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“Hijo mío, no te signifiques”

Hoy recuerdo uno de los episodios más dolorosos para mi madre, a quien yo tenía por miedosa y cobarde. Hasta que me reveló su historia. Nunca más la tuve por miedosa. Fue una heroína. Lo cuento en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Mi articulo publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (25)

Hijo mío, no te signifiques

 J.A. Martínez Soler

Hasta aquel día, siempre tuve a mi madre por miedosa. Sus frases típicas eran fruto del temor que habitaba entre nosotros durante la Dictadura de Franco. “Las paredes oyen” , “En boca cerrada no entran moscas” o bien, “Hijo mío, no te signifiques” eran sus tres mandamientos favoritos. En el verano de 1963, con 16 años, visité a mi tío Antonio, el miliciano exiliado en Francia. Me llevé un buen chasco. “¿Miedosa, mi Isabel? No sabes lo que dices. Tu madre merece un monumento. Salvó la vida a muchos vecinos de Nacimiento. Pregúntale si sabe algo del hijo de su primo José León”, me replicó mi tío.

En 1984, el primer gobierno socialista desde la guerra aprobó una Ley por la que se reconocía la paga de jubilado a los españoles que habían pertenecido al Ejército de la II República. Mi padre quiso cobrar su pensión de suboficial republicano y lo consiguió. Siempre estuvo orgulloso de su lucha en defensa de los ideales de la República y esta paga fue para él un símbolo de la reconciliación en España. Tras el éxito de esta gestión burocrática, mi madre me pidió que ayudara también a su prima Paca a cobrar la pensión de viuda de militar de la II República. Lo conseguimos también, pero no fue tan fácil.

La República daba a su marido, el primo José, por “desaparecido”, lo que equivalía a muerto en combate. Entonces fue cuando recordé algo de lo que, en 1963, me contó el tío Antonio cuando le visité en Francia. En una tarde fresquita, invité a mi madre a tomar un helado de chocolate en la terraza de la heladería Adolfo del Paseo Versalles. Le pedí que me contara lo que supiera sobre sus primos José y Paca. Conocía algunos detalles de esa historia, pero me faltaban piezas para armar el puzzle. Para vencer su miedo secular a hablar de la guerra civil, le insistí en que podía fiarse de mí y que no lo contaría jamás sin su permiso. Soltó una carcajada socarrona. Con su sorna habitual, me hizo esta observación:

– “¿Fiarme yo de un periodista? ¡Pero qué cosas tienes, hijo mío! Tú eres mu confiao. Mira lo que te pasó en la mili, por bocazas. ¿Y qué me dices de los que te secuestraron y torturaron? ¡Es que no aprendes!”

Entonces le dije:

– “A mí no me importa tanto, pero el hijo de José y de Paca, que vendrá a verme a Madrid, tiene derecho a saber lo que pasó con su padre. Y me ha pedido que te lo pregunte a ti porque piensa que su madre solo le ha contado una parte pequeña de la historia”.

Con este recurso conseguí que me contara, con algunas lágrimas, algo de lo que pasó en Nacimiento, su pueblo. Me dijo que José y Paca se casaron poco antes de la guerra. Se querían con locura y, por desgracia, solo vivieron juntos unos meses. Mientras José estuvo en el frente, en el de Teruel, como mi padre, no supieron nada de él.

Con gesto de misterio, y aun bajando más la voz, me dijo que, a principios de los años 40, poco después de acabar la guerra, cuando estaba en Nacimiento huyendo del hambre, recibió un recado muy raro de un amigo del tío Antonio, que estaba en la sierra con los maquis. Al atardecer del día siguiente, debía pasar varias veces, pero sin detenerse, por la fuente del Acebuche de Nacimiento. Según le dijo, “era cuestión de vida o muerte”.

“El corazón me dio un vuelco cuando vi a José allí mismo, después de darle por muerto. Parecía totalmente un mendigo. Nos abrazamos.” Mi madre intentó convencerle de que se fuera a Francia como su Antonio. Paca se reuniría allí con él. Le dijo que el pueblo estaba lleno de guardias civiles, y hasta de tropas del Ejército, que buscaban a los maquis de día y de noche por toda la sierra de los Filabres y Monte Negro. Le advirtió de que aún se oían tiroteos no lejos del pueblo.

Mi madre preparó un plan, que había usado otras veces, para que José pudiera bajar del monte, envuelto en mantones negros como si fuera una mujer, sin levantar sospechas en la Guardia Civil. Arriesgando su vida, acompañaba a su primo hasta su casa en el pueblo. Aquellas visitas nocturnas se fueron convirtiendo en una rutina. Cuando aumentaron los golpes de la guerrilla, en algún momento ella llegó a creer que José se había olvidado del proyecto de huir a Francia con su mujer. Por otros maquis, mi madre supo que José era uno de sus cabecillas. Un día encontró a su prima Paca con mala cara. Había estado vomitando. La acompañó, andando rambla arriba, al médico de Gérgal.

– “Me lo temía. Lo que faltaba: preñada. Me rogó, me suplicó, por lo que más quisiera, que no se lo dijera a su José y que no le trajera nunca más al pueblo. Temía por su vida, si alguien más se enteraba de su embarazo. Siendo, como era, una mujer honrá, irían a por él”.

Le prometió no traer más a José al pueblo. Durante varios meses, José envió mensajes desesperados pidiendo ver a mi madre. Ella acudió al lugar de las citas anteriores, pero sin disfraz para él. Él creía que Paca se había cansado de esa vida tan dura de la guerrilla. Llegó a pensar que ya no le quería. Mi madre guardó un largo silencio.

“Eso me dolió mucho. Ahí perdí el control y metí la pata. Fue el error más grande de mi vida. Aún no me lo perdono. Por eso nunca he querido hablar de esto con nadie. Le dije: No puedes bajar más al pueblo porque Paca está preñada y la Guardia Civil lo sabe. Van a por ti”.

José se quedó de una pieza. Solo repetía y repetía:

– “Tengo que verla, prima, tengo que verla; aunque solo sea una vez. Y esta vez va en serio. Te lo prometo: nos iremos a Francia con tu Antonio. Ya lo tengo to arreglao. Díselo”.

Entre suspiros y algún gemido, me madre me dijo: “No volví a verle nunca más. Pobretico mío. A los pocos días, vi mucho movimiento de guardias por to los alrededores del pueblo. Esa noche no pude pegar ojo. De madrugá, me sobresaltó una ensalá de tiros que venían de mu cerca. El tiroteo duró más de una hora o de dos horas. Poco antes de amanecer ya no volví a oír ningún tiro”.

Cuando se hizo de día, mi madre fue, desesperada, a casa de Paca. Allí estaba, con un guardia civil a cada lado. Recibió a mi madre con estas palabras: “Me lo han quitao, prima. A mi José, me lo han quitao. Acribillao a tiros en el terrao. Y se han llevao su cuerpo”.

Aguantó en el terrado hasta que se le acabaron las balas. Mi madre terminó así su relato:  «Ya se lo puedes contar así a su hijo José cuando vaya a verte a Madrid. Dile que su padre fue un hombre cabal, enamorao de su madre y fiel a sus ideales”.

Abracé a mi madre y le di las gracias. Después de esa tarde, unidos por aquel doloroso secreto compartido, ya no fuimos los mismos. Nunca más la tuve por miedosa.

Mi madre, Isabel Soler, en 1936

 

Mi padres

De bebé con mis padres

Con mis padres, mi hija Andrea y mi tío Antonio, el miliciano, cuando vino a mi casa en Almería después de la muerte de Franco.

Me sorprendió que no me publicaran ayer mi artículo de la serie «Almería, quien te viera» que suele salir cada domingo. Hasta que vi la portada de La Voz de Almería. ¡Qué tonto fui! ¿Como no me iba a desplazar del domingo un notición como el pase del equipo de Almería a Primera División? Seis o siete páginas de fútbol. Razón de más. El director de La Voz, Pedro Manuel de la Cruz, me dijo que «el futbol lo trastoca todo». Le comprendí. Yo hubiera hecho lo mismo. Faltaría más.

Portada de La Voz de Almería de ayer domingo

¡Enhorabuena, Almería! Me alegré de la victoria del Real Madrid en la Champion. Pero me alegró mucho más ver al equipo de mi tierra en Primera. ¿Por qué será?

El Almería volvió ayer a la Primera División

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi madre, de regadío; mi padre, de secano

A mis padres les separaba el agua. En Tabernas, el agua, y no el tiempo, era oro. Por eso, mi padre quería convertir el desierto en oasis. Fue su ruina. Lo cuento hoy en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Artículo publicado hoy domingo en La Voz de Almería.

Como de costumbre, copio y pego a continuación, el texto del artículo en letra grande de Word para quienes no encuentren sus gafas de leer la letra pequeña del diario o no puedan agrandarla con sus dedos artríticos. Sé por qué lo digo.

Almería, quién te viera… (16)

Mi madre, de regadío; mi padre, de secano

J. A. Martínez Soler

A mis padres les separaba el agua. Habían nacido a pocos kilómetros de distancia. Sin embargo, procedían de mundos muy distintos. Mi padre era de secano. Mi madre, de regadío. Él, de Tabernas, un desierto al pie de la Sierra de los Filabres. Ella, de Nacimiento, una vega alpujarreña, en el extremo oriental de Sierra Nevada. El agua, escasa o abundante, marcaba el carácter y los sueños de ambos.

Mis recuerdos infantiles de las vacaciones en Nacimiento están ligados, inevitablemente, al río que lleva el mismo nombre que el pueblo y desemboca en el Andarax. Era nuestra principal diversión. Siempre llevaba agua. Mucha o poca. Nunca lo vi seco del todo. Los niños hacíamos barquitos con las hojas del cañaveral. Con palo mayor y vela vegetal. Navegaban por los meandros del río. Nosotros seguíamos su rumbo corriendo hacia el Molino.

De vez en cuando, brotaba un chorro de agua que nacía allí mismo, en el Acebuche o en el Mojón, en una u otra orilla, en una fuente casi espontánea, o nos llegaba como descarte de una acequia. Animaba el caudal principal y aceleraba la travesía de nuestros navíos. A menudo, cargábamos nuestros barcos con pasajeros condenados a muerte: hormigas, saltamontes sin patas, moscas sin alas. ¡Qué crueldad!, ahora que lo pienso.

Cuando llovía torrencialmente en la sierra, salía el río. De cerro en cerro, avisaban con un cuerno (como el shofar judío) o una caracola para dar tiempo a retirar del cauce a las bestias, los carros y los aperos de labranza. Dos veces lo vi salir. En septiembre, antes del volver al colegio. Era imponente. Toneladas de agua roja, terrosa y sucia bajaban a gran velocidad. Con una fuerza implacable, arrastraba y arrasaba troncos, ramas, animales y todo lo que pillara en su cauce. Lo raro es que, a la orilla de aquel río salvaje, lucía el Sol.

Me contaron que, entre el desagüe de la fuente y el Molino, se salvó un hombre agarrado, a vida o muerte, al tronco de un gran árbol caído. La corriente quería llevárselo hasta el mar, convertido en cadáver. No le dio tiempo a recuperar a su cabra y se salvó de milagro. Allí decían: “A ese le pilló el toro”. Un toro de agua. Sí. Furioso. También dicen que nunca se le quitó la cara de susto.

Lo que más diferenciaba a Tabernas de Nacimiento era el tiempo que tardaba en llenarse un cántaro en sus fuentes. Mas de media hora en uno y apenas unos minutos en el otro. La fuente de Nacimiento, con ocho o nueve caños hermosos, de casi dos pulgadas de diámetro, llenaba los cántaros y la pileta en un santiamén. El agua sobrante iba a las acequias de las huertas feraces que bordeaban el río.

En Tabernas solo había ramblas secas, en vaguadas de aspecto lunar, entre esqueletos de montes, con sus nervios al aire, y esparto abundante en sus laderas. Las ramblas de Tabernas indican por dónde debería ir el agua si la hubiera. Había entonces varias fuentes dentro del pueblo con un cañillo minúsculo del tamaño de un grifo de media pulgada. En Tabernas, el agua, y no el tiempo, era oro. Poca agua y por turnos.

La pasión por el agua empujaba a mi padre a buscar cauces subterráneos para convertir el desierto en oasis. De haber nacido en el pueblo de mi madre, al pie de las estribaciones frondosas de Sierra Nevada, mi padre nunca habría llegado a ser un soñador del agua. Ni yo un Rumino.

El cortijo de La Rumina (Mojacar), que compró mi padre con los beneficios del boom del cemento, fue un paréntesis de siete años. No teníamos agua corriente ni luz eléctrica. Iluminaba mis lecturas con un carburo. Pero fue un paréntesis glorioso para mí, en unos años claves: infancia y adolescencia.

La Rumina, mi casa, junto al río Aguas, en la playa de Mojacar.

En su lucha sin cuartel contra la herencia de sequedad, miseria y tragedia que habían marcado sus raíces familiares en Tabernas, mi padre soñaba con el agua. Más que soñar, deliraba. Pretendía convertir sus no sé cuántas hectáreas de secano en regadío. Los cereales, en hortalizas. El desierto, en vergel. El agua era algo más que un sueño. ¿Un destino? De niño, mi padre conoció la balsa de la viuda de Cassinello, donde su madre trabajaba de criada. La Señora tenía una huerta hermosa y agua abundante.

¡Quién pillara el Niágara en Tabernas!

Cuando le acompañé a visitar las cataratas del Niágara, en 1977, durante mi estancia en la Nieman Foundation for Journalism de la Universidad de Harvard (EE.UU.), se le saltaron unas lágrimas. “De emoción”, me dijo. No pudo evitarlo. “Quien pillara un chorrico de agua así en Tabernas o… en La Rumina. Unos tanto, y otros tan poco. ¡Mal repartida está el agua en este mundo! ¡Quién pudiera!”

Con mi padre en las cataratas del Niágara (Canadá) (1977)

Aprendió de memoria los millones de litros de agua que pasaban al segundo por aquellas cataratas. En invierno y en verano. Tenía facilidad para novelar el origen de todas las guerras antiguas. Para él, todas ellas fueron motivadas por la posesión del agua. Mantenía este latiguillo: “En el agua, no lo olvides, hijo, está el origen de la vida”.

Un día, siendo yo aún muy pequeño, me lo contó. Sentados en un balate de piedras en La Rumina, entre nuestra minúscula balsa y la noria árabe, me habló como si yo fuera mayor. Lo hacía a menudo. Yo se lo agradecía infinito. Las cazoletas de cerámica de la noria, medio rotas, volcaban apenas un vaso de agua cada una en la acequia que, a duras penas, llenaba nuestra balsita. Aunque estaba lejos de la orilla del mar, sobre una loma, el agua que sacaba nuestro burro, tan trabajosamente, no era potable. En los siete pequeños bancales de hortalizas, que apenas regaba, se notaba el salitre.

– “En la Marina, al otro lado del río, tienen una balsa grande. La llenan con un motor de gasoil que saca el agua de un pozo y la eleva más de 30 metros. Sus tomates no tienen salitre. Te digo yo, aunque nadie me crea, que a este lado del río Aguas también tiene que haber agua dulce subterránea. Solo hay que dar con su cauce. Ya lo verás. Preguntaremos a un zahorí”

Como el oxígeno, o la libertad, solo valoras el agua cuando te falta. Desde antes de comprar el cortijo de secano, mi padre ya tenía ese plan. Mi madre, aguafiestas eficacísima cuando se lo proponía, le echaba jarros de agua fría para rebajar los sueños hidráulicos de mi padre.

– “¿Adónde vas, José? ¿No ves que los Garrigues de la Marina tienen caudales, mil veces más que tú? Me han dicho en El Molino que esos vecinos del palacio son embajadores, ministros y banqueros. ¡Habrase visto locura mayor! Olvídate del pozo. No vayas por ese camino, José. ¡Que te estrellas!”.

Mis padres y mi hermana Isabel, en la cocina de mi casa en Almería.

 

El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor

«El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor». Este es el artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es. Copio y pego el texto en word para que puedan leerlo los jubilados incluso sin gafas.

Artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (14)

El día que sentí llorar a mi padre

J.A. Martínez Soler

Había cumplido yo los quince años cuando, por primera vez, oí llorar a mi padre. Mi héroe hundido. Mis padres no sabían que yo sabía. Les escuché la noche anterior desde la escalera. Quería saber más detalles de su pena. ¿Por qué no preguntar a mi abuela para resolver algunas dudas que me consumían por dentro?

Antes de comprar el cortijo de La Rumina, un secano de Mojacar, con el dinero del boom de la venta de cemento, mi padre amplió nuestra casa con una media segunda planta. Yo debía de tener seis o siete años, porque lo recuerdo bien. La terraza, su lugar favorito, tenía una barandilla de hierro con filigranas de adorno para sujetar las macetas de geranios, de jazmines, una gran buganvilla y un par de tiestos con tomateras. Solo las flores, envidia del barrio, podían caer a la acera. Los geranios y la buganvilla de mi padre daban la nota de color en aquel tramo de nuestra calle Juan del Olmo.

En aquella terraza, mi padre construyó un gallinero y una pocilga, donde criábamos un cerdo cada año. En la puerta de casa, tuvimos varias matanzas por San Martín. Esa era la costumbre cruel y divertida.

Al cruzar la calle Restoy, que va del Quemadero a la Plaza Toros, y tomar la última cuesta arriba de mi calle, con el cerro de los gitanos al fondo, comprobé que, contra toda costumbre, esta vez, mi madre no estaba cantado flamenco ni copla. No había nadie parado en nuestra puerta para escucharla. Era normal que, cuando ella cantaba, mientras cocinaba o limpiaba la casa, los peatones que iban de paso, sin prisa, se paraban, formando un corro, para oírla. Cuando terminaba el cante, se disolvía el grupo de curiosos. Echaban a andar calle abajo o calle arriba. Mi madre. ¡Qué artista!A veces, para no interrumpirla, también yo me detenía en la puerta de mi casa, con los vecinos aficionados al cante de mi madre, hasta que terminara su canción. Algunos me decían: “Anda y dile a tu madre que cante “El día que nací yo” o “Échale guindas al pavo”, etc. En el barrio era conocida como “Morena Clara”. Había interpretado ese papel en Nacimiento, su pueblo, con el fin de recaudar fondos para reconstruir la iglesia tras la guerra. Al concluir la representación, mi padre saltó al escenario y le dio un beso a mi madre ante todas las autoridades locales (el cura, el sargento, el maestro y el médico). Entonces, solo eran novios. Antes de morir, mi madre sufrió algo de Alzheimer o demencia senil. Apenas me reconocía. Sin embargo, nunca olvidó aquel beso de mi padre que ella recordaba con una risita pícara.

Al atardecer, era costumbre tomar el fresquito en la puerta de las casas de mi barrio. Las calles eran de tierra con algunas moreras. Moras dulces, riquísimas, cuyos atracones nos daban indigestiones. Si las dejabas madurar demasiado caían y manchaban las aceras. Las vecinas rociaban agua en sus puertas para refrescar el ambiente en la hora de las ánimas. El crepúsculo anunciaba el comienzo de las tertulias al fresco.

Igual que salen los caracoles después de la lluvia, así salían mis vecinos, silla en mano, a la puesta del sol, para dar rienda suelta a la sin hueso. Se hacían grupos. Los cuentos de la mili, los partos y los progresos de sus niños pequeños, naturalmente todos más listos y guapos que la media, se llevaban la palma. Agotados los rumores, los chismes o las historias, siempre repetidas y exageradas, se cambiaban de corro o se recogían para cenar.

Algunas puertas eran más populares que otras. En cierto modo, competían entre sí. Si venía algún familiar de Cataluña, esa puerta tenía un corrillo más concurrido. No digamos si el pariente venía del extranjero. Verdaderas o falsas, las historias de éxito de los emigrantes de nuestra calle eran muy apreciadas. También había rencillas pasajeras o eternas entre algunos vecinos. Esos iban a corros distintos.

Celos cruzados, noviazgos rotos, envidias o roces no disimulados dibujaban los perfiles de los corrillos callejeros. Tomar el fresco en la calle era solo la excusa. Lo importante era hablar. O sea, presumir. Para otros, escuchar. La vida social se hacía en las aceras, con sillas plegables o costureras, incluso con tumbonas, y en los trancos de las casas de planta baja. Si había algo que celebrar, no faltaban la sangría ni la limonada. En “El callejón de los milagros”, del premio Nobel egipcio Naguid Mahfouz, vi reflejada mi calle almeriense.

Ni que decir tiene que la de mi casa era de las puertas más atractivas. Los vecinos acudían a compartir las risas que provocaban los chistes y payasadas de mi padre, un hombre casi siempre alegre. Pero, sobre todo, por la eventualidad de que mi madre cantara algo en voz baja. Lo hacia a menudo para el corrillo de vecinos fijos, cautivados por su arte. Aunque tímida en apariencia, era muy vanidosa. Y presumida. ¡Vaya si lo era! Se moría por un aplauso. Noto esa herencia en mi ADN.

Los santos desnudos de don Andrés

En mi calle no había coches. Solo un viejo camión y el automóvil negro de don Andrés, el cura, en cuyo garaje, siempre oscuro, se guardaban pasos desnudos de Semana Santa. Los esqueletos de cristos, santos y vírgenes estaban sin vestir. Maniquíes de madera y hojalata. Entrar en aquel almacén fantasmal disolvía la fe en las imágenes que, un día al año, parecían divinas. No sabe don Andrés el daño que hizo su garaje a mi devoción por la Semana Santa.

Al principio, aquellas santísimas piezas ortopédicas, unos palos humanoides unidos por tornillos y coronados por caras de escayola, me daban miedo. ¿Idolatría? En procesión, vestidas de oropel, con mantos brillantes, bajo palio, entre flores, luces y velas, y acompañadas por la banda municipal, provocaban lágrimas y vítores en los feligreses más devotos. Cuando flaqueó mi fe, fenómeno que vino a coincidir con la subida de mis hormonas y el mejor uso de mi razón, tales imágenes, aparcadas en el sótano del cura, me parecieron ridículas.

Cuando veo desnudos los maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa, listos para ser revestidos con la última moda de la nueva temporada, no puedo remediar pensar en las imágenes ortopédicas de los santos, cristos y vírgenes de madera y hojalata de mi parroquia. Dicen que “el hábito no hace al monje”. Quien inventó ese dicho no comparó nunca a los santos desnudos con los vestidos. Vestir santos tiene su arte. Su intríngulis.

Mi abuela me recibió así en el portal de casa: “No está el horno para bollos, hijo mío”. Mi madre no cantaba y no había vecinos en la puerta. Mi abuela Isabel selló sus labios con el dedo índice y abrió todo lo que pudo sus ojos, tan llamativos. Por esa advertencia, supuse que ella sabía algo más que yo.

La noche anterior supe que mi padre, un soñador del agua, se había arruinado construyendo un pozo para el cortijo de secano de La Rumina. De golpe, esa experiencia dramática me hizo mayor. Mi padre lloraba y mi madre no cantaba. Menudo desastre. A la hora de comer (ese día, gurullos, su plato favorito), mi padre nos contó la historia de su fracaso como agricultor y la venta urgente del cortijo para pagar deudas. Cerró su relato -cómo no- citando a don Quijote:

– “Desnudo nací y desnudo me hallo. Ni pierdo ni gano”.

Mi madre era de regadío, de Nacimiento. Mi padre era de secano, de Tabernas. Buena mezcla. Una artista casi analfabeta y un filósofo autodidacta. Tuve mucha suerte.

Con mi pandilla del centro en una fiesta de carnaval. Almería, 1963

 

 

Mis tres mitades: judío, moro y cristiano

Recuerdo mejor las anécdotas de mi infancia en Almería, aunque algunas hayan sido implantadas por mis padres o por las fotos conservadas. que lo que hice ayer en mi clase de tallasmadera.com. Debe ser cosa de la edad. El caso es que nunca olvidé que una vecina de la calle Juan del Olmo nos llamaba judíos cuando los niños hacíamos alguna trastada. Hoy lo rescato de mi memoria y lo publico en el diario La Voz de Almería.

Mi articulo 6, de la serie «Almería, quién te viera…», publicado hoy en el diario La Voz de Almería.

Para los jubilados con vista cansada, que no puedan leer la letra pequeña del diario, copio y pego a continuación el texto original en un buen cuerpo de Word.

Almería, quién te viera… (6)

 Mis tres mitades

 J.A. Martínez Soler

<<Usted es judío como yo>>

Así se dirigió a mi, en 1976, el profesor Raimundo Lida, cervantista argentino, que enseñaba El Quijote en la Universidad de Harvard. Sus palabras me trasladaron, de pronto, a mi infancia en Almería.

Con mi esposa, Ana Westley (awestley.com) en Harvard Square, 1976-77

Cuando los niños hacíamos alguna trastada, una vecina de mi calle nos gritaba, desgañitándose, y nos insultaba. << Judío, que eres un judío>>, nos decía. Es cierto que, en el lenguaje común de los españoles, persisten aún algunos restos racistas contra los judíos: <<No seas judío>>, <<esto es una judiada>>, etc. También es verdad que, afortunadamente, cada vez menos. Salvo aquella vecina, nadie me había llamado judío hasta entonces. También, bajo la piel, nos quedan restos racistas contra los moros. No en el caso de que sean ricos.

Raimundo Lida, profesor de la Universidad de Harvard.

En 1976, el primer día de clase de un curso completo sobre El Quijote, el profesor Lida pidió a la docena de alumnos de post grado que nos identificáramos con nombre y lugar de origen. Al llegar mi turno dije: <<Me llamo Martínez Soler y soy de Almería, España>>. En ese momento, el primer cervantista vivo en aquel momento -con permiso de Martín de Riquer- exclamó, con una mezcla de sorpresa y alegría:

<< ¡Ah! Bienvenido. O sea que usted es judío como yo>>.

-<<No lo sabía. Yo pensaba que solo era mitad moro y mitad cristiano. Ahora ya tengo mis tres mitades>>, le repliqué.

Judío, moro y cristiano

Esbozó una sonrisa y me explicó entonces que Soler, el apellido de mi madre, de mi abuelo, bisabuelo y tatarabuelo procedía posiblemente de los judíos de Mallorca (conocidos como chuetas) desde donde se extendió por la costa del Levante peninsular.

Isabel Soler, mi madre, natural de Nacimiento, Almería.

<<Busque usted>>, me dijo, <<en las guías telefónicas de Tel Aviv o de Jerusalén o en sus cementerios. Allí encontrará varios Soler, sus familiares lejanos>>.

Con James Thomson, presidente de la Fundación Nieman de Harvard. 1976-77.

Desde aquel día leo sobre los judíos de España, y del mundo, con más curiosidad. Fui descubriendo retazos de esas tres mitades almerienses: judío, moro y cristiano. Cuanto más aprendí, más me encariñé con lo que descubría. Sólo se puede amar lo que se conoce. Presumo, no sin razón, de mis <<tres mitades>>, y estudio con más interés las obras de Américo Castro, maestro de mi maestro Juan Marichal, sobre su <<Edad conflictiva>> y la cultura medieval española, una y trina, con sus tres religiones monoteístas.

Símbolos de las tres religiones monoteístas.

También, más me subleva la injusticia tremenda, el racismo y el robo despiadado, contra los sefarditas, los judíos españoles, y contra los moriscos. Si la historia de Estados Unidos es, en gran parte, la historia de la esclavitud y del exterminio de los indígenas, la historia de España (de Sefarad y de Al Ándalus) es, a su vez, una historia de antisemitismo, anti islamismo y supervivencia. El disimulo, el arte de sobrevivir, la al takiyya de los árabes, siempre me ha interesado.

Ritos secretos en la Alpujarra

He sabido, por ejemplo, que, durante siglos y hasta muy recientemente, algunos aparentes conversos al cristianismo, que vivieron en la Alpujarra almeriense, han mantenido, de generación en generación y en secreto, sus ritos originales hebreos o musulmanes.

También me sorprendió saber que los dos sabios más grandes del mundo en el siglo XII, Averroes, musulmán, y Maimónides, hebreo, convivieron en Almería bajo el mismo techo en el cerro de los yemeníes, hoy de san Cristóbal.

El sabio musulmán Averroes vivió en Almería en casa del sabio judío Maimonides. Lo publiqué en La Voz cuando era profesor titular en la UAL.

Apreciar mis raíces del sureste español no sólo me ha ayudado a entender mejor mi país (sus virtudes y sus injusticias), mi Almería (¿dónde están las antiguas sinagogas y mezquitas?), a entablar amistades singulares (los Nieman Zvi dor Ner o Jamil Mroue, por ejemplo), a conocer nuevos países, vistos con otros ojos, y a comprender mejor el mundo, con mayores dosis de tolerancia, esa palabra tan extranjera en España. Y todo ello, gracias al profesor Lida y a mi vecina racista.

En una ocasión, compartí viaje en tren con un viejo conocido, Emilio Quílez, desde Almería a Madrid. Le ofrecí medio bocata de jamón serrano y me lo rechazó cortésmente. Se disculpó diciéndome que se había convertido al Islam, a partir del momento en que descubrió que su apellido Quílez, leído al revés en un espejo, significaba <<muslim>>. Sus padres, abuelos y tatarabuelos siempre dijeron que su nombre debía leerse al revés. Conversión o expulsión. En ocasiones, también huían de la hoguera.

Relieve del emir Jayrán que tallé en madera de cedro. Está colgado en la entrada al aljibe árabe del hotel Catedral (Almería).

Una colega norteamericana, de apellido Carvajal, busca sus raíces sefarditas por toda la península ibérica. Y las va encontrando. Por razones semejantes, mi amigo Diego Selva, ya fallecido, se convirtió al judaísmo al descubrir sus orígenes hebreos. Mi colega Manuel Navarro, redactor de empresas en el semanario Doblón, que yo fundé en 1974, y en diario El País, también presumía de sus raíces hebreas.

Cuando estalló la primera guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por Sadam Husein, dictador de Irak, me dio por estudiar la lengua árabe, durante dos años, por si era capaz de entender algo de fuentes distintas de las occidentales. Acabó la guerra y no pude descifrar ningún titular de periódicos de Oriente Medio.

Con Nicolás Franco, sobrino del dictador, ante mi talla de Jayrán, primer emir de la taifa independiente de Almería.

Sin embargo, me emocionó poder cantar algo en árabe y escribir Almariyya, el nombre de la tierra que me vio nacer, de derecha a izquierda, en su lengua original cuando la ciudad fue fundada por Abderramán III en el siglo X. Desde entonces, miré la muralla del emir Jayrán, desde la ventana de mi cuarto en la calle Juan del Olmo, con otros ojos. Ojos judíos, moros y cristianos… ¿Por qué no? Aprendí a respetar más a las personas. No a las ideas.

Desde la ventana de mi cuarto, en la calle Juan del Olmo, Almería, veía la muralla del emir Jayrán.

 

 

 

El miedo habitaba entre nosotros

Hoy publica La Voz de Almería mi tercer artículo de recuerdos de infancia y adolescencia. Esta semana me han ascendido… ¡al domingo!

Mi artículo 3º de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy el el diario La Voz de Almería

Pero no me hago ilusiones. La lotería de Navidad afectó a la paginación del diario. Por eso salí en domingo. Para quienes no puedan leer la letra pequeña del PDF (como es mi caso), copio y pego el mismo texto en Word (con cuerpo apto para jubilados) y algunas fotos más de mi tío Antonio, de Grimau y de mi madre Julia, en mi blog «Se nos vio el plumero» de 20minutos.es.

Almería, quién te viera… (3)

El miedo habitaba entre nosotros

 J. A. Martínez Soler

Mis dos abuelos murieron antes de que yo naciera. Uno murió alcohólico, y el otro, por la gripe del 18, que hizo tantos estragos como el actual coronavirus. Así es que me crie sin abuelos. Tuve, en cambio, la fortuna inusual de tener tres abuelas: la madre de mi padre, la madre de mi madre, y la madre Julia, que amamantó a mi madre con la leche sobrante de su hijo Antonio, el miliciano.

Mis padres, con la madre Julia y mi primo Jesús, en la puerta de mi casa en la calle Juan del Olmo, Almería.

De niño, pasé muchas vacaciones en Nacimiento (Almería). Nunca dormí en casa de mi abuela Isabel, la madre de mi madre. Allí dormían mis primos. Yo dormía en un colchón de farfolla (las hojas secas de la panocha) que la madre Julia, mi tercera abuela, echaba al suelo en el desván de su casa. Aquel desván, que me dio pie a tantas fantasías infantiles, parecía sacado de un museo agrícola medieval.

Tengo recuerdos muy entrañables de mi infancia con la madre Julia y el padre Juan.  Eran la sal de la tierra, lo que antes se conocía como <<bellísimas personas>>. Y no puedo reprimir cierto rencor, una basurilla en mi corazón, contra quienes les torturaron y maltrataron públicamente (pelados al cero, limpiando las calles y las cuadras del pueblo) por haber tenido un hijo rojo, mi tío Antonio.

Julia Franco, mi tercera abuela, madre de mi tío Antonio.

Mi tío <<de leche>>, miembro del Partido Comunista, salió huyendo de España al terminar la guerra y jugó un papel importante en mi vida. Con dieciséis años cumplidos, pude conocerle personalmente en su refugio de Francia. Él fue quien me abrió los ojos a la política, desde otro ángulo, y a una parte relevante de la historia de mi familia. Gracias a él pude recomponer las piezas del puzle familiar a las que no tuve acceso en mi casa.

Mis padres procuraban no hablar de política delante de los niños. Temían que pudiéramos decir por ahí afuera alguna inconveniencia oída en casa. Mi madre solía responder a nuestras preguntas tapándose los labios con su dedo índice, al tiempo que daba su orden de silencio: <<Chisss>>.  En voz baja, añadía, como un latiguillo de miedo, mil veces repetido: <<Las paredes oyen>>. El miedo habitaba entre nosotros.

Si insistíamos en hacer preguntas sobre cuestiones políticas, que ella consideraba comprometidas, recurría a un gesto mucho más claro y expresivo: se pillaba sus labios con los dedos pulgar e índice. Sus dedos hacían de pinza.

Luego decía: <<En boca cerrada no entran moscas>>.

 Mi tío Antonio, el miliciano

 Con 16 años, llegué a la estación de Nimes con la maleta rota. La lluvia que le cayó por las calles de Lyon había deshecho gran parte del cartón. Cuando la bajé del tren no tenía remedio. La mochila, en cambio, aguantó bastante bien todo el viaje por Alemania y Francia.

Mi tío Antonio me recogió y me llevó a su casa en Saint Jean du Pin, departamento de Gard, a unos 40 kilómetros de Nimes. Atravesamos un valle tan verde, tan verde, y con tanta agua, que me impresionó. Sobre todo, por su contraste con el desierto de Almería. Llegamos a su pueblo, de unos 700 habitantes que parecían conocerse de toda la vida.

Mi tío era saludado cariñosamente por los vecinos, y él correspondía a sus saludos. Algunas veces en español. <<Ese es de Gérgal>>, me decía. <<Y aquel también es de Nacimiento, como yo y como tu madre>>. Me pareció que la mayoría de los vecinos habían emigrado en racimos. Unos tiraban de otros.

 Su casa, de dos plantas, tenía un jardín precioso y una pequeña huerta. Garaje para dos plazas: un Mercedes y una furgoneta.

 El tío Antonio me hablaba en un español trufado de palabras francesas o castellanas afrancesadas. << ¿Te gusta la vuatura nueva?>>, me preguntaba presumiendo del Mercedes, su coche recién estrenado.

En un par de días, yo era un miembro más de la familia Torres. En el verano de 1963, mi primo Michel, de 18 años, dos más que yo, me presentó a todos sus amigos y amigas de Saint Jean du Pin. Me chocaba el trato fresco y natural entre chicos y chicas. Se besaban, se tocaban, se acariciaban… <<Se daban el lote de lo lindo>>, diríamos en Almería con envidia.

Antes del amanecer, acompañaba a mi tío y a mi primo a llenar su furgoneta en el mercado central de Alés. Luego íbamos a los mercadillos locales de aquel precioso valle para vender las frutas y hortalizas. Me encantaba practicar mi pobre francés y también escuchar a quienes nos compraban en español.

<<Franco assassin>>

Carteles de «Franco asesino» en las paredes de Francia tras la ejecución de Julián Grimau al entrar en España.

En varios pueblos vi pintadas algo desgastadas de <<Franco, asesino>>. En francés y en español. La primera vez me llevé un gran susto. Miré alrededor por si había policías. En Francia podías pintar en las paredes cosas contra Franco, y besar a las chicas por la calle, sin que te pasara nada malo. En uno de los muros vi un viejo cartel con una foto muy esquemática de alguien que no había visto en mi vida. Y la misma pintada repetida: <<Franco, asesino>>.

Pasamos muchas horas juntos. Tantas que, a los pocos días, me pareció que mi tío hablaba mejor español que cuando llegué. Después de 24 años de exiliado, sin pisar su tierra, le gustaba mucho hablar de Nacimiento y de España. Y de su madre, a cuyo entierro no pudo acudir.

– << ¿Por qué no vuelves, tío?>>, le pregunté un día de sopetón. Iba conduciendo la furgoneta. Me miró un instante. Suficiente para ver un cierto color rojizo en sus ojos y unas lágrimas a punto de saltar. <<No volveré mientras haya Dictadura en España>>, respondió secamente.

Ese fue el principio de mi primera conversación política con un adulto de la familia que hablaba a calzón quitado, sin miedo a ser escuchado por alguien inconveniente. Claro que estábamos en Francia, <<un país democrático>>, me dijo. <<Aquí no encarcelan ni torturan ni fusilan a quienes piensan de forma distinta que el Gobierno de turno>>.

Entonces me contó la historia de Julián Grimau, un miembro de su partido, el Partido Comunista de España, que había sido detenido al entrar en España y fusilado por orden de Franco, apenas hacía tres meses, en abril de ese mismo año. <<Esos carteles que ves en algunas paredes, medio deshechos, llevan la foto de Julián>>. Pronto me señaló uno de ellos.

Julián Grimau, ejecutado por Franco en Madrid, el 20 de abril de 1963, por ser miembro del Partido Comunista.

Protestas por toda Europa pidiendo la libertad de Julián Grimau.

 

 

 

 

 

Mi abrigo de guardia civil

Con 4 y 5 años no pasé frío gracias al abrigo que me cosieron con la capa de guardia civil de mi tío. Una prenda de lujo que resultó ser muy polémica. No gustó a todo el mundo.

 

Publicado hoy (15/12/2021) en el diario La Voz de Almería.

Las fotos perdidas que voy encontrando en mi sótano activan recuerdos dormidos.

Mi tío Agustín, de guardia civil.

Mi padre (izda) y mi tío Agustín.

Veo esta foto por el retrovisor y me produce cierta ternura. Así recuerdo yo aquella historia. Copio y pego:

Almería, quién te viera… (2)

Mi abrigo de guardia civil

José A. Martínez Soler

Gracias a mi primer abrigo, aprendí a disimular casi antes que a hablar.

Según he oído contar en más de una ocasión, en el invierno frio de 1951, en el que yo cumplí cuatro años, vino una costurera de la calle Memorias y nos tomó las medidas a mi primo Pepe Giménez Soler y a mí. <<Vais a tener un abrigo muy hermoso, como los de los niños mayores>>, nos dijeron.

Al terminar nuestra guerra, mi tío Agustín Giménez, natural de Soria, se hizo guardia civil. Durante años, persiguió a los maquis por las sierras de Almería. En Nacimiento, se enamoró de mi tía Encarna Soler. Esa boda, con uniforme de un instituto armado, protegió probablemente a una parte de nuestra familia. La de los rojos.

Al terminar la persecución de los maquis a principios de los años 50, mi tío dejó el Cuerpo y guardó su vieja capa de guardia civil de montaña en un altillo de su casa, junto a sus correajes y su pistola, descargada y lejos del alcance de los niños. Más de una vez, en secreto y sin balas, jugamos con ella.

-<<Los niños pasan frío y muerta de risa está la capa de Guardia Civil>>, repetía Encarna, su mujer, hermana melliza de mi madre y vecina nuestra. Vivían en la casa de enfrente. Mi tía tenía también otro latiguillo: <<Qué lastimica de tela, con lo buena que es>>.

La costurera nos trajo dos abrigos para aquel invierno.  Qué emoción. Me gustó mucho y fue muy celebrado por el vecindario. Más tarde supe que hubo varias excepciones. Y cierta polémica.

<< ¿Qué es esto?>>

-<< ¿A quién se le ocurre vestir a unos niños con la capa de la Guardia Civil? ¿Nos hemos vuelto locos?… >>, dijo el padre de Juanico, vecino del carbonero de la calle Juan del Olmo, a quien quiso oírle. Al cruzarse con él por la calle, mi madre le afeó ese comentario. << Paece mentira que tú digas esas cosas contra el abrigo de mi niño. Además, lo dices en voz alta, pa que te oiga cualquiera del Régimen y te busque las cosquillas. ¿Es que no hemos pasao ya bastante? ¿Es que no va a acabar nunca esta maldita guerra?”

Resulta que a mi padre tampoco le gustaba que yo vistiera aquel abrigo verde oliva. Repetía a menudo:  -<< Hace un calor insoportable. ¿No te da pena llevar al pobre niño cargando con ese abrigo tan pesao? Quítaselo ya, Isabel>>.

Yo me preguntaba: << ¿Estará tonto mi padre? Calor, desde luego, no hace. Más bien, frio. ¿Por qué dice que hace calor?>> Mi foto con el dichoso abrigo y las anécdotas que me contaron sobre tal batalla han reforzado mis recuerdos.

Mi padre disimulaba cada día menos. Le había declarado la guerra a esa prenda. Decía que yo parecía un adefesio, ridículo y estrafalario, con ese abrigo de dos colores.

Sin que lo oyera mi madre, mi padre me aclaró más tarde que el color original de la capa había desaparecido de tanto darle el sol en los años de persecución de los maquis por las sierras de Nacimiento, donde estuvo destinado el tío Agustín después de la guerra. Los dos hermanos de mi madre, José y Mariano, estaban entonces presos en la cárcel de Gérgal, el pueblo de al lado. Por socialistas. Mi tía Encarna hacía una comida en su casa de Nacimiento para su marido guardia civil y otra que llevaba andando, rambla arriba, para sus hermanos rojos. Mi madre, casada con un republicano. Su hermana, con un guardia civil.

Al tío Agustín tampoco le hacían gracia los abrigos de su vieja capa. Seguía llamando bandoleros, forajidos, terroristas y otras palabras que nunca entendí bien, a quienes lucharon contra él, más allá del Monte Negro y de Sierra Nevada donde nace el río Nacimiento. En cambio, cuando mis padres creían estar solos, no les llamaban bandoleros sino maquis, milicianos o guerrilleros. Mi padre hablaba de los parientes y amigos que se echaron al monte <<para salvar el pellejo, engañados por los comunistas que les dijeron que, tras la derrota de Hitler y Mussolini, el final de Franco estaba al caer>>. Fue mucho más claro: <<Tu primo José disparaba desde un lado y tu cuñado Agustín desde el otro. Ambos se podían haber matado en cualquier escaramuza>>.

Mi madre dominaba la llamada al silencio con su chisss” medio silbado:

-<< Calla, José, calla. No me des más tormento. Por lo que más quieras, no hables así de los maquis ni de mi primo. Y menos delante de los niños, que las paredes oyen.>>

Al principio, llevaba el abrigo verde descolorido a todas partes. Incluso dentro de mi casa donde, a pesar del brasero, hacía un frio que pelaba. También, humedad. Mi madre solía decir que, en Almería, con esos techos tan altos contra el calor del verano, hacía más frio dentro de las casas que en la calle. Por eso, me decía:

-<< Anda, niño, abrígate bien, abróchate el abrigo, que vamo a entrar en casa>>.

 Delante de mi padre y del tío Agustín dejé de ponerme el abrigo sin saber por qué. El año siguiente despareció.

Cada vez que me veo en esa foto con mi abrigo verde oliva, sacado de la capa de mi tío, me da qué pensar…  Primero, lucí con mucho orgullo aquella prenda, aunque no gustó a todo el mundo. No eran tiempos para despreciar una tela tan buena para vencer al frío.

Más tarde, atando cabos, llegué a intuir que algo no iba bien con mi abrigo. ¿Por qué, si era tan bueno, desapareció de mi vida al año siguiente?

Me intrigaba y pegaba el oído para juntar las piezas que me sirvieran para explicar las distintas emociones que provocaba aquella prenda. Mi madre y mi tía, siempre ingeniosas para ahorrar cada céntimo, estaban encantadas con el abrigo. “Nuevo, costaría tanto”, decían. En cambio, mi padre, ex teniente superviviente del Ejército de la República, derrotado por Franco, sentía repelús cuando me veía abrigado con la tela de la vieja capa de montaña de mi tío. Casa día disimulaba menos su oposición aquella pieza infantil.

Mi padre y mi tío, procedentes de bandos enfrentados en la guerra civil, se llevaban bien. Por distintas razones, ambos declararon pronto la guerra a nuestros abrigos.  Hasta mucho más tarde, no pude comprender aquel conflicto con emociones encontradas. Las hermanas, tan prácticas, defendían la prenda que nos abrigaba de maravilla. Los cuñados, la detestaban.

Tardé mucho en comprender que mi tío se hizo Guardia Civil para vencer el hambre y la pobreza de la postguerra en su tierra soriana. Era un hombretón noble y sentimental. Le oí decir que nunca más volvería a pegar tiros por el monte. Por nada del mundo. Prefería cargar sacos de cemento en el puerto. Eso dijo.

Nuestros abrigos cumplieron su función contra el frio del invierno almeriense. Luego, desaparecieron en el baúl de los recuerdos. También tuvo otro efecto benéfico: me hizo un poco mayor. Por fuera y por dentro.

Con mi primo Pepe (Dcha) con el abrigo sacado de la capa de guardia civil de mi tío.