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Ha muerto Adriana D´Atri, la alegría del barrio

¡Tantas risas compartidas con Adriana y ahora, en el momento de su muerte, no encuentro ninguna foto suya sonriente para lucirla en mi blog! Sus hijos me acaba de enviar la foto de sus madre. Gracias.

Adriana D´Atri

Adriana D´Atri

Adriana D´Atri, pintora, escritora, comercial (jefa de publicidad de El Nuevo Lunes), creadora de fantasías, renacentista y alegría de mi barrio nos ha dejado después de sufrir un duro Alzheimer en los últimos 8 años. Hace tiempo que lo temíamos, pero aún respiraba y percibía las caricias de sus dos hijos, ya desconocidos para ella.

Hoy siento una tristeza especial. Inesperada. Inexplicable. En realidad, la perdimos en 2015 cuando se quedó sin memoria poco antes de fallecer su marido, Miguel García Sánchez, redactor jefe del semanario Doblón y del mensual Historia Internacional que yo dirigía entre 1974 y 1976. Le doy mi más sincero pésame a sus hijos Ana y Juan Garcia D´Atri, dos personas extraordinarias, las dos mejores obras creadas por Adriana y Miguel. Y eso que hicieron muchas obras y buenas.

Adriana publicó docenas de libros como éste.

Adriana publicó docenas de libros como éste.

Si hoy escribo aquí es porque Adriana y Miguel nos trajeron hasta esta parcela de Villanueva de la Cañada en 1975, antes de la muerte de Franco. Y nos dijeron: «!Aquí podéis construir la casa de vuestros sueños!». Así fue. Pedimos créditos, firmamos letras y nos quedamos con la parcela. Tenía un valor añadido: ellos había comprado la suya junto a la nuestra, al otro lado de arroyo. Construimos a la vez con la misma cuadrilla de dos moros de Marruecos y dos cristianos de Cuenca. Adriana nos descubrió las maravillas de los derribos de Cabañas de la Sagra (Toledo) o de Trujillo (Cáceres).

Columnas de granito

Con mi padre y Rafa, colocamos las dos columnas de granito del Palacio que hoy ocupa el Museo Thyssen. Las puertas y ventanas de nuestra casa proceden de un edificio de 300 años demolido en la plaza San Pedro de Almería y de otros derribos.

Dirigidos por Adriana, en Cabañas de la Sagra, compramos por ¡5.000 pesetas! dos columnas de granito, talladas de una sola pieza. Nos costó más el transporte que las columnas. Pero tenían historia. Procedían de un palacio del paseo del Prado, esquina con Carrera de San Jerónimo, que fue sede del quebrado Banco López Quesada, luego de la BNP y hoy del Museo Thyssen. Con la ayuda de mi padre y de Rafael Carrillo, maestro de obras, las colocamos en su sitio, donde aún sostienen mi porche. Lo construimos sobre las ruinas de la crisis bancaria. 

Pronto, Adriana y Miguel reunieron aquí a un grupo de parientes como su hermano José Luis García Sánchez, director de cine, y su esposa, Rosa León, cantante. Y un grupo de amigos periodistas: Carmen Arredondo, José García Abad, Jaime Sanz, Carmen Baztán, entre otros. ¡Menuda pandilla! Nunca faltaron las risas y las bromas en torno a Adriana y Miguel. Ella me enseñó a amar su gracioso acento argentino que nunca perdió. Era muy creativa. Lástima que no hubiera tenido un gran mecenas para financiar sus increíbles proyectos tanto editoriales como inmobiliarios.

Como se hacen los niños

«Cómo se hacen los niños», primer libro de Ana Westley publicado por Grijalbo

Adriana publicó docenas de libros infantiles y otros clásicos que ella dibujaba con gran sensibilidad. Y construyó varias casas. Ella inspiró a mi chica (awestley.com) y la animó a publicar en Grijalbo «Cómo se hacen los niños», un libro infantil de gran éxito durante décadas. Siempre estuvimos en deuda con ella. Su cuerpo será convertido hoy en cenizas en El Escorial. Como escribió Quevedo: «Serán cenizas, pero tendrán sentido».

Descansa En Paz, querida amiga y vecina a quien tanto hemos querido.

 

 

 

 

El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor

«El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor». Este es el artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es. Copio y pego el texto en word para que puedan leerlo los jubilados incluso sin gafas.

Artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (14)

El día que sentí llorar a mi padre

J.A. Martínez Soler

Había cumplido yo los quince años cuando, por primera vez, oí llorar a mi padre. Mi héroe hundido. Mis padres no sabían que yo sabía. Les escuché la noche anterior desde la escalera. Quería saber más detalles de su pena. ¿Por qué no preguntar a mi abuela para resolver algunas dudas que me consumían por dentro?

Antes de comprar el cortijo de La Rumina, un secano de Mojacar, con el dinero del boom de la venta de cemento, mi padre amplió nuestra casa con una media segunda planta. Yo debía de tener seis o siete años, porque lo recuerdo bien. La terraza, su lugar favorito, tenía una barandilla de hierro con filigranas de adorno para sujetar las macetas de geranios, de jazmines, una gran buganvilla y un par de tiestos con tomateras. Solo las flores, envidia del barrio, podían caer a la acera. Los geranios y la buganvilla de mi padre daban la nota de color en aquel tramo de nuestra calle Juan del Olmo.

En aquella terraza, mi padre construyó un gallinero y una pocilga, donde criábamos un cerdo cada año. En la puerta de casa, tuvimos varias matanzas por San Martín. Esa era la costumbre cruel y divertida.

Al cruzar la calle Restoy, que va del Quemadero a la Plaza Toros, y tomar la última cuesta arriba de mi calle, con el cerro de los gitanos al fondo, comprobé que, contra toda costumbre, esta vez, mi madre no estaba cantado flamenco ni copla. No había nadie parado en nuestra puerta para escucharla. Era normal que, cuando ella cantaba, mientras cocinaba o limpiaba la casa, los peatones que iban de paso, sin prisa, se paraban, formando un corro, para oírla. Cuando terminaba el cante, se disolvía el grupo de curiosos. Echaban a andar calle abajo o calle arriba. Mi madre. ¡Qué artista!A veces, para no interrumpirla, también yo me detenía en la puerta de mi casa, con los vecinos aficionados al cante de mi madre, hasta que terminara su canción. Algunos me decían: “Anda y dile a tu madre que cante “El día que nací yo” o “Échale guindas al pavo”, etc. En el barrio era conocida como “Morena Clara”. Había interpretado ese papel en Nacimiento, su pueblo, con el fin de recaudar fondos para reconstruir la iglesia tras la guerra. Al concluir la representación, mi padre saltó al escenario y le dio un beso a mi madre ante todas las autoridades locales (el cura, el sargento, el maestro y el médico). Entonces, solo eran novios. Antes de morir, mi madre sufrió algo de Alzheimer o demencia senil. Apenas me reconocía. Sin embargo, nunca olvidó aquel beso de mi padre que ella recordaba con una risita pícara.

Al atardecer, era costumbre tomar el fresquito en la puerta de las casas de mi barrio. Las calles eran de tierra con algunas moreras. Moras dulces, riquísimas, cuyos atracones nos daban indigestiones. Si las dejabas madurar demasiado caían y manchaban las aceras. Las vecinas rociaban agua en sus puertas para refrescar el ambiente en la hora de las ánimas. El crepúsculo anunciaba el comienzo de las tertulias al fresco.

Igual que salen los caracoles después de la lluvia, así salían mis vecinos, silla en mano, a la puesta del sol, para dar rienda suelta a la sin hueso. Se hacían grupos. Los cuentos de la mili, los partos y los progresos de sus niños pequeños, naturalmente todos más listos y guapos que la media, se llevaban la palma. Agotados los rumores, los chismes o las historias, siempre repetidas y exageradas, se cambiaban de corro o se recogían para cenar.

Algunas puertas eran más populares que otras. En cierto modo, competían entre sí. Si venía algún familiar de Cataluña, esa puerta tenía un corrillo más concurrido. No digamos si el pariente venía del extranjero. Verdaderas o falsas, las historias de éxito de los emigrantes de nuestra calle eran muy apreciadas. También había rencillas pasajeras o eternas entre algunos vecinos. Esos iban a corros distintos.

Celos cruzados, noviazgos rotos, envidias o roces no disimulados dibujaban los perfiles de los corrillos callejeros. Tomar el fresco en la calle era solo la excusa. Lo importante era hablar. O sea, presumir. Para otros, escuchar. La vida social se hacía en las aceras, con sillas plegables o costureras, incluso con tumbonas, y en los trancos de las casas de planta baja. Si había algo que celebrar, no faltaban la sangría ni la limonada. En “El callejón de los milagros”, del premio Nobel egipcio Naguid Mahfouz, vi reflejada mi calle almeriense.

Ni que decir tiene que la de mi casa era de las puertas más atractivas. Los vecinos acudían a compartir las risas que provocaban los chistes y payasadas de mi padre, un hombre casi siempre alegre. Pero, sobre todo, por la eventualidad de que mi madre cantara algo en voz baja. Lo hacia a menudo para el corrillo de vecinos fijos, cautivados por su arte. Aunque tímida en apariencia, era muy vanidosa. Y presumida. ¡Vaya si lo era! Se moría por un aplauso. Noto esa herencia en mi ADN.

Los santos desnudos de don Andrés

En mi calle no había coches. Solo un viejo camión y el automóvil negro de don Andrés, el cura, en cuyo garaje, siempre oscuro, se guardaban pasos desnudos de Semana Santa. Los esqueletos de cristos, santos y vírgenes estaban sin vestir. Maniquíes de madera y hojalata. Entrar en aquel almacén fantasmal disolvía la fe en las imágenes que, un día al año, parecían divinas. No sabe don Andrés el daño que hizo su garaje a mi devoción por la Semana Santa.

Al principio, aquellas santísimas piezas ortopédicas, unos palos humanoides unidos por tornillos y coronados por caras de escayola, me daban miedo. ¿Idolatría? En procesión, vestidas de oropel, con mantos brillantes, bajo palio, entre flores, luces y velas, y acompañadas por la banda municipal, provocaban lágrimas y vítores en los feligreses más devotos. Cuando flaqueó mi fe, fenómeno que vino a coincidir con la subida de mis hormonas y el mejor uso de mi razón, tales imágenes, aparcadas en el sótano del cura, me parecieron ridículas.

Cuando veo desnudos los maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa, listos para ser revestidos con la última moda de la nueva temporada, no puedo remediar pensar en las imágenes ortopédicas de los santos, cristos y vírgenes de madera y hojalata de mi parroquia. Dicen que “el hábito no hace al monje”. Quien inventó ese dicho no comparó nunca a los santos desnudos con los vestidos. Vestir santos tiene su arte. Su intríngulis.

Mi abuela me recibió así en el portal de casa: “No está el horno para bollos, hijo mío”. Mi madre no cantaba y no había vecinos en la puerta. Mi abuela Isabel selló sus labios con el dedo índice y abrió todo lo que pudo sus ojos, tan llamativos. Por esa advertencia, supuse que ella sabía algo más que yo.

La noche anterior supe que mi padre, un soñador del agua, se había arruinado construyendo un pozo para el cortijo de secano de La Rumina. De golpe, esa experiencia dramática me hizo mayor. Mi padre lloraba y mi madre no cantaba. Menudo desastre. A la hora de comer (ese día, gurullos, su plato favorito), mi padre nos contó la historia de su fracaso como agricultor y la venta urgente del cortijo para pagar deudas. Cerró su relato -cómo no- citando a don Quijote:

– “Desnudo nací y desnudo me hallo. Ni pierdo ni gano”.

Mi madre era de regadío, de Nacimiento. Mi padre era de secano, de Tabernas. Buena mezcla. Una artista casi analfabeta y un filósofo autodidacta. Tuve mucha suerte.

Con mi pandilla del centro en una fiesta de carnaval. Almería, 1963