex presos y Represaliados Anti franquistas reciben el premio Albert Camus.

El Festival Internacional de Cine por la Memoria Democrática (FESCIMED) reunió ayer a un buen grupo de jóvenes artistas cinematográficos. Como premio, recibieron la escultura de un taco de árbol, con las anillas de la memoria, coronado por una piedra de los campos de Brunete, donde murieron 30.000 españoles en una batalla inolvidable de dos semanas. Las piedras de la memoria…

Los jóvenes premiados en el FESCIMED. Sentado, en primera fila, con corbata, Fernando Martinez, secretario de Estado de Memoria Democrática. A la izquierda, Ángel Viñas, con su inseparable pajarita.

El profesor Viñas, el historiador que ha descubierto las vergüenzas corruptas del «millonetis» Francisco Franco, hizo un espléndido discurso de gracias. Anunció su próximo libro sobre la República Española y la URSS en tiempos de Stalin y pregonó su tesis, compartida por nuestro gran amigo Gabriel Jackson, de que  «la guerra civil no fue inevitable».

Con Ángel Viñas y Gabriel Jackson, reunidos tras la muerte del dictador.

Ángel Viñas, Gabriel Jackson y un servidor (con barba) tras la muere del dictador.

Viñas nos descubrió la cita real y tremenda de Albert Camus sobre la guerra civil española, publicada en 1945: «Es posible tener razón y ser vencido». Los vencedores no tenían la razón, según Unamuno, solo la fuerza. Y esa fuerza les vino de Hitler y Mussolini… «y de los monárquicos alfonsinos, los falangistas y carlistas, los financiadores del Golpe como Juan March y una parte del Ejército». Ángel Viñas («no hay historia definitiva, no hay historiadores definitivos») nos ofreció también otro de sus hallazgos. La Italia de Mussolini firmó con Sanz Rodríguez contratos de suministro de armas, aviones, etc., para los futuros golpistas, ¡el 1 de julio de 1936! es decir, 18 días antes del golpe de Estado de Franco. Estaba claro que si fracasaba el Golpe, los golpistas tenían prevista la guerra civil con la ayuda infame de Hitler y Mussolini. Gracias a historiadores como Viñas vamos descubriendo la memoria de aquella infamia inolvidable, pese a los medios franquistas que, durante décadas, pretendieron borrar la memoria sin éxito. Uno de los premiados citó al argentino Eduardo Galiano: «Nos mean y los medios dicen llueve».

Fernando Martínez, secretario de Estado de Memoria Democrática, no descansa en su campaña de divulgación pedagógica de su Ley de Memoria Democrática.

La Ley que Fernando Martínez promovió, desde el ministerio de Félix Bolaños, «pone en el centro a las víctimas». Nos recordó su lema: «Verdad, Justicia y Reparación» para que no vuelva a ocurrir jamás. Según el secretario de Estado, «el deber de la memoria (memoria intergeneracional) es una garantía de no repetición de la barbarie».

Una de las premiadas me impresionó con su breve discurso («mujer joven y libre me siento») y otra cerró su discurso de gracias con un grito, ya clásico: «Honor y gloria a las víctimas de la barbarie».

Seguramente sin querer, y sin citarlo, Willy Meyer, ex eurodiputado con Izquierda Unida, hizo propaganda de mi libro «La prensa libre no fue un regalo». Me gustó. Dijo que «la libertad nunca ha sido un regalo sino una conquista… y las conquistas no son definitivas».  Gracias, Willy. Te recomiendo mi libro. Buen regalo de Navidad para los amantes de la libertad. No digo más.

 

España eres tú, querido Iñaki

Anoche vi, no sin cierta tristeza, la despedida periodística de Iñaki Gabilondo en Movistar con su «última» pregunta a varios entrevistados de campanillas: «¿Qué (diablos) es España?.

Iñaki Gabilondo , el gran escuchador

Desde mi sofá me dieron ganas replicarle al gran escuchador: «¿Y tú me lo preguntas? España eres tú». Eso pensé yo anoche. Y hoy leo la columna del joven Jordi Amat en El País que concluye con la misma línea: «España podrías ser tú». Sin conocernos, ambos hemos llegado a la misma conclusión, una conclusión cargada de esperanza y buena leche sobre el presente y el futuro de nuestro país. Aquí abundan los Iñakis moderados, dialogantes, esperanzados, firmes en sus principios, duros con las espuelas y blandos con las espigas… Aunque los entrevistados hurgaron, incluso se regodearon, en nuestras heridas históricas, el programa resultó equilibrado y digno del maestro Gabilondo. Me gustó.

Columna de Jordi Amat, uno de los invitados de Iñaki, en El Pais de hoy.

La pregunta, pese a pecar de repetitiva desde el Desastre del 98, es pertinente en estos momentos de zozobra por la polarización política (mucho de boquilla) y los discursos de odio de los extremistas. Sin embargo, no veo razón para tanto pesimismo y desasosiego como dejaba entrever Iñaki en su despedida (que no me creo) de los micrófonos. Basta con leer y/o viajar para comprobar que España no es diferente, como vendía Fraga, ministro de Franco y padre del PP. En lo fundamental, nos parecemos mucho a los demás países europeos y, en lo accesorio, podemos sacar pecho frente a varios de ellos.

Recordaba anoche una frase que, sobre la Transición de la Dictadura a la Democracia, me dijo el profesor Galbraith en los años 80, paseando por en el yard de la Universidad de Harvard: «Es increíble lo que habéis conseguido en España». Me sentí orgulloso y agradecido, por la parte pequeña que me tocaba. Ya vale de flagelarnos más de lo imprescindible.

Cito al profesor Galbraith en el Epílogo de mi libro «La prensa libre no fue un regalo»

Me sorprendió que, entre tantos sabios invitados, apenas se mencionaran los orígenes medievales de España (cristianos, musulmanes y judíos) que son la base de la posterior leyenda negra contra el imperio que tanta sospecha vertió sobre «limpieza» religiosa de los españoles. Aquel «melting pot» de las tres culturas (que convivían y se mataban, volvían a convivir y a matarse) tuvo una enorme influencia en los debates académicos sobre el ser de España que protagonizaron Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, entre otros.

Durante largas y ricas conversaciones, tales debates se han repetido en las sobremesas de mi casa. Hace poco, encontré en una foto/joya de aquellas tertulias en mi sótano.

Juan Marichal, Solita Salinas, mi esposa Ana Westley, Gabriel Jackson y un servidor, en el comedor de mi casa.

Pese a mi costumbre de gran hablador, en esas reuniones con tales maestros y amigos yo me convertía en un obligado (y embobado) escuchador. Como el Iñaki de anoche.

Mi madre tenía la costumbre de hablarme cuando yo salía en la tele. Solía decirme: ¡Qué estropeado estás, hijo mío! Pues anoche estuve a punto de hacer de apuntador y hablarle yo al colega Gabilondo que aparecía en la pantalla. Me hubiera gustado contarle la frase que aprendí de Alfonso Escámez, un aguileño que llegó de botones a presidente del Banco Central, el primero de España. La atribuía San Agustín:

«Cuando me considero soy un pecador, pero cuando me comparo soy un santo».

Pues eso, querido Iñaki. Ya quisieran los colegas europeos tener entre ellos a un periodista, uno solo, como tú.  Levanta esa moral y disfruta a tope de la jubilación.  Que 80 años no es nada…

Y enhorabuena por tu carrera profesional que admiro y envidio (no sé en qué orden). Suerte en las próximas décadas.

 

 

Noche de emociones y abrazos en el Ateneo

Dicen que el halago debilita, pero a mí me da alas. Ayer lo comprobamos mi ego y yo, en la presentación de mi libro «La prensa libre no fue un regalo» en el Ateneo de Madrid.

mesa de presentadores

Glosaron mi libro el teniente general Andrés Cassinello, los periodistas Manuel Saco, Nativel Preciado y Joaquín Estefanía e hizo de moderador mi paisano Antonio Cantón. Ricardo Urías (Junta de Gobierno del Ateneo) presidió la sesión.

Recibí tantos piropos y abrazos que la emoción impidió que mi vanidad se elevara como un globo de feria.

Lleno

El venerable salón de actos del Ateneo de Madrid se llenó de amigos.

Muchas gracias a tantos amigos que nos acompañaron y gratitud eterna a quienes glosaron mis memorias profesionales y personales con tanto cariño y análisis profundo de la Transición: el teniente general Andrés Cassinello Pérez, autor del prólogo, Manuel Saco, editor del manuscrito junto con mi hijo Erik, y autor del preámbulo, Nativel Preciado, cofundadora del semanario Doblón, cuando pensé que iba a morir, Joaquín Estefanía, ex director de El País y padrino de mi hijo David, y Antonio Cantón, hermano adoptivo, maestro de ceremonias y moderador del coloquio.

Manel Saco, Joaquín Estefanía y Andrés Cassinello.

Menudo grupo de amigos. Todos a favor, incluso con críticas justas que me fortalecen y agradezco.

Con Nativel

Con Nativel Preciado, cofundadora del semanario Doblón donde publiqué el artículo sobre la Guardia Civil del general Campano que casi me cuesta la vida.

Firmé varias docenas de libros que Marcial Pons vendió en el venerable salón de actos del Ateneo.

Marcial Pons vendió varias docenas de libros que pude firmar con dedicatoria al término de la sesión.

Una tarde memorable que no olvidaré fácilmente.

Entre Francisco Ros y Fernando Martínez, al salir del Ateneo para compartir tertulia y copa.

Con Fernando Martínez, ex alcalde de Almería y actual secretario de Estado de Memoria Democrática, Francisco Ros, ex secretario de Estado con el Gobierno Zapatero, Manuel Saco y otros amigos del núcleo duro disfrutamos de una rica tertulia en un bar típico de la zona. Aun tengo que asimilar tantas emociones y abrazos.

Jon Rico, Julio Ruiz y Alberto Ruiz, compañeros de tenis. Y vino hasta Gregorio García Arranz, que me gana siempre, y no salió en la foto.

Necesito perder mañana al tenis para rebajar mi ego. Lo digo en serio. No faltaron los principales colegas del tenis y la talla de madera. La maestra de talla tenía clase en la Escuela de Arte La Palma. Lástima. Y el historiador Ángel Viñas, principal impulsor desde hace años de mi libro, junto con nuestro común amigo Gabriel Jackson, siguió el acto desde la primera fila pero no pudo quedarse a la copa. En vísperas de la pandemia celebramos en Barcelona un homenaje póstumo al historiador Jackson y allí fue donde Viñas me dio el empujón final para que concluyera mi manuscrito. Dos semanas después, nos confinaron. Este libro es, pues, un «daño» colateral del Covid. Con los ojos cerrados, firmaría ahora mismo que no hubiera existido el Covid aunque nunca hubiera terminado este libro fruto del confinamiento. Puto Covid.

 

Machado en Baeza. Golpe de nostalgia

Por el homenaje a Machado en Baeza (1966) los grises nos molieron a palos. Hoy lo recuerda el poeta Luis García Montero en un bonito artículo que publica en InfoLibre.

Articulo en InfoLibre del poeta Luis García Montero sobre Baeza y la poesía.

Dice Luis, con mucha razón, que «los dictadores y los demagogos hacen bien en temer a la poesía». Y dice más: «¿Lo contrario del bulo y del engaños? La poesía, el diálogo con la propia conciencia». Ya nos lo dijo Machado en su autorretrato: «Converso con el hombre que siempre va conmigo».

El historiador Gabriel Jackson me ayudó a colgar el poster de MIró sobre Machado en Baeza en la entrada de mi casa.

Cada aniversario de Antonio Machado recuerdo inevitablemente, no sin dolor ni emoción, el del 20 de febrero de 1966. No pude evitar incluirlo en mi libro de memorias personales y periodísticas («La prensa libre no fue un regalo», Ed. Marcial Pons) ya que aquel homenaje que quisimos rendir a Machado en Baeza, frustrado por las porras de los «grises» (la Policía Armada de Franco), marcó un antes y un después en mi proceso de politización acelerada, con 19 años recién cumplidos,  en aquellos años universitarios tan convulsos.

Copio y pego el capítulo de mi libro dedicado al homenaje a Machado en Baeza en 1966. ¿Olvidar? Nunca.

Capítulo sobre Machado en Baeza. Pag. 43

Capítulo «Por Machado nos molieron a palos». Pag. 43

Por Machado nos molieron a la palos. Pag. 44

Por Machado nos molieron a la palos. Pag. 45

Por Machado nos molieron a la palos. Pag. 46

Por Machado nos molieron a la palos. Pag. 47

Por Machado nos molieron a la palos. Pag. 48

Por Machado nos molieron a la palos. Pag. 49.

 

 

Un chute de amor a España

La presentación del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil se ha colado hoy en mi serie de recuerdos de infancia de La Voz de Almería con el número 17. Mis recuerdos seguirán con el número 18. La actualidad manda. Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho. Ahí va mi critica del libro. Lo recomiendo.

Crítica del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil, publicada hoy domingo en La Voz de Almería.

 

Como de costumbre, copio y pego el texto en word con letra grande para facilitar su lectura a mis colegas jubilados.

“Los amantes extranjeros” de Ana R. Cañil

Un chute de amor a España

J. A. Martínez Soler

Compré “Los amantes extranjeros”, hace apenas unos días, en el Pasadizo de San Ginés, 5 (Madrid). La autora, Ana R. Cañil, nos invitó a chocolate con churros. Una lugar tan original, sorprendente y castizo como su libro. Ayer lo empecé a leer. Y no sin cierta prevención pues citaba, en mezcla explosiva, a Dumas, a Orwel y a Gabo, a Washington Irving, a Ticknor, a Jorgito el Inglés, a Doré, a Julio Verne y al padre Feijoo, a Hemingway, a don Pelayo y Al Mutamid, entre otros). Hoy lo terminé.

¡Madre mía! La Alhambra (“que el éxtasis sea contigo”), el Camino de Santiago (“una Internet medieval”), El Escorial (al siquiatra con la leyenda negra), Segovia y el acueducto del diablo, la Sevilla de Stefan Zweig (“aquí se puede ser feliz”), el Paseo del Prado (“el más bonito del mundo”, según Ticknor) y la Barcelona de Orwel, García Márquez, Vargas Llosa y -cómo no- de la tumba de Durruti (siempre con flores frescas). Todo ello, y más, reluce en una crónica de viajes (negra y rosa) por España y su Historia que enamora y cabrea a partes iguales. Una Cañil provocadora y risueña ha seguido los pasos de los principales extranjeros ilustrados del siglo XVIII, románticos del siglo XIX e idealistas del siglo XX que nos visitaron y escribieron sobre nosotros con el “corazón partío”.

Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho.

Nos ofrece tópicos y leyendas, poesía y belleza, picaresca, fantasía y realidad, bandoleros, cigarreras y anarquistas, golpistas autócratas, inquisidores y reyes felones, “una clase alta deplorable” y un pueblo oprimido durante siglos por la Iglesia y la monarquía absoluta. En ocasiones, es tan lenguaraz y rompedora que supera a la inigualable, y casi almeriense, Nieves Concostrina.

La autora nos advierte desde su primera línea: “Este libro nació del deseo de mantener vivo el asombro ante la belleza”. Ana lo consigue descubriéndonos secretos bien guardados. Nos sorprende y nos cautiva porque, queriéndolo o no, nos da noticia nuestra Ángel González,  y su prosa no es ajena a la poesía. Conociéndola, me consta que esto último no lo puede evitar.

Su obra no tiene nada que ver con la definición que el gran poeta Ángel González hizo de la Historia de España: “Es como la morcilla de mi pueblo. Se hace con sangre, y se repite”. La Historia con mayúsculas y la historia con minúscula que nos cuenta la Cañil se hizo con sangre, sí, pero ya no se repite. Para ella, y para muchos de nosotros, tiene un final feliz del que podemos y debemos estar orgullosos. ¡Quién lo diría!

Como bandada de pájaros, muchos corresponsales extranjeros vinieron a España, tras la muerte del dictador Francisco Franco, con la fantasía de cubrir otra guerra civil. Llegaron convencidos de que íbamos a volver a las andadas y, mira por dónde, tuvieron que irse con la música a otra parte porque aquí, con miedo y generosidad, aprobamos la Constitución del 78 y acabamos con la falsa historia de las dos Españas. Hemos pasado del tercer mundo al primer mundo, de la dictadura a la democracia y llevamos cuarenta y cuatro años en paz y prosperidad. Los amantes extranjeros de hoy son turistas que no buscan solo exotismo africano y oriental sino también vacaciones felices, compartidas con nuestro paisaje tan rico como nuestro mestizaje cultural.

Ana Cañil reflexiona sobre “cómo nos vieron y cómo somos ahora. Y todo en medio siglo”. No sabemos lo que tenemos. Y se pregunta: “¿Por qué los españoles no disfrutamos también de esta aventura, si la hemos protagonizado?” Y termina con una cita tremenda del holandés Cees Nooteboom: “España es tan brutal, anárquica, egocéntrica, cruel (…). Es un amor para toda la vida, nunca termina de sorprenderte”.

Al concluir su lectura, me dieron ganas de salir a la calle y cantar “Soy español, español, español…” como si hubiéramos ganado otra copa del mundo o el Gran Slam número 22 de Rafa Nadal. Siempre hurgando en nuestras heridas históricas, en los males de la patria, no valoramos suficientemente lo que hemos conseguido, lo que hemos conquistado en medio siglo. Somos un país libre y próspero. La libertad, como el oxígeno, se valora más cuando te falta. Nos faltó durante demasiados siglos. Pero, al fin, conquistamos la libertad, palabra a palabra. Y debemos presumir de ello.

Hace años, cuando leía a los ilustrados, románticos e idealistas que amaron nuestro país, pensaba ¡quién fuera extranjero para amar así a España! Los amantes extranjeros de los que habla Ana Cañil en su libro conocieron España pateando nuestros pueblos. Yo debo reconocer que conocí, amé a España y me reconcilié con su Historia cuando conocí a los corresponsales extranjeros que se quedaron por aquí, mi esposa Ana Westley, entre ellos (Roger Mathews, James Markhan, Jane Walker, John y Nina Darnton, Robert Graham, Stanley Meisler, David y Kati White, Ed Owen, Dwight Porter, Carlta Vitzthum, François y Marie Cristine Raitberger, entre otros) y a varios hispanistas (Iam Gibson y Gabriel Jackson, nada menos).

Gracias, Ana, por el chocolate con churros. Y enhorabuena por tu libro.

Ana Cañil firmando su libro para Margarita Saez y para mí en la chocolatería del pasadizo de San Ginés, Madrid.

Invitación a la presentación del libro

Solapa interior del libro

Ser o no ser… cervantino

Hoy, 406 aniversario de la muerte del autor del Quijote, Día del Libro, me siento más cervantino que ayer. De adolescente, leí esa novela inmensa por imitar a mi padre, un cervantino autodidacta. Pero hasta la madurez (con 29 años) no me convertí en seguidor de Miguel de Cervantes. Fue entonces cuando asumí su obra como mi biblia verdadera. Su lectura me ayuda a saber quién soy, me entretiene y, casi siempre, me hace sonreír en cada página. Ese milagro se produjo por obra y gracia del maestro Raimundo Lida, durante el curso 1976-1977 en la Universidad de Harvard. Todo un año leyendo, desmenuzando y saboreando El Quijote en un curso irrepetible.

Hace poco, en plena pandemia, terminé de escribir mis memorias de la Transición y el Periodismo (“Y seguimos vivos. Recuerdos de un periodista que sobrevivió a la Dictadura”) que, aunque las escribí para mis hijos y nietos, espero poder publicar algún día, si encuentro editor benevolente. Confinado en casa y con tiempo libre, no pude evitar escribir en exceso sobre mí que, como saben quienes conocen mi vanidad insaciable, es mi tema favorito.

 

 

Mi chica (awestley.com) y mi paisano y amigo, el teniente general Andrés Cassinello (autor generoso del prólogo), ambos con mando en plaza, me recomendaron/ordenaron que recortara a la mitad el número de páginas. En especial, debía quitar toda mi infancia y adolescencia en la Almería pobre de los años 50. Me dijeron que “eso ya lo hizo Juan Goytisolo con Campos de Níjar y, por cierto, mejor que tú”.  También debía quitar las referencias académicas pedantes. No sin dolor, les hice caso en casi todo.

Por eso, hoy lamento haber extirpado los capítulos referentes a mis maestros Gabriel Jackson (algo publiqué sobre él en El País) y Juan Marichal (ese capítulo fue salvado antes en su web). Ambos me reconciliaron con la Historia y la Literatura de España, respectivamente. Sin embargo, mi homenaje y mi deuda de gratitud con Raimundo Lida, por lo que me enseñó, quedó archivado, sin publicar, en mi carpeta de borradores.

Cada Día del Libro recuerdo la obra de Cervantes (que mantengo, a mano, en mi mesita de noche) y el efecto balsámico que me produjeron las clases del maestro Lida. Me ayudó a mirar hacia atrás sin miedo, me hizo sentirme orgulloso de ser español y de compartir la lengua de Cervantes. Hace unos años, pude pregonar las excelencias de Lida ante un público selecto en un viaje organizado por The New York Times. Pero nunca lo divulgué en español.

Con permiso de Melisa Tuya, redactora jefa de 20minutos, me voy a permitir copiar y pegar aquí el borrador inédito de mis notas sobre El Quijote. Me consta que el espacio en Internet es casi ilimitado, pero no lo es la paciencia ni la atención de los lectores. Se trata de un texto muy largo. El que avisa no es traidor. Pido disculpas por ello, pero se lo debo al profesor Lida… y al autor del Quijote. Si no leéis este largo capítulo, os querré igual.

Ahí va:

Capitulo 55 (eliminado)

Me hice, por siempre, cervantino

Si tuviera que decidir sobre cuál fue la aportación más relevante que recibí de la Universidad de Harvard en 1976-77 lo primero que me vendría a la cabeza sería mi descubrimiento de Cervantes, gracias al curso sobre El Quijote que nos dio Raimundo Lida, el sabio argentino más grande que he conocido. Y ¡ojo!: aunque menos, también he conocido a Borges. No exagero. Mi paso por Estados Unidos me ofreció experiencias fantásticas, conocimientos impensables, horizontes insospechados, pero nada comparables al efecto que me causó mi reencuentro con la obra de don Miguel de Cervantes a 6.000 kilómetros de mi tierra.

Raimundo Lida fue quien me hizo cervantino

En más de una ocasión, he comentado la pasión cervantina de mi padre. Con él, la compartía a medias. Aunque es un libro difícil para un adolescente, por darle gusto, me aficioné, no sin esfuerzo, a su lectura favorita. Mi primer Quijote, el más grande que he tenido en mis manos, pesa varios kilos y mide más de medio metro de alto. Lo heredé, con el permiso de mi hermana, y aún lo conservo sobre un mueble antiguo presidiendo el salón de mi casa. Desde muy joven, lo leía en la cama y, por su peso, se me dormían las piernas. Son dos tomos impresionantes de pastas gruesas negras y letras enormes son aptos para gente con vista cansada. No sé cómo llegó a poder de mi padre una obra como ésta, publicada en en el siglo XIX, que incluía los nombres impresos de todos sus suscritores empezando por la reina Isabel II. Llegué a pensar que, quizás, procedía de la rica biblioteca de la Señora, doña Serafina Cortés, viuda de don Andrés Cassinello, tío de mi amigo del mismo nombre. Ella fue mi proveedora principal de libros infantiles y juveniles a través de mi abuela Dolores, su criada.

Sin embargo, en alguna ocasión, mi padre me comentó que había rescatado libros viejos, muy estropeados y abandonados, en una mansión, casi en ruinas, relacionada, no sé cómo, con un general catalán muy franquista y muy poderoso en Almería. Se llamaba Andrés Saliquet. Luego supe que este militar golpista, casado con una almeriense de Fiñana, había participado en el nombramiento de Franco como jefe del Estado y caudillo de España. Durante la guerra civil, el general Saliquet mandó el Ejercito del Centro con medio millón de hombres y es recordado en Castilla y León por su dureza represora, lo que le valió el nombramiento de presidente del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo y la concesión de un marquesado por Franco. No estoy seguro de la procedencia de “mi” Quijote. No obstante, a menudo, he fantaseado con la delicia de haberlo rescatado de las garras de un represor franquista, es decir, de lo menos cervantino que imaginarse pueda.

Lo que sí recuerdo claramente es que mi padre cometió un error, que lamentó toda su vida. En los años más duros del hambre en la postguerra, arrancó todos los grabados que ilustraban los dos tomos de El Quijote y los cambió por varios sacos de harina. “Primum vivere…”, claro. Siempre me dijo que don Quijote no se lo habría perdonado nunca. Ni el cura ni el barbero. Sancho Panza, en cambio, habría aplaudido su intercambio. Mi padre era un adicto a los refranes de Sancho y leía El Quijote sin orden alguno. Como hacen quienes leen la Biblia o los Evangelios. Según me comentó Lida, mi padre seguía, seguramente sin saberlo, una recomendación de William Faulkner. Abría el libro, al azar, por cualquier página, y se ponía a leer. A veces, en voz alta. Lo recuerdo, concentrado y orgulloso, leyendo el enorme tomo que, abierto, ocupaba casi la mitad de la mesa del comedor. Con frecuencia, soltaba alguna carcajada y, entre sonrisas, compartía las parodias cervantinas con nosotros. Con estos antecedentes familiares, no tiene nada de extraño que me apuntara, sin dudarlo un instante, al curso que el profesor Lida dedicaba íntegramente al Quijote. No me arrepentí.

Raimundo Lida había nacido en Lambert, en el imperio austrohúngaro, en 1908, en el seno de una familia judía. Desde bebé, creció en Argentina, en una comunidad askenazi laica, y de allí pasó a México y a Estados Unidos. Fue discípulo y heredero intelectual de Amado Alonso. Gracias a Américo Castro, el maestro de Juan Marichal, Lida consiguió una beca para la Universidad de Harvard en la que llegó a ser director del Departamento de Lenguas Romances. Cuando le conocí, tenía casi 70 años. Filólogo, filósofo del lenguaje, ensayista y crítico literario, el maestro Lida era una autoridad indiscutida en el Siglo de Oro (Quevedo) y en el Modernismo (Rubén Darío). Pero me apuesto algo a que el curso del Quijote era el que más disfrutaba. No había más que verle. Saboreaba las palabras y las citas eruditas o mundanas. Se lucía. En clase, con apenas una docena de alumnos de doctorado, Lida se transformaba ora en don Quijote, ora en Sancho. Siempre en Cervantes. Cuando murió, un par de años después de dar ese curso, leí un obituario escrito en su memoria por Ana María Barrenechea en el que decía que “Cervantes era el autor más afín a su hondura humana”. Estuve totalmente de acuerdo con ella.

Nunca dejó de sorprenderme el saber casi enciclopédico del profesor Lida. Con naturalidad, sin petulancia, citaba de memoria a los grandes autores y destacaba con finura exquisita la aportación de cada uno de ellos al tema que trataba de explicar: Platón, Cicerón, San Agustín, Averroes, Maimónides, Goethe, Alfonso el Sabio, Ibsen, Flaubert, Dostoievski, Unamuno, Bergson o Kierkegaard. Ninguno escapaba a su vasto conocimiento de la literatura, la filosofía y la historia de Occidente. Estuvo muy bien preparado para analizar la realidad cervantina tan poliédrica, con tantas caras y aristas, tan rica en perspectivas tan distintas. Nos pintaba escenas del Quijote como si detallara los distintos puntos de vista de cada personaje. O sea, como el juego de espejos en las Meninas de Velázquez. Planos distintos entrecruzados. Todo ello formaba parte del “vértigo de don Quijote”, un libro abierto a muchas ricas lecturas. Podía ser cómico para los barrocos o trágico para los románticos. Pero las parodias de Cervantes nunca fueron crueles ni destructivas ni ajenas a cierta ternura. Con razón llegó a decir Dostoievski que “la presentación del Quijote en el juicio final serviría para absolver a la Humanidad”.

Lida lucía un humor finísimo, una ironía propiamente cervantina. Me encantaba su risita maliciosa, sus guiños penetrantes, sus anécdotas definitivas. De pronto, sin darle importancia, dejaba caer alusiones sutiles que encerraban un conocimiento profundo de ser humano. Nos dejaba suspendidos, en un arrobamiento intelectual inesperado, incapaces de seguir tomando apuntes hasta haber digerido su último disparo al corazón de su audiencia. Rezumaba cierto erasmismo en sus lecciones y presumía sin disimulo de los éxitos de judíos y conversos, tan sonoros en la historia, la filosofía y la literatura de Occidente y tan silenciados para los estudiantes españoles educados en la Dictadura franquista y el nacionalcatolicismo.

Nos decía que para los dos Fray Luis (de Granada y de León) la perfección era posible fuera de la Iglesia. Es decir, el hábito no hace al monje. Pero él nos hacía el guiño, naturalmente en latín: “Monacatus non est pietas”. Igualmente, nosotros pensábamos que el escenario y el boato académico no afectaba a la calidad de sus lecciones. Cuando un catarro le retuvo abrigado en su casa de Cambridge, aislada por un metro de nieve, nos convocó para seguir sus clases en su sala de estar. La perfección también era posible en torno a una mesa de camilla, fuera del estrado oficial de su cátedra.

Tomé todos los apuntes que pude. Los guardo como oro en paño. Sin embargo, ahora que los repaso, al cabo de más de cuarenta años, observo muchas lagunas. Lástima que Lida no haya publicado sus notas sobre el Quijote como hizo con Quevedo o Rubén Darío. Con mis recuerdos vagos y mis apuntes concretos, intentaré resumir ahora, casi en titulares, algunas de las ideas que más me llamaron la atención en sus clases, todas ellas magistrales.

“Dime qué ves en el Quijote y te diré quién eres”, nos dijo un día el maestro al hablar de este primer monumento del realismo, lleno de fantasía y verosimilitud, provocador y entretenido. Cervantes tenía muchos ángulos: erasmista, humanista, barroco, anti barroco, heterodoxo, ortodoxo, patriota, antipatriota, cristiano… Escapó a la Inquisición con hábil y sabio disimulo. No así a las cuentas de la Hacienda Pública. Dijo producir un libro para entretener y divertir. Al parecer, nada serio. ¡Válgame Dios! Escribió: “Yo di pasatiempo al pecho melancólico y mohíno”. Pero, a la vez, como el que no hace la cosa, se burló de la caballería andante y del teatro de moda, o sea, de Lope de Vega cuyo éxito le tuvo tan obsesionado. ¡Ay, la envidia que hace tan humano a nuestro gran genio! Así, como si nada, metió una carga de profundidad en el cosmos medieval divinizado, en el mundo escolástico decadente, y nos dejó una nueva conciencia del hombre europeo, capaz de empezar a separar, gracias a la ciencia emergente, el orden físico del espiritual. El panteísmo de Spinoza (“Dios igual a Naturaleza”) y el pacifismo de Erasmo se abren camino en la primera novela del mundo.

El Quijote fue la bisagra entre dos siglos, ambos de Oro, y el símbolo del español de entonces, una alegoría de la locura hispánica vista con simpatía. Su autor pintó como nadie la inadaptación a los tiempos y la entrada en una nueva era. La era, además, de la novela moderna. Inventó la fábrica de hacer novelas. Sus personajes entran y salen de la novela como Juan por su casa. Se independizan. Así abrió la puerta a Galdós, a Unamuno, a Borges, a Pirandello, a Gide, etc.

Tuvo Cervantes un éxito indudable desde la primera edición de su obra. También tuvo críticos muy duros que, de forma panfletaria, le acusaron de antipatriota. Un anónimo del siglo XVIII divulgó que “del honor de España, era el autor (Cervantes) verdugo y cuchillo”. Casi nada. Juega con las apariencias y la realidad. Mezcla críticas y sonrisas ante los ideales trasnochados y hace una meditación destructora de la caballería andante. Parece hablar en serio, pero se ríe de los autores de moda.

A medida que avanzaba el curso, Lida nos recomendaba una amplísima bibliografía, que podíamos encontrar en la Widener Library de Harvard. No daba abasto. Por eso, opté por comprar algunos de esos libros, nuevos y usados, para seguir leyéndolos en el resto de mi vida. Una gran sorpresa fue volver a leer El Quijote, próximo yo a la treintena, pero con las notas de Martín de Riquer que el maestro tanto alabó. Lida nos advertía del efecto sorprendente de leerlo a distintas edades. ¡Qué rica fue esa segunda lectura! El curso envolvía el choque de dos mundos: el de la aristocracia minoritaria, que se resistía a morir, atado a sus antiguallas y derechos divinos, y el de la burguesía mercantil, ligado a las ciudades y al progreso, que luchaba por nacer e imponerse con pensamientos sentimientos modernos.

Nuestro hidalgo luce un lenguaje y unos ideales arcaicos. Pero nos cuela, casi de rondón, ideales de libertad e igualdad, revolucionarios para su época. Entre ellos está la aristocracia del alma, extendida a mucha más gente, la “gente nova” de Dante. El hombre es hijo de sus obras. Cervantes conoce muy bien la literatura italiana, que desdeña lo medieval, y enlaza con Petrarca. Las virtudes no son solo de la hidalguía de linaje, nobleza de sangre feudal, sino que dependen del modo interior de vida de cada hombre. ¿La verdadera nobleza? La del virtuoso, cualquiera que sea su origen y linaje. Nos lo dice Cervantes dos siglos antes de la Revolución Francesa. Ahí es nada.

¡Cómo se ríe nuestro autor del amor cortés de las leyendas carolingias y artúricas! Ariosto, con su “Orlando furioso”, influye mucho en Cervantes. Había libertad de imitación y de creación. Orlando, bravo en la batalla y torpe en el amor con Angélica. Con ironía y sorna, vemos, de pronto, a Roldán transformado en don Quijote. Desde Homero a Cervantes, el hombre luchaba cuerpo a cuerpo. Ahora, el arcabuz portátil, con su pólvora, se impone a la espada y a la lanza. Gran discurso de las armas y las letras. Con un arma de fuego, un cobarde puede matar a un héroe. Nuestro hidalgo insiste orgulloso en llevar las armas ridículas de su abuelo, en un momento en que se abre camino la pólvora, nada caballeresca, que mata a distancia y no con la fuerza del brazo de un guerrero. Gracián llegó a decir: “Una gallina mata a tiros a un león y el más cobarde al más valiente”. Esa es la injusticia de una guerra que a nuestro hidalgo le parece innoble.

¿Era solo combatir los libros de caballería el propósito de Cervantes?  De eso, nada. Dijo Borges que la segunda parte del Quijote es un comentario de la primera. En su novela, trata de asimilar lo bueno de la nueva cultura, de los descubrimientos, de los viajes y de la nueva épica burguesa, y no desesperar agarrados a los viejos tiempos. Nada más actual. Además, las novelas de caballería son su excusa para criticar toda la literatura.  El Quijote es mucho más que una parodia contra la caballería andante. El odio es limitado y el amor se antepone al odio en el ataque. El mal, el ser cainita, no existe en el Quijote. Hay ironía, burla, humor. No sátira cruel.

En sus clases, Lida no ocultaba las influencias de Américo Castro, su protector, cuyos libros nos recomendaba. En su prólogo al Quijote, don Américo destacó la alusión directa a comer “los sábados, duelos y quebrantos”. ¿Sufrir y tener quebrantos si comía cerdo el sábado? Ahí se percibe que la limpieza de sangre de don Quijote no corresponde a la de un cristiano viejo sino a la de un cristiano nuevo, descendiente de judíos conversos. Las virtudes de los caballeros andantes le venían “de casta”, por su buena cuna. Eran héroes por linaje. Un hidalgo, por respeto a lo que es, no hace trabajos manuales, cosa de judíos y moriscos. Ahí vemos ciertas raíces profundas del atraso económico de España. El hidalgo desprecia el lucro y el ahorro. Lo suyo es la liberalidad del manirroto. Se dedica al ocio o la guerra. Pero Cervantes no nos ofrece un héroe de 12 años, como Amadís de Gaula, sino un viejo de 50 años, como él mismo. Un hidalgo moderno que sabe leer. Y hace una burla erasmista de los eruditos medievales. Pasa de la debilidad por los libros a otra debilidad peor: la caballería andante.

Nos presenta a un héroe invencible que socorre a los débiles, viudas, huérfanos, desvalidos, doncellas perseguidas por tiranos. Su espada es infalible, mágica, contra reyes, emperadores, gigantes, follones, magos, brujos, demonios o encantamientos. Sus aventuras contra leones, fieras míticas o caballos voladores tienen final feliz. Recorre al azar montes, valles, castillos, cortes fantásticas en las que princesas se casan con el vencedor de un torneo. Puede ser, si quiere, rey de una ínsula. Treinta años antes, el Concilio de Trento había condenado los libros de caballería por “lascivos y obscenos”. Los acusaba de difundir el asombro y el milagro de la magia (del diablo) y no de Cristo y los santos. La Iglesia defendía la “honestidad cristiana” frente a la moralidad caballeresca de origen pagano (“el amor solo para Dios”) y declaraba la guerra a la mundanidad del siglo. “Con la Iglesia hemos dado, Sancho”. Cervantes se ríe de la beatería y de la hipocresía.

Sabe que en Italia los libros españoles eran sospechosos de judaísmo. Por su magia, incluso Amadís, leído por los luteranos, era tenido por hereje y demoniaco. Sin embargo, nuestro autor no odia los libros de caballería. Según Lida, hace otro. El mejor. Tiene su alma dividida: “libros sin igual”. Los elogia: “admirado ante el disparate”. Con sabor agridulce, tiene un desquite irracional: un loco “con bonísimo entendimiento”. Celebra “el estado para el que hemos nacido: la caballería andante”. Y recurre al canónigo para dar otra vuelta de tuerca maliciosa: “si no los leo críticamente corro el peligro de divertirme”.

Tengo la impresión de que Cervantes es un bromista redomado, que juega con el lector, con indecisión y goce dual. Mezcla lo histórico con lo legendario, lo sublime con lo ridículo. Parece decirnos que no debemos fiarnos ni de él mismo. Practica la prosa arcaica, como Garcilaso, y ofrece relajo, equilibrio, salud, distracción y pasatiempo “al pecho melancólico y mohíno”.

Por su modernidad y fuerza moral, uno de los capítulos más impactantes del Quijote ha sido para mí el que da cuenta de los amores y desamores de la pastora Marcela y el estudiante Grisóstomo … ¡en 1606! Se adelanta a cualquier feminista de hoy. “Comprender mejor es estar en condiciones de amar mejor”. Ahí se arriesga y se luce Cervantes. Marcela grita desde lo alto de una roca: “Nací libre”. La pastora quiere “vivir su vida” y celebra su libertad individual sin atender al efecto de su acción en los demás. Todos acusan a Marcela del suicidio de Grisóstomo quien se mata por su amor no correspondido. Ella no se siente culpable. Don Quijote – ¡cómo no! – la defiende. El mundo ha cambiado y nuestro ingenioso hidalgo se lanza contra la hipocresía, la mentira y el cinismo. Es decir, contra el amor provenzal. Sale en defensa de los derechos de la mujer. Da pie a varios mitos: un hombre quijotesco, aventuras quijotescas, quijotismo.

Cervantes parodia, critica, ataca, quiere, imita y mejora los libros de caballería y, burla burlando, pasa el problema al lector. Pero su sátira no es encarnizada como la de Quevedo. “Nunca voló mi pluma por la región satírica…” Critica los libros de caballería no con sarcasmo destructivo sino con la sonrisa, con el humor de un loco ridículo que pronto se convierte en un loco entretenido y crece hasta ser un prodigio de simpatía. Nos hace reír y, sin embargo, ¡qué pena!, muelen a palos al héroe, hacen burlas del derrotado. Según Lida, Dickens, como Cervantes, une a la burla el amor. Son víctimas de la sociedad que no se resignan. Para Galdós, El Quijote es una obra moderna. Un libro lleno de vida, de amor. Su autor se separa de la contrarreforma. Opone la igualdad a la casta, la paz a la guerra, el amor al odio.

En este “libro de libros”, “versión de versiones”, no aparece el pecado original, no hay figura del mal ni del pecador arrepentido. No hay seres perversos sino cambiantes. No son de una sola pieza. El bandido Roque es cruel y compasivo. Es la novela de los imposibles. “Yo soy libre”, le hace decir a Marcela ¿a los 16 años? ¿Dónde queda la autoridad paterna? ¿Por qué lo dice si sabe que no es cierto? ¿Cuál era su propósito? Lida no se sorprende. Cita a Valery: “Las intenciones son intenciones y las obras son obras”. Nos dice que sí, que Dostoievski trató de escribir un folletón de moda y, mira por dónde, le salió “Crimen y castigo”. ¡Qué diferencia entre la intención y la obra! Recurre a Fichte: “La obra literaria depende del hombre que se es”.

A veces, nos parece escrito desde otro mundo. Salta por encima de los valores de su época y se dirige a temas universales. No niega la realidad objetiva ni hay idealismo a lo Berkeley, pero nos muestra una realidad insegura, oscilante. Los libros no son inertes. Actúan sobre el alma humana. Cada libro es distinto para cada lector. Nos muestra distintas posiciones ante la misma aparente realidad. ¿Gigantes o molinos? El ventero defiende los libros de caballería, como don Quijote. El cura los ataca. Cervantes nos va irradiando problemas en cada línea. Inquieta al lector. Hace una “imitación selectiva” de los llantos de Amadís o de Orlando cuando escribe la carta, con lenguaje arcaico, a Dulcinea. Para Pedro Salinas esa es “la mejor carta de amor de la literatura española”.  Su Quijote huye de la sociedad… enloqueciendo.

Uno de los grandes aciertos del libro es, a mi juicio, la influencia mutua que se produce entre don Quijote y Sancho. Tengo un dibujo muy querido que el gran Ortuño me dedicó cuando fundamos Cambio 16. Muestra al caballero y al escudero por la Mancha, a lomos de sus bestias, bajo un sol de fuego. El globito de texto es muy escueto, lapidario. Don Quijote le dice a su criado: “Tutéame Sancho”. Toda la obra cervantina es una parodia de la parodia, con un estilo que Lida llamaba “mercurial” y zumbón pues nada estaba quieto. “Soberana y alta señora”, empieza diciendo el hidalgo. Sancho lo memoriza así: “Alta y sobajada señora”. De soberana a sobajada.

El autor se ríe de la falsa erudición, de la falsa ciencia, de la sabiduría inútil. Se ríe de sí mismo. “¿Qué libro tienes ahí?”. El lector responde: “La Galatea, de Miguel de Cervantes”. Inventa aquí el “pirandelismo”, el desdoblamiento entre personaje y autor. De paso, nos mete un corte publicitario. Así es el prisma cervantino. Cuando un asunto llega al prisma queda descompuesto en colores distintos. Así son también las distintas verdades y planos del creador del Quijote y – ¡cómo no! – de Sancho. El creador de un enorme mito doble: el ingenioso hidalgo y su interlocutor o anti personaje que no es Dulcinea (la presencia de una ausencia) sino Sancho. Dulcinea es el gran personaje ausente. Alonso Quijano nunca tuvo el “don”. Don Quijote, sí. Además, “de la Mancha”, como el “de Gaula” o “de Inglaterra”. Don Quijote es un judío converso pero su apellido viene del árabe: Mancha o Manggia, tierra seca y alta, refugio frente a inundaciones. Hay parodia de nombres pomposos (Don Quijote, Dulcinea) con apellidos ridículos (de la Mancha o del Toboso).

También juega con los octosílabos: “don Quijote y Sancho Panza” o bien “en un lugar de la Mancha”. Como a Raimundo Lida no se le escapaba ni una, nos descubrió que el Quijote empieza, sin ponerle comillas, como es costumbre cuando se copia, con ese octosílabo (“En un lugar de la Mancha…”) sacado sin permiso de una coplilla anónima y vulgar. Es una nota de humor, una comicidad para enterados, más propia de la picaresca que del mundo de los sabios. Riza el rizo con esta imprecisión en endecasílabo: “…de cuyo nombre no quiero acordarme…”. De lo que sí se acuerda seguramente Cervantes es de otro endecasílabo de La Eneida: “Callaron todos, tirios y troyanos”. En su juego “mercurial”, recurre al equívoco con frases célebres.

El caballero va contagiando su locura al escudero. Las promesas de una ínsula ayudan. Pero también vemos un cariño gradual de Sancho hacia su amo, una cierta hermandad matizada. Aunque el criado es rústico, hablador, abusador del lenguaje, la relación entre caballero y escudero los iguala como el amor que iguala a la pareja. Hay una dignidad entre señor y criado. Sancho aprende e imita pues tiene fe en su amo. Se hacen inseparables, imprescindibles hasta la muerte. Son dos almas que se van haciendo recíprocamente. Cuando el escudero es gobernador, pasa a primer plano. Sancho Panza no es la sombra de don Quijote sino su complemento. Crecen y se funden el uno en el otro. Son la cara y la cruz del alma humana.

Los refranes de Sancho, píldoras de conocimiento, se le van pegando a su señor. “Cuatro dedos de enjundia tiene de cristiano viejo”. La enjundia es grasa o manteca de cerdo, prohibida a musulmanes y judíos. Con mucha gracia, Sancho corrompe el lenguaje. Su amo dice “pacto tácito o expreso con el demonio” y Sancho lo repite, a su modo, como “patio espeso con el demonio”. En su entrelazamiento, ambos tienen un acuerdo de creerse mutuamente. Para Lida es, sin duda, una novela social. Otro rizo: haciendo la novela explica cómo se hace una novela. El cura habla de Cervantes y de su Galatea. Novela sobre novela. No hay marcos fijos entre novela y realidad. Salen personajes en la segunda parte que han leído la primera, en ediciones piratas por las que Cervantes no cobró ni un maravedí. Lo mismo que hoy con Internet.

En su continuo juego de perspectivas, el autor hace al lector cómplice del narrador. Es un gran periodista que utiliza diversas fuentes, según se mire, para informar de un mismo hecho. Pone el nombre de Cide Hamette Berengeli (berenjena) al autor del manuscrito. Precisamente, la berenjena, plato favorito de moriscos y judíos. Mi hijo David no olvida una frase que leímos juntos, cuando era niño, antes de dormir: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros”. La repetimos aún entre risas. La fantasía y la imaginación… “la loca de la casa” para Santa Teresa.

Hay tantas lecturas del Quijote como lectores. Para un romántico perdido como Heine, es “el libro más triste que existe”. Pero también nos da pistas de un pre racionalismo avanzado, de un pensamiento pre siglo XVIII. No pocos aún siguen descifrando los mensajes de Cervantes, los misterios que disimuló hábilmente y no pudo decir con claridad por miedo a la Inquisición, siempre atenta a los peligros de cualquier disidencia.

Algunos han querido ver el engrandecimiento de Sancho como un anuncio de la emancipación de la clase obrera o los valores democráticos (libertad, igualdad, fraternidad) en don Quijote. No digamos Pirandelo en su obra, tan cervantina, “Así es si así os parece”. Para Unamuno, nuestro hidalgo sufre una “santa locura”. Para Ortega y Gasset, se trata de la novela de los puntos de vista, del perspectivismo y la realidad oscilante. Cervantes es un Erasmo sin religión. En su obra no hay influencia religiosa pues la moral de Cervantes es filosófica, natural, humana. Lutero, que tiene todo lo español por sospechosamente poco cristiano, llegó a decir que “casi prefiero tener al turco por enemigo que a los españoles que no creen en nada; son marranos seudo convertidos”. Así se abonaba la leyenda negra contra el imperio español de los Austrias.

Para compensar lo de Lutero, no puedo cerrar los apuntes que tomé de las clases magistrales del maestro Raimundo Lida sin copiar aquí una cita que nos regaló de Rubén Darío. En ella, el grandísimo poeta modernista santifica a nuestro don Quijote:

“Rey de los hidalgos,

señor de los tristes,

noble peregrino,

contra las certezas,

contra las mentiras,

contra la verdad,

ruega por nosotros”.

Así sea, maestro Lida. Usted me hizo, por siempre, cervantino. Gracias.

FIN

Si has llegado hasta aquí, querido lector, ya eres cervantino. Como yo. Gracias.

Charla sobre el Quijote por encargo del New York Times

 

 

El “error” de la República: ¿Ingenuidad y/o torpeza?

Ángel Viñas y Andrea Ropero en El Intermedio de la Sexta.

¡Qué fácil! Lo conseguí. Soy analógico por nacimiento, pero, al jubilarme, no tuve más remedio que emigrar al mundo digital. Yo solito. No tenía a ningún técnico de mis antiguas empresas (20 minutos, TVE, El Sol, El País, etc.) a quién consultar. Ni siquiera a mi princesa, que ya no vivía en casa.

Anteayer, El Intermedio de la Sexta emitió una entrevista con un viejo y gran amigo que me interesó mucho. A esa hora, estaba yo preparando la cena y la seguí a trompicones. Mi chica (awestley.com) me nombró chef del Restaurante Cocina cuando se declaró la maldita pandemia de la Covid-19. Con gusto, conservo ese título. El caso es que, entre sartenes y platos, perdí partes sabrosas de la entrevista que le hicieron al historiador Ángel Viñas sobre su último libro, “El error de la República” y que recomiendo. Pregunté a Google y (¡Eureka) me salió a la primera.

La acabo de ver con papel y lápiz. No te la pierdas. Basta con dar un clic al nombre de Viñas (en azul) y el video sale solo. Ya verás qué fácil. No te la voy a resumir aquí. Prefiero que la veas entera. A esto le llamábamos en la Universidad “agitación y propagada” (el famoso “agitprop” de los espías soviéticos). Viñas descubre el gran error de los líderes republicanos que él atribuye a su ineficacia y torpeza, por no impedir a tiempo la conspiración de los golpistas, apoyados por fascistas italianos y nazis alemanes. A su torpeza yo me permito añadir su “ingenuidad”. ¿Acaso no conocían nuestros demócratas republicanos las tradiciones intolerantes, intransigentes y seculares de nuestra España negra? Pasen, pasen y vean.

Del profesor Viñas puedo decir, sin temor a equivocarme, que es un historiador íntegro y honesto con los hechos. Como tú y como yo, tiene un sesgo en su corazoncito, pero es respetuoso con los hechos probados. Si lo sabré yo. Le leo y le sigo desde su primer “Oro de Moscú”.  Ambos fuimos muy amigos del gran Gabriel Jackson, a cuyo homenaje póstumo acudimos juntos en Barcelona, unos días antes del primer estado de alarma de 2020.

Le conocí en la ANUGA (Feria de la Alimentación, Colonia, RFA) hace casi medio siglo. Allí coincidimos con Willy Brandt y le saludamos al pasar por los stands de España. El entonces joven diplomático Ángel Viñas (luciendo pajarita, naturalmente) ayudaba a colocar las estanterías y carteles de la caseta del vino de Julián Chivite. No se le caían los anillos al agregado comercial en Bonn. Yo fui allí invitado, en calidad de director ejecutivo del semanario Cambio 16 que acabábamos de fundar en 1971.

Cuando ambos terminamos de ayudar en el montaje de los stands españoles, Viñas me llevó a su casa. Cenamos y cantamos… ¡canciones de la República! No me lo podía creer. Un funcionario público, en plena Dictadura, se sabía las letras que mi padre me había enseñado clandestinamente. “Gallo negro, gallo negro”, “¡Ay, Carmela!”, y otras por el estilo. Fue una cena emocionante e inolvidable. Luego, en 1975, me ayudó a fundar la revista Historia Internacional, una de las aventuras más hermosas de mi vida. ¡Cómo no le voy a querer! No te pierdas su entrevista de El Intermedio ni su último libro editado por Crítica.

Fin, con perdón, del “agitprop”.

Portada del último libro de Viñas

El Intermedio en tricolor