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De apedrear gatos a dormir con ellos

De niño, solíamos lanzar piedras a los gatos que abundaban por las calles, los solares abandonados y los terrados de las casas. Darle una pedrada a uno de ellos, a ser posible en la cabeza, merecía el aplauso de los demás. Me horroriza recordarlo y reconocerlo. Ahora duermo con mis gatos. Hoy lo publico en La Voz de Almería y en este blog.

Almería, quién te viera… (22)

De apedrear gatos a dormir con ellos

J. A. Martínez Soler

¿Éramos más crueles en la pandilla de mi barrio que en la de La Salle, mi colegio de pago? Dilema aún no resuelto. Dicen que la educación suaviza las formas. No acabo de creerlo. Hay crueldad en los barrios y en las mansiones. Alemania era el centro de la cultura europea cuando dio rienda suelta la barbarie nazi.

En las guerras primitivas se golpeaban con palos, se mataban con lanzas y flechas. En las guerras de hoy se matan fríamente, limpiamente, a mayor distancia. Basta con apretar un botón en un bombardero o, peor aún, en el control lejano de un dron, como si fuera un videojuego. En esos casos pienso que, aunque las técnicas cambien, las intenciones permanecen. Desgraciadamente, con la cruel invasión rusa de Ucrania, matando de lejos, sigue vigente el discurso de Don Quijote sobre la espada y la pólvora.

Recientemente leí que dos mendigos sin techo se pelearon por ocupar un trozo mayor de un banco en un parque de Madrid. Uno de los dos acabó muerto porque el otro le rompió la cabeza con una piedra. En los años noventa, ricos, educados y bien vestidos, de colegios de pago, tanto Emilio Botín (presidente del Banco de Santander) como Mario Conde (presidente del Banco Español de Crédito) querían un banco mayor que el que tenían. Al cabo de muchas escaramuzas y trampas financieras y contables, Conde perdió su banco y acabó en la cárcel. Botín se quedó con el Banco de Conde y lo sumó al suyo. Técnicas diferentes. Mismas intenciones.

Visiblemente, a la vista de todos, en mi barrio éramos unos bestias. Entre nosotros, y contra los niños de otras calles, las peleas a trompazos y revolcones estaban a la orden del día. Incluso hacíamos guerrillas, a pedradas, en la Molineta, contra los del Quemadero y los de la Plaza Toros. Nos enfrentábamos también en torno a la balsa de los Cien Escalones. Nunca peleábamos contra los del Hoyo de los Coheteros ni contra los del Cerro. Lo teníamos terminantemente prohibido.

En esa época solíamos lanzar piedras a los gatos que abundaban por las calles, los solares abandonados y los terrados de las casas. Darle una pedrada a uno de ellos, a ser posible en la cabeza, merecía el aplauso de los demás. Me horroriza recordarlo y reconocerlo. “Los gatos establecen vínculos con los humanos y tienen un tipo de apego parecido al de un bebé de dos o tres años con la madre”, explica en La Vanguardia la doctora Paula Calvo, antrozoóloga y experta en relaciones entre humanos y animales.

En el antiguo Egipto pensaban que los faraones se reencarnaban en gatos que deambulaban por la corte. Imagino a Basted, la diosa gata de los egipcios, preguntando a los gatos de hoy si los humanos aún les adoraban. Debieron responderle: “Los humanos limpian nuestros aposentos. La comida que nos dan es aburrida, pero nunca nos falta. Y cazamos, eso sí, solo por diversión”.

Era un niño cruel

Cuando acaricio al pequeño Moisés, un gato bebé abandonado, que rescatamos junto a las aguas del Mediterráneo, en Almería, siento que estoy reparando el daño que hice a los de su especie cuando era un niño cruel. Ahora, duerme a mis pies.

Casi siempre tuvimos perro en casa. Uno más de la familia. También tuvimos colorines y canarios en jaulas. Las colgábamos en el patio o en la fachada de la casa. Los cuidábamos y mimábamos. No entiendo por qué no a los gatos. ¿Cuál era el origen de la maldición: demasiado independientes, indomables, libres? Nunca lo entendí. Hasta que me casé con Ana Westley, amante de los gatos. Desde entonces hasta hoy, dormimos con un gato en nuestros pies. Tenemos cuatro. Somos, felizmente, sus esclavos.

En 1988, Ana y yo fuimos invitados a comer por el filósofo José Ferrater Mora y su esposa Piscilla Cohn (pionera mundial en la lucha por los derechos de los animales) en su casa de Pensilvania. En su cocina, rodeados por varios gatos, mantuvimos un debate muy clarificador que rompió todos mis esquemas acerca del sufrimiento de los animales. Priscilla me convenció con sus datos científicos y sus argumentos que había llevado hasta la ONU.

 

No me atreví a decir que había disfrutado viendo (gratis) una corrida de toros en Las Ventas. (Mi paisano Chencho Arias, alto cargo de Asuntos Exteriores, no quería dar por perdidas dos entradas buenísimas que tenía reservadas para un alto mandatario latinoamericano que no pudo utilizarlas por razones de agenda. Aquella corrida me gustó, pero en mi casa no dije ni pío).

Acabo de leer en El País una entrevista perturbadora con Peter Singer, otro filósofo de la cuerda de Priscilla Cohn, autor de “Liberación animal. Una nueva ética para tratar con los animales”. Sobre este asunto, también me había influido la biografía novelada de mi amigo John Darnton sobre Charles Darwin quien defendía que nos somos una creación separada de los demás animales (como dicen algunas religiones) sino producto de la evolución a partir de otros animales.

Hace más de 20 años, cuando fundamos el diario 20 Minutos, decidimos no dar información ni criticas de las corridas de toros. Creíamos que nuestros lectores jóvenes urbanos habían perdido bastante interés en la llamada “fiesta nacional”. Y cuando me preguntan en el extranjero mi opinión sobre las corridas de toros, procuro cambiar de tema (sobretodo si hablo con clientes potenciales) y tirar balones fuera. Hace mucho que no voy a los toros, pero cuando he ido he seguido la corrida con más corazón que cerebro. Mi razón lo rechaza como algo bárbaro y cruel, pero mi corazón ama el espectáculo emocionante entre el hombre y la bestia, entre la vida y la muerte.

Yo nací y crecí en Almería, entre el Quemadero y la Plaza Toros y, en las tardes de toros, oía los olés y los pasodobles desde mi cuarto. Mi vecino de enfrente, en la Calle Juan del Olmo, era Paco Andújar, «El Ciervana”, banderillero de la cuadrilla de Relampaguito, Salieri II y, según me contó un día, hasta de Manolete, cuyas hazañas toreras oía yo con la boca abierta, desde muy pequeño, tomando el fresquito a la puerta de su casa o de la mía. En esas tertulias callejeras, sobre sillas costureras, la mujer de «El Ciervana» me cosió un traje de luces que pude lucir antes de vestir pantalón largo. Naturalmente, toreaba en mi calle con una cornamenta de juguete.

Antes de casarme con mi chica de Boston acepté el compromiso de no defender las corridas de toros ante ninguno de nuestros hijos. Esta semana ha surgido aquel acuerdo prematrimonial por las palabras de Peter Singer en Babelia: “Las corridas de toros se pueden considerar herederas de los juegos en la Roma clásica, donde las fieras se comían a los gladiadores y cristianos. Me resulta increíble que los toros hayan sobrevivido hasta hoy. (…) Yo recomendaría el fútbol antes que los toros”.

Llegados a este punto, yo también. Una vez que duermes con tus gatos ya no vuelves a ver el sufrimiento de los toros de la misma manera.

Con Truso escribiendo en mi Terraza. Me sigue a todas partes.

Con Gloria, la gata almeriense de mi nieto Leo

Con Moisés, salvado de las aguas en Almería

Mis cuatro gatos

Basted, la diosa gata de los egipcios

Jose Ferrater y Priscila Cohn

Paco Andújar, el Ciérvana, mi vecino en la calle Juan del Olmo.

 

 

 

 

 

 

 

El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor

«El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor». Este es el artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es. Copio y pego el texto en word para que puedan leerlo los jubilados incluso sin gafas.

Artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (14)

El día que sentí llorar a mi padre

J.A. Martínez Soler

Había cumplido yo los quince años cuando, por primera vez, oí llorar a mi padre. Mi héroe hundido. Mis padres no sabían que yo sabía. Les escuché la noche anterior desde la escalera. Quería saber más detalles de su pena. ¿Por qué no preguntar a mi abuela para resolver algunas dudas que me consumían por dentro?

Antes de comprar el cortijo de La Rumina, un secano de Mojacar, con el dinero del boom de la venta de cemento, mi padre amplió nuestra casa con una media segunda planta. Yo debía de tener seis o siete años, porque lo recuerdo bien. La terraza, su lugar favorito, tenía una barandilla de hierro con filigranas de adorno para sujetar las macetas de geranios, de jazmines, una gran buganvilla y un par de tiestos con tomateras. Solo las flores, envidia del barrio, podían caer a la acera. Los geranios y la buganvilla de mi padre daban la nota de color en aquel tramo de nuestra calle Juan del Olmo.

En aquella terraza, mi padre construyó un gallinero y una pocilga, donde criábamos un cerdo cada año. En la puerta de casa, tuvimos varias matanzas por San Martín. Esa era la costumbre cruel y divertida.

Al cruzar la calle Restoy, que va del Quemadero a la Plaza Toros, y tomar la última cuesta arriba de mi calle, con el cerro de los gitanos al fondo, comprobé que, contra toda costumbre, esta vez, mi madre no estaba cantado flamenco ni copla. No había nadie parado en nuestra puerta para escucharla. Era normal que, cuando ella cantaba, mientras cocinaba o limpiaba la casa, los peatones que iban de paso, sin prisa, se paraban, formando un corro, para oírla. Cuando terminaba el cante, se disolvía el grupo de curiosos. Echaban a andar calle abajo o calle arriba. Mi madre. ¡Qué artista!A veces, para no interrumpirla, también yo me detenía en la puerta de mi casa, con los vecinos aficionados al cante de mi madre, hasta que terminara su canción. Algunos me decían: “Anda y dile a tu madre que cante “El día que nací yo” o “Échale guindas al pavo”, etc. En el barrio era conocida como “Morena Clara”. Había interpretado ese papel en Nacimiento, su pueblo, con el fin de recaudar fondos para reconstruir la iglesia tras la guerra. Al concluir la representación, mi padre saltó al escenario y le dio un beso a mi madre ante todas las autoridades locales (el cura, el sargento, el maestro y el médico). Entonces, solo eran novios. Antes de morir, mi madre sufrió algo de Alzheimer o demencia senil. Apenas me reconocía. Sin embargo, nunca olvidó aquel beso de mi padre que ella recordaba con una risita pícara.

Al atardecer, era costumbre tomar el fresquito en la puerta de las casas de mi barrio. Las calles eran de tierra con algunas moreras. Moras dulces, riquísimas, cuyos atracones nos daban indigestiones. Si las dejabas madurar demasiado caían y manchaban las aceras. Las vecinas rociaban agua en sus puertas para refrescar el ambiente en la hora de las ánimas. El crepúsculo anunciaba el comienzo de las tertulias al fresco.

Igual que salen los caracoles después de la lluvia, así salían mis vecinos, silla en mano, a la puesta del sol, para dar rienda suelta a la sin hueso. Se hacían grupos. Los cuentos de la mili, los partos y los progresos de sus niños pequeños, naturalmente todos más listos y guapos que la media, se llevaban la palma. Agotados los rumores, los chismes o las historias, siempre repetidas y exageradas, se cambiaban de corro o se recogían para cenar.

Algunas puertas eran más populares que otras. En cierto modo, competían entre sí. Si venía algún familiar de Cataluña, esa puerta tenía un corrillo más concurrido. No digamos si el pariente venía del extranjero. Verdaderas o falsas, las historias de éxito de los emigrantes de nuestra calle eran muy apreciadas. También había rencillas pasajeras o eternas entre algunos vecinos. Esos iban a corros distintos.

Celos cruzados, noviazgos rotos, envidias o roces no disimulados dibujaban los perfiles de los corrillos callejeros. Tomar el fresco en la calle era solo la excusa. Lo importante era hablar. O sea, presumir. Para otros, escuchar. La vida social se hacía en las aceras, con sillas plegables o costureras, incluso con tumbonas, y en los trancos de las casas de planta baja. Si había algo que celebrar, no faltaban la sangría ni la limonada. En “El callejón de los milagros”, del premio Nobel egipcio Naguid Mahfouz, vi reflejada mi calle almeriense.

Ni que decir tiene que la de mi casa era de las puertas más atractivas. Los vecinos acudían a compartir las risas que provocaban los chistes y payasadas de mi padre, un hombre casi siempre alegre. Pero, sobre todo, por la eventualidad de que mi madre cantara algo en voz baja. Lo hacia a menudo para el corrillo de vecinos fijos, cautivados por su arte. Aunque tímida en apariencia, era muy vanidosa. Y presumida. ¡Vaya si lo era! Se moría por un aplauso. Noto esa herencia en mi ADN.

Los santos desnudos de don Andrés

En mi calle no había coches. Solo un viejo camión y el automóvil negro de don Andrés, el cura, en cuyo garaje, siempre oscuro, se guardaban pasos desnudos de Semana Santa. Los esqueletos de cristos, santos y vírgenes estaban sin vestir. Maniquíes de madera y hojalata. Entrar en aquel almacén fantasmal disolvía la fe en las imágenes que, un día al año, parecían divinas. No sabe don Andrés el daño que hizo su garaje a mi devoción por la Semana Santa.

Al principio, aquellas santísimas piezas ortopédicas, unos palos humanoides unidos por tornillos y coronados por caras de escayola, me daban miedo. ¿Idolatría? En procesión, vestidas de oropel, con mantos brillantes, bajo palio, entre flores, luces y velas, y acompañadas por la banda municipal, provocaban lágrimas y vítores en los feligreses más devotos. Cuando flaqueó mi fe, fenómeno que vino a coincidir con la subida de mis hormonas y el mejor uso de mi razón, tales imágenes, aparcadas en el sótano del cura, me parecieron ridículas.

Cuando veo desnudos los maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa, listos para ser revestidos con la última moda de la nueva temporada, no puedo remediar pensar en las imágenes ortopédicas de los santos, cristos y vírgenes de madera y hojalata de mi parroquia. Dicen que “el hábito no hace al monje”. Quien inventó ese dicho no comparó nunca a los santos desnudos con los vestidos. Vestir santos tiene su arte. Su intríngulis.

Mi abuela me recibió así en el portal de casa: “No está el horno para bollos, hijo mío”. Mi madre no cantaba y no había vecinos en la puerta. Mi abuela Isabel selló sus labios con el dedo índice y abrió todo lo que pudo sus ojos, tan llamativos. Por esa advertencia, supuse que ella sabía algo más que yo.

La noche anterior supe que mi padre, un soñador del agua, se había arruinado construyendo un pozo para el cortijo de secano de La Rumina. De golpe, esa experiencia dramática me hizo mayor. Mi padre lloraba y mi madre no cantaba. Menudo desastre. A la hora de comer (ese día, gurullos, su plato favorito), mi padre nos contó la historia de su fracaso como agricultor y la venta urgente del cortijo para pagar deudas. Cerró su relato -cómo no- citando a don Quijote:

– “Desnudo nací y desnudo me hallo. Ni pierdo ni gano”.

Mi madre era de regadío, de Nacimiento. Mi padre era de secano, de Tabernas. Buena mezcla. Una artista casi analfabeta y un filósofo autodidacta. Tuve mucha suerte.

Con mi pandilla del centro en una fiesta de carnaval. Almería, 1963

 

 

La verdadera patria del hombre

Lectura (voluntaria) para el puente. Si no me leéis, os querré igual.

La Voz de Almería comienza a publicar hoy mis recuerdos de infancia.

La Voz de Almería empieza a publicar hoy algo de mis recuerdos de infancia («la verdadera patria del hombre», según Rilke).

Mis hijos David y Andrea en el tranco de «mi casa».

Almería, quién te viera… (1)

Entre el Quemadero y la Plaza Toros

José A. Martínez Soler

Ayer pasé por la puerta de mi casa. No me refiero a mi casa de Villanueva de la Cañada, en Madrid, donde vivo desde 1977 y donde se han criado mis tres hijos (Erik, Andrea y David). Cuando digo o escribo <<mi casa>>, tan espontáneamente como me ha salido aquí y ahora, me refiero a la casa de mis padres, en la calle Juan del Olmo, de Almería, equidistante del Quemadero y la Plaza Toros, del Hoyo de los Coheteros y la Muralla de Jayrán. Allí me crie hasta que aprobé preuniversitario y me fui a Madrid en busca de estudios, amores y fortuna.

Me fui, sí, atraído por la aventura de conocer otros mundos. Buena excusa. En mis largos paseos solitarios por la orilla del Mediterráneo, mirando al mar, los imaginaba, desde niño, al otro lado del horizonte. Soñaba con esos mundos. Me gustaba La Canción del Pirata de Espronceda: <<Asia a un lado, al otro Europa/ y allá a su frente Estambul>>.

Mi barco, como la Almería del escritor granadino Pedro A. de Alarcón, estaba anclado en tierra firme. África, al frente. Oriente, a mi izquierda. Occidente, a mi derecha. Por sus vientos de aúpa, dicen que Almería es tierra de <<dos mares>>: <<La mare que parió al Poniente y la mare que parió al Levante>>. También me dijeron que los almerienses tenemos un punto de locura causado por el peor de esos vientos (la <<ponientá>>) que nos incita a emigrar e, incluso, a asumir riesgos creativos y temerarios. Dan por hecho que la <<ponientá>> espabila, o enloquece, a los pusilánimes de mi tierra.

Almería era entonces la penúltima provincia más pobre de España, después de Orense, y una de las mayores fábricas de emigrantes de Europa.

Al mundo se iba en barco

En un claro amanecer, desde el cerro de la Molineta, cerca de mi casa, creí ver un día los picos del Atlas que nos separan del Sahara. El resto del mundo, desconocido para mí, me atraía. Un imán poderoso. Como ocurre con cualquier cuerpo físico, mis movimientos obedecían a dos vectores: el que me atrae y el que me empuja. Almería me gustaba, me anclaba a la tierra, a sus olores, a sus colores, a sus sabores, a su gente, pero también me empujaba hacia el mar. El resto del mundo, al que se llegaba entonces por barco, me llamaba. ¡Con qué fuerza! Como Ulises, quería emprender mi odisea.

Dijo Rilke: <<La infancia es la verdadera patria del hombre>>. Pues sí, mi querido Rilke, ayer pasé por la puerta de mi infancia. Mi patria verdadera. No entré. Cuando murió mi madre, decidí venderla, no sin dolor. Aún está en pie. La fachada mide unos tres metros y pico de anchura. Es más alta que ancha. Mantiene la misma estructura: puerta de madera altísima, tranco de granito, zócalo rojo, ventana casi tan alta como la puerta, con reja abombada a la altura de los codos para poder pelar la pava, en otros tiempos, o para sostener algunas macetas con geranios.

Salvo las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa que pasé, sin agua corriente ni electricidad, en el Cortijo de La Rumina (Mojácar), durante los siete años que duró la aventura agrícola de mi padre, pasé mi infancia y adolescencia en la Calle Juan del Olmo de la capital. Llevo más de cincuenta años fuera de allí. Sin embargo, aún me refiero a ella como <<mi casa>>. Allí nací, asistido por Maruja, la del mono, la matrona del barrio. Por si acaso, durante el parto, mi padre, escarmentado por una trágica experiencia, mantuvo un taxi en la puerta. Algo inusual para sus ingresos.

Dos años antes, había nacido muerta mi hermana mayor. Fue un parto casero, difícil y peligroso, lo que era bastante corriente en aquellos años. Mis padres nunca la llamaron por su nombre, Isabel, pero se referían a ella constantemente. Con demasiada frecuencia para mi gusto.

Una bici funeraria

Mi hermana mayor fue un bebé esperado y deseado. Su muerte, durante el parto, no debió ser fácil de asumir. En mi casa lavaron al bebé inerte y lo vistieron con un vestido blanco. Mi padre fue en bicicleta a ver a un amigo de la infancia, hijo del suicida que se rebanó el cuello en el Covarrón del Cerro, junto al Hoyo. Era carpintero. Con su ayuda construyó un ataúd pequeño con tablas sobrantes de la carpintería. Clavó la caja a martillazos y, con una soga de esparto, la ató al sillín trasero de su bicicleta. En esa caja, en esa bici funeraria, depositaron con cuidado el cuerpo de mi hermana mayor. Nunca supe quién hizo la foto de su cadáver. Atada al portaequipaje, por la calle Restoy y la carretera de Granada, a pedales, y solo, mi padre se la llevó hasta al cementerio de San José. Al recordarlo se le humedecían los ojos.

Hasta sus últimos días, mis padres conservaban en su mesita de noche la única foto de mi hermana mayor tumbada, ojos cerrados, vestida con un faldón blanco. <<Una muerta tan hermosa>>, decía mi madre, <<un ángel>>. Era tema de conversación, tan frecuente como inoportuno, cada vez que las visitas hablaban de sus hijos. O de sus partos. Mi madre no perdía ocasión de referirse a esa tragedia, incluso delante de mi hermana menor, también llamada Isabel. Con lo hábiles que fueron para sobrevivir en la posguerra -para disimular sus ideas políticas o religiosas, o para fingir cumplidos con los vecinos- mis padres no eran buenos sicólogos. Se referían persistentemente a nuestra hermana muerta. <<Ahora tendría 15 años, estudiaría enfermería, sería tan alta y tan guapa>>.

 Para mi madre, Dios se llevó a la niña perfecta y nos dejó en la tierra, vivitos y coleando, a mi hermana Isabel y a mí, cargados de defectos, desobedientes, guarros y maleducados. No podíamos vencer a un ángel. Mi madre no perdía ocasión de celebrar a la primera niña. Era <<grandísima>> al nacer. <<Por eso, pasó lo que pasó…>>, añadía, con los ojos ya húmedos. Cada año, le sumaba algunos gramos de más, los mismos que le iba quitando a su segunda niña y, a veces, también a mí.

De adultos, mi hermana y yo hacíamos bromas con estas escenas y nos partíamos de risa. Risa, a veces, amarga. Agridulce. <<Nació con 12 kilos>>, me decía mi hermana. <<¡Qué va! Nació con un doctorado en Arquitectura>>, le respondía yo.

El azar, tan caótico, nos marca desde el primer soplo de vida.

Pocos años después del entierro, sin ceremonia, de mi hermana mayor, mi padre, que era un manitas, inventó un sillín de madera para bebés que iba atornillado al cuadro de su bici.

En la misma bici que sirvió de vehículo fúnebre a mi hermana, recorrí yo las calles de Almería. Orgulloso y, quizás, muerto de miedo. Desde luego, bien agarrado al manillar. Tan feliz. Tengo foto. Aquel sillín postizo fue la envidia de mi barrio, desde el Quemadero hasta la Plaza Toros.

Con mi padre, en la «bici fúnebre», por el Paseo de Almería

 

Mi hermana Isabel, con 4 meses.

 

José A. Martínez Soler (o sea, un servidor) con 4 meses.