Entradas etiquetadas como ‘Cuevas de Almanzora’

Pepe Guirao, gran gestor cultural y mejor persona. DEP

Mi paisano Pepe Guirao Cabrera, ex ministro de Cultura, ha muerto a los 63 años, tras una enfermedad de 16 meses. No sé que decir para resaltar la excelencia personal y profesional de este amante de la Cultura. La prensa está ya destacando sus logros políticos y personales. A mí me quedan por resaltar los recuerdos comunes ligados a nuestra tierra. Para muchos serán minucias sin importancia, pero para mí son anécdotas imborrables en el momento de su muerte tan temprana.

José Guirao, ex ministro de Cultura

Pepe era un tipo espléndido, amable, suave en las formas y firme en el fondo. Dedicó su vida a promover la Cultura con mayúsculas y, por ello, los españoles estamos en deuda con él. Le tenía en mi lista de paisanos y amigos para enviarle pronto mi último libro «La prensa libre no fue un regalo» (que acaba de publicar Marcial Pons) y que celebré en la Feria del Libro con Miquel Iceta, sucesor de Pepe en el ministerio de Cultura. ¡Qué gran pérdida! La muerte se me adelantó por unos día

Con Miguel Iceta, ministro de Cultura, en la caseta 67 de Marcial Pons en la Feria del Libro y mi libro La prensa libre no fue un regalo. Al fondo, Juan Eslava Galán.

Pepe Guirao era natural de Pulpí (Almería) donde fue concejal antes de saltar a la Diputación de Almería, a la Junta de Andalucia y al Gobierno de España. Ambos hemos compartido el honor de haber sido pregoneros de las fiestas de Pulpí. También compartimos las playas de Terreros (Pulpí) y de Cuevas de Almanzora. Ambos hemos defendido también el amor y el respeto por la memoria de Los Colorados y el Pingurucho de la plaza Vieja de Almería a esos Mártires de la Libertad, ejecutados por orden de Fernando VII, el rey felón, el 24 de agosto de 1824. Pepe ya no podrá compartir con nosotros el Bicentenario de aquel triste y trágico suceso.

Otro recuerdo minúsculo que nos hizo reír a ambos almerienses está relacionado con el trabado de mi esposa (awestley.com) cuando ella era la corresponsal del diario The New York Times en España. Ana Westley, que desconocía el origen de Guirao, quiso escribir una historia sobre el Guernica de Picasso y la ampliación del museo Reina Sofía que Pepe dirigió durante unos seis años. Acudió al despacho del director del museo y, durante la entrevista, pronto cambiaron del inglés al castellano. Cuando Ana, almeriense consorte, ya no tenía más preguntas sobre su reportaje, le hizo una pregunta personal:

-Tiene usted, señor Guirao, un acento muy marcado del levante almeriense o quizás de Murcia. ¿Me puede dar algunos datos personales de su curriculum?

El director del Reina Sofía se sorprendió de que una norteamericana de Boston pudiera distinguir su acento con tanta precisión. Le dijo que era natural de Pulpí, un pueblo, en efecto, del levante almeriense. Mi chica le replicó:

-¿De Pulpí? Entonces conocerá al Cañón, aunque no compre lotería, o a Pepe, el capataz de la Diputación, o a Pedro…

En ese momento, Pepe Guirao casi saltó su sillón:

-¿Cómo es posible que la corresponsal del New York Times sepa tanto de mi pueblo?. No me puedo creer lo que estoy oyendo.

La respuesta de Ana le aclaró todo:

-¿Es que usted tiene un acento muy parecido a de mi marido, José Antonio Martinez Soler, que es almeriense y vamos mucho por las playas de Terreros donde van a bañarse nuestros amigos de Pulpí.

Con esos datos, ambos compartieron unas risas y, libres ya de las formalidades profesionales, se despidieron con un abrazo. Naturalmente, esa anécdota nos dio para repetir las risas cada vez que Pepe y yo coincidamos en algún acto cultural.

Descansa En Paz, querido Pepe. Vives en nuestros recuerdos.

 

 

 

 

 

 

«Turistas, Pepe, y no tomates»

“Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto Alarcón, el alcalde de Mojacar, a mi padre, el Rumino. No le hizo caso. Fue su ruina.

Mi artículo de hoy, domingo, 17 de abril de 2022, en el diario La Voz de Almeria.

Para quienes no puedan leer el texto tan pequeño en la página de La Voz, copio y pego el mismo texto en Word con un cuerpo más grande. Sé por qué lo digo. Ahí va:

“Almería, quién te viera…” (19)

 “Turistas, Pepe, y olvida los tomates”

 J. A. Martínez Soler

Nuestro vecino Jacinto Alarcón, pariente de los dueños de El Molino, fue nombrado alcalde de Mojácar. Sus tierras eran colindantes con las nuestras. También lindaban con la playa, como las nuestras. Mi padre le dijo que nuestro pozo daría agua para todos. La vendería a los vecinos a un precio justo para pagar las deudas del pozo y la hipoteca de nuestra casa.

Había comenzado con buen pie la década de los sesenta. El sueño de mi padre se había hecho realidad en el verano del 1961. Pero el alcalde no parecía dispuesto a dejarse los cuartos en abancalar sus tierras y canalizar el agua de nuestro pozo hasta ellas. Mi padre era buen amigo suyo. Y viceversa. Jacinto Alarcón me lo demostró al darme su pésame, tan emocionado, muchos años después, en 1997, cuando murió mi padre, el Rumino.

A principios de los años sesenta, ambos mantuvieron un desacuerdo permanente sobre el futuro de sus tierras y de las nuestras. Mi padre, un hombre del desierto de Tabernas, buscaba el agua como loco. Era, como digo, un soñador del agua. En cambio, Jacinto, que se crio en El Molino, a los pies de la hermosa fuente árabe de Mojácar, rodeado de una vega feraz, buscaba el turismo como base del futuro de su pueblo.

Jacinto nos contó lo que sabía de Marbella y Benidorm. Vio los primeros carteles de “Spain is different”. Para él, eso era el principio de algo. Aseguró que estaba dispuesto a regalar tierras del Ayuntamiento a quien quisiera establecerse allí con algún negocio hotelero o a gente famosa que dieran fama a Mojácar y atrajeran a otros visitantes ilustres. “Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto.

– “¿Serás ceporro?”, le replicaba mi padre. “¿Vas a esperar a que venga alguien rico o famoso hasta aquí? Si no tenemos ni carretera para coches. ¿Quién conoce Mojácar? Los turistas vendrán andando. Solo hay caminos de herradura. El autocar de Alsina Graells pasa por Garrucha, allí descarga a los mojaqueros, que siguen a pie, y continúa hasta Vera. ¿Turistas en Mojácar? Desde luego, estás como una cabra”.

Los primeros tomates colorados coincidieron con el agotamiento del crédito hipotecario de mi padre. La finca había cambiado como de la noche al día. Grandes bancales planos y escalonados, separados por balates de piedras, caballones en perfecta formación, estiércol, abonos, encañados donde atar las tomateras con esparto, y una cuadrilla de trabajadores. Todo eso había acabado con los recursos familiares.

En Semana Santa, pudimos cosechar los primeros tomates, pequeños, duros y con buen color, listos para llevar a la alhóndiga de Cuevas de Almanzora que regentaba el alcalde, el señor Caicedo. Los llamaban “tempranos”. En verdad, eran los primeros tomates del mercado. Por algo Almería es la tierra de los tempranos, según los cantes flamencos. Me pregunto si sería también almeriense el famoso bandolero de Sierra Morena, José María “El Tempranillo”.

Al atardecer, recolectamos los más maduros, entre cientos de tomates verdes y muchísimas flores amarillas que prometían la cosecha del siglo. Cargamos un montón de cajas de tomates en el carro.

Si todavía planto yo tomateras en mi diminuta huerta de jubilado es por recuperar aquel aroma de mi adolescencia. Huelo profundamente mis recuerdos. Cuando ahora cosecho mis tomates, me como alguno, allí mismo, a mordiscos, antes de llegar a la cocina. Sin sal ni nada. Herencia de La Rumina.

Antes del amanecer, aún de noche, partimos hacia Cuevas tirados por nuestro burro, el único animal que nos quedó en el establo-corral. Sobrevivió a la llegada del tractor porque le necesitábamos para ir a por agua potable a la fuente de Mojácar. La del pozo era buena para el riego, pero no para el consumo humano. Por lo visto, tenía mucha cal. “Muy dura”, decían.

El viaje, lento y largo, nos dio tiempo para repasar, y disfrutar, la odisea de mi padre: su viaje épico desde el secano hacia el regadío. Él estaba muy orgulloso de su hazaña. En esa época, le admiré mucho por su fe y su constancia al perseguir su sueño. Mi padre no se rendía fácilmente. Mi madre lo resumía con dos palabras: “cabezón” y “testarudo”.

Al llegar a Cuevas, en un abrir y cerrar de ojos, sin subasta, mi padre colocó las cajas en un santiamén a un precio alto que él consideró muy bueno. Como contable que era, calculó rápidamente la fortuna que tenía en sus tomateras aún en forma de flores. Con esa cosecha tan espectacular pagaría los plazos de la hipoteca con holgura y le sobraría para la siguiente cosecha. Regresamos eufóricos. Reconstruimos, una vez más, el cuento de la lechera. Hasta el burro, que tiraba de un carro vacío, iba contento. Al fin, nos sonreía la fortuna. El esfuerzo, el riesgo y la constancia de mi padre recibían su premio. Mi madre, aunque sin alharacas, también se alegró. Eso, por lo mucho que ella odiaba La Rumina, sin luz ni agua corriente, lo llegué a considerar amor verdadero.

Años más tarde, enseñando Economía Aplicada en la Universidad de Almería, comenté a mis alumnos la frase que oí a un viejo cortijero de Cuevas en el año de la gran cosecha. Para un adolescente, era, sin duda, enigmática: “Nada como una buena granizada o una gota fría a tiempo para matar la mitad de las flores, reducir la cosecha y llenar nuestros bolsillos de pesetas”.

Mi padre, como muchos agricultores de la época, no llegó a comprender bien, ni a aceptar de buen grado, que la ley de la Oferta y la Demanda seguía vigente. A pesar de ello, después de lo que ocurrió aquel verano, nadie puede culpar a mi padre de su ruina.

¿Quién manda sobre las nubes, sobre el pedrisco, sobre el buen tiempo o sobre las subvenciones imprevisibles del Gobierno al tomate de Canarias?

En junio, la primera gran cosecha de tomates de La Rumina fue espectacular. En cantidad y en calidad. El carro se quedó pequeño para tanta producción. Contentos aún, pero barruntando ya una eventual caída de precios por la abundancia de oferta, alquilamos una camioneta con remolque. Aquel verano, todos los agricultores del Levante español tuvieron una hermosa cosecha… y se desplomaron los precios.

Al llegar a la alhondiga, mi padre dio la orden de retirada al conductor de la camioneta: “Da la vuelta. Nos volvemos a casa. A ese precio, echaré mis tomates a los cerdos”.

Con el dinero de los tomates tempranos, que había vendido a buen precio, compró sesenta cochinillos y construyó un montón de pocilgas con sus patios y piletas correspondientes. Los precios de los tomates a la baja y los tipos de interés del dinero al alza formaron dos curvas que, en un punto determinado, se cruzaron en forma de tijeras. El punto donde apretaban esas tijeras era precisamente en el cuello del deudor. El cuello de mi padre. Adiós, Rumina. Para un niño como yo, que allí se convirtió en adolescente, fue una experiencia intensa, de ensueño. También dolorosa.

En invierno, vendió el cortijo. Pagó a tiempo las deudas del pozo. Un día triste me dijo: “Fue como vender el coche para pagar la gasolina”. También liquidó la hipoteca de nuestra casa. Por si acaso, la puso a nombre de mi madre. Ya no viviríamos bajo un puente. Al fin, para mi mayor confusión, una noche oí a mis padres llorar y reír a la vez. ¿Sublime o ridículo? Los escuché sentado, petrificado, en silencio, oculto en la escalera de mi casa, la noche en que me hice mayor.

¡Qué razón tenía mi vecino Jacinto, el alcalde de Mojacar! La tierra que teníamos a la orilla del mar, con vistas a Mojacar, es hoy una de las joyas del turismo en Andalucía. De La Rumina solo quedó la noria árabe y el nombre de una calle con chalets de lujo. Y -cómo no- la belleza de mis recuerdos.

En mi mula con mi hermana Isabel en La Rumina.

La Rumina, con nuevos dueños

Con Ana, mi esposa, y mis hijos Andrea y David, en la fuente árabe de Mojacar donde yo cargaba los cántaros en mi burro cuando era niño.

Trillando en la era de La Rumina. Cambiamos cereales de secano por tomates de regadío.