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Hace tres días que mi hermano Emilio no trabaja…

Su hijo Nacho nos lo anunció: «Se lo llevan». Luego se hizo un silencio profundo en torno a su ataúd y su última foto. Del velatorio de Emilio Ontiveros, mi amigo y maestro, me sobresaltó el silencio. Diez minutos de un silencio espeso, tan pesado como si la lápida de una tumba cayera sobre tantos bellos recuerdos compartidos.

Foto de Emilio

Foto de Emilio Ontiveros, puesta en un atril junto a su ataúd.

Antonio Machado escribió, en el entierro de un amigo, que «un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio». Eso era antes. Anoche, 2 de agosto, a las 23,10, no sentimos ningún golpe ataúd en tierra. Tampoco se rasgó la cortina del Templo, según dicen los evangelistas que ocurrió tras la muerte de Jesús. Lo que sí ocurrió es que un funcionario severo y ceremonioso del Tanatorio madrileño de La Paz dio a un botón y cerró lentamente la cortina que separaba a unos cincuenta amigos del féretro que contenía el cuerpo muerto de nuestro Emilio.

En ese mismo instante, nos estremeció el resplandor de varios relámpagos seguidos de rayos y truenos. ¡Ay, aquel rayo! Te estremece, sí, pero te ilumina a la vez. No hubo discursos. No hacían falta. Los llevábamos por dentro. Algunos no pudieron contener las lágrimas. Otros liberamos la tensión con un resoplido y algún suspiro. Nos faltaba el aire.  Luego, se despidió el duelo con abrazos, muchos abrazos, fuertes como los que nos daba Emilio. ¡Qué temple el de Mencha y Montse, la primera y la segunda esposa de Emilio y el de sus hijos!

Salimos del Tanatorio en silencio, arrastrando los pies, a paso lento, conscientes del crepitar del honro en el que, en esos momentos, ya estaban incinerando el cuerpo del maestro Ontiveros. Al salir a la intemperie del parking, una lluvia pesada, de gotas gordas, nos empapó a todos. Rayos y truenos en Tres Cantos, tras una tarde tórrida de agosto. Si Emilio tuviera evangelistas, en lugar de economistas y periodistas, narrarían la tormenta tremenda de anoche como un signo sobrenatural que marcó la hora de su entierro. Pero allí no abundaban evangelistas ni creyentes en cuestiones religiosas. Habíamos despedido a un hombre bueno, a un científico, que profesaba la investigación y la duda, y, como Pascal, también a un amante de «las razones del corazón que la razón ignora».

Por la lluvia, tan intensa, casi no veía la carretera. Aflojé la marcha hacia la M-40 y me puse en el carril de los lentos. Fui repasando de memoria mis poemas favoritos sobre la muerte de un amigo. La Elegía de Miguel Hernández en la muerte de Ramón Sijé y el de Antonio Machado dedicado a Giner de los Ríos. Me los aprendí de memoria cuando a los 20 años perdí a Manolo Do Campo, mi mejor amigo de la infancia. Los refresqué cuando en 2007, en trágico accidente de tráfico, murieron de golpe mi hermana, mi cuñado y mi sobrina. A los entierros acudes, lo quieras o no, con todos tus muertos a cuestas. Eso me pasó anoche. Un triple duelo.

Me costó dormir. Pensaba en la vida de Emilio, tan plena, tan llena de bondad, de ternura, de generosidad. Y otra vez, recordé a Machado: «Lleva quien deja y vive el que ha vivido». Pues sí. Emilio nos ha dejado mucho de él dentro de nosotros y seguirá vivo mientras le recodemos.

Al despertar me encuentro con este mensaje de Ana R. Cañil, la madrina de mi hijo David, que nos anima «a gestionar la orfandad en que nos ha dejado Onti».  Lo opio y pego:

«Qué fotos Jams! Qué jóvenes éramos. El reencuentro en  la despedida de ayer, la entereza de Montserrat Domínguez, esa compañera de Emilio que nos ha animado hasta el último segundo, y la fuerza de toda la familia Ontiveros.  Ah, y tu memoria y charla, querido JAMS. Como no te gustan los silencios los llenaste todos. Gracias Ahora, a gestionar la orfandad en que nos ha dejado Onti.»

Gracias, comadre. En efecto, Onti nos deja huérfanos… y un poco más solos.

Adiós, Emilio, amigo y maestro. Descansa en Paz.

Estas son las fotos que menciona la Cañil en su mensaje:

Emilio en mi casa con media pandilla. Mi hijo David, en primer plano, ya tiene 34 años.

Con mi suegra, Solita Salinas y Juan Marichal, en primera fila. Lorenzo, Flavio, Joaquín y Emilio, al fondo. Ana Cañil da de comer a mi hijo David, su ahijado

Emilio nos dirige en La Magdalena

Con Ollora, Ontiveros y Santillana en Rascafría

Así eran los abrazos de Emilio.

Con Emilio en algún acto del diario 20 minutos antes de jubilarme.

El traje no hace al hombre

«Cada hombre es hijo de sus obras». Eso aprendí de Sancho Panza. ¡Qué razón tenía!

Siempre que, por obligación, tengo que vestir de esmoquin o de frac me vienen a la mente dos recuerdos. Uno alegre y otro doloroso. Hoy cuento estos recuerdos en el diario la Voz de Almería y en mi blog de 20 minutos.es.

Publicado hoy, 20:3:2022, en La Voz de Almería

Como de costumbre, para los de mi edad que no puedan leer la letra pequeña, copio y pego el texto del artículo en Word con letra grande.

Almería, quién te viera… (15)

 El traje no hace al hombre

J.A. Martínez Soler

Siempre que, por obligación, tengo que vestir de esmoquin o de frac me vienen a la mente dos recuerdos. Uno alegre y otro doloroso.

Cuando trabajaba como director general del diario 20 minutos, el 3 de marzo de 2009, la Casa Real me invitó a una cena de Estado inolvidable. Mi esposa acudió con mantón de Manila, una pieza muy castiza que fue alabada por la reina Sofía. En el “besamanos”, mi chica, una norteamericana poco ducha en protocolos palaciegos, iba seguida por un almirante en traje de gala lleno de botones y condecoraciones. Ella hizo un giro repentino, muy torero, y enganchó los largos hilos de su mantón en los botones brillantes del ilustre marino. Menudas redes de las que tuvimos que liberarnos antes de unirnos al banquete. Era una cena en honor de Dimitti Medvédev, jefe de Estado de Rusia y siempre marioneta del dictador Vladimir Putin. No sospechábamos entonces que estos oligarcas autócratas y cleptómanos acabarían masacrando injustamente a Ucrania ni que el rey Juan Carlos era ya un golfo de tomo y lomo.

Cena de Estado de los Reyes con el presidente ruso Medvedev

En efecto, el traje no hace al hombre, sino al revés. Lo aprendí de Sancho Panza (“Cada uno es hijo de sus obras”). Puedes tener mucho traje y mucho dinero, como Medvédev o el Emérito, pero tus acciones te definen.

La primera vez que traté de ponerme un esmoquin fue durante la Feria de Almería de mis quince años. Mi amigo Manolo Do Campo, hijo de un inspector de Hacienda, tenía entrada libre tanto al Club de Mar como al Casino. También yo si, como de costumbre, usurpaba su apellido. De tanto hacerlo, los porteros me consideraban uno de sus nueve hermanos.

Hacerme pasar por otro, disimular mi oficio, me ayudó más tarde para obtener algunas exclusivas periodísticas.

En el Club de Mar, con Manolo Do Campo al timón y Pedro L. Pérez de los Cobos en el techo de su lancha

La primera vez que vi jugar al tenis, todos de blanco, fue en la pista del Club de Mar, en el Puerto junto a Pescadería. Nunca aprendí a jugar a este deporte que adoro hasta que me acerqué a la jubilación. La primera vez que subí en un balandro y en una lancha de motor fue en el espigón del Club de Mar con gente de mi pandilla del centro y compañeros de La Salle. También asistí allí, confundido con mis amigos del colegio, a algún baile de postín a la orilla del Puerto y a las casetas exclusivas de la Feria.

Bailando con María José Fdez Soriano en una caseta de la Feria de Almería (1962?)

Compañeros de aquella pandilla habían planeado asistir una tarde/noche al baile en el gran patio del Casino de Almería. Allí era donde las niñas de familia “bien” (así se las llamaba) se presentaban en sociedad. Prometía ser todo un acontecimiento del que habíamos oído hablar en mi barrio, con envidia reprimida, pero que solo habíamos visto por la cerradura y las rendijas del portón de hierro que daba al Paseo.

Para las chicas nunca hubo problema de vestuario. No había una etiqueta rigurosa. Sin embargo, me dijeron que aquel día los chicos tenían que ir vestidos de esmoquin: un traje negro con las solapas brillantes, faja negra ancha, también brillante, camisa blanca con adornos y pajarita. Lo había visto en el cine.

No quiero ni pensar en la mirada que se cruzaron mis padres cuando les dije que yo quería un esmoquin para ir al baile del Casino. En ese instante, cayó sobre mí un chaparrón de vergüenza de la que aún no me he librado del todo.

– “Estás loco de remate. ¿Tú sabes lo que cuesta ese traje de señorico, como se diga, que nos pides?”, dijo mi madre.

– “Déjalo, Isabel, algún día lo comprenderá. Ahora quiere ir como sus amigos del Colegio y no sabe que eso nos puede costar la paga completa de un mes”, terció mi padre. Se puso más serio para aclararme las ideas: “No te olvides nunca de dónde vienes. Por ahora, tú no eres como ellos. Tienes que estar orgulloso de tus orígenes y no renegar nunca de ellos. Si tienes que disimular para salir adelante, disimula, pero, en tu interior, no te identifiques tanto con tus amigos ricos. Algún día, si te lo ganas, podrás ser como ellos. Hoy, no”.

Naturalmente, enfurruñado, me quedé sin esmoquin y sin baile de gala.

Salvado por la “taquiyya

Años después, como aficionado a la Edad Media en Almería, en particular a los años 1147 a 1157 durante la dominación cristiana de mi tierra, descubrí la expresión árabe “al taqiyya” que me dio algunas claves de mi comportamiento. Fue en la Introducción que el sabio Emilio García Gómez hizo al maravilloso libro “El colar de la paloma” del poeta cordobés Ibn Hazm (994-1063):

“En respuesta a una consulta sobre la conducta que había que seguir entre los dos escollos de ser cómplices de la inmoralidad e impiedad de los príncipes o víctimas de su persecución, Ibn Hazm, tras de la crítica más mordaz de la política de sus contemporáneos, aconseja la ´taqiyya´ o simulación…”

 La “taqiyya” fue también lo que recomendaron los ulemas de Oriente a los musulmanes españoles, sometidos por las fuerzas cristianas del Norte y obligados a bautizarse o marchar al destierro. Muchos antepasados nuestros, iberos o visigodos, que se habían convertido al Islam, a partir del siglo VIII, abandonaron sus chilabas y volvieron a vestir las ropas de los cristianos, cuando fueron conquistados por ellos.

Los que no fueron al exilio, se hicieron pasar por conversos auténticos en la calle y en las iglesias. Al ponerse el Sol, en el interior secreto de sus hogares, vistieron sus chilabas, extendieron sus alfombras y, mirando a la Meca, recitaron los versos del Corán. Algo parecido ocurrió, también en secreto, con los judíos, aparentemente conversos, y su Torá.

Así pude comprender (y perdonarme) el arte del disimulo, el fingimiento, la diplomacia, el engaño venial en público y la sinceridad interior en privado que yo había practicado, con cierta maestría, durante mi adolescencia en La Salle y con mis nuevos amigos de aula y clase.

Mi carácter, como periodista, y como luchador antifranquista, también se forjó gracias al dominio de la “taqiyya”. Abandoné esa práctica, que me protegió de tantos peligros, cuando me jubilé. Ahora, con la casa pagada y mis tres hijos criados, escribo como si fuera libre sin necesidad de disimular.

La primera vez que me puse un esmoquin (de alquiler, claro) fue para asistir a una cena principesca en Montecarlo. Cuando me miré al espejo, con aquella facha de nuevo rico, no pude evitar un golpe cariñoso de nostalgia. Recordé el día en que se me ocurrió pedir a mis padres que me compraran ese mismo tipo de traje para bailar en el Casino de Almería.

 

 

 

Crecí, respetadme, con el cine

Cuando fundé y presenté el Buenos Días en TVE (1986), el primer informativo de la mañana, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería. Hoy cuento esa pequeña historia en el diario La Voz de Almería, dentro de mi serie de artículos de recuerdos «Almería, quién te viera…». Como de costumbre, hoy lo incorporo a mi blog en 20minutos.es copiando y pegando el texto en letra grande de word para que los de mi edad puedan leerlo, si saben ampliar la letra, incluso sin gafas.

Publicado hoy en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (12)

Crecí, respetadme, con el cine

J.A. Martínez Soler

Cuando fundé el Buenos Días en TVE, mucha gente me preguntó por qué no les tenía miedo a las cámaras. Siempre hay algo de miedo escénico, algo de adrenalina, que se vence o se disimula con ilusión. Pero cuando pienso en el porqué, recuerdo mi infancia y adolescencia en Almería.

Siempre me gustó este verso de Rafael Alberti: “Nací, respetadme, con el cine”. Pronto me lo apropié, cambiando el verbo, pues yo crecí, desde luego, con el cine. Cualquier almeriense de mi edad tendrá grabado el olor intenso a jazmín que percibíamos al acercarnos a la Terraza Imperial. Este cine al aire libre estaba entre mi calle, Juan del Olmo, y el Paseo Versalles. La taquilla, la entrada y los carrillos de chuches, pipas, azufaifas y garbanzos torrados, en la plaza Juan de Austria. También esos condenados cigarrillos de tabaco con matalauva y sabor a anís.

Tuve la suerte enorme de que la hermana y la madre de mi padre vivieran en la calle Juan del Olmo, a la altura perfecta para ver, desde su terrado, la pantalla completa del cine y escuchar de maravilla lo que salía por los altavoces. Desde muy niño vi mucho cine calificado por el régimen de Franco y por la Iglesia como 3-R, o sea, para mayores con reparos.

Los curas y frailes nos decían que los niños no podíamos ver el cine reservado a los adultos. Era pecado mortal. Infierno seguro si te morías sin mediar confesión. Si así es, como en Cinema Paradiso, yo me gané el infierno muchas veces. Tuve el privilegio de ser uno de los pocos niños que, en plena represión cultural de la Dictadura, pude ver los pechos y los morros (¡ay!) de Sara Montiel en El último cuplé o en La Violetera, las imágenes más sexis o violentas que se le habían colado a la censura eclesiástica, encargada de poner nota a los estrenos. Ojos como platos ante diálogos y argumentos prohibidos a los niños. La gran pantalla de la Terraza Imperial me hizo soñar y madurar a la fuerza.

 Una joya del Mini Hollywood

 Aún conservo en mi taller el banco de carpintero que me regaló mi tío Antonio, primo hermano de mi padre. “Una joya de anticuario, digna de un museo”, me dijo. “En ese banco hice las primeras fachadas huecas para los decorados de las películas del Oeste”. Conservaba bocetos de las casas falsas que hizo para “El bueno, el feo y el malo”, “Por un puñado de dólares, “La muerte tenía un precio” y otras películas de Sergio Leone. Como muchos compañeros míos, en algunas de ellas trabajé yo como “extra”, que es el nombre que nos daban entonces a los figurantes. Por 125 pesetas al día.

Almería se había convertido en el nuevo gran plató del Spagueti Western. En aquellos tiempos, nos cruzábamos con Clint Eastwood, y otros por el estilo, caminando por el Paseo. Como si nada. Cuando tallo la madera en ese banco viejo, tan cargado de historia local, la obra de mi tío Antonio, el carpintero de Tabernas, me inspira.

Gran parte de “El feo, el bueno y el malo” se grabó en el Cortijo del Fraile, hoy rodeado de un mar de plástico. Allí se produjo el crimen que inspiró a García Lorca para escribir su “Bodas de sangre” y a Carmen de Burgos, nuestra paisana Colombine, para crear “Puñal de Claveles”. Como presidente de la Junta Rectora de Parque Natural Cabo de Gata-Níjar, trabajé sin descanso para salvar de la ruina a ese cortijo, un icono para nuestra historia literaria y cinematográfica. Tuve más voluntad que acierto.

Trabajé en una docena de películas. La primera, una obra de arte, fue Lawrence de Arabia. Subía y bajaba de un tranvía que atravesaba, entre palmeras, el Parque de José Antonio (hoy, de Nicolás Salmerón). Detrás del tranvía nos seguía, en moto, nada menos que Peter O´Toole. Almería era Damasco. Yo era un turco elegante. Mi estampa pasa tan deprisa en la gran pantalla que difícilmente puedo convencer a mis hijos de que ese turco, con un traje impecable y un fez de fieltro rojo, era yo. Apenas me identificaban.

Conocí entonces a Antony Quinn, jugando a las cartas en el quiosco del 18 de Julio, cerca de mi colegio y frente a la casa de mi amigo Manolo Do Campo. La segunda vez que le vi fue en los estudios de la ABC, en Nueva York, en 1985. Allí pasé un par de noches tomando notas sobre cómo hacían los estadounidenses el primer informativo de la mañana (“Good morning, America”) para crear, casi copiar, el Buenos Días en RTVE en 1986. Recordamos su paso por Almería.

Pasé de la gran pantalla del Mini Hollywood, donde me enfrenté a las primeras filmaciones de mi vida, a la pequeña pantalla de RTVE. La experiencia juvenil de extra en Almería me ayudó, más tarde, a perder el miedo a las cámaras de televisión. Me sentía como uno más del gremio. Actuar en el teatro de La Salle también me ayudó a aliviar el miedo escénico. Gracias a esas experiencias superé las pruebas para presentar la Televisión Escolar de TVE con 22 años.

La tarde que saludé a John Lennon

 Ricky y Steve, hijos del barón Alexander Guillinson, tenían una terraza espléndida para guateques que daba al mar, en su chalet de la Playa de Las Conchas. Desde esa terraza, en el verano de 1967, vimos llegar a la puerta de su casa un Rolls Royce negro, con el volante en el lado del copiloto, y cristales ahumados. De ahí salió, para entrar en la casa de nuestros amigos, uno de nuestros ídolos en persona: el mismísimo John Lennon, el alma de los Beatles.

El barón le había invitado a vivir allí hasta que encontrara una vivienda adecuada para todo el tiempo que precisara la película que iba rodar en Almería. Fue la locura. Una tarde nos visitó en la terraza. Se tomó una copa con nosotros y nos saludó uno a uno. Pedimos a nuestros anfitriones que nos recomendaran al director de la película para trabajar como extras.

A los pocos días, acudimos al rodaje. Allí estaba, en pleno desierto almeriense, el director, Richard Lester. A su lado, nuestro ídolo musical que hacía de protagonista. A mí me vistieron de sargento del Ejército Imperial Británico, con pantalón corto, gorra de plato y bastón de mando. El rodaje era muy raro. Surrealista, diría yo. La película, “Cómo gané la guerra” (“How I won the War”), no tuvo éxito. Para mi fue el no va más.

En 2013, el director de cine y escritor David Trueba me dijo que se marchaba inmediatamente a buscar localizaciones por los desiertos de Almería para “Vivir es fácil…”, su próxima película. Me ofrecí a ayudarle. David Trueba se contentó con utilizar solo mi voz, un par de veces, con acento almeriense.

Al fin, mi nombre, que había salido cientos de veces en la pequeña pantalla de la televisión, como director de programas informativos, entrevistas y telediarios, apareció, por primera vez, en los créditos de la gran pantalla. Salgo el penúltimo en los agradecimientos.

Almería, por debajo del paralelo 37 N, es una tierra bendecida para el cine. Al ser uno de los lugares más al sur de Europa, y ofrecer seguridad física y jurídica y paisajes montañosos preciosos, puede recrear lugares en donde es peligroso y costoso irse a rodar. No solo México o el Oeste de EE.UU. A la misma altura que Siria, Irak o Afganistán, nuestra tierra puede recrear estos mundos para la tele o el cine, ya sean reales o imaginarios (Indiana Jones, Conan el Bárbaro o, recientemente, Juego de Tronos). Deberíamos apoyar más esta industria.

A mí me dio alas. ¡Madre mía! Me codeé con Antony Quinn y John Lennon y, como tallista, le di buen uso al banco de carpintero de mi tío y acabé en la tele. Todo por Almería y el cine.

Soy el de la derecha, vestido de sargento del Ejército Imperial Británico, durante el rodaje de la película de John Lennon en Almería.

 

En este banco, que utilizo para mis tallas de madera, hizo mi tío Antonio, carpintero de Tabernas, varios decorados para las películas del Mini Hollywood de Almería.

 

Sara Montiel, en La Violetera,

Sara Montiel, en El último cuplé, película prohibida para niños, que yo vi desde el terrado de mi abuela.