Entradas etiquetadas como ‘Cadena SER’

Erik explica el riesgo y la prevención de Tsunamis en «A vivir»

No es porque sea hijo mío, pero reconozco que Erik Martínez Westley ha sobrevivido bien, ha salido hoy ileso, de su encuentro con los cómicos de «A vivir» en la cadena SER.

Erik Martínez Westley, director de «¿Preparados para el Tsunami?» (Movistar+), en Lisboa, ciudad destruida por el tsunami de 1755 que también inundó Cádiz

Anuncio de «A vivir» sobre la entrevista de Erik, hoy a las 11:30h.

Los cómicos tienen mucho peligro. Son agudos y rápidos. Claro que mi niño, también. Javier del Pino, director del programa, que es un santo, salió al quite un par de veces y rescató a Erik de las garras de la comedia, una profesión que mi hijo cambió en Hollywood por los documentales para TV. Al final, consiguió colocar los titulares más relevantes de su última obra («¿Preparados para el Tsunami?») que Movistar+ estrenó el jueves y estará disponible allí durante tres años.

Anuncio de Movistar+ de ¿Preparados para el Tsunami?, que estrenó el jueves 21 de diciembre en su canal de Documentales, producido por Goat Knight con RTVE y la televisión pública portuguesa.

Voz de Voltaire: José A. Martínez Soler (JAMS). Lo escribo en este pie para presumir de mi pequeño «cameo» en la obra de Erik. Los créditos pasan muy deprisa y se leen muy mal. Aquí queda escrito. Mi nombre ha salido cientos de veces en la tele como director de los telediarios y otros programas. Esta vez es la que me ha hecho más feliz.

Me dio alegría que mi nieto Leo viera en la tele el documental de su tío Erik y que, en el momento en que sonó mi voz en off  leyendo el poema de Voltaire sobre el tsunami de Lisboa (que mató a casi 70.000 personas e inundó Cádiz), me reconociera. Cuando dije: «Lisboa hundida y en Paris se baila», Leo dio un grito: «¡Es grandpa!».

Voltaire, uno de mis ídolos. Mis frailes de La Salle hablaban pestes de Voltaire. Por eso me interesó tanto su obra.

La invitación de Erik me llevó a leer entero el largo y profundo poema de Voltaire sobre el tsunami de Lisboa. Por primera vez, en plena Ilustración, se puso en duda la intervención de Dios en los desastres naturales como castigo a los hombres por sus pecados. Después del tsunami de Lisboa, la ciencia y la razón empezaron a vencer a la ignorancia y la fe.

Esto escribió Voltaire sobre el tsunami:

¿Y puedes entonces imputar un acto pecaminoso

A los niños que sangran en el seno de sus madres?

¿Se encontró entonces más vicio en la caída Lisboa

Que en París, donde abundan las alegrías voluptuosas?

¿Había menos libertinaje conocido en Londres,

dónde la opulencia lujosa ocupa el trono?

Tsunami de Lisboa

Estoy muy orgulloso del documental de mi hijo Erik, sobre todo porque ha huido del alarmismo y el sensacionalismo (que tanto atrae a los amantes del morbo y del periodismo amarillo). Ha dirigido y producido un documental serio y muy equilibrado entre la divulgación de las nuevas evidencias científicas y la prevención necesaria para disminuir los riesgos de los tsunamis en España. Creo que ha conseguido concienciar a los espectadores sobre los riesgos de no hacer nada frente a estas catástrofes naturales que, tarde o temprano, se van a repetir.

Erik fue a buscar respuestas a Caltech (Instituto Tecnológico de California) y a Hawai.

Yo firmo su conclusión final: «El miedo, fruto de la ignorancia, te paraliza. En cambio, la buena información te protege porque te mueve a la acción«. Pues eso, que tomen nota las autoridades competentes. El Gobierno de España y la Junta de Andalucía ya están en marcha. Después de los tsunamis de Japón e Indonesia, algunos gobiernos se pusieron las pilas…

 

Mañana, más Tsunami de Erik en «A Vivir» (cadena SER)

Javier del Pino ha invitado a mi hijo Erik a su programa «A vivir» (Cadena SER), mañana sábado a las 11:30h, para hablar del documental ¿Preparados para el Tsunami? que estrenó ayer en Movistar+.

Os lo recomiendo. Yo he visto el documental por cuarta vez (¿amor de padre?) y cada vez descubro nuevas evidencias científicas y más posibilidades de prevención de riesgos catastróficos que desconocía.

Los sedimentos del fondo del mar nos hablan de esas catástrofes históricas.

Las simas del fondo del mar (hasta 5.000 metros de profundidad) junto a la península Ibérica impresionan.

Debo felicitar a El Ogorodova, directora creativa y presidenta de Goat Knight (la productora), por su brillante trabajo para contarnos gráficamente los movimientos de placas y las simas oceánicas que explican los terremotos y tsunamis.

América del Sur y Africa encajan como piezas de un puzzle.

Mi hijo, Erik Martínez Westley, fue a buscar respuestas a Caltech (Instituto Tecnológico de California) y a Hawai.

La intensidad del tsunami de Lisboa y Cádiz

El tsunami de 1755 destruyó Lisboa, inundó Cádiz, mató a casi 70.00 personas… y, por primera vez, puso en duda el castigo divino mediante catástrofes naturales. La ciencia y la razón empezaban a sustituir a la fe.   

El documental de Erik estará disponible en Movistar durante tres años. Cuanto antes lo veas, mejor.

Anuncio de Movistar+ de ¿Preparados para el Tsunami? que estrenó anoche en su canal de Documentales.

 

La entrevista a Lobo que nos ayuda a vivir …y a morir

Hoy me quedé paralizado, inmóvil, de pie en mi cocina, con el café en la mano, mientras mi amigo Ramón Lobo, tan querido, hablaba con Javier del Pino en la SER sobre su vida y su muerte.

Diálogo cervantino de Ramón Lobo, sobre su último libro, con Javier del Pino.

Una entrevista magistral que nadie sensible que ame la vida debería perderse. Las respuestas sosegadas del hermano Lobo son tremendamente útiles para transitar por esta vida, desde la nada a la nada. Os la recomiendo. Aquí podéis escuchar la entrevista de hoy en A vivir. A mí me ha resultado muy útil y, por ello, quedo muy agradecido a Ramón y a Javier, pareja de ases de mi profesión.

Y muy orgulloso y feliz por gozar de la amistad de Ramón, compañero del alma.

Mensaje de Ramón en su Facebook

Inolvidable manifestación, organizada por Ramón Lobo, ante la embajada de Putin en Madrid por la libertad de prensa en Rusia y contra la invasión de Ucrania.

Periodistas con nuestro folio en blanco pidiendo libertad de prensa en Rusia. Una idea genial de Ramón Lobo.

Cuídate, hermano Lobo. Te queremos.

 

 

Pino me tiró de la lengua y hablé como si fuera libre

Con Javier del Pino en A vivir… (Cadena SER) el sábado 2 de julio a las 9,20 am.

Hablando de mi libro «La prensa libre no fue un regalo», Javier me tiró de la lengua y yo le respondí como si fuera libre. (Va del minuto 20 al 48 del podcast). No te pierdas esta conversación.

Foto de mi secuestro por un comando franquista de la Guardia Civil y portada de Doblón sobre el articulo que provocó el secuestro.

A quienes nunca sufrieron la Dictadura podría interesarles esta entrevista. La libertad, como el oxígeno, la valoras más cuando te falta. Igual que la conquistamos contra el franquismo, palabra a palabra, podemos perderla si no nos atrevemos a defenderla.

Nota de A vivir sobre mi entrevista

Portada de mi libro editado por Marcial Pons

El Gran Monólogo del Lobo

Ramón Lobo, un abrazador que reparte toneladas de ternura y adarmes de tristeza, se pregunta: “¿Qué fue del niño soñador que fui?”. Aquí lo tenéis, negro sobre blanco, en su último libro (Las ciudades evanescentes), con palabras bien elegidas y mejor juntadas, en un texto de buena calidad literaria que rezuma un cierto “miedo durmiente” endulzado por su humor británico por parte de madre. Con ellas se desnuda y nos desnuda, a partir de las causas posibles y las consecuencias previsibles de la Gran Pandemia y del Gran Confinamiento. Se retrata a sí mismo, sin tapujos, y nos retrata a muchos de nosotros, más expertos que él en Al taqiyya, el arte del disimulo de los árabes. Si lo sabré yo.

Mi artículo de hoy en La Voz de Almería

El abrazo de Ramón Lobo, mi amigo (y colega).

Almería, quién te viera… (21)

El Gran Monólogo del Lobo

J. A. Martínez Soler

Endurecido con un callo protector, como corresponsal de muchas guerras y testigo directo de tantas miserias humanas, a mi colega Ramón Lobo le gusta hacerse pasar por malo. No lo consigue. ¡Qué bien nos transmite el espíritu de los balcones, a las ocho de cada tarde, durante el Gran Confinamiento cuando todos anduvimos extraviados, averiados, perdidos! El coronavirus nos igualó a todos en ese “miedo durmiente”. Ya es algo.

También nos da en su último libro (“Las ciudades evanescentes”) una lección de periodismo cuando destripa los efectos de la Gran Pandemia en la información no contrastada ni jerarquizada, sin contexto, ni basada en hechos probados. Me hace recordar a Noam Chomsky: “La gente ya no cree en los hechos”.  Lo llama “infodemia”.  No puede dejar se der reportero. Por eso, nos adereza su texto con datos, investigación y citas casi eruditas que se agradecen. Conoce bien al monstruo porque, como José Martí, “vivió en sus entrañas”.  Y se hace la pregunta ideal para conocer el precio de la noticia: “¿Quién paga a cambio de qué?”

Ramón Lobo, un abrazador que reparte toneladas de ternura y adarmes de tristeza, se pregunta: “¿Qué fue del niño soñador que fui?”. Aquí lo tenéis, negro sobre blanco, con palabras bien elegidas y mejor juntadas, en un texto de buena calidad literaria que rezuma un cierto “miedo durmiente” endulzado por su humor británico por parte de madre. Con ellas se desnuda y nos desnuda, a partir de las causas posibles y las consecuencias previsibles de la Gran Pandemia y del Gran Confinamiento. Se retrata a sí mismo, sin tapujos, y nos retrata a muchos de nosotros, más expertos que él en Al taqiyya, el arte del disimulo de los árabes. Si lo sabré yo.

Sigue siendo un niño soñador. La respuesta está clavada en las casi doscientas páginas de su Gran Monólogo, expresión de su “locura cuerda y productiva”. Con alma de Quijote y cuerpo de Sancho, Ramón se empeña en mostrarnos su rebeldía trasgresora y excéntrica, casi revolucionaria, mientras oculta en vano su sibaritismo culinario. Su bonhomía le traiciona en cada página. No os dejéis engañar por su habilidad literaria: Ramón es un cordero con piel de lobo. Lo sé. Por esa bondad natural y por su compromiso con la verdad periodística (no es un oxímoron, aunque lo parezca) le contraté como cofundador de dos de mis diarios fracasados más queridos (La Gaceta de los Negocios y El Sol).

Hace unos días, acudí a una librería de Madrid a la presentación post pandemia del libro a cargo del autor y de Javier del Pino, el conductor de “A vivir…” en la SER que nunca invita a políticos en activo (que dios se lo pague). Llovía a mares cuando me topé con un restaurante de la calle Echegaray (antes calle del Lobo) que ofrecía migas con torreznos. Como almeriense que soy, cuando llueve me gusta comer migas. Ante tamaña provocación (el restaurante se llama Casa Lobo) no tuve más remedio que zamparme un rico plato de migas… ¡con uvas de barco como las antiguas de mi tierra!

La librería estaba a tope. Allí me encontré con un diálogo cervantino sobre filosofía de la vida cotidiana, casi de andar por casa, hilvanado por dos artistas de la radio (el Lobo y el Pino) que escucho cada fin de semana en la SER. Entre risas compartidas (pues Ramón es un gran monologuista aún sin explotar), nos dejaron caer algunas cargas de profundidad de esas que te entran suavemente, como con vaselina, y luego te estallan dentro al salir de la librería. Lo que cuentan estos dos heterodoxos, medio en broma, te da qué pensar.  ¿De donde venimos? ¿Adónde vamos? Como ambos son de letras, no sabrán que un teólogo franciscano del Renacimiento (Luca Pacioli) trató de responder a esas preguntas y acabó inventando la contabilidad. Descubrió que venimos del Pasivo y vamos al Activo. O sea, el origen y la asignación de los fondos.

Ramón es un hombre de letras que pone el bien común por delante del dinero. Cultiva sus soledades más que Góngora. Nos habla de ocho soledades, ocho, y un poco también de la muerte, la última y definitiva. Pero lo hace con tanta gracia soterrada que te tragas el libro casi de un tirón. Su libro bordea la vida (lo nunca escrito) y la muerte (que nos iguala a todos en casi 2 kilos de ceniza). El Lobo es ingenioso y si lo juntas con Manuel Saco (“No hay dios”, qué gran libro) te partes de risa. No quiero destripar su historia, pero le copio aquí una leyenda sufí (la mayor escuela sufí estuvo en Pechina, Almería, en el siglo XI) sobre un cementerio en cuyas lápidas no había ni fechas de nacimiento ni de muerte. Solo días, horas o meses… “Aquí solo contamos el tiempo que somos felices”, dijo el sufí. Me ha recordado algo del testamento de nuestro gran califa Abderramán III, el hombre más poderoso del mundo en el siglo X: “En toda mi vida solo he sido feliz catorce días, no seguidos”.

Y qué me decís de esta frase del Lobo: “Si el tiempo es oro, perderlo debe ser un lujo extraordinario”. Qué razón tienes, Ramón. Lo descubrí, aunque tarde, al jubilarme. Por eso, él nos propone una ciudad ideal post pandémica con árboles y pajaritos y una gran plaza que se debería llamar “de la Conversación”. Ahí se le ve su fondo rebelde y heterodoxo. Giner de los Ríos la llamaría “Plaza del Santo Sacramento de la Conversación”.

Y para que vea que lo leí hasta el final, copio y pego su último párrafo:

“En nuestras retinas quedarán impresas las imágenes de los hospitales, los rostros marcados de las enfermeras y las médicas tras turnos eternos sin quitarse las protecciones, la extenuación y el impacto de lo vivido en sus ojos. En nuestros oídos quedarán el silencio mágico de las calles, el piar de los pájaros, los aplausos y las conversaciones desde las ventanas; también los planes y las esperanzas de construir un mundo en el que todos hayamos aprendido la lección. Solo queda un esfuerzo más: no olvidar jamás quienes fueron los imprescindibles y quienes son los impostores.”

Gracias, Ramón. Y enhorabuena por ser incapaz de disimular afectos y fobias. Cuando quieras te enseño el arte del disimulo que aprendí de niño en La Salle, un colegio de pago de Almería, y que practiqué, como un superviviente, hasta mi jubilación. Ya no. Ahora escribo como si fuera libre.

Diálogo cervantino entre el Lobo y el Pino

Me refugié de la lluvia en Casa Lobo

Migas con torreznos y uvas de barco en Casa Lobo. Un almeriense, cuando llueve, come migas. Me comí mis recuerdos.

Las ciudades evanescentes, de Ramón Lobo

Solapa del libro de Ramón

¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

 

Al ver mi nuevo peinado, amigos de mi barrio me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. Me vestía y me peinaba como mis nuevos compañeros del colegio La Salle, compañeros de aula, aunque no de clase.

Mi articulo en La Voz de Almería, hoy, 16-2-2022.

Almería, quién te viera… (11)

¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

J.A. Martínez Soler

Nunca supe cómo consiguieron mis padres la beca para que yo estudiara gratis en un colegio para ricos como La Salle. En clase yo era el nuevo, tímido y asustado, rodeado y observado por más de veinte niños-lobos que siempre iban vestidos con ropa de domingo. Los miré de reojo. Se peinaban como los del Paseo. Sus rodillas apenas tenían mataduras, ni costras ni cicatrices. ¿A qué jugarían para tener las rodillas tan limpias?

Todos los hermanos eran maestros cuya orden religiosa nació para enseñar a los pobres. En Almería, desde luego, no era el caso. Casi todos eran niños de clase media y alta. Mi madre me llevó a la barbería del paseo Versalles, y dio instrucciones precisas de cómo debían cortarme el pelo.

Mi nuevo peinado con gomina era una escultura, casi de piedra. Duraba casi todo el día. El pelo se quedaba endurecido. Era algo bastante común en La Salle. Cuando regresaba a mi calle, al atardecer, me despeinaba, me alborotaba el pelo, para no parecer un traidor a mi barrio. Amigos de mi calle me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. ¿Tendrían piojos los niños de La Salle? No me imaginaba yo a sus madres sentándolos en el tranco de la puerta de sus casas, como hacían con nosotros en plena calle, para peinarles con la liendrera, un peine especial muy duro y con sus dientes muy juntos. Por asqueroso que parezca, lo más divertido era aplastar a los piojos entre las uñas de los pulgares. Una explosión que nos producía risa.

Como un camaleón, pronto me confundí con los de mi nueva clase, ahora también social. Vestía y peinaba como ellos. No quería ser rechazado por mi procedencia de otra clase más baja, sino ascender a su Olimpo tan admirado y/o envidiado. Quería ser como ellos, pero, a la vez, tenía miedo a parecer ridículo. Peor aún, traidor a mi barrio.

Quizás gracias a mis nuevos amigos, pronto me aceptaron como uno más. A esa edad, lo más importante era ser querido por tus pares. Manolo do Campo, a quien tanto quise, me salvó del riesgo de naufragio. Me percaté de que en sus casas había más libros que en la mía. Pese a mi inseguridad, bien disimulada, pronto abandoné el rincón del patio y empecé a participar con los nuevos colegas en los juegos del recreo. Eso ya era otro cantar. Hice amistades que aún perduran.

Años más tarde, harto de la hipocresía de algunos frailes, que abusaban de los niños más débiles y vulnerables, unas veces con exceso de caricias, no solicitadas, y otras, con malos tratos, no merecidos, fui abandonando el redil de los frailes. Desengañado, me uní a la JOC (Juventudes Obreras Católicas), lo que fue muy mal visto por los hermanos de La Salle.

Yo hacía oídos sordos a sus pláticas. Desde luego, mi padre era rojo y no hacía esas cosas tan terribles que le atribuían mis frailes. Un día mi padre me reconoció que, en la guerra, ambos bandos cometieron crímenes horrorosos. Los rojos más exaltados habían quemado iglesias y fusilado curas y frailes. Les consideraban aliados de los fascistas que habían dado el golpe de Estado contra la legalidad republicana. Los fascistas también se ensañaron contra los republicanos. Me concretó algo que no he olvidado: “Fueron especialmente crueles contra los maestros. Ya ves”.

Tomé buena nota. Si tenía que elegir entre mi padre, un héroe para mí, y aquellos frailes, enardecidos por la guerra civil, que ellos llamaban Santa Cruzada, no tenía duda. Aunque yo era entonces católico practicante, elegí siempre a mi padre, por muy rojo que fuera. La conclusión frente a aquel adoctrinamiento era clara: los frailes mienten.

Esas “reflexiones” religiosas, tan sesgadas e interesadas, me fueron creando un callo de incredulidad en mi cerebro. Cuando el hermano nos aseguraba que, por ejemplo, el cuarzo cristalizaba en el sistema hexagonal yo lo ponía automáticamente en duda. En cuanto podía, lo contrastaba con el libro de texto o con una enciclopedia de la biblioteca. Así, fui creciendo en la desconfianza hacia lo que nos decían los maestros. Aprendí a buscar repuestas en otras fuentes ajenas a las religiosas. Ahora que lo pienso: ¡Qué buen adiestramiento forzoso tuve, desde muy niño, al tener que contrastar cualquier cosa con otras fuentes más fiables! Me sirvió, y mucho, para ejercer más tarde el periodismo.

Como un transformista poco experimentado, me fui adaptando al cambio diario que me exigía vivir en dos pandillas de mundos tan distintos y, a veces, antagónicos: el del colegio de ricos y el de mi barrio obrero. Con la práctica, mi sentimiento inicial de traición a la pandilla contraria se fue diluyendo en ambas direcciones. Me sentía cómodo en las dos, con tal de que no se cruzaran. Maestro del disimulo. De haberse cruzado, no sabría a cuál preferir. Eran amores distintos. Lealtades incomparables. Al final, aunque no fue fácil, me siento afortunado de haber vivido en ambos mundos.

Poco a poco, llegué a confundirme con el ambiente de la clase media y media alta. Me aceptaron, sin reservas, como uno de ellos. No todos. Aprendí a comer finamente, por ejemplo, con la pala del pescado. Las gambas, no. En mi casa, mi padre y mi hermana se reían de mis finuras. Mi madre no. Le doy gracias. Al principio, me parecían ridículos los esfuerzos, legítimos y muy caros, de mi tía Dolores para que su hija aprendiera piano, un auténtico ascensor social. Más tarde, lo comprendí. Mi prima, la más lista de la familia, ascendió de clase antes que yo. Mi tía tenía razón. Imitándola, mis padres enviaron a mi hermana Isabel al Milagro, un colegio de pago de monjas en el que, con su uniforme gris, se confundía con las demás niñas de gente más pudiente que nosotros.

En La Salle mantuvieron, más allá de lo recomendable, un régimen cuasi militar basado en la disciplina y en los castigos físicos y psicológicos. La violencia de algunos frailes sádicos con los alumnos no estaba entonces mal vista. Hoy se llamaría tortura. Lo aprendieron en sus seminarios. Abundaban los pescozones, bofetadas, coscorrones, golpes en la cabeza con los nudillos o con el grillo de madera, palmetazos con la regla en la mano extendida o sobre las uñas, tirones de las patillas. Un fraile iracundo le tiró el grillo de madera a un alumno que estaba distraído. Si le da en la cabeza, lo mata. Un castigo cruel era ponerte cara a la pared, con los brazos en cruz sosteniendo un libro en cada mano. O de rodillas. En aquel ambiente de miedo a los malos tratos se respiraba el efecto de la represión sexual, obligada por el celibato y embalsada y retorcida de una manera enfermiza. Algunos frailes aplicaban lo aprendido en sus seminarios. El maltratado, maltratador.

La frase favorita de mi madre, mil veces repetida, era: “Hijo mío, no te signifiques”. Mi padre, más Quijote que Sancho, contradecía así a mi madre: “Cuando alguien te diga que sientes la cabeza lo que te está diciendo, de verdad, es que la agaches. No lo olvides”. “He traicionado a mi clase” , dijo Salvador Dalí, “nací en la burguesía y me pasé a la aristocracia”. Como tantos otros, yo nací en la clase obrera y, de la mano de La Salle, me pasé a la clase media. En los años sesenta ¿quién no soñaba con un 600 y con una cabeza libre de piojos? Al final, convivir en La Salle con gentes de mayor nivel cultural que mi familia me ayudó a amar la lectura y aumentó mi sed de conocimientos.

Mi clase en La Salle. Soy el segundo por la derecha de la última fila.

Excursión al cortijo de los frailes. Estoy detrás del que sostiene un palo.

Y mi colega José Antonio Marco, director de Hora 14 de la cadena SER, me preguntó ayer en directo por los efectos de mi denuncia pública en La Voz de Almería. La verdad es que, como periodista de prensa, radio y televisión, ha pasado más de medio siglo haciendo preguntas a todo el mundo y respondiendo a muy pocas. Ayer me sentí cohibido, incluso dubitativo, al tener que contestar a las preguntas muy oportunas del director de Hora 14. Creo que nunca me sentí tan incómodo hablando en la radio. Una cosa es escribir, pensando y repensando lo que escribes, y otra, hablar en directo por la radio sobre una basurilla que había ocultado como un cobarde, un asunto personal tan íntimo, que llevaba escondido, en el rincón más oscuro de mi corazón, desde hace más de 60 años. Cuando volví a escuchar el podcast, reconocí mi incomodidad al hablar de este asunto tan turbio. A pesar de todo, creo que hice bien, gracias a mi mujer, Ana Westley, y a Alejandro Palomas, que fue más valiente y abusado que yo. Me quité un peso de encima. Espero que contribuya al Me too de tantos otros para acabar con esta lacra delictiva de abusos de curas y frailes a niños indefensos que la presidenta de Madrid, Isabel Diaz Ayuso, llama «errores». Serán pecados o «errores», pero, sobre todo, son delitos, señora Ayuso.