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¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

 

Al ver mi nuevo peinado, amigos de mi barrio me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. Me vestía y me peinaba como mis nuevos compañeros del colegio La Salle, compañeros de aula, aunque no de clase.

Mi articulo en La Voz de Almería, hoy, 16-2-2022.

Almería, quién te viera… (11)

¿Tendrían piojos los niños de La Salle?

J.A. Martínez Soler

Nunca supe cómo consiguieron mis padres la beca para que yo estudiara gratis en un colegio para ricos como La Salle. En clase yo era el nuevo, tímido y asustado, rodeado y observado por más de veinte niños-lobos que siempre iban vestidos con ropa de domingo. Los miré de reojo. Se peinaban como los del Paseo. Sus rodillas apenas tenían mataduras, ni costras ni cicatrices. ¿A qué jugarían para tener las rodillas tan limpias?

Todos los hermanos eran maestros cuya orden religiosa nació para enseñar a los pobres. En Almería, desde luego, no era el caso. Casi todos eran niños de clase media y alta. Mi madre me llevó a la barbería del paseo Versalles, y dio instrucciones precisas de cómo debían cortarme el pelo.

Mi nuevo peinado con gomina era una escultura, casi de piedra. Duraba casi todo el día. El pelo se quedaba endurecido. Era algo bastante común en La Salle. Cuando regresaba a mi calle, al atardecer, me despeinaba, me alborotaba el pelo, para no parecer un traidor a mi barrio. Amigos de mi calle me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. ¿Tendrían piojos los niños de La Salle? No me imaginaba yo a sus madres sentándolos en el tranco de la puerta de sus casas, como hacían con nosotros en plena calle, para peinarles con la liendrera, un peine especial muy duro y con sus dientes muy juntos. Por asqueroso que parezca, lo más divertido era aplastar a los piojos entre las uñas de los pulgares. Una explosión que nos producía risa.

Como un camaleón, pronto me confundí con los de mi nueva clase, ahora también social. Vestía y peinaba como ellos. No quería ser rechazado por mi procedencia de otra clase más baja, sino ascender a su Olimpo tan admirado y/o envidiado. Quería ser como ellos, pero, a la vez, tenía miedo a parecer ridículo. Peor aún, traidor a mi barrio.

Quizás gracias a mis nuevos amigos, pronto me aceptaron como uno más. A esa edad, lo más importante era ser querido por tus pares. Manolo do Campo, a quien tanto quise, me salvó del riesgo de naufragio. Me percaté de que en sus casas había más libros que en la mía. Pese a mi inseguridad, bien disimulada, pronto abandoné el rincón del patio y empecé a participar con los nuevos colegas en los juegos del recreo. Eso ya era otro cantar. Hice amistades que aún perduran.

Años más tarde, harto de la hipocresía de algunos frailes, que abusaban de los niños más débiles y vulnerables, unas veces con exceso de caricias, no solicitadas, y otras, con malos tratos, no merecidos, fui abandonando el redil de los frailes. Desengañado, me uní a la JOC (Juventudes Obreras Católicas), lo que fue muy mal visto por los hermanos de La Salle.

Yo hacía oídos sordos a sus pláticas. Desde luego, mi padre era rojo y no hacía esas cosas tan terribles que le atribuían mis frailes. Un día mi padre me reconoció que, en la guerra, ambos bandos cometieron crímenes horrorosos. Los rojos más exaltados habían quemado iglesias y fusilado curas y frailes. Les consideraban aliados de los fascistas que habían dado el golpe de Estado contra la legalidad republicana. Los fascistas también se ensañaron contra los republicanos. Me concretó algo que no he olvidado: “Fueron especialmente crueles contra los maestros. Ya ves”.

Tomé buena nota. Si tenía que elegir entre mi padre, un héroe para mí, y aquellos frailes, enardecidos por la guerra civil, que ellos llamaban Santa Cruzada, no tenía duda. Aunque yo era entonces católico practicante, elegí siempre a mi padre, por muy rojo que fuera. La conclusión frente a aquel adoctrinamiento era clara: los frailes mienten.

Esas “reflexiones” religiosas, tan sesgadas e interesadas, me fueron creando un callo de incredulidad en mi cerebro. Cuando el hermano nos aseguraba que, por ejemplo, el cuarzo cristalizaba en el sistema hexagonal yo lo ponía automáticamente en duda. En cuanto podía, lo contrastaba con el libro de texto o con una enciclopedia de la biblioteca. Así, fui creciendo en la desconfianza hacia lo que nos decían los maestros. Aprendí a buscar repuestas en otras fuentes ajenas a las religiosas. Ahora que lo pienso: ¡Qué buen adiestramiento forzoso tuve, desde muy niño, al tener que contrastar cualquier cosa con otras fuentes más fiables! Me sirvió, y mucho, para ejercer más tarde el periodismo.

Como un transformista poco experimentado, me fui adaptando al cambio diario que me exigía vivir en dos pandillas de mundos tan distintos y, a veces, antagónicos: el del colegio de ricos y el de mi barrio obrero. Con la práctica, mi sentimiento inicial de traición a la pandilla contraria se fue diluyendo en ambas direcciones. Me sentía cómodo en las dos, con tal de que no se cruzaran. Maestro del disimulo. De haberse cruzado, no sabría a cuál preferir. Eran amores distintos. Lealtades incomparables. Al final, aunque no fue fácil, me siento afortunado de haber vivido en ambos mundos.

Poco a poco, llegué a confundirme con el ambiente de la clase media y media alta. Me aceptaron, sin reservas, como uno de ellos. No todos. Aprendí a comer finamente, por ejemplo, con la pala del pescado. Las gambas, no. En mi casa, mi padre y mi hermana se reían de mis finuras. Mi madre no. Le doy gracias. Al principio, me parecían ridículos los esfuerzos, legítimos y muy caros, de mi tía Dolores para que su hija aprendiera piano, un auténtico ascensor social. Más tarde, lo comprendí. Mi prima, la más lista de la familia, ascendió de clase antes que yo. Mi tía tenía razón. Imitándola, mis padres enviaron a mi hermana Isabel al Milagro, un colegio de pago de monjas en el que, con su uniforme gris, se confundía con las demás niñas de gente más pudiente que nosotros.

En La Salle mantuvieron, más allá de lo recomendable, un régimen cuasi militar basado en la disciplina y en los castigos físicos y psicológicos. La violencia de algunos frailes sádicos con los alumnos no estaba entonces mal vista. Hoy se llamaría tortura. Lo aprendieron en sus seminarios. Abundaban los pescozones, bofetadas, coscorrones, golpes en la cabeza con los nudillos o con el grillo de madera, palmetazos con la regla en la mano extendida o sobre las uñas, tirones de las patillas. Un fraile iracundo le tiró el grillo de madera a un alumno que estaba distraído. Si le da en la cabeza, lo mata. Un castigo cruel era ponerte cara a la pared, con los brazos en cruz sosteniendo un libro en cada mano. O de rodillas. En aquel ambiente de miedo a los malos tratos se respiraba el efecto de la represión sexual, obligada por el celibato y embalsada y retorcida de una manera enfermiza. Algunos frailes aplicaban lo aprendido en sus seminarios. El maltratado, maltratador.

La frase favorita de mi madre, mil veces repetida, era: “Hijo mío, no te signifiques”. Mi padre, más Quijote que Sancho, contradecía así a mi madre: “Cuando alguien te diga que sientes la cabeza lo que te está diciendo, de verdad, es que la agaches. No lo olvides”. “He traicionado a mi clase” , dijo Salvador Dalí, “nací en la burguesía y me pasé a la aristocracia”. Como tantos otros, yo nací en la clase obrera y, de la mano de La Salle, me pasé a la clase media. En los años sesenta ¿quién no soñaba con un 600 y con una cabeza libre de piojos? Al final, convivir en La Salle con gentes de mayor nivel cultural que mi familia me ayudó a amar la lectura y aumentó mi sed de conocimientos.

Mi clase en La Salle. Soy el segundo por la derecha de la última fila.

Excursión al cortijo de los frailes. Estoy detrás del que sostiene un palo.

Y mi colega José Antonio Marco, director de Hora 14 de la cadena SER, me preguntó ayer en directo por los efectos de mi denuncia pública en La Voz de Almería. La verdad es que, como periodista de prensa, radio y televisión, ha pasado más de medio siglo haciendo preguntas a todo el mundo y respondiendo a muy pocas. Ayer me sentí cohibido, incluso dubitativo, al tener que contestar a las preguntas muy oportunas del director de Hora 14. Creo que nunca me sentí tan incómodo hablando en la radio. Una cosa es escribir, pensando y repensando lo que escribes, y otra, hablar en directo por la radio sobre una basurilla que había ocultado como un cobarde, un asunto personal tan íntimo, que llevaba escondido, en el rincón más oscuro de mi corazón, desde hace más de 60 años. Cuando volví a escuchar el podcast, reconocí mi incomodidad al hablar de este asunto tan turbio. A pesar de todo, creo que hice bien, gracias a mi mujer, Ana Westley, y a Alejandro Palomas, que fue más valiente y abusado que yo. Me quité un peso de encima. Espero que contribuya al Me too de tantos otros para acabar con esta lacra delictiva de abusos de curas y frailes a niños indefensos que la presidenta de Madrid, Isabel Diaz Ayuso, llama «errores». Serán pecados o «errores», pero, sobre todo, son delitos, señora Ayuso.

 

La Salle me ofrece todo su apoyo

El secreto a voces en La Salle de Almería ya no es tan secreto. Los lectores de La Voz de Almería y de mi blog en 20 minutos.es conocieron anteayer los abusos cometidos por uno de mis frailes. Ese era uno de mis secretos, oculto desde mi adolescencia, escondido en el rincón más oscuro de mi corazón.

Algo va cambiando en España cuando por contar tales abusos en público, en vez de darme unos azotes o expulsarme del colegio, los frailes de La Salle me piden perdón, me ofrecen su apoyo y me informan de todo lo que están haciendo para que los abusos a menores no se repitan nunca más. En nombre de la dirección nacional de La Salle, su portavoz Isabel Lauder me llamó el mismo miércoles para contarme todo eso. No me lo podía creer.

Acepté us disculpas y le conté por qué decidí contarlo ahora: gracias a la valentía del escritor Alejandro Palomas que denunció abusos de otros frailes de La Salle mucho más graves que los que yo sufrí. También me animó a hacerlo el informe que El País entregó al Papa Francisco con 251 casos de abusos sexuales cometidos en España por parte de curas y frailes contra menores. Por cierto, entre esos 251 casos no había ninguno de Almería. Vivir para ver.

Fui cobarde hasta ahora, pero esa ola de denuncias me empujo a contar mi caso, aunque era insignificante comparado con las violaciones que sufrieron otros niños. La reacción a esta oleada de denuncias en las redes sociales ha sido impresionante y ha obligado, sin duda, a la Iglesia a dar la cara (como hizo, por fin, el martes pasado el Papa emérito), a investigar, a denunciar e, incluso, a apoyar la Comisión de Investigación sobre abusos a menores propuesta por el Gobierno. Lo nunca visto. El obispado de Almería pidió mi teléfono al diario El Ideal para ponerse en contacto conmigo igual que hizo la dirección nacional de La Salle.

 

Algo se mueve en la Iglesia en la dirección correcta. Ya era hora. Una colega me ha recordado hoy que el papa Juan XXIII, pese a su fama de «bueno», promulgó un edicto para excomulgar a las víctimas de la pederastia clerical y a sus familias si acudían a la justicia civil. En Youtube hay un reportaje de cuatro capítulos de la BBC sobre estos asuntos. Lo recomiendo. Perdonar, siempre. Olvidar, nunca. Desde luego, yo no conseguí olvidarlo del todo.

 

 

 

 

Un secreto a voces en La Salle de Almería

Jamás he contado nada de esto por escrito. Verbalmente, solo a tres amigos íntimos, compañeros de aula. Los tocamientos y abusos que sufrí una vez en el Colegio La Salle de Almería, cuando yo era preadolescente, me dejaron una huella traumática escondida. A veces, para tratar que quitarle hierro al asunto, nos hemos reído al comentarlo entre estos amigos de clase que sufrieron la misma o parecida suerte.

Excursión al cortijo de los frailes de La Salle en Almería. Estoy detrás del que lleva el palo.

Me dejó, además, una basurilla en mi corazón y la convicción de que algunos frailes eran unos hipócritas de tomo y lomo de los que no te podías fiar. <<Una cosa es lo que dicen y otra, lo que hacen>>. El abuso sexual era algo feo que formaba parte de los secretos más íntimos de aquel mundo siniestro. A veces, aterrador.

Para aquellos que no puedan leer la letra pequeña del diario o no puedan ampliar la foto de esta página de La Voz de Almería de hoy, copio y pego en texto del artículo en un cuerpo más grande en Word.

Fiesta en La Salle. Soy el tercero, segunda fila por la derecha.

Almería, quién te viera… (10)

 Un secreto a voces en La Salle de Almería

J.A. Martínez Soler

Jamás he contado nada de esto por escrito. Verbalmente, solo a tres amigos íntimos, compañeros de aula. Los tocamientos y abusos que sufrí una vez en el Colegio La Salle de Almería, cuando yo era preadolescente, me dejaron una huella traumática escondida. A veces, para tratar que quitarle hierro al asunto, nos hemos reído al comentarlo entre estos amigos de clase que sufrieron la misma o parecida suerte. Me dejó, además, una basurilla en mi corazón y la convicción de que algunos frailes eran unos hipócritas de tomo y lomo de los que no te podías fiar. <<Una cosa es lo que dicen y otra, lo que hacen>>. El abuso sexual era algo feo que formaba parte de los secretos más íntimos de aquel mundo siniestro. A veces, aterrador.

El poderoso abusaba del débil. El mayor, del menor. Lo veíamos, no sin dolor, como algo casi inevitable. A nadie se le hubiera ocurrido entonces denunciar tales delitos a la policía, ni siquiera decirlo a sus padres. Guardé el secreto con tal fuerza y de tal forma, hasta para mí, que procuré olvidarlo completamente. Comparado con lo que sospechábamos que pasaba con algunos alumnos internos, sin pruebas fehacientes, lo mío carecía de importancia.

Lo peor de todo fue la decepción que me causó aquel fraile, que presumía de ser más amigo que profesor, cuando “se pasó de la raya”. Esa era la expresión de moda entre los niños para identificar a los pederastas con sotana. Ocurrió en el despacho del hermano prefecto cuando éste estaba de viaje y el hermano José ocupó provisionalmente su puesto. Me llamó al despacho, que tanto miedo nos causaba, para explicarme algo que ya no recuerdo y me sentó en sus rodillas.

Tenía ocho o nueve años y llevaba poco tiempo en el Colegio. Yo confiaba en él. Conmigo se mostraba simpático y generoso. Me daba caramelos y vales de buen comportamiento para mejorar mis notas o aliviar los castigos. En un momento, pasó de acariciarme el cuello y la cara a mis muslos. Yo vestía pantalón corto. Enrojecí de vergüenza y de impotencia. Me quedé paralizado. Él apestaba a sudor seco. Su respiración se aceleraba. No pude o no supe reaccionar hasta que me abrazó e intentó acariciarme el pito. O sea, hacerme una paja. Llegó a tocarlo. Aturdido, salté de sus rodillas, a punto estuve de caerme rodando por el suelo, y salí corriendo, espantado, de aquel despacho/mazmorra.

Tardé mucho tiempo en volver a cruzarme con él o a mirarle a la cara. Por supuesto, dejó de darme regaliz, bolas dulces y vales. Me daba miedo. Al año siguiente, fue trasladado a otro colegio, lejos de Almería. Entre los niños, el comportamiento de aquel fraile pederasta, y de otros con tendencias depravadas parecidas, era un secreto a voces. Sin especificar, decíamos: “Cuidado con éste o con aquél; ya sabes”.

Ahora ya sabemos, sí, que la jerarquía eclesiástica católica, sobre todo la española, encubría y encubre persistentemente los delitos de pederastia de sus curas y frailes, sexualmente reprimidos por el celibato, enfermos mentales o simplemente pervertidos. A veces, también los premia. Ese fue el caso del papa Juan Pablo II, que ya es santo, con el tenebroso padre Marcial, violador de niños y fundador de los Legionarios de Cristo. La Iglesia Católica aún tiende a tratar las violaciones de niños solo como pecado, no como un delito penal. Afortunadamente, el papa Francisco, que no es como el presunto santo Juan Pablo II, empieza a hablar en público del asunto. Su portavoz para la lucha contra los abusos sexuales de curas y frailes, el jesuita Hans Zollner, ha dicho que “esconder lo que la sociedad ya sabe no es creíble”.

Cientos de casos sangrantes ocurrieron en Massachusetts, uno de los Estados norteamericanos con más católicos, donde creció mi mujer. Incluían multitud de violaciones de niños, descubiertas por unos colegas del diario The Boston Globe, probadas en juicio, que han llevado a muchos sacerdotes y religiosos a la cárcel. (Véase la película Spotlight, ganadora del Oscar en 2016). Las indemnizaciones ordenadas por los jueces rozan los 3.000 millones de dólares, lo que ha llevado a la archidiócesis a la bancarrota. El cardenal arzobispo de Boston, que hizo la vista gorda, sigue huido y refugiado en el Vaticano. El papa emérito Benedicto XVI, acusado ahora de encubrir otros casos de clérigos abusadores de menores, cuando era arzobispo de Munich, sigue en el Vaticano sin dar la cara. Finalmente, ayer mismo pidió perdón como ex arzobispo de Munich y Papa emérito.

También la católica Irlanda está plagada de escándalos de pederastia que salen frecuentemente a la luz y acaban en los tribunales con indemnizaciones de 1.500 millones de euros. Con la cantidad de propiedades que tiene el clero en España no les supondría una gran pérdida vender inmuebles para compensar algunos de los daños gravísimos que han cometido contra sus víctimas indefensas. Lo peor, no obstante, es la impunidad. El todavía obispo de Tenerife llegó a decir impunemente que los niños provocaban a los clérigos.

En Francia, 330.000 víctimas en 70 años. En Australia no prescriben nunca esos delitos. ¿Qué pasa en España? ¿Acaso creemos que no ocurre aquí algo parecido a lo de Estados Unidos, Irlanda, Francia, Alemania o Australia? El silencio sepulcral que cubre los casos de pederastia de curas y frailes en España no tiene que envidiar, en nada, a la “omertá” que protege, con el secreto cómplice, a la mafia en Italia. España no puede ser tan diferente. La complicidad con el silencio es criminal. “Hay circunstancias en las que callarse es mentir”. Lo aprendí de Unamuno.

En las últimas semanas, han alzado su voz varios adultos valientes que, cuando eran niños, sufrieron violaciones y otros abusos sexuales por parte de frailes y curas católicos. Quizás, por eso, y por el informe que El País entregó al Papa Francisco con más de doscientos casos de pederastia en la Iglesia Católica en España, la Fiscalía ha tomado ya cartas en el asunto y todos los partidos políticos, excepto VOX y PP, se han mostrado partidarios de formar una Comisión de Investigación sobre estos delitos que podría ser dirigida por el Defensor del Pueblo. Ya era hora. Esta nueva atmósfera de esperanza en la lucha por la Justicia y contra el encubrimiento culpable de la jerarquía católica, me anima también a mi a contar ahora aquella triste experiencia.

He superado en mi vida tres mudanzas transatlánticas, saltos de 6.000 kilómetros, con toda la familia a cuestas. Ninguna de ellas me causó tanto trauma como la que me llevó del Colegio Montessori al Colegio La Salle cuando estaba a punto de cumplir los ocho años. El primer día que pisé aquel edificio enorme, que fue cárcel, quise salir corriendo hacia mi barrio y al regazo del Montessori.

Mi foto oficial en el Colegio Montessori, en una cochera de la calle Juan del Olmo, Almería.

En el 2013, hace 9 años, celebramos en La Salle (copas, misas, banquetes, risas) los 50 años de nuestra promoción de Ingreso en Bachillerato. Los actos conmemorativos, ciertamente emocionantes y agridulces, fueron presididos por la ausencia de nuestros compañeros difuntos.  A mí me tocó el honor, indeclinable, de dar el discurso de nuestras “Bodas de Oro” y del Primer Siglo de La Salle en Almería, juntos, en el Auditorio Maestro Padilla lleno a rebosar. Mi único mérito, adquirido durante ese medio siglo, lo sé, había sido simplemente salir en la tele. Para muchos, y especialmente para mi madre, salir en la tele era el no va más. Lo que dije allí, y está publicado, era verdad: un canto a la excelencia educativa de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Mi agradecimiento hacia la mayoría de mis frailes (los hermanos Sebastián, Felipe, Amado de María, Rufino, Pelayo, Joaquín, León, etc.,) también fue sincero.

Compañeros de curso tras la representación de Gólgota 36, en La Salle. En el centro, el hermano Joaquín, alias Cabezón, bruto y noble. Yo soy el primero por la derecha. El hoy general Manuel Jesus Solana es el primero por la izquierda.

Como ya era habitual en mí, no dije todo lo que pensaba. Oculté los abusos de los pederastas. Para entonces, yo gozaba del grado de maestro del disimulo. Ahora es distinto. Mi reciente jubilación, con la casa pagada y mis hijos criados, ha quebrado mi carrera triunfal hacia al doctorado en el arte de la diplomacia. Ya puedo decir y escribir casi todo lo que me de la gana. Como si fuera libre. Eso hago, por ejemplo, ahora. De los frailes no pederastas recibí una excelente educación y, por ello, les debo gratitud. De las manzanas podridas (“ya sabes”) huíamos como del diablo. Aquello era un secreto a voces. Ojalá, por fin, los culpables paguen penalmente por sus delitos y así se haga justicia con las víctimas.

 

 

 

 

 

 

De la escuela de los «cagones» a La Salle

A muchos de mi edad les habrá pasado lo mismo. Pasar de la escuela de don Francisco, la de «los cagones», que no era escuela ni nada, a un colegio de pago como La Salle cambió mi vida. Hoy lo cuento en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Para aquellos que, como yo, no puedan leer la letra pequeña del periódico, copio y pego, a continuación, en texto del articulo 7 con un buen cuerpo en Word.

Almería, quién te viera… (7)

Del Hoyo de los Coheteros a La Salle

J.A. Martínez Soler

En 1951, al final de la calle Juan del Olmo se acababa la ciudad de Almería y empezaban el Cerro de Paca la Nana y el Hoyo de los Coheteros. Muchos gitanos vivían allí en cuevas y chabolas. Apiñados, apelotonados. También, algunos payos más pobres que nosotros. Cuando iba a la escuela de don Francisco, me decían que enfrente vivían el Coco y otros monstruos. No debía, bajo ningún concepto, subir al Cerro ni bajar al Hoyo.

Cosas de la vida. Resultaba que la tía María, la hermana de mi abuela paterna, vivía allí y me llevó de niño unas cuantas veces. Recuerdo que a mí me gustaba ir a su casa/cueva. Un día, la tormenta la inundó de agua. Conocí a varios niños. Una vez me invitaron a una fiesta y me colé con ellos en una boda.

Nunca vi monstruos. Allí solo había gitanos y payos. Gente pobre que vivía en chabolas de hojalata. La piedra caliza del Hoyo era tan blanda que podían excavar cuevas con pico y pala. Eran habitaciones pequeñas, de techo abovedado. Oscuras, pero muy frescas en verano. Se comunicaban entre sí. En aquellas casas/cuevas no tenían agua corriente. La traían en cántaros, garrafas y damajuanas desde la fuente de El Quemadero. Todo aquello olía, eso sí, a pozo negro.

Del Coco, ni rastro. Los mayores mentían mucho. Luego supe que el miedo viene de la ignorancia y de la ignorancia, también el racismo. Con los criterios de hoy, tanto mis padres como casi todos mis vecinos, y buena parte de la sociedad española de aquellos años, éramos racistas con respecto a los gitanos. Afortunadamente, hemos mejorado bastante, aunque no lo suficiente.

Los gitanos y los payos canturreaban. A veces, se peleaban entre ellos. No era raro ver pasar por la puerta de mi casa a un grupo llevando, casi en volandas, a algún herido ensangrentado camino de la Casa de Socorro, cerca de la Iglesia de San Sebastián. Iban corriendo y lanzando maldiciones. Al ruido de sus gritos, mis vecinos salían de sus casas para ver pasar la sangre por su puerta. Contra nuestra voluntad, y curiosidad, las madres nos metían dentro de casa. De aquellas peleas podía proceder el miedo razonable de nuestros padres y sus advertencias para que no bajáramos al Hoyo.

Me parecía a mi que todos sus habitantes eran de una misma gran familia. Chillaban y llamaban a voces a sus hijos. Gritaban más que los de mi calle. Además, como estaban en un agujero muy hundido, como un enorme cráter, todo retumbaba y hacía eco. Sus decibelios eran, desde luego, inversamente proporcionales a su renta. Nos separaban muy pocos metros y muchas pesetas.

Junto al Hoyo, en dirección al Quemadero, había una cueva enorme y oscura que llamábamos el Covarrón. Entrar allí era una prueba de valor, casi un rito iniciático, que nos daba cierto prestigio ante los niños mayores que nosotros. Nos daba miedo entrar allí. No solo por el fuerte olor a basura y a restos de hogueras apagadas por sus antiguos habitantes. Debíamos llegar hasta la piedra donde, no hacía mucho tiempo, apareció un cadáver. Era del padre del carpintero que hizo mi cuna y el ataúd de mi hermana mayor que nació muerta.

Una escuela clandestina

La Escuela de Don Francisco, conocida como <<de los Cagones>>, en la última casa de la calle Juan del Olmo, tenía ventanas frente al Hoyo de los Coheteros que ya no es lo que era. La de don Francisco no era ni escuela ni nada. No tenía ningún cartel en la puerta. Era secreta. Clandestina. Y el maestro, un rojo. Lo supe años más tarde. Era, más bien, un depósito de niños pequeños donde nos llevaban nuestras madres, cada mañana, para irse, con la cartilla de cupones en la mano, a hacer las colas del pan, del petróleo o del carbón.

De la mano de mi primo Pepe, más bajito que yo, íbamos a la escuela de «los Cagones».

Al cumplir los cuatro años, me cuentan que yo sabía ir a esa escuela solo o cogido de la mano de mi primo Pepe, un año mayor que yo. Cada uno llevaba su silla. Ahora sé que la mayoría de los recuerdos de la infancia son implantados por los padres, los maestros o los vecinos.

Recuerdo, por ejemplo, que después del verano de 1953, en cuanto me apuntaron al Colegio Montessori, una cochera cinco portales más abajo, en la misma acera que mi casa, yo también llamaba cagones a los que iban con don Francisco. Para que se chincharan.

Clase del Montessori con doña Isabel (1953). Soy el quinto de la segunda fila por la izquierda.

Claro que de poco me sirvió aquella alegría tan prematura. Vino el verano y en septiembre me cambiaron a La Salle, un colegio enorme que había sido cárcel. Y no me extrañó saberlo. Era de pago, <<el de más lujo de Almería>>, según mi madre. Tuve una beca del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), o algo así, que mantuve durante muchos años. Lo que nadie me dijo es que iba a sentarme con los niños más ricos de la ciudad.

Colegio La Salle de Almería.

Entonces sí que dio un vuelco mi vida. El primer día de clase yo era el nuevo, asustado y agazapado, entre más de veinte niños vestidos de domingo y algunos peinados con gomina, con el flequillo convertido en un “arriba España” tan de moda. Mis compañeros de aula, y no de clase, no tenían ni idea del Cerro de Paca la Nana ni del Hoyo los Coheteros. Eran de otro mundo. Vivían lejos del barrio de la Caridad. Pronto aprendí a disimular, lo que me ayudó luego para ejercer el periodismo.

Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que así se llamaban aquellos frailes, tan amantes de la disciplina y de los que ganaron la guerra civil, me hicieron admirar mucho y echar de menos a las señoritas del Montessori que nos dejaban hacer lo que quisiéramos. Doña Isabel decía que su método era “aprender en libertad” y “enseñar jugando”.

Con aquellos “hermanos” de sotana negra y babero blanco me encontré con el mundo al revés. Niño de barrio obrero en colegio de pago de niños ricos. Primero, me asusté. Mucho más que cuando bajaba solo al Hoyo de los Coheteros. Dónde va a parar. Luego, gracias al anciano hermano Ramón, de Segunda Elemental, al hermano Rufino, un sabio a quien tanto quise, y a los amigos que hice, La Salle me gustó.

No sé cuanto compañeros míos de La Salle se atreverían entonces a entrar, solos, en el Covarrón oscuro de mi barrio. No me atreví a contarles una experiencia inolvidable que me llenaba de orgullo y de terror. Un día, provisto de una vela, entré y llegué hasta la piedra del muerto. Ahora reconozco que, muerto de miedo, salí corriendo del Covarrón. Nunca más volví a entrar. Tuve pesadillas. Sabíamos que el padre del carpintero se había rebanado el cuello allí mismo con una navaja barbera. Siempre que veo a un peluquero afilando su navaja, para afeitar a un cliente, me da repelús.

Con mi padre, en el balneario Diana de Almería.

 

 

 

La Señora me abrió una puerta al futuro

¡Qué poco dura la alegría en la casa del jubilado! Durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo, con escasez de noticias salvo las de la pandemia, el diario La Voz de Almería publicó los artículos 3 y 4 de mi serie «Almería, quién te viera…» nada menos que en domingo y no, como antes, en días laborables. Me sentí alguien. Pero no me hice ilusiones. Fui cocinero antes que fraile y sé lo que se cuece en la cocina. Hoy, jueves, vuelve mi serie a La Voz, pero en días laborables, de menor tirada y lectura que el domingo. ¡Qué le vamos a hacer! Para quienes tengan la vista cansada y no puedan leer la letra impresa tan pequeña, me permití copiar y pegar a continuación mi artículo 5 en un buen cuerpo de Word. Hay que dar facilidades a los de mi edad.

Artículo 5 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy jueves en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (6)

La Señora me abrió una puerta al futuro

J.A. Martínez Soler

Qué emoción leer, por primera vez, Las aventuras de Guillermo, las obras de Julio Verne o de Emilio Salgari. Descubrí esos libros de preadolescente de forma no fortuita. Nunca olvidé el ansia por conocer otros mundos que me produjeron aquellas lecturas tan tempranas.

Muchos años antes, como los “proscritos” de Guillermo Brown, unos niños jugaban a las guerrillas, a pedrada limpia, en la ladera del monte coronado por el castillo árabe de Tabernas (Almería). Una pandilla contra otra. Una piedra perdida golpeó al hermano mayor de mi padre en la cabeza y lo dejó malherido.

Castillo de Tabernas (Almería)

Mi abuela (Dolores Idáñez García), aguantando las lágrimas con dificultad, me lo contó más de una vez. Reconoció pronto al herido: su primogénito. Pidió auxilio a voces. Le tomó en brazos y bajó la cuesta empinada, a toda prisa, en busca de ayuda. Una carrera angustiosa. A la desesperada. Sus gritos debieron de ser desgarradores. Pero no llegó a tiempo a la casa del médico. A mitad de camino, su hijo, con la cabeza ensangrentada, dejó de respirar en sus brazos.  Aquel accidente, trágico y estúpido, marcó su vida. También, sin duda, la del resto de su familia.

En la casa de mi padre, las desgracias entraron por arrobas. Cuando mi padre apenas tenía poco más de un año, la gripe famosa de 1918, que diezmó Europa meses antes del fin de la primera guerra mundial, mató a su padre. Aquella epidemia fatal, la más terrible conocida hasta la actual del coronavirus, comenzó en agosto del 18, y, en solo dos años, causó la muerte de entre 50 y 100 millones de personas. Mi padre se crió huérfano de padre y yo, sin tío y sin abuelo.

Mi abuela paterna, Dolores Idáñez.

Tras la muerte de su hijo mayor, mi abuela Dolores, viuda joven, sin dinero para la diligencia ni para la camioneta, salió un día de Tabernas con sus dos niños pequeños con destino a la capital. Partieron al amanecer en un carro de mercancías. Con su risa burlona me contó más de una vez que, en las cuestas arriba de aquel largo viaje, el carretero y ella tenían que echar pie a tierra para ayudar a la mula. De ella aprendí esta rima: “Cuesta arriba te quiero, mulo/ que las cuestas abajo yo me las subo”.

Los libros de los Cassinello

Con las buenas referencias que traía escritas por gente principal de Tabernas, mi abuela entró a trabajar, como la última de las criadas, para una familia de grandes propiedades y nombre con historia. Poseían una finca enorme en las afueras de la capital con varias casas, un palacete, dos balsas y coche de caballos. ¡Ah! Y un gran algarrobo. Estaba entre La Molineta y la Cruz de Caravaca. En mi familia siempre nos hemos referido a ese lugar, casi mítico, como “el cortijo de la Señora”. También tenían una casona grande en la plaza Careaga, cerca de la catedral.

Ese acontecimiento fortuito marcaría la vida de mi padre. Y, por supuesto, la mía.

Cuando yo iba a recoger a mi abuela, ya anciana, la Señora nunca fue tan severa conmigo como decían sus sirvientes. Yo la admiraba. En ocasiones, la temía. Siempre la envidiaba. Ella era poderosa. Lo que decía, se hacía. En su cortijo y en sus empresas. Con ella, había que andar con cuidado. Mi abuela me lo tenía dicho: “Ya sabes: en casa de la Señora, ver, oír y callar”.

Mi fervor religioso preadolescente debió enternecer a la Señora que era fiel católica. En el colegio La Salle, yo ayudaba a misa en latín y era congregante mariano. Quizás, por eso, me regaló el primer libro y me invitó varias veces a acompañarla hasta la Catedral en su coche de caballos particular. ¡Qué pasada! Me hice amigo del cochero, quien más de una vez me dejó ir sentado a su lado, en el pescante, y llevar las riendas del caballo. Luego, tan contento, le quitaba el polvo a la estatua de la Virgen que hay detrás del coro catedralicio.

Desde niño, mi trato frecuente y afectuoso con la Señora, doña Serafina Cortés, viuda de Cassinello, aristócrata e hija (o nieta) de un almirante que fue muy importante en Filipinas y Palao, marcó el rumbo de mis lecturas. Me preguntaba por mis notas en el colegio y me recomendaba qué leer. Los libros usados que me regalaba me abrieron el apetito de leer más, preguntar más, investigar cualquier misterio que tuviera delante, y soñar con aventuras increíbles. Doña Serafina me preguntaba por los libros y conversábamos. A veces, me ponía de ejemplo frente a alguno de sus nietos. Nunca supe por qué, me sentía mimado por la Señora (yo me dejaba querer) y, también, por su hija, la señorita Pilar, de la edad de mi padre. La última vez que ví a Pilar Cassinello Cortés fue en el funeral de mi padre en Los Franciscanos. Me abrazó y, con lágrimas, me dijo: “Hijo mío, yo quería mucho a tu padre”.

A los dos meses y pico del golpe de Estado de Franco en 1936, don Andrés Cassinello, el esposo de doña Serafina, fue fusilado en el pozo de Cantavieja, en la zona de Tabernas, el pueblo de mi familia paterna. Mi padre se ponía furioso al recordar la muerte trágica de su jefe, el hombre que le dio trabajo como botones y le protegió desde pequeño. “Por crímenes como el de don Andrés”, me dijo un día, sin ocultar su rabia, “acabamos perdiendo la guerra”.

Carnet de mi padre como suboficial del Ejército de la II República

El señor Cassinello tenía 50 años, recién cumplidos, cuando lo mataron.  Su hermano don José (un capitán de 41 años) fue fusilado también por los “rojos”, dos años más tarde, en el campo de Turón (Granada). Mi padre, de la UGT y oficial del Ejército de la República, se libró de ser fusilado al caer prisionero de los falangistas, de noche, en el frente helado de Teruel, porque cubría sus galones de teniente con el abrigo de un soldado muerto. Mi abuela le guardó luto cuando le dieron oficialmente por “desaparecido en combate”. Milagrosamente, o por influencias nunca confirmadas, quizás de la Señora, mi padre fue liberado del campo de concentración franquista en Zamora, regresó a Almería y fue contratado de nuevo por la familia Cassinello. Se convirtió en Pepe “el del Cemento” con almacén en la calle Pedro Jover.

Con el teniente general Andrés Cassinello y Antonio Cantón en nuestra tertulia de almerienses transterrados a Madrid

 

Lo que es la vida. Hoy presumo de mi relación afectuosa con el teniente general Andrés Cassinello Pérez, un militar brillante de 94 años, huérfano de don José Cassinello y de doña Adela Pérez, a quien también conocí, y sobrino de la Señora. Este ilustre militar, que conoció bien a mi padre, ayudó al presidente Suárez a transitar de la Dictadura a la Democracia. Creó el embrión del CNI y su información fue clave para la legalización del Partido Comunista y los encuentros clandestinos entre Felipe González y Adolfo Suárez. Los demócratas estamos en deuda con él. Hoy preside la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición, a la que pertenezco. Con él comparto tertulia de almerienses transterrados a Madrid. Le considero un amigo.

El general Cassinello, siendo niño huérfano de padre, solía comer en casa de la Señora donde mi abuela cocinaba. Muy bien, por cierto. Ambos hemos probado las mismas recetas de Tabernas. Habrá leído también, antes que yo, los libros usados que me regaló su tía doña Serafina. Desde luego, escribe muy bien y disfruto leyendo sus libros. Se lo preguntaré en la próxima tertulia.

 

 

 

Hace 30 años que el hermano Rufino no trabaja…

Por José Angel Pérez, un colega de Almería, me entero de que, tal día como hoy, hace 30 años que murió el hermano Rufino, de La Salle, uno de los mejores maestros que he tenido en mi vida.

Hermano Rufino Sagredo, un sabio de La Salle de Almería

Sentí mucho no haberme despedido de él y no haber podido acudir a su entierro. En cuanto lo supe, envíe un obituario a La Voz de Almería, que escribí deprisa y corriendo. Hoy vuelvo a recordarlo con cariño, admiración y agradecimiento. Sigo en deuda con él. Copio y pego:

Hace tres días que el hermano Rufino no trabaja…

La Voz de Almería, 2 de enero de 1992

J.A. Martínez Soler

“Acabo de ver su esquela en La Voz. Hace tres días que el hermano Rufino no trabaja… A los 92 años, ha muerto nuestro maestro, dejándonos una estela infinita de amor a la naturaleza.

“¿Era aquel fraile de las hierbas secas, los fósiles raros y la risa aguda y contagiosa?”, me pregunta mi hijo mayor. Alguna vez le llevé a La Salle a ver al maestro más excéntrico y maravilloso que he tenido en mi vida. Sí, era aquel fraile que me enseñó a amar cada planta, cada flor, cada ser vivo por gigantesco o diminuto que fuera.

Era nuestro Giner de los Ríos particular; el hombre que nos sacaba del billar y del tabaco prematuros para recorrer y explorar los montes de Eníx o los campos de la Molineta, armado de sotana y de piqueta, para descubrir la belleza extraordinaria que había detrás de cualquier hierbajo.

No puedo comenzar este año 92 sin recordarle en cada criatura viva. Tenía la ira de los sabios: “¿Cómo te atreves a llamar hierbajo a esta maravilla de la Creación?”, me decía el maestro, evitándome la catástrofe de pisar una rara especie almeriense de cuyo nombre en latín no consigo acordarme.

Se tumbaba, cuan largo era, en el campo, y escarbaba, con mimo exquisito, alrededor del tronco para salvar las raíces de una de las miles de muestras de la rica flora almeriense que él clasificó e investigó por su cuenta. Emocionado por el descubrimiento, nos sentaba a su lado para explicarnos las peculiaridades de aquel ejemplar. Un día nos dijo que había encontrado una planta que solo se cría en Almería y en un lugar exótico del Danubio.

El hermano Rufino era más que un botánico. Era un filósofo. “No se ama lo que no se conoce”, solía decirnos cuando le mirábamos sorprendidos y envidiosos por su emoción ante el conocimiento de los fenómenos que nos rodean. Cuando nos explicaba en clase las Ciencias Naturales (yo tenía doce años, y él sesenta) nos dejaba boquiabiertos. Nunca seguía el programa oficial. Seguía el programa de la vida, del pensamiento, del espíritu, y nos provocaba una descomunal curiosidad por las cosas más insignificantes de este mundo.

Lo que más nos maravillaba era su claridad y sencillez, su paciencia de santo y su alegría franciscana, su sabiduría global y su concepción del mundo. Algunos frailes le tenían por algo chiflado, pero los niños sabíamos muy bien que Rufino Sagredo (me acabo de enterar de su apellido por la esquela mortuoria) era un sabio auténtico, de aquellos del Renacimiento que disfrutaban con todas las ciencias y todas las artes, mezclándolas en una visión panteísta del universo.

Buscaba a Dios en los hierbajos, en los helechos prehistóricos y en los insectos contemporáneos. Y emitía efluvios de bondad y de gracia. Rufino conocía el secreto de la filantropía. Se nos ha muerto un sabio atípico que había hecho de nuestra tierra almeriense su laboratorio de trabajo y su altar de oración. El maestro Rufino fue un precursor del ecologismo, y merece algo más que nuestro recuerdo emocionado. Su memoria nos debe hacer reflexionar sobre las bellezas que nuestra tierra guarda, aún en secreto, sobre el microclima que nos vio nacer y sobre el afán de investigar y conocer lo que nos rodea.

“Para un ignorante de la historia de la Grecia clásica”, nos decía el hermano Rufino, “las ruinas del Partenón de Atenas no son más que un montón de piedras sin vida. El placer que tiene al contemplar ese monumento es minúsculo. ¿Qué sentirá, en cambio, aquel que conozca la cultura helenística y sepa el significado de cada moldura, los antecedentes del capitel, el desarrollo posterior de aquel friso destrozado por los siglos? La felicidad”, nos insistía, “aumenta con el conocimiento”.

Gracias, hermano Rufino, por la lección de aquel atardecer en La Molineta. He visto algunos sabios en mi vida. Ninguno como el maestro Rufino.Descanse en paz.”

Obituario del hermano Rufino que publiqué en La Voz de Almería a los tres días de su muerte.

Y esta es la nota  que José Angel Pérez publica hoy en Facebook:

HOY HACE 30 AÑOS QUE MURIÓ EL HERMANO RUFINO, BOTÁNICO Y  PROFESOR DE CIENCIAS DE LA SALLE

El Hermano Rufino Sagredo Arnaiz nació en Villalmóndar, provincia de Burgos , el 16 de septiembre de 1899. Entró a formar parte de los Hermanos de La Salle. Licenciado en Filosofía y Letras, dio clases en Córdoba y en Canarias, donde profundiza en la mineralogía y la botánica de forma autodidacta, hasta que vino a Almería en septiembre de1956 donde ejerció como profesor de Ciencias Naturales en el Colegio de La Salle de Almería. Su gran pasión fue la botánica, llegando a ser un profundo conocedor de la flora almeriense. Realizó aportes al herbario del Instituto de Aclimatación (ahora Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC), creado por los hermanos Jerónimo Coste y Mauricio, de especímenes recogidos por toda la provincia en más de 1.300 excursiones. Rufino Sagredo continuó la labor del hermano Jerónimo, fallecido un año antes, a instancias del Fundador y entonces Director del Instituto de Aclimatación, el ingeniero agrónomo don Manuel Mendizábal, pasando a ser el responsable de su sección botánica. Actualmente están expuestos en el Museo de Ciencias Naturales de La Salle en Almería muchos de los materiales recogidos por el Padre Rufino, como fósiles, minerales o más de 18.000 fichas de herbolario.
Falleció en Granada el 29 de diciembre de 1991. Cinco años después sus restos fueron trasladados a Almería.El botánico granadino Gabriel Blanca le dedicó una especie natural de Sierra Nevada (se la puede encontrar por el Puerto de La Ragua): Centaurea sagredoI. En mayo de 2007 se nombra el jardín botánico de Vera.