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Hoy hablé en Radio Clásica, mi favorita, y me lo pasé bomba

Hoy, viernes (20/01/2023), hablé en «Sinfonía de la mañana» (Radio Clásica, RNE) con Clara Corrales y Martín Llade (Premio Ondas). Fue una experiencia genial. Me lo pasé tan bien que me gustaría compartir el programa con todos vosotros aquí, en mi blog de 20minutos.es. La sección se llama: «La música de… Martínez Soler». ¡Casi na!

Con Clara Corrales y Martín Llade en «Sinfonía de la mañana» el estudio de Radio Clásica, mi favorita. «La música de… José Antonio Martínez Soler»

Me pidieron que, entre mis favoritas, eligiera seis piezas clásicas. Les dije que Mozart, Bach, Haendel, Moreno Torroba, Camarón… y les colé «El día que nací yo» de Imperio Argentina. ¡Ahí es nada! Era una de las canciones favoritas que cantaba mi madre. Nuestros vecinos de Almería, con razón, la llamaban «Morena Clara». Lo merecía.

Esta fue mi respuesta a Carolina Tofe (de Producción de Radio Clásica):

«Querida Carolina:

¡Qué difícil elegir 6 piezas musicales 6! ¡Qué nervios! Casi las he tenido que decidir por sorteo.

Ahí van:

1 Concierto para clarinete de Mozart (Adagio)

2 Cecilia Bartoli (Lascia ch´io pianga, déjame llorar, de la ópera Rinaldo de Haendel)

3 J.S. Bach – Suite No. 2 – Badinerie

4  El soldadito, habanera de Luisa Fernanda de Federico Moreno Torroba

5 El día que nací yo. Imperio Argentina

6 Camarón. La leyenda del tiempo

Acabo de escribir esto y ya estoy arrepentido por no haber incluido algo del descomunal Beethoven. ¿Qué vais a pensar de mí? Pero lo hecho, hecho está.

Feliz año nuevo. Siempre estaré en deuda con la Radio Clásica de RNE, el mejor destino de mis impuestos.

Un abrazo para ti y también para Clara y Martín. Y para el maestro Pablo Romero».

Jose

Así quedó mi respuesta. Al final de la entrevista de hoy, como hablo tanto, nos faltó tiempo y tuve que elegir entre Camarón (mi pasión) o Imperio Argentina (la de mi madre). Mi corazón decidió por mí.

Obituario de mi madre («Morena Clara») en en diario La Voz de Almería

Creo que el programa ha quedado simpático y, quizás, entretenido. También colé alguna referencia a mi último libro («La prensa libre no fue un regalo», de Editorial Marcial Pons) que los entrevistadores habían leído. Ya sabéis lo pesado que soy cuando estoy en modo «agitprop» (Agitación y Propaganda) para que leáis mi libro de memorias personales y periodísticas.

Cubierta de mi libro «La prensa libre no fue un regalo» (Edit. Marcial Pons)

Con Clara Corrales y Martín Llade en Radio Clásica

Bio en La música de… JAMS

El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor

«El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor». Este es el artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es. Copio y pego el texto en word para que puedan leerlo los jubilados incluso sin gafas.

Artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (14)

El día que sentí llorar a mi padre

J.A. Martínez Soler

Había cumplido yo los quince años cuando, por primera vez, oí llorar a mi padre. Mi héroe hundido. Mis padres no sabían que yo sabía. Les escuché la noche anterior desde la escalera. Quería saber más detalles de su pena. ¿Por qué no preguntar a mi abuela para resolver algunas dudas que me consumían por dentro?

Antes de comprar el cortijo de La Rumina, un secano de Mojacar, con el dinero del boom de la venta de cemento, mi padre amplió nuestra casa con una media segunda planta. Yo debía de tener seis o siete años, porque lo recuerdo bien. La terraza, su lugar favorito, tenía una barandilla de hierro con filigranas de adorno para sujetar las macetas de geranios, de jazmines, una gran buganvilla y un par de tiestos con tomateras. Solo las flores, envidia del barrio, podían caer a la acera. Los geranios y la buganvilla de mi padre daban la nota de color en aquel tramo de nuestra calle Juan del Olmo.

En aquella terraza, mi padre construyó un gallinero y una pocilga, donde criábamos un cerdo cada año. En la puerta de casa, tuvimos varias matanzas por San Martín. Esa era la costumbre cruel y divertida.

Al cruzar la calle Restoy, que va del Quemadero a la Plaza Toros, y tomar la última cuesta arriba de mi calle, con el cerro de los gitanos al fondo, comprobé que, contra toda costumbre, esta vez, mi madre no estaba cantado flamenco ni copla. No había nadie parado en nuestra puerta para escucharla. Era normal que, cuando ella cantaba, mientras cocinaba o limpiaba la casa, los peatones que iban de paso, sin prisa, se paraban, formando un corro, para oírla. Cuando terminaba el cante, se disolvía el grupo de curiosos. Echaban a andar calle abajo o calle arriba. Mi madre. ¡Qué artista!A veces, para no interrumpirla, también yo me detenía en la puerta de mi casa, con los vecinos aficionados al cante de mi madre, hasta que terminara su canción. Algunos me decían: “Anda y dile a tu madre que cante “El día que nací yo” o “Échale guindas al pavo”, etc. En el barrio era conocida como “Morena Clara”. Había interpretado ese papel en Nacimiento, su pueblo, con el fin de recaudar fondos para reconstruir la iglesia tras la guerra. Al concluir la representación, mi padre saltó al escenario y le dio un beso a mi madre ante todas las autoridades locales (el cura, el sargento, el maestro y el médico). Entonces, solo eran novios. Antes de morir, mi madre sufrió algo de Alzheimer o demencia senil. Apenas me reconocía. Sin embargo, nunca olvidó aquel beso de mi padre que ella recordaba con una risita pícara.

Al atardecer, era costumbre tomar el fresquito en la puerta de las casas de mi barrio. Las calles eran de tierra con algunas moreras. Moras dulces, riquísimas, cuyos atracones nos daban indigestiones. Si las dejabas madurar demasiado caían y manchaban las aceras. Las vecinas rociaban agua en sus puertas para refrescar el ambiente en la hora de las ánimas. El crepúsculo anunciaba el comienzo de las tertulias al fresco.

Igual que salen los caracoles después de la lluvia, así salían mis vecinos, silla en mano, a la puesta del sol, para dar rienda suelta a la sin hueso. Se hacían grupos. Los cuentos de la mili, los partos y los progresos de sus niños pequeños, naturalmente todos más listos y guapos que la media, se llevaban la palma. Agotados los rumores, los chismes o las historias, siempre repetidas y exageradas, se cambiaban de corro o se recogían para cenar.

Algunas puertas eran más populares que otras. En cierto modo, competían entre sí. Si venía algún familiar de Cataluña, esa puerta tenía un corrillo más concurrido. No digamos si el pariente venía del extranjero. Verdaderas o falsas, las historias de éxito de los emigrantes de nuestra calle eran muy apreciadas. También había rencillas pasajeras o eternas entre algunos vecinos. Esos iban a corros distintos.

Celos cruzados, noviazgos rotos, envidias o roces no disimulados dibujaban los perfiles de los corrillos callejeros. Tomar el fresco en la calle era solo la excusa. Lo importante era hablar. O sea, presumir. Para otros, escuchar. La vida social se hacía en las aceras, con sillas plegables o costureras, incluso con tumbonas, y en los trancos de las casas de planta baja. Si había algo que celebrar, no faltaban la sangría ni la limonada. En “El callejón de los milagros”, del premio Nobel egipcio Naguid Mahfouz, vi reflejada mi calle almeriense.

Ni que decir tiene que la de mi casa era de las puertas más atractivas. Los vecinos acudían a compartir las risas que provocaban los chistes y payasadas de mi padre, un hombre casi siempre alegre. Pero, sobre todo, por la eventualidad de que mi madre cantara algo en voz baja. Lo hacia a menudo para el corrillo de vecinos fijos, cautivados por su arte. Aunque tímida en apariencia, era muy vanidosa. Y presumida. ¡Vaya si lo era! Se moría por un aplauso. Noto esa herencia en mi ADN.

Los santos desnudos de don Andrés

En mi calle no había coches. Solo un viejo camión y el automóvil negro de don Andrés, el cura, en cuyo garaje, siempre oscuro, se guardaban pasos desnudos de Semana Santa. Los esqueletos de cristos, santos y vírgenes estaban sin vestir. Maniquíes de madera y hojalata. Entrar en aquel almacén fantasmal disolvía la fe en las imágenes que, un día al año, parecían divinas. No sabe don Andrés el daño que hizo su garaje a mi devoción por la Semana Santa.

Al principio, aquellas santísimas piezas ortopédicas, unos palos humanoides unidos por tornillos y coronados por caras de escayola, me daban miedo. ¿Idolatría? En procesión, vestidas de oropel, con mantos brillantes, bajo palio, entre flores, luces y velas, y acompañadas por la banda municipal, provocaban lágrimas y vítores en los feligreses más devotos. Cuando flaqueó mi fe, fenómeno que vino a coincidir con la subida de mis hormonas y el mejor uso de mi razón, tales imágenes, aparcadas en el sótano del cura, me parecieron ridículas.

Cuando veo desnudos los maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa, listos para ser revestidos con la última moda de la nueva temporada, no puedo remediar pensar en las imágenes ortopédicas de los santos, cristos y vírgenes de madera y hojalata de mi parroquia. Dicen que “el hábito no hace al monje”. Quien inventó ese dicho no comparó nunca a los santos desnudos con los vestidos. Vestir santos tiene su arte. Su intríngulis.

Mi abuela me recibió así en el portal de casa: “No está el horno para bollos, hijo mío”. Mi madre no cantaba y no había vecinos en la puerta. Mi abuela Isabel selló sus labios con el dedo índice y abrió todo lo que pudo sus ojos, tan llamativos. Por esa advertencia, supuse que ella sabía algo más que yo.

La noche anterior supe que mi padre, un soñador del agua, se había arruinado construyendo un pozo para el cortijo de secano de La Rumina. De golpe, esa experiencia dramática me hizo mayor. Mi padre lloraba y mi madre no cantaba. Menudo desastre. A la hora de comer (ese día, gurullos, su plato favorito), mi padre nos contó la historia de su fracaso como agricultor y la venta urgente del cortijo para pagar deudas. Cerró su relato -cómo no- citando a don Quijote:

– “Desnudo nací y desnudo me hallo. Ni pierdo ni gano”.

Mi madre era de regadío, de Nacimiento. Mi padre era de secano, de Tabernas. Buena mezcla. Una artista casi analfabeta y un filósofo autodidacta. Tuve mucha suerte.

Con mi pandilla del centro en una fiesta de carnaval. Almería, 1963

 

 

Malos tratos, el pan nuestro de cada día

Los malos tratos a mujeres y niños estaban a la orden del día. Como homenaje a mi hermana, que luchó toda su corta vida por la igualdad de género, el diario La Voz de Almería incluye hoy una foto de ella recogiendo el Premio Meridiana que le otorgó a Junta de Andalucía. Para mí, esta foto justifica toda la serie de recuerdos («Almería, quién te viera…) que publico en La Voz.  Este es el articulo de hoy:

Artículo que publica hoy La Voz de Almería con la foto de mi hermana.

 

Para quienes no puedan ampliar la foto de la página de La Voz ni leer la letra pequeña, copio y pego el texto en word con un cuerpo mayor.

Almería, quién te viera… (9)

Malos tratos, el pan nuestro de cada día

J.A. Martínez Soler

-<<Paco viene otra vez cargao>>, decía mi madre, al escuchar por el patinillo las voces del dueño de los coches de caballos, dos portales más arriba del nuestro. A continuación, gritos de dolor de su mujer. Aullidos desgarradores. Asustadas, muertas de miedo, gritaban también sus dos hijas pequeñas.

Era el pan nuestro de cada día. De varios portales y patios del barrio salían broncas parecidas. No era solo en mi calle. Algunos amigos contaban lo mismo y, a menudo, lo documentaban con sus moratones por medio cuerpo. Las marcas más frecuentes eran de bofetones o de correazos. Las palizas a las mujeres y a los niños estaban a la orden del día. También había malos tratos con los alumnos en los colegios de frailes y monjas.

Mi familia y yo debíamos de ser bichos raros. Que yo sepa, mi padre nunca pegó a mi madre, ni a mí, ni a mi hermana. Justificaba su rara actitud, en comparación con la de otros padres, diciendo que había crecido huérfano de padre. No tenía ningún modelo de autoridad patriarcal a quien imitar. Decía que <<no sabía hacer de padre>>. Mis amigos celebraban mi suerte por tener un padre tan blando. Un día, eso sí lo recuerdo, iracundo, dio un puñetazo a un armario y rompió la puerta. <<Por no dárselo a tu madre>>, reconoció entre risas que no me hicieron gracia. (La barbarie habita en nuestra piel, nos acecha y brota cuando menos lo esperas. Dominar nuestro machismo, aunque sea latente, requiere vigilancia constante.)

Mi madre sí me zurraba de lo lindo. Ella me perseguía, muchas veces sin éxito, zapatilla en mano, para arrearme en el culo. Su declaración de guerra era superlativa: <<Este niño me va a matar a irritaciones y a disgustos>>. Aunque daño, lo que se dice daño, no me hizo nunca, me humillaba, y mucho, cada vez que me sacudía con la zapatilla o la alpargata.

Un día, con apenas ocho o nueve años, llegué a admirar tanto a mi madre que le perdoné todos los golpes que, merecidamente o no, me había dado en el culo. Venía del colegio a la hora del almuerzo y, al cruzar la Plaza Juan de Austria (hoy de los Derechos Humanos) vi a un grupo de vecinos parados en la puerta de mi casa. <<Ya está mi madre cantando flamenco desde la cocina>>, pensé automáticamente. Por costumbre. Cantaba de maravilla. Los de Nacimiento la llamaban “Morena Clara”, por haber interpretado ese papel en su pueblo.

Mi madre estaba en medio del grupo, colorada como un tomate, escoba en mano. <<Has hecho muy bien, Isabel. Le has dado una lección a ese cafre>>. Eso dijo la vecina de enfrente. En cuanto ella me vio me cogió del brazo y me metió en la casa: <<Vamos, hijo, que aquí se acabó lo que se daba>>.

Mi abuela Isabel lo vio todo desde el portal, sentada en su silla costurera. Me dijo que, al oír los gritos de socorro de la vecina, mi madre salió a la calle con lo que tenía en la mano, que era la escoba. <<Salió hecha una fiera>>, me concretó, <<y se lio a darle golpes al vecino que estaba pegando a su mujer en la puerta de su casa. Casi le partió el palo de la escoba en la espalda. El vecino se acobardó y se fue huyendo hacia el Cerro. Dejó a su mujer malherida. La cara llena de sangre. La llevaron a la Casa de Socorro poco antes de que tú llegaras. Hay que ver la que ha armao tu madre.>>.

Mi madre ganó una gran reputación entre las mujeres del barrio. Y yo la subí a un pedestal. Me sentí muy orgulloso de ser su hijo.

Las mujeres maltratadas, en general, no tenían independencia económica. ¿De qué iban a vivir?  No denunciaban las agresiones por miedo y, además, no se fiaban de los policías. Entonces, todos eran hombres. Algunas habían sido objeto de burla y abusos en la propia comisaría. De hecho, las denuncias eran mínimas, y los malos tratos a esposas e hijos, hasta llegar al asesinato, eran frecuentes.

El machismo no estaba mal visto

En los años 50 y 60, esas noticias no salían entonces en los periódicos. En 1987, siendo yo director de la Agencia EFE-Nacional, nos llegaban noticias de las muertes de mujeres e hijos desde todos los rincones de España. No tengo las cifras, pero, a través de nuestros corresponsales, el teletipo y el telex nos daban cuenta de esta masacre, casi anónima, todas las semanas del año. Los diarios, semanarios, emisoras de radio y demás abonados a nuestro servicio no solían publicar tales crímenes.

Di instrucciones a los redactores jefes para que dieran prioridad a esos asesinatos y los incluyeran en el servicio a los abonados. Me llevé una triste sorpresa. Lo de <<mata a su mujer y se suicida>> no interesaba más que al semanario El Caso, especializado en sucesos. A veces, salía un párrafo a una columna en un diario calificado de serio. En página par, la que menos destaca. Así era la prensa entonces. Quizás trataba de satisfacer el interés de sus lectores, molestándoles lo menos posible. O bien, imbuidos de la propaganda de la Dictadura, los periódicos preferían pintar un mundo color de rosa. Las estadísticas de entonces, escasas y chapuceras, no eran fiables. Por eso, resulta difícil hacer comparaciones entre los crímenes machistas de entonces y los de ahora.

 Cuando yo era niño, el machismo aún no estaba mal visto. No era noticia. <<Algo habrá hecho esa mujer>>, solían decir algunos hombres que trataban de exculpar al maltratador. La cultura machista era dominante. Se palpaba en los burdos piropos callejeros, a veces, muy obscenos, o en los tocamientos no solicitados. Los chistes también eran frecuentemente ofensivos para la mujer. Las propias leyes vigentes de la Dictadura, inspiradas por el nacional-catolicismo, no digamos. Las mujeres no podían viajar, pedir un pasaporte, abrir una cuenta corriente, etc., sin permiso expreso del marido o del padre. Vivían como esclavas y, legalmente, como menores de edad.

El machismo tampoco estaba ausente en nuestra familia. Mis padres eran contrarios a que mi hermana Isabel saliera de Almería para ir a la Universidad. A mí me animaron. A ella se lo prohibieron. Colisionaban siglos de tradición con la modernidad. Esta actitud me dolía y decepcionaba. Recién casados y con 22 años, mi esposa y yo nos enfrentamos a mis padres y apoyamos a mi hermana para que se licenciara en Sociología en Madrid. Nos acusaron de traición. Isabel Martínez Soler se independizó y regresó a Almería con su título universitario que sumó al de Magisterio. Fue una gran precursora de la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres. Por la Junta de Andalucía le dio el Premio Meridina. Cuando murió, en trágico accidente de tráfico con su marido y su hija, encontré en su casa algunos cheques antiguos que le envié y nunca cobró.

En un par de años, nuestra vecina y sus dos hijas emigraron, en realidad huyeron, con unos parientes a un pueblo de Cataluña. En aquellos tiempos, las mujeres que huían del maltrato apenas tenían dos salidas: el servicio doméstico o la prostitución.

Diez años más tarde, fui a estudiar Económicas y Periodismo a Barcelona y traté de contactar con mis vecinas. No tuve éxito. Cuando leo las noticias de violencia de género, que ahora sí se publican, recuerdo los golpes y los gritos cerca de mi casa. Muchos de mi edad, que conocimos aquella barbarie machista, hemos educado a nuestros hijos en valores de igualdad entre hombres y mujeres. Los ayuntamientos y muchos ciudadanos guardan minutos de silencio como protesta contra los crímenes machistas. Y mujeres amenazadas pueden pedir auxilio en el 016 que no deja huella en el recibo. Aunque lentamente, vamos mejorando.

Con mis padres y mi hermana en el Parque de Almería.