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Un chute de amor a España

La presentación del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil se ha colado hoy en mi serie de recuerdos de infancia de La Voz de Almería con el número 17. Mis recuerdos seguirán con el número 18. La actualidad manda. Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho. Ahí va mi critica del libro. Lo recomiendo.

Crítica del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil, publicada hoy domingo en La Voz de Almería.

 

Como de costumbre, copio y pego el texto en word con letra grande para facilitar su lectura a mis colegas jubilados.

“Los amantes extranjeros” de Ana R. Cañil

Un chute de amor a España

J. A. Martínez Soler

Compré “Los amantes extranjeros”, hace apenas unos días, en el Pasadizo de San Ginés, 5 (Madrid). La autora, Ana R. Cañil, nos invitó a chocolate con churros. Una lugar tan original, sorprendente y castizo como su libro. Ayer lo empecé a leer. Y no sin cierta prevención pues citaba, en mezcla explosiva, a Dumas, a Orwel y a Gabo, a Washington Irving, a Ticknor, a Jorgito el Inglés, a Doré, a Julio Verne y al padre Feijoo, a Hemingway, a don Pelayo y Al Mutamid, entre otros). Hoy lo terminé.

¡Madre mía! La Alhambra (“que el éxtasis sea contigo”), el Camino de Santiago (“una Internet medieval”), El Escorial (al siquiatra con la leyenda negra), Segovia y el acueducto del diablo, la Sevilla de Stefan Zweig (“aquí se puede ser feliz”), el Paseo del Prado (“el más bonito del mundo”, según Ticknor) y la Barcelona de Orwel, García Márquez, Vargas Llosa y -cómo no- de la tumba de Durruti (siempre con flores frescas). Todo ello, y más, reluce en una crónica de viajes (negra y rosa) por España y su Historia que enamora y cabrea a partes iguales. Una Cañil provocadora y risueña ha seguido los pasos de los principales extranjeros ilustrados del siglo XVIII, románticos del siglo XIX e idealistas del siglo XX que nos visitaron y escribieron sobre nosotros con el “corazón partío”.

Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho.

Nos ofrece tópicos y leyendas, poesía y belleza, picaresca, fantasía y realidad, bandoleros, cigarreras y anarquistas, golpistas autócratas, inquisidores y reyes felones, “una clase alta deplorable” y un pueblo oprimido durante siglos por la Iglesia y la monarquía absoluta. En ocasiones, es tan lenguaraz y rompedora que supera a la inigualable, y casi almeriense, Nieves Concostrina.

La autora nos advierte desde su primera línea: “Este libro nació del deseo de mantener vivo el asombro ante la belleza”. Ana lo consigue descubriéndonos secretos bien guardados. Nos sorprende y nos cautiva porque, queriéndolo o no, nos da noticia nuestra Ángel González,  y su prosa no es ajena a la poesía. Conociéndola, me consta que esto último no lo puede evitar.

Su obra no tiene nada que ver con la definición que el gran poeta Ángel González hizo de la Historia de España: “Es como la morcilla de mi pueblo. Se hace con sangre, y se repite”. La Historia con mayúsculas y la historia con minúscula que nos cuenta la Cañil se hizo con sangre, sí, pero ya no se repite. Para ella, y para muchos de nosotros, tiene un final feliz del que podemos y debemos estar orgullosos. ¡Quién lo diría!

Como bandada de pájaros, muchos corresponsales extranjeros vinieron a España, tras la muerte del dictador Francisco Franco, con la fantasía de cubrir otra guerra civil. Llegaron convencidos de que íbamos a volver a las andadas y, mira por dónde, tuvieron que irse con la música a otra parte porque aquí, con miedo y generosidad, aprobamos la Constitución del 78 y acabamos con la falsa historia de las dos Españas. Hemos pasado del tercer mundo al primer mundo, de la dictadura a la democracia y llevamos cuarenta y cuatro años en paz y prosperidad. Los amantes extranjeros de hoy son turistas que no buscan solo exotismo africano y oriental sino también vacaciones felices, compartidas con nuestro paisaje tan rico como nuestro mestizaje cultural.

Ana Cañil reflexiona sobre “cómo nos vieron y cómo somos ahora. Y todo en medio siglo”. No sabemos lo que tenemos. Y se pregunta: “¿Por qué los españoles no disfrutamos también de esta aventura, si la hemos protagonizado?” Y termina con una cita tremenda del holandés Cees Nooteboom: “España es tan brutal, anárquica, egocéntrica, cruel (…). Es un amor para toda la vida, nunca termina de sorprenderte”.

Al concluir su lectura, me dieron ganas de salir a la calle y cantar “Soy español, español, español…” como si hubiéramos ganado otra copa del mundo o el Gran Slam número 22 de Rafa Nadal. Siempre hurgando en nuestras heridas históricas, en los males de la patria, no valoramos suficientemente lo que hemos conseguido, lo que hemos conquistado en medio siglo. Somos un país libre y próspero. La libertad, como el oxígeno, se valora más cuando te falta. Nos faltó durante demasiados siglos. Pero, al fin, conquistamos la libertad, palabra a palabra. Y debemos presumir de ello.

Hace años, cuando leía a los ilustrados, románticos e idealistas que amaron nuestro país, pensaba ¡quién fuera extranjero para amar así a España! Los amantes extranjeros de los que habla Ana Cañil en su libro conocieron España pateando nuestros pueblos. Yo debo reconocer que conocí, amé a España y me reconcilié con su Historia cuando conocí a los corresponsales extranjeros que se quedaron por aquí, mi esposa Ana Westley, entre ellos (Roger Mathews, James Markhan, Jane Walker, John y Nina Darnton, Robert Graham, Stanley Meisler, David y Kati White, Ed Owen, Dwight Porter, Carlta Vitzthum, François y Marie Cristine Raitberger, entre otros) y a varios hispanistas (Iam Gibson y Gabriel Jackson, nada menos).

Gracias, Ana, por el chocolate con churros. Y enhorabuena por tu libro.

Ana Cañil firmando su libro para Margarita Saez y para mí en la chocolatería del pasadizo de San Ginés, Madrid.

Invitación a la presentación del libro

Solapa interior del libro

La Señora me abrió una puerta al futuro

¡Qué poco dura la alegría en la casa del jubilado! Durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo, con escasez de noticias salvo las de la pandemia, el diario La Voz de Almería publicó los artículos 3 y 4 de mi serie «Almería, quién te viera…» nada menos que en domingo y no, como antes, en días laborables. Me sentí alguien. Pero no me hice ilusiones. Fui cocinero antes que fraile y sé lo que se cuece en la cocina. Hoy, jueves, vuelve mi serie a La Voz, pero en días laborables, de menor tirada y lectura que el domingo. ¡Qué le vamos a hacer! Para quienes tengan la vista cansada y no puedan leer la letra impresa tan pequeña, me permití copiar y pegar a continuación mi artículo 5 en un buen cuerpo de Word. Hay que dar facilidades a los de mi edad.

Artículo 5 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy jueves en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (6)

La Señora me abrió una puerta al futuro

J.A. Martínez Soler

Qué emoción leer, por primera vez, Las aventuras de Guillermo, las obras de Julio Verne o de Emilio Salgari. Descubrí esos libros de preadolescente de forma no fortuita. Nunca olvidé el ansia por conocer otros mundos que me produjeron aquellas lecturas tan tempranas.

Muchos años antes, como los “proscritos” de Guillermo Brown, unos niños jugaban a las guerrillas, a pedrada limpia, en la ladera del monte coronado por el castillo árabe de Tabernas (Almería). Una pandilla contra otra. Una piedra perdida golpeó al hermano mayor de mi padre en la cabeza y lo dejó malherido.

Castillo de Tabernas (Almería)

Mi abuela (Dolores Idáñez García), aguantando las lágrimas con dificultad, me lo contó más de una vez. Reconoció pronto al herido: su primogénito. Pidió auxilio a voces. Le tomó en brazos y bajó la cuesta empinada, a toda prisa, en busca de ayuda. Una carrera angustiosa. A la desesperada. Sus gritos debieron de ser desgarradores. Pero no llegó a tiempo a la casa del médico. A mitad de camino, su hijo, con la cabeza ensangrentada, dejó de respirar en sus brazos.  Aquel accidente, trágico y estúpido, marcó su vida. También, sin duda, la del resto de su familia.

En la casa de mi padre, las desgracias entraron por arrobas. Cuando mi padre apenas tenía poco más de un año, la gripe famosa de 1918, que diezmó Europa meses antes del fin de la primera guerra mundial, mató a su padre. Aquella epidemia fatal, la más terrible conocida hasta la actual del coronavirus, comenzó en agosto del 18, y, en solo dos años, causó la muerte de entre 50 y 100 millones de personas. Mi padre se crió huérfano de padre y yo, sin tío y sin abuelo.

Mi abuela paterna, Dolores Idáñez.

Tras la muerte de su hijo mayor, mi abuela Dolores, viuda joven, sin dinero para la diligencia ni para la camioneta, salió un día de Tabernas con sus dos niños pequeños con destino a la capital. Partieron al amanecer en un carro de mercancías. Con su risa burlona me contó más de una vez que, en las cuestas arriba de aquel largo viaje, el carretero y ella tenían que echar pie a tierra para ayudar a la mula. De ella aprendí esta rima: “Cuesta arriba te quiero, mulo/ que las cuestas abajo yo me las subo”.

Los libros de los Cassinello

Con las buenas referencias que traía escritas por gente principal de Tabernas, mi abuela entró a trabajar, como la última de las criadas, para una familia de grandes propiedades y nombre con historia. Poseían una finca enorme en las afueras de la capital con varias casas, un palacete, dos balsas y coche de caballos. ¡Ah! Y un gran algarrobo. Estaba entre La Molineta y la Cruz de Caravaca. En mi familia siempre nos hemos referido a ese lugar, casi mítico, como “el cortijo de la Señora”. También tenían una casona grande en la plaza Careaga, cerca de la catedral.

Ese acontecimiento fortuito marcaría la vida de mi padre. Y, por supuesto, la mía.

Cuando yo iba a recoger a mi abuela, ya anciana, la Señora nunca fue tan severa conmigo como decían sus sirvientes. Yo la admiraba. En ocasiones, la temía. Siempre la envidiaba. Ella era poderosa. Lo que decía, se hacía. En su cortijo y en sus empresas. Con ella, había que andar con cuidado. Mi abuela me lo tenía dicho: “Ya sabes: en casa de la Señora, ver, oír y callar”.

Mi fervor religioso preadolescente debió enternecer a la Señora que era fiel católica. En el colegio La Salle, yo ayudaba a misa en latín y era congregante mariano. Quizás, por eso, me regaló el primer libro y me invitó varias veces a acompañarla hasta la Catedral en su coche de caballos particular. ¡Qué pasada! Me hice amigo del cochero, quien más de una vez me dejó ir sentado a su lado, en el pescante, y llevar las riendas del caballo. Luego, tan contento, le quitaba el polvo a la estatua de la Virgen que hay detrás del coro catedralicio.

Desde niño, mi trato frecuente y afectuoso con la Señora, doña Serafina Cortés, viuda de Cassinello, aristócrata e hija (o nieta) de un almirante que fue muy importante en Filipinas y Palao, marcó el rumbo de mis lecturas. Me preguntaba por mis notas en el colegio y me recomendaba qué leer. Los libros usados que me regalaba me abrieron el apetito de leer más, preguntar más, investigar cualquier misterio que tuviera delante, y soñar con aventuras increíbles. Doña Serafina me preguntaba por los libros y conversábamos. A veces, me ponía de ejemplo frente a alguno de sus nietos. Nunca supe por qué, me sentía mimado por la Señora (yo me dejaba querer) y, también, por su hija, la señorita Pilar, de la edad de mi padre. La última vez que ví a Pilar Cassinello Cortés fue en el funeral de mi padre en Los Franciscanos. Me abrazó y, con lágrimas, me dijo: “Hijo mío, yo quería mucho a tu padre”.

A los dos meses y pico del golpe de Estado de Franco en 1936, don Andrés Cassinello, el esposo de doña Serafina, fue fusilado en el pozo de Cantavieja, en la zona de Tabernas, el pueblo de mi familia paterna. Mi padre se ponía furioso al recordar la muerte trágica de su jefe, el hombre que le dio trabajo como botones y le protegió desde pequeño. “Por crímenes como el de don Andrés”, me dijo un día, sin ocultar su rabia, “acabamos perdiendo la guerra”.

Carnet de mi padre como suboficial del Ejército de la II República

El señor Cassinello tenía 50 años, recién cumplidos, cuando lo mataron.  Su hermano don José (un capitán de 41 años) fue fusilado también por los “rojos”, dos años más tarde, en el campo de Turón (Granada). Mi padre, de la UGT y oficial del Ejército de la República, se libró de ser fusilado al caer prisionero de los falangistas, de noche, en el frente helado de Teruel, porque cubría sus galones de teniente con el abrigo de un soldado muerto. Mi abuela le guardó luto cuando le dieron oficialmente por “desaparecido en combate”. Milagrosamente, o por influencias nunca confirmadas, quizás de la Señora, mi padre fue liberado del campo de concentración franquista en Zamora, regresó a Almería y fue contratado de nuevo por la familia Cassinello. Se convirtió en Pepe “el del Cemento” con almacén en la calle Pedro Jover.

Con el teniente general Andrés Cassinello y Antonio Cantón en nuestra tertulia de almerienses transterrados a Madrid

 

Lo que es la vida. Hoy presumo de mi relación afectuosa con el teniente general Andrés Cassinello Pérez, un militar brillante de 94 años, huérfano de don José Cassinello y de doña Adela Pérez, a quien también conocí, y sobrino de la Señora. Este ilustre militar, que conoció bien a mi padre, ayudó al presidente Suárez a transitar de la Dictadura a la Democracia. Creó el embrión del CNI y su información fue clave para la legalización del Partido Comunista y los encuentros clandestinos entre Felipe González y Adolfo Suárez. Los demócratas estamos en deuda con él. Hoy preside la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición, a la que pertenezco. Con él comparto tertulia de almerienses transterrados a Madrid. Le considero un amigo.

El general Cassinello, siendo niño huérfano de padre, solía comer en casa de la Señora donde mi abuela cocinaba. Muy bien, por cierto. Ambos hemos probado las mismas recetas de Tabernas. Habrá leído también, antes que yo, los libros usados que me regaló su tía doña Serafina. Desde luego, escribe muy bien y disfruto leyendo sus libros. Se lo preguntaré en la próxima tertulia.