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François, mi mejor amigo francés. Vuelve pronto.

Los demócratas aún no hemos agradecido a la prensa extranjera, como se merece, la ayuda que nos prestó para pasar en paz de la Dictadura a la Democracia. Contaron la verdad al mundo entero y tenemos esa deuda pendiente con ellos. Hoy pude mostrar mi gratitud personal a François Raitberger, mi mejor amigo francés, agasajándole con jamón ibérico (del caro), chuletas, espárragos, tomates raf con aceite de Tabernas (Almería), buen rioja, etc., en la misma terraza de nuestra casa donde solíamos celebrar las paellas de la Transición con la crema de los corresponsales extranjeros. Fueron destinados a cubrir España por si volvíamos a las andadas. Cuando se convencieron que, esta vez, no nos mataríamos a tiros, muchos se fueron con la música a otra parte.

Con mi amigo François Raitberber, hoy, en la terraza de mi casa donde solíamos celebrar las paellas de la Transición. (Lindos colores 14 de abril en mis macetas).

François Raitberger fue el director en España de la oficina de la agencia de noticias Reuter durante los años clave de la Transición. Nos conoce bien y le gusta España. Se maravilla de lo que hemos conseguido en estos 45 años de Democracia. En ocasiones, necesitamos que alguien de fuera nos los diga para darnos cuenta de ello sin caer en la auto complacencia ni en el masoquismo. Tenemos el vicio nacional de hurgar en nuestras heridas históricas, en los males de la patria, sin atender apenas a los progresos conseguidos. Seguramente, no somos los únicos.

Con François Raitberger, paseando hoy por las trincheras de la batalla de Brunete (35.000 muertos en 2 semanas en 1937).

Agradezco su visita y el ataque de nostalgia que me han producido tantos recuerdos entrañables que hemos compartido juntos. Paseando por las trincheras de la batalla de Brunete (35.000 muertos en dos semanas de 1937), que me descubrió Gabriel Jackson, he recordado al poeta Ángel González cuando decía: «La historia de España es como la morcilla de mi pueblo. Se hace con sangre y se repite». Pues, mira por dónde, esta vez no se hizo con sangre. Y tampoco se repitieron las guerras civiles que asolaron nuestro país durante el sigo XIX y tres cuartos del XX. La última guerra civil (1936-1975) terminó cuando murió el dictador y acabó la represión de los vencedores contra los vencidos.

Con François sobre un bunker nazi construido en el camino de Brunete al río Guadarrama.

Naturalmente, hemos recuperado nuestras viejas conversaciones sobre la ilustración francesa (¡Vuelve Voltaire!), los afrancesados españoles (¡Ay, mi Francisco de Goya) y los cien mil hijos de san Luis que nos devolvieron la Inquisición con el rey felón. Yo me declaré entonces afrancesado, y no solo porque tuve una novia francesa, antes de cambiar el francés de París por el inglés de Boston. Con 16 años fui a Francia y, de pronto, allí conocí otro mundo. Me gustó. Los jóvenes se besaban por la calle y podías hablar como si fueras libre y la policía no te detenía ni te torturaba. ¡Quién fuera francés!, pesaba yo entonces.

También hemos recordado que la noche del domingo, 1 de marzo de 1981, nos refugiamos en la casa de François y Marie Christine (corresponsal de Liberation). El miedo volvió a habitar entre nosotros. En este capítulo de mis memorias («La prensa libre no fue un regalo»), que copio y pego, cuento esa anécdota.

«La prensa libre no fue un regalo» Pag. 375

«La prensa libre no fue un regalo» Pag. 376

«La prensa libre no fue un regalo» Pag. 377

«La prensa libre no fue un regalo» Pag. 378

Gracias, mi querido amigo, por tu visita. A mí también me gusta Francia. Vuelve pronto.

Artículo publicado en La Voz de Almería sobre mi primer viaje al extranjero.

 

Ayer dejé tuerto a un inquisidor… de madera

Ayer perdí la concentración necesaria para tallar los ojos de un inquisidor, quemador de libros, y le dejé tuerto. ¡Qué dolor! Le salté el ojo derecho.

Inquisidor, quemador de libros de herejes, con el ojo derecho recién pegado con cola blanca.

No tuve más remedio que pegarlo con cola blanca de carpintero y, cuando se seque, volveré a tallarlo con el pico de gorrión (la gubia en V). Por mi mala cabeza, me dio mucha rabia este pequeño accidente. Y seguramente me bajará la nota, y con razón, en tallasmadera.com.

Talla inacabada, en madera de cerezo español, inspirada en la obra de Juan de Juni sobre la «Quema de libros de un hereje» del Museo de León.

Desde que la vi, por primera vez, en «Las Edades del Hombre » en Salamanca, siempre tuve la intención de tallar una copia en miniatura. ¡Qué escena tan española! Doce inquisidores quemando alegremente los libros de un presunto hereje. Una orgía de ignorancia y salvajismo religioso. También, una bellísima obra de arte del gran Juan de Juni, autor del incomparable coro de San Marcos en León, en cuyas mazmorras estuvo preso Francisco de Quevedo.

Pasaron los años y, en cuanto me jubilé como director general del diario 20 minutos, me apunté a la clase de talla en madera de la maestra Sandra Krysiak, profesora de la Escuela de Arte La Palma. Aprobé el Primero de Cuenco y el Segundo de Relieve. Siendo yo cervantino de por vida, mi primera atrevida escultura fue, naturalmente, la cabeza de Cervantes. También le salté un ojo al autor del Quijote. Adelaida Gordillo, compañera de clase y amiga muy socarrona, me advirtió de que «Cervantes era manco y no tuerto».

Mi talla de Cervantes, con sus dos ojos, la dediqué a mis maestros Raimundo Lida y Juan Marichal que me enseñaron a amar El Quijote.

Le pegué un cacho de madera de cedro y rehice el ojo del manco de Lepanto. Creo que ni se nota.

Me inspiro en una foto reducida de la obra de Juan de Juni (de Google) cuyo original tiene casi dos metros.

Cuando visité con mis hijos el Museo del Holocausto en Washington, en la graduación de Erik, el mayor de los tres, se me quedó para siempre en la memoria una frase del poeta alemán Heine, grabada en la entrada en aquella exposición de horrores nazis contra los judíos: «Empiezan quemando libros, acaban quemando personas». Cuando termine mi talla grabaré esa frase con el pirógrafo en el borde o en el marco.

Recordé entonces la quema de libros del dictador Francisco Franco al terminar la guerra civil, que él inició con el golpe de Estado de 1936. Hubo hogueras de libros por toda España, como en tiempos de la Inquisición española y de la barbarie nazi. A continuación, hubo asesinatos de miles de vencidos, cuyos cuerpos siguen abandonados en las cunetas y que ahora recibirán digna sepultura gracias a la nueva Ley de Memoria Democrática que yo llamo de Justicia Democrática.  También recordé la quema de libros de unos parientes en Tabernas (Almería), el pueblo de mi padre. Con tantos recuerdos en torno al amor a los libros, debo concentrarme mejor en la talla de mi pequeña obra. Por eso, me dolió tanto mi despiste por el que ayer dejé tuerto al inquisidor.

Detalle, en bruto, de tres inquisidores

Detalle, en bruto, del inquisidor principal.

 

 

 

Los plásticos se ven desde el espacio

Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces: “De contratista a ladrón/ no hay más que un escalón/ y es tan bajo/ que lo salta un escarabajo”. Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.” Hoy lo cuento en mi blog de 20 minutos y en el diario La Voz de Almería.

Mi artículo 20 de la serie «Almería quién te viera…» publicado hoy domingo, 24 de abril, en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (20)

 Los plásticos se ven desde el espacio

J. A. Martínez Soler

A principios de los años 60, vi un acto de solidaridad entre mis vecinos de la calle Juan del Olmo. Regresaba del colegio, al atardecer. Al llegar a la altura de la casa de don Andrés, el cura, contemplé un enorme bullicio en la puerta de mi casa. Con sus propios martillos, media docena de vecinos ayudaban a mi padre a clavar tablones en forma de U, que sirvieran para el encofrado de las “canalillas”, acequias para repartir el agua en los campos de secano de El Ejido. Las cargaban en un viejo camión Dodge, casi chatarra, que mi padre había comprado.

Prácticamente arruinado por la aventura del pozo, con el dinero que le quedó, tras vender el Cortijo de La Rumina y pagar los créditos e hipotecas, mi padre empezó un nuevo negocio. Otro sueño – ¡madre mía! – ligado al agua. Ganó un concurso público por el que se comprometió con el Instituto Nacional de Colonización a construir las acequias de hormigón que repartirían el agua de los nuevos pozos del Campo de Dalías, entre El Ejido y Roquetas. Era un secano, como el de La Rumina, lleno de piedras, lagartijas y espinos.

Terminó la construcción sin apenas obtener beneficios. Fue a la subasta con un precio muy bajo para asegurarse la concesión de la obra pública. “Lo comido por lo servido”, decía. Se hizo fotos ante el cartel oficial de las primeras obras de regadío de El Ejido, que llevaba el nombre de su flamante empresa como adjudicataria de aquellas acequias de bloques y hormigón. Le vi contento con su primera obra.

Le pregunté por qué no había ganado dinero con esas acequias de Colonización de las que estaba tan orgulloso. Me dio dos razones. Primera: meses después de haber ganado la subasta pública, el cemento había subido de precio por el nuevo boom de la construcción. Aunque a veces lo hacía, el Gobierno no quiso, en su caso, revisar los presupuestos de la obra de acuerdo con los nuevos precios del cemento. Con eso, se estrechó su margen de beneficio. “No tenía agarraderas”, me dijo, “o sea, enchufes con los gerifaltes del Régimen”.

Segunda: ofreció un precio muy bajo, ajustando mucho los costes, para ganar el concurso frente a los competidores. Mi madre dijo que era un ingenuo, incapaz de hacer trampas como los demás, y que le iban a despellejar si seguía de contratista de obras públicas. Más tarde, me enteré de cómo se hacían muchas subastas de obras públicas. O, mejor dicho, las pre subastas.

Los contratistas de obras, que estaban dispuestos a acudir a la subasta se reunían en unos cafés cercanos a la Delegación del MOP (Ministerio de Obras Públicas). Creo que se llamaban La Parrilla y El Pasajes. Tenían los sobres sin cerrar con la documentación preparada para entregar al Registro Oficial del MOP. Cada uno de ellos escribía en secreto en un papel, incluso en una servilleta del bar, la cantidad de dinero que estaba dispuesto a repartir entre los demás si le dejaban ganar el concurso. El que ofrecía más dinero a sus colegas competidores se quedaba con la obra. El ganador no tenía que arriesgarse con una fuerte bajada del coste previsto por el Gobierno. Todos ganaban con aquellos concursos amañados. Todos, menos los contribuyentes. Aquello tenía toda la pinta de ser delito de estafa, prevaricación, tráfico de influencias y alzamiento de bienes.

Mi padre cae y se levanta

Mi padre hizo un par de obras más: unos kilómetros de carretera, asociado con Enrique Barrionuevo, y un pequeño puente. Volvió a arruinarse. Me contó que una vez se puso a fabricar caramelos y jabón. Obtuvo las fórmulas en una enciclopedia de la Biblioteca Villaespesa. Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces:

“De contratista a ladrón

no hay más que un escalón

y es tan bajo

que lo salta un escarabajo”.

Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.”

En ese nuevo negocio, que prometía un futuro espléndido, no se metió solo. Se asoció con don Paco Cassinello, capitán de Caballería, que tenía el capital y los contactos oficiales de los que mi padre carecía. Le conocía desde niño ya que era hijo de doña Serafina Cortés, viuda de don Andrés Cassinello, donde mi abuela paterna había trabajado de criada desde que, viuda con dos niños pequeños, salió de Tabernas. Mi padre había sido botones del suyo.

Pasados los años, mi padre me llevó un día a los montes de Vícar. Desde allí se divisaba un inmenso mar de plástico y un ir y venir de grandes camiones frigoríficos cargados de hortalizas camino de los mercados europeos. El sol se reflejaba con fuerza sobre la superficie plateada, a veces dorada, de los invernaderos. Oro verde. El Ejido era la California de Europa. Su huerta. Mientras mi padre se arruinaba una y otra vez, la provincia de Almería se iba enriqueciendo con el turismo y con el riego de bancales arenados cubiertos de plástico y plantados de hortalizas… y hasta de flores. Nuestros hermanos y vecinos israelíes, también de desierto, perfeccionaron la técnica del gota a gota en 1965. Esa tecnología ha hecho florecer a Almería con huertas y prosperidad.

En menos de 20 años, mi tierra ya no era una fábrica de emigrantes, como cuando yo salí en busca de estudios, amores o fortuna. Todo lo contrario. De toda España, y de África, acudían hombres y mujeres en paro en busca de un futuro mejor. En apenas dos generaciones, Almería había pasado de ser la penúltima provincia más pobre del país a ser una de las más ricas y dinámicas. Gracias, especialmente, a los invernaderos y al turismo.

El pozo que construyó mi padre en la ribera del río Aguas convirtió en regadío las tierras secas de La Rumina, a la orilla del Mediterráneo. Poco después de vender su finca agrícola, dio agua para la construcción de chalets y hoteles para turistas. Luego hizo pequeñas obras públicas. Entre ellas, se sentía especialmente orgulloso de la canalización del agua en el Campo de Dalías. Don Bernabé, el ingeniero de Colonización, le felicitó por la calidad de su obra.

Antes de jubilarse como contable en la gasolinera de Las Lomas, mi padre fue un pionero/visionario que se adelantó a su tiempo. Llegó demasiado pronto a las dos revoluciones que han desarrollado mi tierra: el turismo y los invernaderos. Mi esposa (awestley.com) le hizo un homenaje con su óleo “Mar de plástico”. Cuando lo veo, recuerdo lo que mi padre me dijo aquella tarde, lleno de orgullo, desde los montes de Vícar: “Los astronautas han dicho que estos plásticos se ven desde el espacio. Dos cosas distinguen bien, mientras orbitan alrededor de la Tierra: la muralla china y nuestros invernaderos”.

Sus ojos brillaban tanto como los plásticos. Si eran lágrimas, que no querían brotar, lo eran de alegría, no de tristeza. Entonces, apareció, cómo no, don Quijote. Me dijo: “El hombre es hijo de sus obras”.

Ese era mi padre, el Rumino. Cuántos héroes anónimos, como él, tiene nuestra historia. Si vemos más, como decía Isaac Newton, es porque nos erguimos sobre los hombros de gigantes.

Mi padre, Pepe, el del Cemento, en La Rumina (Mojacar)

 

Mi padre, con chaqueta, en el almacén de Cementos Goliat (calle Pedro Jover, 1, Almería).

Mi padre, ante el cartel de su primera carretera.

Don Ginés, obispo almeriense de Getafe, comenta el óleo «Mar de plástico» con la autora, Ana Westley (awestley.com), mi esposa, y el concejal de Cultura de Getafe (Madrid)

 

 

 

 

«Turistas, Pepe, y no tomates»

“Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto Alarcón, el alcalde de Mojacar, a mi padre, el Rumino. No le hizo caso. Fue su ruina.

Mi artículo de hoy, domingo, 17 de abril de 2022, en el diario La Voz de Almeria.

Para quienes no puedan leer el texto tan pequeño en la página de La Voz, copio y pego el mismo texto en Word con un cuerpo más grande. Sé por qué lo digo. Ahí va:

“Almería, quién te viera…” (19)

 “Turistas, Pepe, y olvida los tomates”

 J. A. Martínez Soler

Nuestro vecino Jacinto Alarcón, pariente de los dueños de El Molino, fue nombrado alcalde de Mojácar. Sus tierras eran colindantes con las nuestras. También lindaban con la playa, como las nuestras. Mi padre le dijo que nuestro pozo daría agua para todos. La vendería a los vecinos a un precio justo para pagar las deudas del pozo y la hipoteca de nuestra casa.

Había comenzado con buen pie la década de los sesenta. El sueño de mi padre se había hecho realidad en el verano del 1961. Pero el alcalde no parecía dispuesto a dejarse los cuartos en abancalar sus tierras y canalizar el agua de nuestro pozo hasta ellas. Mi padre era buen amigo suyo. Y viceversa. Jacinto Alarcón me lo demostró al darme su pésame, tan emocionado, muchos años después, en 1997, cuando murió mi padre, el Rumino.

A principios de los años sesenta, ambos mantuvieron un desacuerdo permanente sobre el futuro de sus tierras y de las nuestras. Mi padre, un hombre del desierto de Tabernas, buscaba el agua como loco. Era, como digo, un soñador del agua. En cambio, Jacinto, que se crio en El Molino, a los pies de la hermosa fuente árabe de Mojácar, rodeado de una vega feraz, buscaba el turismo como base del futuro de su pueblo.

Jacinto nos contó lo que sabía de Marbella y Benidorm. Vio los primeros carteles de “Spain is different”. Para él, eso era el principio de algo. Aseguró que estaba dispuesto a regalar tierras del Ayuntamiento a quien quisiera establecerse allí con algún negocio hotelero o a gente famosa que dieran fama a Mojácar y atrajeran a otros visitantes ilustres. “Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto.

– “¿Serás ceporro?”, le replicaba mi padre. “¿Vas a esperar a que venga alguien rico o famoso hasta aquí? Si no tenemos ni carretera para coches. ¿Quién conoce Mojácar? Los turistas vendrán andando. Solo hay caminos de herradura. El autocar de Alsina Graells pasa por Garrucha, allí descarga a los mojaqueros, que siguen a pie, y continúa hasta Vera. ¿Turistas en Mojácar? Desde luego, estás como una cabra”.

Los primeros tomates colorados coincidieron con el agotamiento del crédito hipotecario de mi padre. La finca había cambiado como de la noche al día. Grandes bancales planos y escalonados, separados por balates de piedras, caballones en perfecta formación, estiércol, abonos, encañados donde atar las tomateras con esparto, y una cuadrilla de trabajadores. Todo eso había acabado con los recursos familiares.

En Semana Santa, pudimos cosechar los primeros tomates, pequeños, duros y con buen color, listos para llevar a la alhóndiga de Cuevas de Almanzora que regentaba el alcalde, el señor Caicedo. Los llamaban “tempranos”. En verdad, eran los primeros tomates del mercado. Por algo Almería es la tierra de los tempranos, según los cantes flamencos. Me pregunto si sería también almeriense el famoso bandolero de Sierra Morena, José María “El Tempranillo”.

Al atardecer, recolectamos los más maduros, entre cientos de tomates verdes y muchísimas flores amarillas que prometían la cosecha del siglo. Cargamos un montón de cajas de tomates en el carro.

Si todavía planto yo tomateras en mi diminuta huerta de jubilado es por recuperar aquel aroma de mi adolescencia. Huelo profundamente mis recuerdos. Cuando ahora cosecho mis tomates, me como alguno, allí mismo, a mordiscos, antes de llegar a la cocina. Sin sal ni nada. Herencia de La Rumina.

Antes del amanecer, aún de noche, partimos hacia Cuevas tirados por nuestro burro, el único animal que nos quedó en el establo-corral. Sobrevivió a la llegada del tractor porque le necesitábamos para ir a por agua potable a la fuente de Mojácar. La del pozo era buena para el riego, pero no para el consumo humano. Por lo visto, tenía mucha cal. “Muy dura”, decían.

El viaje, lento y largo, nos dio tiempo para repasar, y disfrutar, la odisea de mi padre: su viaje épico desde el secano hacia el regadío. Él estaba muy orgulloso de su hazaña. En esa época, le admiré mucho por su fe y su constancia al perseguir su sueño. Mi padre no se rendía fácilmente. Mi madre lo resumía con dos palabras: “cabezón” y “testarudo”.

Al llegar a Cuevas, en un abrir y cerrar de ojos, sin subasta, mi padre colocó las cajas en un santiamén a un precio alto que él consideró muy bueno. Como contable que era, calculó rápidamente la fortuna que tenía en sus tomateras aún en forma de flores. Con esa cosecha tan espectacular pagaría los plazos de la hipoteca con holgura y le sobraría para la siguiente cosecha. Regresamos eufóricos. Reconstruimos, una vez más, el cuento de la lechera. Hasta el burro, que tiraba de un carro vacío, iba contento. Al fin, nos sonreía la fortuna. El esfuerzo, el riesgo y la constancia de mi padre recibían su premio. Mi madre, aunque sin alharacas, también se alegró. Eso, por lo mucho que ella odiaba La Rumina, sin luz ni agua corriente, lo llegué a considerar amor verdadero.

Años más tarde, enseñando Economía Aplicada en la Universidad de Almería, comenté a mis alumnos la frase que oí a un viejo cortijero de Cuevas en el año de la gran cosecha. Para un adolescente, era, sin duda, enigmática: “Nada como una buena granizada o una gota fría a tiempo para matar la mitad de las flores, reducir la cosecha y llenar nuestros bolsillos de pesetas”.

Mi padre, como muchos agricultores de la época, no llegó a comprender bien, ni a aceptar de buen grado, que la ley de la Oferta y la Demanda seguía vigente. A pesar de ello, después de lo que ocurrió aquel verano, nadie puede culpar a mi padre de su ruina.

¿Quién manda sobre las nubes, sobre el pedrisco, sobre el buen tiempo o sobre las subvenciones imprevisibles del Gobierno al tomate de Canarias?

En junio, la primera gran cosecha de tomates de La Rumina fue espectacular. En cantidad y en calidad. El carro se quedó pequeño para tanta producción. Contentos aún, pero barruntando ya una eventual caída de precios por la abundancia de oferta, alquilamos una camioneta con remolque. Aquel verano, todos los agricultores del Levante español tuvieron una hermosa cosecha… y se desplomaron los precios.

Al llegar a la alhondiga, mi padre dio la orden de retirada al conductor de la camioneta: “Da la vuelta. Nos volvemos a casa. A ese precio, echaré mis tomates a los cerdos”.

Con el dinero de los tomates tempranos, que había vendido a buen precio, compró sesenta cochinillos y construyó un montón de pocilgas con sus patios y piletas correspondientes. Los precios de los tomates a la baja y los tipos de interés del dinero al alza formaron dos curvas que, en un punto determinado, se cruzaron en forma de tijeras. El punto donde apretaban esas tijeras era precisamente en el cuello del deudor. El cuello de mi padre. Adiós, Rumina. Para un niño como yo, que allí se convirtió en adolescente, fue una experiencia intensa, de ensueño. También dolorosa.

En invierno, vendió el cortijo. Pagó a tiempo las deudas del pozo. Un día triste me dijo: “Fue como vender el coche para pagar la gasolina”. También liquidó la hipoteca de nuestra casa. Por si acaso, la puso a nombre de mi madre. Ya no viviríamos bajo un puente. Al fin, para mi mayor confusión, una noche oí a mis padres llorar y reír a la vez. ¿Sublime o ridículo? Los escuché sentado, petrificado, en silencio, oculto en la escalera de mi casa, la noche en que me hice mayor.

¡Qué razón tenía mi vecino Jacinto, el alcalde de Mojacar! La tierra que teníamos a la orilla del mar, con vistas a Mojacar, es hoy una de las joyas del turismo en Andalucía. De La Rumina solo quedó la noria árabe y el nombre de una calle con chalets de lujo. Y -cómo no- la belleza de mis recuerdos.

En mi mula con mi hermana Isabel en La Rumina.

La Rumina, con nuevos dueños

Con Ana, mi esposa, y mis hijos Andrea y David, en la fuente árabe de Mojacar donde yo cargaba los cántaros en mi burro cuando era niño.

Trillando en la era de La Rumina. Cambiamos cereales de secano por tomates de regadío.

 

 

 

 

 

No gritó ¡Tierra! sino ¡Agua!

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis. No era fácil. Para ello, recurrió a un zahorí. ¡Agua para todos! Hoy cuento esta historia en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Mi artículo en La Voz de Almería. Domingo, 10 de abril 2022.

 

Para quienes no puedan leer el texto tan pequeño en la página de La Voz, copio y pego el mismo texto en Word con un cuerpo más grande. Sé por qué lo digo. Ahí va:

Almería, quién te viera… (18)

No gritó ¡Tierra! sino ¡Agua!

J. A. Martínez Soler

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis. No era fácil. Para ello, estaba dispuesto a recurrir a cualquier ayuda por extravagante que fuera. Con 13 años, durante mis vacaciones de Navidad, mi padre y yo partimos, antes del amanecer, hacia Agua Enmedio, cerca de Mojacar. Si alguien podía conocer y recomendarnos al zahorí de Macenas, ese no era otro que el tío Frasco el Santo (¡qué nombre!), famoso curandero.

El camino desde nuestra casa de La Rumina hasta la casa del curandero, al pie de Sierra Cabrera, era largo, y el tiempo, fresco. Llevamos a nuestro burro, sin aguaderas, y ambos pudimos montar un buen rato. Mi padre, en su albarda, y yo, en la grupa trasera con cuidado de no caerme. El Sol levantaba más de tres palmos sobre el horizonte marino cuando llegamos a nuestro destino y golpeaba, casi en horizontal, las fachadas de cal tan blanca que ofendían a nuestros ojos. El suelo era de tierra roja, más roja de la nuestra. Los terrados, de color morado intenso de tierra launa, lanzaban destellos brillantes de mica.

El tío Frasco saludó afectuosamente a mi padre. Su casa era como la nuestra, aunque más pequeña. Asombrado, miré con fascinación la repisa de libros que tenía en la pared, frente a la chimenea. Se vio obligado a aclararme que él también era “estudiante”. Se echó a reír, y pude contarle cuatro dientes. Eran libros de historia y geografía. Algunos de hierbas. Me enseñó uno de botánica, con estampas, escrito en francés. “Regalo de un paciente agradecido que viene a verme desde Francia”, me aclaró. Otro en árabe. ¡Qué bonita caligrafía!

En todas las temporadas que pasé en la comarca de Mojácar, esa fue la única casa de campesinos que, como la mía, guardaba libros en su interior. Seguramente, los Garrigues, los madrileños del palacio de la Marina, y don Diego y don Ginés Carrillo, los mellizos del chalet El Duende (abogado uno y médico el otro) tendrían hasta bibliotecas. Ninguna de ellas sería como la del monseñor de Tabernas que conocí más tarde y pude salvar parcialmente de la hoguera.

El Santo nos acompañó hasta el tranco de su puerta. Estaba bastante calvo. Para defenderse del sol, cubrió su frente y parte de su calva con un pañuelo, un poco raro, con cuatro nudos. Me recordaba el cachirulo de los maños o de los moriscos. Al despedirnos, nos previno:

– “Mandaré razón a la casa del zahorí y, en cuanto regrese, le daré aviso a usted por mi hija. Pero no digan nada por ahí de sus habilidades con los campos magnéticos. En estos tiempos, toda prudencia es poca. No le gusta presumir de ello. Tampoco se lleva bien con el párroco de Mojácar. Le ve como un competidor”.

Regresé a mis clases en La Salle y no pude ver al zahorí cuando se presentó en La Rumina. Mi padre me lo contó. Vestía al estilo del siglo XIX: pantalón de pana, chaleco y sombrero. Utilizó su vara de avellano, en forma de Y, el triple de grande que mi tirachinas. Sujetaba los brazos de la Y con sus manos. Recorría la ribera del río seco con extremada lentitud, muy concentrado, sosteniendo la vara paralela al suelo. Tras un buen rato de caminar en silencio, lento y solemne, el cabo suelto de la Y empezó a moverse, muy suavemente, arriba y abajo. Con cal viva hicieron una gran cruz en aquel sitio.

Mi padre no creía en la religión católica y eso que, según él, era “la única verdadera”. Menos aún podía creer en sortilegios ni magias. Una vez le oí decir que el zahorí, una especie de vidente, practicaba cierta brujería y decía lo que el cliente quería oír. Sin embargo, desesperado por encontrar agua, por si acaso, siguió la recomendación del zahorí, el mago o lo que fuera. Compró una parcela pequeña, medio bancal, al pie de la loma del tío Bartolo y a orillas del río Aguas, muy cerca de la charca de agua dulce que había poco antes de su desembocadura. En medio de esa parcela estaba la cruz pintada con cal viva. El pozo de los Garrigues estaba en la orilla del río opuesta a nuestra parcela. A ver si había suerte.

En las vacaciones de verano, llegué a mi casa de La Rumina en un mal momento. Tuve la impresión de que todo estaba perdido. «El zahorí se confundió”, dijo mi padre. Cavando hasta los ocho metros de profundidad, dieron con la roca. Ni gota de agua. Ahora lo pienso y sigo sorprendiéndome. Así era Almería, cuando yo era niño, con zahoríes, curanderos y pensamiento mágico. Mi padre concluyó el resumen de su fracaso con un dicho popular, tan exacto y oportuno como cruel: “Mi gozo en un pozo”. En Mojacar hay ahora un restaurante con buenas vistas que se llama “El rincón del Zahorí”. Me recordó, con nostalgia, la aventura hidráulica de mi padre, el Rumino.

No hubo suerte. Las deudas por las obras del pozo seco crecían. Pese a las llamadas a la prudencia de mi madre, tan miedosa, mi padre no se rindió. Al mes siguiente, en agosto, gracias a una galería que abrimos desde el pozo hacia el centro del río (allí trabajé yo como el que más), un trabajador clavó su pico en el fondo y dio el grito que cambiaría el destino de mi familia. No gritó “¡Tierra!” sino “¡Agua!”.

Cada vez que mi padre relataba aquel acontecimiento, uno de los más importantes de su vida, lo exageraba un poco. Como hacían los pescadores con el tamaño de sus capturas. Lo adornaba. Lo embellecía. Cuando mantenía tertulia en el comedor de los ancianos del “Centro Alborán”, en el Zapillo de Almería, o en los bailes de la residencia de los jubilados de la Térmica, no se le escapaba ningún recién llegado sin que oyera su historia, convertida, a esas alturas, en epopeya. Mas de una vez, le oí algo así:

– “Como si de una carrera se tratara, les dije que contaría hasta tres y, en ese momento, cinco hombres clavarían sus picos, a la vez, alrededor de la pequeña fuente que habíamos descubierto en la galería, junto a la desembocadura del río de Aguas. Al segundo o tercer golpe, se hundió la capa de tierra negra, parecida al tarquín, y comenzó a brotar agua a borbotones. Los cinco pioneros tuvieron que subir corriendo por la rampa pa no bañarse con toda la ropa puesta. Decían que no sabían nadar. Había agua de sobra pa regar todas las hectáreas de La Rumina y alrededores. Mi sueño se hizo realidad. Pero ese gran éxito, ya ve usted, fue mi ruina. Pero esa es otra historia”.

Aquel descubrimiento se consideró histórico. Mi abuela Dolores llegó corriendo. Lágrimas en sus ojos al ver el agua. “Hijo mío, hijo mío. Al fin”. Al día siguiente monté en mi burro con cuatro cántaros y llegué a la fuente árabe de Mojacar. Me recibieron como si mi padre hubiera descubierto América. Nuestra casa estaba llena de parientes de Almería y de Tabernas, que dormían en el suelo, en colchones improvisados de farfolla. Había que darles de comer a todos. Unas deudas más daban igual porque teníamos agua.

En pocos días, la zanja abierta se convirtió en una galería cerrada. Pronto se instaló un motor de gasoil para sacar el agua. Un chorro enorme salía por un tubo de unos 15 centímetros de diámetro que inundaba los alrededores. El pozo no perdía su nivel de cuatro o cinco metros de agua. Esa era la prueba del 9. La corriente subterránea le llegaba por el túnel y lo rellenaba a medida que el motor sacaba agua a la superficie. “Es por la teoría de los vasos comunicantes”, dije. Naturalmente, hubo risas y, para mi vergüenza, me lo recordaron con guasa durante mucho tiempo. “Tráeme un vaso que comunica”, me decían.

Aquel verano pasé mi última noche durmiendo al raso, mirando el firmamento y vigilando los montículos de trigo acumulados en los bordes de la era. Lo sabía, el agua mataría los tristes y ruinosos cultivos de secano. Se acabaron los cereales en La Rumina. Bienvenidos los tomates. Esa sería mi última trilla. Adiós a la era. Adiós a la noria. Agrandaron la balsa. El agua era símbolo de riqueza, de progreso. El origen de la vida. El agua (¡ay!) y mi padre del desierto de Tabernas. Siempre unidos.

Agua en el pozo de La Rumina. Mi padre, en el centro, brinda con una botella.

 

 

Mi madre, de regadío; mi padre, de secano

A mis padres les separaba el agua. En Tabernas, el agua, y no el tiempo, era oro. Por eso, mi padre quería convertir el desierto en oasis. Fue su ruina. Lo cuento hoy en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Artículo publicado hoy domingo en La Voz de Almería.

Como de costumbre, copio y pego a continuación, el texto del artículo en letra grande de Word para quienes no encuentren sus gafas de leer la letra pequeña del diario o no puedan agrandarla con sus dedos artríticos. Sé por qué lo digo.

Almería, quién te viera… (16)

Mi madre, de regadío; mi padre, de secano

J. A. Martínez Soler

A mis padres les separaba el agua. Habían nacido a pocos kilómetros de distancia. Sin embargo, procedían de mundos muy distintos. Mi padre era de secano. Mi madre, de regadío. Él, de Tabernas, un desierto al pie de la Sierra de los Filabres. Ella, de Nacimiento, una vega alpujarreña, en el extremo oriental de Sierra Nevada. El agua, escasa o abundante, marcaba el carácter y los sueños de ambos.

Mis recuerdos infantiles de las vacaciones en Nacimiento están ligados, inevitablemente, al río que lleva el mismo nombre que el pueblo y desemboca en el Andarax. Era nuestra principal diversión. Siempre llevaba agua. Mucha o poca. Nunca lo vi seco del todo. Los niños hacíamos barquitos con las hojas del cañaveral. Con palo mayor y vela vegetal. Navegaban por los meandros del río. Nosotros seguíamos su rumbo corriendo hacia el Molino.

De vez en cuando, brotaba un chorro de agua que nacía allí mismo, en el Acebuche o en el Mojón, en una u otra orilla, en una fuente casi espontánea, o nos llegaba como descarte de una acequia. Animaba el caudal principal y aceleraba la travesía de nuestros navíos. A menudo, cargábamos nuestros barcos con pasajeros condenados a muerte: hormigas, saltamontes sin patas, moscas sin alas. ¡Qué crueldad!, ahora que lo pienso.

Cuando llovía torrencialmente en la sierra, salía el río. De cerro en cerro, avisaban con un cuerno (como el shofar judío) o una caracola para dar tiempo a retirar del cauce a las bestias, los carros y los aperos de labranza. Dos veces lo vi salir. En septiembre, antes del volver al colegio. Era imponente. Toneladas de agua roja, terrosa y sucia bajaban a gran velocidad. Con una fuerza implacable, arrastraba y arrasaba troncos, ramas, animales y todo lo que pillara en su cauce. Lo raro es que, a la orilla de aquel río salvaje, lucía el Sol.

Me contaron que, entre el desagüe de la fuente y el Molino, se salvó un hombre agarrado, a vida o muerte, al tronco de un gran árbol caído. La corriente quería llevárselo hasta el mar, convertido en cadáver. No le dio tiempo a recuperar a su cabra y se salvó de milagro. Allí decían: “A ese le pilló el toro”. Un toro de agua. Sí. Furioso. También dicen que nunca se le quitó la cara de susto.

Lo que más diferenciaba a Tabernas de Nacimiento era el tiempo que tardaba en llenarse un cántaro en sus fuentes. Mas de media hora en uno y apenas unos minutos en el otro. La fuente de Nacimiento, con ocho o nueve caños hermosos, de casi dos pulgadas de diámetro, llenaba los cántaros y la pileta en un santiamén. El agua sobrante iba a las acequias de las huertas feraces que bordeaban el río.

En Tabernas solo había ramblas secas, en vaguadas de aspecto lunar, entre esqueletos de montes, con sus nervios al aire, y esparto abundante en sus laderas. Las ramblas de Tabernas indican por dónde debería ir el agua si la hubiera. Había entonces varias fuentes dentro del pueblo con un cañillo minúsculo del tamaño de un grifo de media pulgada. En Tabernas, el agua, y no el tiempo, era oro. Poca agua y por turnos.

La pasión por el agua empujaba a mi padre a buscar cauces subterráneos para convertir el desierto en oasis. De haber nacido en el pueblo de mi madre, al pie de las estribaciones frondosas de Sierra Nevada, mi padre nunca habría llegado a ser un soñador del agua. Ni yo un Rumino.

El cortijo de La Rumina (Mojacar), que compró mi padre con los beneficios del boom del cemento, fue un paréntesis de siete años. No teníamos agua corriente ni luz eléctrica. Iluminaba mis lecturas con un carburo. Pero fue un paréntesis glorioso para mí, en unos años claves: infancia y adolescencia.

La Rumina, mi casa, junto al río Aguas, en la playa de Mojacar.

En su lucha sin cuartel contra la herencia de sequedad, miseria y tragedia que habían marcado sus raíces familiares en Tabernas, mi padre soñaba con el agua. Más que soñar, deliraba. Pretendía convertir sus no sé cuántas hectáreas de secano en regadío. Los cereales, en hortalizas. El desierto, en vergel. El agua era algo más que un sueño. ¿Un destino? De niño, mi padre conoció la balsa de la viuda de Cassinello, donde su madre trabajaba de criada. La Señora tenía una huerta hermosa y agua abundante.

¡Quién pillara el Niágara en Tabernas!

Cuando le acompañé a visitar las cataratas del Niágara, en 1977, durante mi estancia en la Nieman Foundation for Journalism de la Universidad de Harvard (EE.UU.), se le saltaron unas lágrimas. “De emoción”, me dijo. No pudo evitarlo. “Quien pillara un chorrico de agua así en Tabernas o… en La Rumina. Unos tanto, y otros tan poco. ¡Mal repartida está el agua en este mundo! ¡Quién pudiera!”

Con mi padre en las cataratas del Niágara (Canadá) (1977)

Aprendió de memoria los millones de litros de agua que pasaban al segundo por aquellas cataratas. En invierno y en verano. Tenía facilidad para novelar el origen de todas las guerras antiguas. Para él, todas ellas fueron motivadas por la posesión del agua. Mantenía este latiguillo: “En el agua, no lo olvides, hijo, está el origen de la vida”.

Un día, siendo yo aún muy pequeño, me lo contó. Sentados en un balate de piedras en La Rumina, entre nuestra minúscula balsa y la noria árabe, me habló como si yo fuera mayor. Lo hacía a menudo. Yo se lo agradecía infinito. Las cazoletas de cerámica de la noria, medio rotas, volcaban apenas un vaso de agua cada una en la acequia que, a duras penas, llenaba nuestra balsita. Aunque estaba lejos de la orilla del mar, sobre una loma, el agua que sacaba nuestro burro, tan trabajosamente, no era potable. En los siete pequeños bancales de hortalizas, que apenas regaba, se notaba el salitre.

– “En la Marina, al otro lado del río, tienen una balsa grande. La llenan con un motor de gasoil que saca el agua de un pozo y la eleva más de 30 metros. Sus tomates no tienen salitre. Te digo yo, aunque nadie me crea, que a este lado del río Aguas también tiene que haber agua dulce subterránea. Solo hay que dar con su cauce. Ya lo verás. Preguntaremos a un zahorí”

Como el oxígeno, o la libertad, solo valoras el agua cuando te falta. Desde antes de comprar el cortijo de secano, mi padre ya tenía ese plan. Mi madre, aguafiestas eficacísima cuando se lo proponía, le echaba jarros de agua fría para rebajar los sueños hidráulicos de mi padre.

– “¿Adónde vas, José? ¿No ves que los Garrigues de la Marina tienen caudales, mil veces más que tú? Me han dicho en El Molino que esos vecinos del palacio son embajadores, ministros y banqueros. ¡Habrase visto locura mayor! Olvídate del pozo. No vayas por ese camino, José. ¡Que te estrellas!”.

Mis padres y mi hermana Isabel, en la cocina de mi casa en Almería.

 

El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor

«El día que sentí llorar a mi padre me hice mayor». Este es el artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es. Copio y pego el texto en word para que puedan leerlo los jubilados incluso sin gafas.

Artículo 14 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (14)

El día que sentí llorar a mi padre

J.A. Martínez Soler

Había cumplido yo los quince años cuando, por primera vez, oí llorar a mi padre. Mi héroe hundido. Mis padres no sabían que yo sabía. Les escuché la noche anterior desde la escalera. Quería saber más detalles de su pena. ¿Por qué no preguntar a mi abuela para resolver algunas dudas que me consumían por dentro?

Antes de comprar el cortijo de La Rumina, un secano de Mojacar, con el dinero del boom de la venta de cemento, mi padre amplió nuestra casa con una media segunda planta. Yo debía de tener seis o siete años, porque lo recuerdo bien. La terraza, su lugar favorito, tenía una barandilla de hierro con filigranas de adorno para sujetar las macetas de geranios, de jazmines, una gran buganvilla y un par de tiestos con tomateras. Solo las flores, envidia del barrio, podían caer a la acera. Los geranios y la buganvilla de mi padre daban la nota de color en aquel tramo de nuestra calle Juan del Olmo.

En aquella terraza, mi padre construyó un gallinero y una pocilga, donde criábamos un cerdo cada año. En la puerta de casa, tuvimos varias matanzas por San Martín. Esa era la costumbre cruel y divertida.

Al cruzar la calle Restoy, que va del Quemadero a la Plaza Toros, y tomar la última cuesta arriba de mi calle, con el cerro de los gitanos al fondo, comprobé que, contra toda costumbre, esta vez, mi madre no estaba cantado flamenco ni copla. No había nadie parado en nuestra puerta para escucharla. Era normal que, cuando ella cantaba, mientras cocinaba o limpiaba la casa, los peatones que iban de paso, sin prisa, se paraban, formando un corro, para oírla. Cuando terminaba el cante, se disolvía el grupo de curiosos. Echaban a andar calle abajo o calle arriba. Mi madre. ¡Qué artista!A veces, para no interrumpirla, también yo me detenía en la puerta de mi casa, con los vecinos aficionados al cante de mi madre, hasta que terminara su canción. Algunos me decían: “Anda y dile a tu madre que cante “El día que nací yo” o “Échale guindas al pavo”, etc. En el barrio era conocida como “Morena Clara”. Había interpretado ese papel en Nacimiento, su pueblo, con el fin de recaudar fondos para reconstruir la iglesia tras la guerra. Al concluir la representación, mi padre saltó al escenario y le dio un beso a mi madre ante todas las autoridades locales (el cura, el sargento, el maestro y el médico). Entonces, solo eran novios. Antes de morir, mi madre sufrió algo de Alzheimer o demencia senil. Apenas me reconocía. Sin embargo, nunca olvidó aquel beso de mi padre que ella recordaba con una risita pícara.

Al atardecer, era costumbre tomar el fresquito en la puerta de las casas de mi barrio. Las calles eran de tierra con algunas moreras. Moras dulces, riquísimas, cuyos atracones nos daban indigestiones. Si las dejabas madurar demasiado caían y manchaban las aceras. Las vecinas rociaban agua en sus puertas para refrescar el ambiente en la hora de las ánimas. El crepúsculo anunciaba el comienzo de las tertulias al fresco.

Igual que salen los caracoles después de la lluvia, así salían mis vecinos, silla en mano, a la puesta del sol, para dar rienda suelta a la sin hueso. Se hacían grupos. Los cuentos de la mili, los partos y los progresos de sus niños pequeños, naturalmente todos más listos y guapos que la media, se llevaban la palma. Agotados los rumores, los chismes o las historias, siempre repetidas y exageradas, se cambiaban de corro o se recogían para cenar.

Algunas puertas eran más populares que otras. En cierto modo, competían entre sí. Si venía algún familiar de Cataluña, esa puerta tenía un corrillo más concurrido. No digamos si el pariente venía del extranjero. Verdaderas o falsas, las historias de éxito de los emigrantes de nuestra calle eran muy apreciadas. También había rencillas pasajeras o eternas entre algunos vecinos. Esos iban a corros distintos.

Celos cruzados, noviazgos rotos, envidias o roces no disimulados dibujaban los perfiles de los corrillos callejeros. Tomar el fresco en la calle era solo la excusa. Lo importante era hablar. O sea, presumir. Para otros, escuchar. La vida social se hacía en las aceras, con sillas plegables o costureras, incluso con tumbonas, y en los trancos de las casas de planta baja. Si había algo que celebrar, no faltaban la sangría ni la limonada. En “El callejón de los milagros”, del premio Nobel egipcio Naguid Mahfouz, vi reflejada mi calle almeriense.

Ni que decir tiene que la de mi casa era de las puertas más atractivas. Los vecinos acudían a compartir las risas que provocaban los chistes y payasadas de mi padre, un hombre casi siempre alegre. Pero, sobre todo, por la eventualidad de que mi madre cantara algo en voz baja. Lo hacia a menudo para el corrillo de vecinos fijos, cautivados por su arte. Aunque tímida en apariencia, era muy vanidosa. Y presumida. ¡Vaya si lo era! Se moría por un aplauso. Noto esa herencia en mi ADN.

Los santos desnudos de don Andrés

En mi calle no había coches. Solo un viejo camión y el automóvil negro de don Andrés, el cura, en cuyo garaje, siempre oscuro, se guardaban pasos desnudos de Semana Santa. Los esqueletos de cristos, santos y vírgenes estaban sin vestir. Maniquíes de madera y hojalata. Entrar en aquel almacén fantasmal disolvía la fe en las imágenes que, un día al año, parecían divinas. No sabe don Andrés el daño que hizo su garaje a mi devoción por la Semana Santa.

Al principio, aquellas santísimas piezas ortopédicas, unos palos humanoides unidos por tornillos y coronados por caras de escayola, me daban miedo. ¿Idolatría? En procesión, vestidas de oropel, con mantos brillantes, bajo palio, entre flores, luces y velas, y acompañadas por la banda municipal, provocaban lágrimas y vítores en los feligreses más devotos. Cuando flaqueó mi fe, fenómeno que vino a coincidir con la subida de mis hormonas y el mejor uso de mi razón, tales imágenes, aparcadas en el sótano del cura, me parecieron ridículas.

Cuando veo desnudos los maniquíes de los escaparates de las tiendas de ropa, listos para ser revestidos con la última moda de la nueva temporada, no puedo remediar pensar en las imágenes ortopédicas de los santos, cristos y vírgenes de madera y hojalata de mi parroquia. Dicen que “el hábito no hace al monje”. Quien inventó ese dicho no comparó nunca a los santos desnudos con los vestidos. Vestir santos tiene su arte. Su intríngulis.

Mi abuela me recibió así en el portal de casa: “No está el horno para bollos, hijo mío”. Mi madre no cantaba y no había vecinos en la puerta. Mi abuela Isabel selló sus labios con el dedo índice y abrió todo lo que pudo sus ojos, tan llamativos. Por esa advertencia, supuse que ella sabía algo más que yo.

La noche anterior supe que mi padre, un soñador del agua, se había arruinado construyendo un pozo para el cortijo de secano de La Rumina. De golpe, esa experiencia dramática me hizo mayor. Mi padre lloraba y mi madre no cantaba. Menudo desastre. A la hora de comer (ese día, gurullos, su plato favorito), mi padre nos contó la historia de su fracaso como agricultor y la venta urgente del cortijo para pagar deudas. Cerró su relato -cómo no- citando a don Quijote:

– “Desnudo nací y desnudo me hallo. Ni pierdo ni gano”.

Mi madre era de regadío, de Nacimiento. Mi padre era de secano, de Tabernas. Buena mezcla. Una artista casi analfabeta y un filósofo autodidacta. Tuve mucha suerte.

Con mi pandilla del centro en una fiesta de carnaval. Almería, 1963

 

 

Libros salvados del fuego en Tabernas

«Allí donde queman libros, acaban quemando personas». Siempre me perturbó esta premonición de Heine, poeta romántico alemán del XIX, anterior a Hitler. Antes del confinamiento, había empezado a tallar una copia reducida de «La quema de libros de un hereje», original de Juan de Juni.  La dejé a medias por la pandemia. Ahora he vuelto a tallar aquella obra que tenía en proceso. ¡Quemar libros! ¡Qué barbaridad! Mientras tallaba a los inquisidores, he recordado una aventura que compartí hace años con mi padre: ambos salvamos del fuego un montón de libros antiguos. Hoy publiqué esa historia en mi serie «Almería, quién te viera…» en el diario La Voz de Almería. Copio y pego en este blog de 20minutos.es el texto en word de ese artículo para que la gente de mi edad pueda leerla, ampliando el cuerpo de su letra, incluso sin gafas.

Con mi talla inacabada de la «Quema de libros heréticos» de Juan de Juni.

«Libros salvados del fuego en Tabernas», publicado hoy (6-03-2022) en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (13)

Libros salvados del fuego en Tabernas

 J.A. Martínez Soler

Hace unos años, en el Museo de León, me impresionó la famosa talla de Juan de Juni sobre la quema de libros de herejes por orden de la Inquisición. “Una escena muy española”, exclamé. Me miraron como a bicho raro. Hice una foto de la tabla y me propuse copiar la obra del genio. Mientras acariciaba con la gubia la cabeza de un inquisidor, a contra veta, me dio por recordar una aventura quijotesca que compartí con mi padre en Tabernas, su pueblo.

En la nebulosa de historias que recuerdo vagamente de mis pasos infantiles por Tabernas aparece una casa grande, enorme, con techos altos y cortinas inmensas. Sus muebles (mesas, aparadores, sillas, arcones y cómodas) eran de maderas oscuras, talladas con primor. El señor de aquella ilustre casona, muy próxima a la iglesia parroquial de Tabernas, era Don Manuel, un cura anciano, encorvado, que vestía una sotana vieja.

Mi tía Matilde, la ciega, fue quien me llevó allí varias veces. Más bien, yo la llevé a ella del brazo. Me explicó, no sin reverencia, que ese anciano era casi obispo. Seguramente por su biblioteca que, desgraciadamente, conocí demasiado tarde, era tenido por un hombre sabio. Con razón o sin ella, algunos del pueblo le llamaban “monseñor”. Por lo que supe años más tarde, lamenté no haberle conocido mejor.

En la Navidad de 1965, con 18 años, regresé de vacaciones universitarias a mi casa en Almería. Allí estaba mi tía Matilde. Me contó la ruina de su sobrina, que se había casado con un heredero del monseñor. En ocasiones, ella se vio obligada a compartir las limosnas recibidas para que las niñas de sus sobrinos pudieran comer algo caliente. En su relato hubo un detalle que me causó espanto:

– “Mis sobrinos, incultos como son, han ido quemando en la chimenea los libros del monseñor para calentarse en invierno. Lo descubrí por las llamaradas y el olor del papel quemado. Toda la casa llena de pavesas. Pensé mucho en ti. Con lo que te gustaban los libros…”

Horrorizado, mi padre saltó de la silla. “¿Podemos aún salvar algún libro de la quema?”. Sin dudarlo, mi padre y yo viajamos al día siguiente en el primer autocar que tenía parada en Tabernas. Atravesamos las ramblas secas y los desiertos en el autobús de Alsina Graells. Íbamos con ánimo de salvar de la hoguera a algunos supervivientes.

Apenas quedaban muebles, cortinas o lámparas en la casona del cura. Era el esqueleto de la mansión que yo había conocido de niño. Fuimos directos a la cocina. Había cadáveres de libros en la chimenea y cubiertas de piel carbonizadas y retorcidas. Un grupo de condenados esperaban, amontonados en capilla, la hora de su ejecución, al caer el sol. Así combatían el frío los herederos de aquella casa, ya sin el esplendor eclesiástico.

Mi padre les pagó el rescate de los indultados de aquella masacre. Sus primos no entendieron por qué les daba tanto dinero por aquellos libros viejos que nunca habían valorado. Para ellos no eran más que basura. O combustible. No nos dio tiempo a elegir. Mejor dicho, no quisimos mirar los títulos ni los autores. Solo sabíamos que eran libros. Como los verdugos de los libros de don Quijote, seguro que encontraríamos algunos que merecieran, siquiera por un párrafo, ser salvados de la hoguera.

Salvé, menos mal, a san Juan de la Cruz

Llenos de espanto, llenamos de libros tres grandes sacos y los cargamos en el primer autocar que regresaba de Murcia hacia Almería. Hacían falta dos personas para llevar cada saco. Pese a la oscuridad reinante en aquella habitación, no pude resistir rescatar de la chimenea a mis dos místicos favoritos: san Juan de la Cruz y a santa Teresa de Jesús. Por muy ateo que yo fuera, ¿cómo no salvar el Cántico del “medio fraile”?

Mi padre se permitía citar, o inventar, frases enteras del Quijote: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros”. Le hablé de la afición de la Inquisición a la quema de libros. “No hay que ir tan lejos”, me dijo, “cuando Franco ganó la guerra, florecieron, otra vez, las hogueras de libros por toda España”.

El diario falangista Arriba, del que yo fui redactor (aunque, avergonzado, pronto lo borré de mi curriculum) publicó, el 2 de mayo de 1939, un comentario titulado Letras de humo en el que se decía:
“Con esta quema de libros también contribuimos al edificio de la España, Una, Grande y Libre. Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales, marxistas; a los de la leyenda negra, anticatólicos; a los del romanticismo enfermizo, a los pesimistas, a los del modernismo extravagante, a los cursis, a los cobardes, a los seudocientíficos, a los textos malos, a los periódicos chabacanos. En España los hombres jóvenes tienen el valor de quemar vuestros libros y, sobre todo, de quemarlos sin un gesto de aflicción”.

Siguieron la línea, tan española, del inquisidor Torquemada quien, en el siglo XV, mandó quemar todos los libros no cristianos. Antes de que los nazis le dieran la razón, el poeta alemán Heine lo tuvo muy claro cuando dijo, en el siglo XIX, que “allí donde queman libros, acaban quemando personas”.

 Ya no queda nada de la casona del monseñor. Pero recordar es revivir. Entre los libros que rescatamos del fuego encontramos auténticas joyas. Un “Opusculum Morale”, edición en latín de 1685, un “Diccionario Anti-Filosófico” de 1793 para combatir las ideas de Voltaire que, visto con ojos de hoy, resulta cómico, y una joya, un Quijote de 1815.

Desde entonces mi padre y yo vimos los libros antiguos con ojos diferentes, con un cariño especial. Mi padre invirtió sus ahorros en unos tomos enormes de 1830 de El Quijote con ilustraciones preciosas. Cuando llegaron tiempos duros cambió las láminas por sacos de harina. Siempre lo lamentó. “Vacié mi alma por llenar el buche. Don Quijote se habría enfadado conmigo”, me decía. “Pero Sancho Panza me habría comprendido”. Así era mi padre. Cervantino puro.

Saco la gubia de la veta que atraviesa de la cabeza del inquisidor y, no sin temor a un nudo peligroso, sigo tallando la madera de cerezo. Y cavilando. España va mejorando. Me conviene no olvidar el progreso.

Nunca agradecí lo suficiente a mi tía Matilde que nos avisara de la masacre de libros que hicieron mis primos lejanos. “¡Serán cafres!”, decía ella. Mi padre y yo hemos disfrutado mucho hurgando en los libros rescatados del fuego. Él nunca culpó a sus parientes de aquel desastre. Al recordar la quema de ejemplares, algunos ya únicos, citaba a El Cordobés:

– “Más cornás da el hambre”.

Hoy, domingo, 6 de marzo, es el Día Internacional del Escultor. Buena ocasión para volver a mi taller y seguir tallando inquisidores (¡maldita sea!) quemando libros.

 

Crecí, respetadme, con el cine

Cuando fundé y presenté el Buenos Días en TVE (1986), el primer informativo de la mañana, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería. Hoy cuento esa pequeña historia en el diario La Voz de Almería, dentro de mi serie de artículos de recuerdos «Almería, quién te viera…». Como de costumbre, hoy lo incorporo a mi blog en 20minutos.es copiando y pegando el texto en letra grande de word para que los de mi edad puedan leerlo, si saben ampliar la letra, incluso sin gafas.

Publicado hoy en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (12)

Crecí, respetadme, con el cine

J.A. Martínez Soler

Cuando fundé el Buenos Días en TVE, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería.

Siempre me gustó este verso de Rafael Alberti: “Nací, respetadme, con el cine”. Pronto me lo apropié, cambiando el verbo, pues yo crecí, desde luego, con el cine. Cualquier almeriense de mi edad tendrá grabado el olor intenso a jazmín que percibíamos al acercarnos a la Terraza Imperial. Este cine al aire libre estaba entre mi calle, Juan del Olmo, y el Paseo Versalles. La taquilla, la entrada y los carrillos de chuches, pipas, azufaifas y garbanzos torrados, en la plaza Juan de Austria. También esos condenados cigarrillos de tabaco con matalauva y sabor a anís.

Tuve la suerte enorme de que la hermana y la madre de mi padre vivieran en la calle Juan del Olmo, a la altura perfecta para ver, desde su terrado, la pantalla completa del cine y escuchar de maravilla lo que salía por los altavoces. Desde muy niño vi mucho cine calificado por el régimen de Franco y por la Iglesia como 3-R, o sea, para mayores con reparos.

Los curas y frailes nos decían que los niños no podíamos ver el cine reservado a los adultos. Era pecado mortal. Infierno seguro si te morías sin mediar confesión. Si así es, como en Cinema Paradiso, yo me gané el infierno muchas veces. Tuve el privilegio de ser uno de los pocos niños que, en plena represión cultural de la Dictadura, pude ver los pechos y los morros (¡ay!) de Sara Montiel en El último cuplé o en La Violetera, las imágenes más sexis o violentas que se le habían colado a la censura eclesiástica, encargada de poner nota a los estrenos. Ojos como platos ante diálogos y argumentos prohibidos a los niños. La gran pantalla de la Terraza Imperial me hizo soñar y madurar a la fuerza.

 Una joya del Mini Hollywood

 Aún conservo en mi taller el banco de carpintero que me regaló mi tío Antonio, primo hermano de mi padre. “Una joya de anticuario, digna de un museo”, me dijo. “En ese banco hice las primeras fachadas huecas para los decorados de las películas del Oeste”. Conservaba bocetos de las casas falsas que hizo para “El bueno, el feo y el malo”, “Por un puñado de dólares, “La muerte tenía un precio” y otras películas de Sergio Leone. Como muchos compañeros míos, en algunas de ellas trabajé yo como “extra”, que es el nombre que nos daban entonces a los figurantes. Por 125 pesetas al día.

Almería se había convertido en el nuevo gran plató del Spagueti Western. En aquellos tiempos, nos cruzábamos con Clint Eastwood, y otros por el estilo, caminando por el Paseo. Como si nada. Cuando tallo la madera en ese banco viejo, tan cargado de historia local, la obra de mi tío Antonio, el carpintero de Tabernas, me inspira.

Gran parte de “El feo, el bueno y el malo” se grabó en el Cortijo del Fraile, hoy rodeado de un mar de plástico. Allí se produjo el crimen que inspiró a García Lorca para escribir su “Bodas de sangre” y a Carmen de Burgos, nuestra paisana Colombine, para crear “Puñal de Claveles”. Como presidente de la Junta Rectora de Parque Natural Cabo de Gata-Níjar, trabajé sin descanso para salvar de la ruina a ese cortijo, un icono para nuestra historia literaria y cinematográfica. Tuve más voluntad que acierto.

Trabajé en una docena de películas. La primera, una obra de arte, fue Lawrence de Arabia. Subía y bajaba de un tranvía que atravesaba, entre palmeras, el Parque de José Antonio (hoy, de Nicolás Salmerón). Detrás del tranvía nos seguía, en moto, nada menos que Peter O´Toole. Almería era Damasco. Yo era un turco elegante. Mi estampa pasa tan deprisa en la gran pantalla que difícilmente puedo convencer a mis hijos de que ese turco, con un traje impecable y un fez de fieltro rojo, era yo. Apenas me identificaban.

Conocí entonces a Antony Quinn, jugando a las cartas en el quiosco del 18 de Julio, cerca de mi colegio y frente a la casa de mi amigo Manolo Do Campo. La segunda vez que le vi fue en los estudios de la ABC, en Nueva York, en 1985. Allí pasé un par de noches tomando notas sobre cómo hacían los estadounidenses el primer informativo de la mañana (“Good morning, America”) para crear, casi copiar, el Buenos Días en RTVE en 1986. Recordamos su paso por Almería.

Pasé de la gran pantalla del Mini Hollywood, donde me enfrenté a las primeras filmaciones de mi vida, a la pequeña pantalla de RTVE. La experiencia juvenil de extra en Almería me ayudó, más tarde, a perder el miedo a las cámaras de televisión. Me sentía como uno más del gremio. Actuar en el teatro de La Salle también me ayudó a aliviar el miedo escénico. Gracias a esas experiencias superé las pruebas para presentar la Televisión Escolar de TVE con 22 años.

La tarde que saludé a John Lennon

 Ricky y Steve, hijos del barón Alexander Guillinson, tenían una terraza espléndida para guateques que daba al mar, en su chalet de la Playa de Las Conchas. Desde esa terraza, en el verano de 1967, vimos llegar a la puerta de su casa un Rolls Royce negro, con el volante en el lado del copiloto, y cristales ahumados. De ahí salió, para entrar en la casa de nuestros amigos, uno de nuestros ídolos en persona: el mismísimo John Lennon, el alma de los Beatles.

El barón le había invitado a vivir allí hasta que encontrara una vivienda adecuada para todo el tiempo que precisara la película que iba rodar en Almería. Fue la locura. Una tarde nos visitó en la terraza. Se tomó una copa con nosotros y nos saludó uno a uno. Pedimos a nuestros anfitriones que nos recomendaran al director de la película para trabajar como extras.

A los pocos días, acudimos al rodaje. Allí estaba, en pleno desierto almeriense, el director, Richard Lester. A su lado, nuestro ídolo musical que hacía de protagonista. A mí me vistieron de sargento del Ejército Imperial Británico, con pantalón corto, gorra de plato y bastón de mando. El rodaje era muy raro. Surrealista, diría yo. La película, “Cómo gané la guerra” (“How I won the War”), no tuvo éxito. Para mi fue el no va más.

En 2013, el director de cine y escritor David Trueba me dijo que se marchaba inmediatamente a buscar localizaciones por los desiertos de Almería para “Vivir es fácil…”, su próxima película. Me ofrecí a ayudarle. David Trueba se contentó con utilizar solo mi voz, un par de veces, con acento almeriense.

Al fin, mi nombre, que había salido cientos de veces en la pequeña pantalla de la televisión, como director de programas informativos, entrevistas y telediarios, apareció, por primera vez, en los créditos de la gran pantalla. Salgo el penúltimo en los agradecimientos.

Almería, por debajo del paralelo 37 N, es una tierra bendecida para el cine. Al ser uno de los lugares más al sur de Europa, y ofrecer seguridad física y jurídica y paisajes montañosos preciosos, puede recrear lugares en donde es peligroso y costoso irse a rodar. No solo México o el Oeste de EE.UU. A la misma altura que Siria, Irak o Afganistán, nuestra tierra puede recrear estos mundos para la tele o el cine, ya sean reales o imaginarios (Indiana Jones, Conan el Bárbaro o, recientemente, Juego de Tronos). Deberíamos apoyar más esta industria.

A mí me dio alas. ¡Madre mía! Me codeé con Antony Quinn y John Lennon y, como tallista, le di buen uso al banco de carpintero de mi tío y acabé en la tele. Todo por Almería y el cine.

Soy el de la derecha, vestido de sargento del Ejército Imperial Británico, durante el rodaje de la película de John Lennon en Almería.

 

En este banco, que utilizo para mis tallas de madera, hizo mi tío Antonio, carpintero de Tabernas, varios decorados para las películas del Mini Hollywood de Almería.

 

Sara Montiel, en La Violetera,

Sara Montiel, en El último cuplé, película prohibida para niños, que yo vi desde el terrado de mi abuela.

La Señora me abrió una puerta al futuro

¡Qué poco dura la alegría en la casa del jubilado! Durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo, con escasez de noticias salvo las de la pandemia, el diario La Voz de Almería publicó los artículos 3 y 4 de mi serie «Almería, quién te viera…» nada menos que en domingo y no, como antes, en días laborables. Me sentí alguien. Pero no me hice ilusiones. Fui cocinero antes que fraile y sé lo que se cuece en la cocina. Hoy, jueves, vuelve mi serie a La Voz, pero en días laborables, de menor tirada y lectura que el domingo. ¡Qué le vamos a hacer! Para quienes tengan la vista cansada y no puedan leer la letra impresa tan pequeña, me permití copiar y pegar a continuación mi artículo 5 en un buen cuerpo de Word. Hay que dar facilidades a los de mi edad.

Artículo 5 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy jueves en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (6)

La Señora me abrió una puerta al futuro

J.A. Martínez Soler

Qué emoción leer, por primera vez, Las aventuras de Guillermo, las obras de Julio Verne o de Emilio Salgari. Descubrí esos libros de preadolescente de forma no fortuita. Nunca olvidé el ansia por conocer otros mundos que me produjeron aquellas lecturas tan tempranas.

Muchos años antes, como los “proscritos” de Guillermo Brown, unos niños jugaban a las guerrillas, a pedrada limpia, en la ladera del monte coronado por el castillo árabe de Tabernas (Almería). Una pandilla contra otra. Una piedra perdida golpeó al hermano mayor de mi padre en la cabeza y lo dejó malherido.

Castillo de Tabernas (Almería)

Mi abuela (Dolores Idáñez García), aguantando las lágrimas con dificultad, me lo contó más de una vez. Reconoció pronto al herido: su primogénito. Pidió auxilio a voces. Le tomó en brazos y bajó la cuesta empinada, a toda prisa, en busca de ayuda. Una carrera angustiosa. A la desesperada. Sus gritos debieron de ser desgarradores. Pero no llegó a tiempo a la casa del médico. A mitad de camino, su hijo, con la cabeza ensangrentada, dejó de respirar en sus brazos.  Aquel accidente, trágico y estúpido, marcó su vida. También, sin duda, la del resto de su familia.

En la casa de mi padre, las desgracias entraron por arrobas. Cuando mi padre apenas tenía poco más de un año, la gripe famosa de 1918, que diezmó Europa meses antes del fin de la primera guerra mundial, mató a su padre. Aquella epidemia fatal, la más terrible conocida hasta la actual del coronavirus, comenzó en agosto del 18, y, en solo dos años, causó la muerte de entre 50 y 100 millones de personas. Mi padre se crió huérfano de padre y yo, sin tío y sin abuelo.

Mi abuela paterna, Dolores Idáñez.

Tras la muerte de su hijo mayor, mi abuela Dolores, viuda joven, sin dinero para la diligencia ni para la camioneta, salió un día de Tabernas con sus dos niños pequeños con destino a la capital. Partieron al amanecer en un carro de mercancías. Con su risa burlona me contó más de una vez que, en las cuestas arriba de aquel largo viaje, el carretero y ella tenían que echar pie a tierra para ayudar a la mula. De ella aprendí esta rima: “Cuesta arriba te quiero, mulo/ que las cuestas abajo yo me las subo”.

Los libros de los Cassinello

Con las buenas referencias que traía escritas por gente principal de Tabernas, mi abuela entró a trabajar, como la última de las criadas, para una familia de grandes propiedades y nombre con historia. Poseían una finca enorme en las afueras de la capital con varias casas, un palacete, dos balsas y coche de caballos. ¡Ah! Y un gran algarrobo. Estaba entre La Molineta y la Cruz de Caravaca. En mi familia siempre nos hemos referido a ese lugar, casi mítico, como “el cortijo de la Señora”. También tenían una casona grande en la plaza Careaga, cerca de la catedral.

Ese acontecimiento fortuito marcaría la vida de mi padre. Y, por supuesto, la mía.

Cuando yo iba a recoger a mi abuela, ya anciana, la Señora nunca fue tan severa conmigo como decían sus sirvientes. Yo la admiraba. En ocasiones, la temía. Siempre la envidiaba. Ella era poderosa. Lo que decía, se hacía. En su cortijo y en sus empresas. Con ella, había que andar con cuidado. Mi abuela me lo tenía dicho: “Ya sabes: en casa de la Señora, ver, oír y callar”.

Mi fervor religioso preadolescente debió enternecer a la Señora que era fiel católica. En el colegio La Salle, yo ayudaba a misa en latín y era congregante mariano. Quizás, por eso, me regaló el primer libro y me invitó varias veces a acompañarla hasta la Catedral en su coche de caballos particular. ¡Qué pasada! Me hice amigo del cochero, quien más de una vez me dejó ir sentado a su lado, en el pescante, y llevar las riendas del caballo. Luego, tan contento, le quitaba el polvo a la estatua de la Virgen que hay detrás del coro catedralicio.

Desde niño, mi trato frecuente y afectuoso con la Señora, doña Serafina Cortés, viuda de Cassinello, aristócrata e hija (o nieta) de un almirante que fue muy importante en Filipinas y Palao, marcó el rumbo de mis lecturas. Me preguntaba por mis notas en el colegio y me recomendaba qué leer. Los libros usados que me regalaba me abrieron el apetito de leer más, preguntar más, investigar cualquier misterio que tuviera delante, y soñar con aventuras increíbles. Doña Serafina me preguntaba por los libros y conversábamos. A veces, me ponía de ejemplo frente a alguno de sus nietos. Nunca supe por qué, me sentía mimado por la Señora (yo me dejaba querer) y, también, por su hija, la señorita Pilar, de la edad de mi padre. La última vez que ví a Pilar Cassinello Cortés fue en el funeral de mi padre en Los Franciscanos. Me abrazó y, con lágrimas, me dijo: “Hijo mío, yo quería mucho a tu padre”.

A los dos meses y pico del golpe de Estado de Franco en 1936, don Andrés Cassinello, el esposo de doña Serafina, fue fusilado en el pozo de Cantavieja, en la zona de Tabernas, el pueblo de mi familia paterna. Mi padre se ponía furioso al recordar la muerte trágica de su jefe, el hombre que le dio trabajo como botones y le protegió desde pequeño. “Por crímenes como el de don Andrés”, me dijo un día, sin ocultar su rabia, “acabamos perdiendo la guerra”.

Carnet de mi padre como suboficial del Ejército de la II República

El señor Cassinello tenía 50 años, recién cumplidos, cuando lo mataron.  Su hermano don José (un capitán de 41 años) fue fusilado también por los “rojos”, dos años más tarde, en el campo de Turón (Granada). Mi padre, de la UGT y oficial del Ejército de la República, se libró de ser fusilado al caer prisionero de los falangistas, de noche, en el frente helado de Teruel, porque cubría sus galones de teniente con el abrigo de un soldado muerto. Mi abuela le guardó luto cuando le dieron oficialmente por “desaparecido en combate”. Milagrosamente, o por influencias nunca confirmadas, quizás de la Señora, mi padre fue liberado del campo de concentración franquista en Zamora, regresó a Almería y fue contratado de nuevo por la familia Cassinello. Se convirtió en Pepe “el del Cemento” con almacén en la calle Pedro Jover.

Con el teniente general Andrés Cassinello y Antonio Cantón en nuestra tertulia de almerienses transterrados a Madrid

 

Lo que es la vida. Hoy presumo de mi relación afectuosa con el teniente general Andrés Cassinello Pérez, un militar brillante de 94 años, huérfano de don José Cassinello y de doña Adela Pérez, a quien también conocí, y sobrino de la Señora. Este ilustre militar, que conoció bien a mi padre, ayudó al presidente Suárez a transitar de la Dictadura a la Democracia. Creó el embrión del CNI y su información fue clave para la legalización del Partido Comunista y los encuentros clandestinos entre Felipe González y Adolfo Suárez. Los demócratas estamos en deuda con él. Hoy preside la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición, a la que pertenezco. Con él comparto tertulia de almerienses transterrados a Madrid. Le considero un amigo.

El general Cassinello, siendo niño huérfano de padre, solía comer en casa de la Señora donde mi abuela cocinaba. Muy bien, por cierto. Ambos hemos probado las mismas recetas de Tabernas. Habrá leído también, antes que yo, los libros usados que me regaló su tía doña Serafina. Desde luego, escribe muy bien y disfruto leyendo sus libros. Se lo preguntaré en la próxima tertulia.