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Voy con Adriana, el último de su lista

¿Por qué voy, a mucha honra, el último de la lista del PSOE en Almería? Sencillamente porque me gustaría ayudar a que Adriana Valverde, mi candidata favorita, fuera la próxima alcaldesa de Almería.

Adriana Valverde, candidata socialista a la alcaldía de Almería.

Yo te veo, querida Adriana, como alcaldesa de Almería, la ciudad donde nací y donde, en la calle Juan del Olmo (ente el Quemadero y la Plaza Toros), mamé los ideales socialistas de mis padres. Voy como independiente en el puesto 27 de tu lista porque, como periodista, no debo someterme a disciplina de partido, religión o equipo deportivo (nunca lo hice), pero mi corazón, tú lo sabes, comparte tus ideales socialdemócratas. Y soy un patriota almeriense, andaluz, español, europeo y ciudadano del mundo y eso me obliga a actuar y a no rendirme frente a la injusticia, la desigualdad y la ignorancia.

Por el bien de mis paisanos almerienses (los nacidos aquí y quienes adoptaron nuestra ciudad como propia), deseo tu victoria electoral. La tuya será una alcaldía para la esperanza en un futuro mejor frente al inmovilismo y el conformismo del pasado que nos ofrecen el PP y VOX. Será una victoria no solo para los del Paseo, para los que Feijóo llama “la gente de bien”, sino también para todos los barrios olvidados por el PP.

Mis paisanos del distrito 5º dirán que soy un optimista sin remedio. Ya me lo dijeron cuando, hace unos años, regresé a mi tierra como profesor titular de la UAL, y fui con Santiago Martínez Cabrejas, también con el número 27, el último de la lista del PSOE, un puesto de honor que me trajo suerte. Ya lo veréis.

La derecha almeriense, que entonces incluía a algunos nostálgicos del franquismo que hoy son de VOX, daba por segura la victoria de Megino, aquel alcalde enemigo de Los Coloraos que prohibió tocar La Marsellesa a la banda municipal. ¡Menudo cipote! Los himnos liberales del siglo XIX (el de Riego, el de Garibaldi, la Marsellesa y el himno nacional) se tocaban en Almería desde hacía casi doscientos años. Los amigos de la libertad recurrimos a la banda municipal de Berja para mantener una tradición liberal interrumpida solo durante la ominosa tiranía de Franco. Volvió a sonar La Marsellesa en la Plaza Vieja, don Juan Megino perdió la alcaldía y nuestro Santi, un alcalde entrañable, tomó el mando en Almería.

Ya sé que se trata solo de una anécdota menor sobre la intolerancia de la derecha almeriense. Pero, los símbolos, por pequeños que sean, cuentan porque condensan sentimientos, emociones e identidades que nos definen. Los del PP que nos gobiernan le tienen ojeriza al Pingurucho de Los Coloraos y quieren quitarlo de la puerta de Ayuntamiento. El monumento a los mártires de la Libertad, ejecutados por Fernando VII, el rey felón que restauró la Inquisición, les da repelús. A mí me gusta. Y a Adriana, también.

Pero no vamos a ganar el Ayuntamiento solo para salvar los símbolos de nuestra identidad histórica. Queremos ganar el Ayuntamiento para cambiar Almería, 20 años en manos de pusilánimes conservadores que se contentan con poco (y generalmente solo para ellos), para ponerla en el mapa del progreso, con autopistas y ferrocarriles del siglo XXI, con un puerto abierto que no tenga que envidiar al de Alicante y un paseo, desde el Zapillo hasta Pescadería, pasando por el Cable Inglés, que compita con el de La Concha de San Sebastián. Una Almería con más y mejor empleo, con más riqueza, mejor repartida, y menos pobreza, con más y mejores servicios sociales, con más cultura y menos ignorancia, para que podamos presumir de ella con orgullo y con razón.

Como los líderes de mi padre, Indalecio Prieto o Julián Besteiro, yo soy socialista a fuer de liberal y como ellos, yo también quiero una Almería moderna y ejemplar, que nos garantice un futuro de progreso para mejorar la vida de todos los almerienses y para reducir la desigualdad, la injusticia y la ignorancia que sufren muchos de nuestros paisanos. Quiero un futuro de esperanza y no un regreso al pasado que beneficie solo a los de siempre. Quiero una Almería más feliz.

Con Adriana ha llegado la hora feliz del cambio y no más de lo mismo. Y es que, para superar el abandono de Almería, durante dos décadas, la Democracia nos ofrece algo maravilloso: la posibilidad de la alternancia en el poder gracias al voto responsable de los ciudadanos. Paisano: no pierdas esta oportunidad para nuestra ciudad. ¡Atrévete!

¡Almería, quién te viera… con Adriana de alcaldesa!

Ante el monumento a Los Coloraos, hace más de 35 años, con mi hijo David en mi mochila.

El traje no hace al hombre

«Cada hombre es hijo de sus obras». Eso aprendí de Sancho Panza. ¡Qué razón tenía!

Siempre que, por obligación, tengo que vestir de esmoquin o de frac me vienen a la mente dos recuerdos. Uno alegre y otro doloroso. Hoy cuento estos recuerdos en el diario la Voz de Almería y en mi blog de 20 minutos.es.

Publicado hoy, 20:3:2022, en La Voz de Almería

Como de costumbre, para los de mi edad que no puedan leer la letra pequeña, copio y pego el texto del artículo en Word con letra grande.

Almería, quién te viera… (15)

 El traje no hace al hombre

J.A. Martínez Soler

Siempre que, por obligación, tengo que vestir de esmoquin o de frac me vienen a la mente dos recuerdos. Uno alegre y otro doloroso.

Cuando trabajaba como director general del diario 20 minutos, el 3 de marzo de 2009, la Casa Real me invitó a una cena de Estado inolvidable. Mi esposa acudió con mantón de Manila, una pieza muy castiza que fue alabada por la reina Sofía. En el “besamanos”, mi chica, una norteamericana poco ducha en protocolos palaciegos, iba seguida por un almirante en traje de gala lleno de botones y condecoraciones. Ella hizo un giro repentino, muy torero, y enganchó los largos hilos de su mantón en los botones brillantes del ilustre marino. Menudas redes de las que tuvimos que liberarnos antes de unirnos al banquete. Era una cena en honor de Dimitti Medvédev, jefe de Estado de Rusia y siempre marioneta del dictador Vladimir Putin. No sospechábamos entonces que estos oligarcas autócratas y cleptómanos acabarían masacrando injustamente a Ucrania ni que el rey Juan Carlos era ya un golfo de tomo y lomo.

Cena de Estado de los Reyes con el presidente ruso Medvedev

En efecto, el traje no hace al hombre, sino al revés. Lo aprendí de Sancho Panza (“Cada uno es hijo de sus obras”). Puedes tener mucho traje y mucho dinero, como Medvédev o el Emérito, pero tus acciones te definen.

La primera vez que traté de ponerme un esmoquin fue durante la Feria de Almería de mis quince años. Mi amigo Manolo Do Campo, hijo de un inspector de Hacienda, tenía entrada libre tanto al Club de Mar como al Casino. También yo si, como de costumbre, usurpaba su apellido. De tanto hacerlo, los porteros me consideraban uno de sus nueve hermanos.

Hacerme pasar por otro, disimular mi oficio, me ayudó más tarde para obtener algunas exclusivas periodísticas.

En el Club de Mar, con Manolo Do Campo al timón y Pedro L. Pérez de los Cobos en el techo de su lancha

La primera vez que vi jugar al tenis, todos de blanco, fue en la pista del Club de Mar, en el Puerto junto a Pescadería. Nunca aprendí a jugar a este deporte que adoro hasta que me acerqué a la jubilación. La primera vez que subí en un balandro y en una lancha de motor fue en el espigón del Club de Mar con gente de mi pandilla del centro y compañeros de La Salle. También asistí allí, confundido con mis amigos del colegio, a algún baile de postín a la orilla del Puerto y a las casetas exclusivas de la Feria.

Bailando con María José Fdez Soriano en una caseta de la Feria de Almería (1962?)

Compañeros de aquella pandilla habían planeado asistir una tarde/noche al baile en el gran patio del Casino de Almería. Allí era donde las niñas de familia “bien” (así se las llamaba) se presentaban en sociedad. Prometía ser todo un acontecimiento del que habíamos oído hablar en mi barrio, con envidia reprimida, pero que solo habíamos visto por la cerradura y las rendijas del portón de hierro que daba al Paseo.

Para las chicas nunca hubo problema de vestuario. No había una etiqueta rigurosa. Sin embargo, me dijeron que aquel día los chicos tenían que ir vestidos de esmoquin: un traje negro con las solapas brillantes, faja negra ancha, también brillante, camisa blanca con adornos y pajarita. Lo había visto en el cine.

No quiero ni pensar en la mirada que se cruzaron mis padres cuando les dije que yo quería un esmoquin para ir al baile del Casino. En ese instante, cayó sobre mí un chaparrón de vergüenza de la que aún no me he librado del todo.

– “Estás loco de remate. ¿Tú sabes lo que cuesta ese traje de señorico, como se diga, que nos pides?”, dijo mi madre.

– “Déjalo, Isabel, algún día lo comprenderá. Ahora quiere ir como sus amigos del Colegio y no sabe que eso nos puede costar la paga completa de un mes”, terció mi padre. Se puso más serio para aclararme las ideas: “No te olvides nunca de dónde vienes. Por ahora, tú no eres como ellos. Tienes que estar orgulloso de tus orígenes y no renegar nunca de ellos. Si tienes que disimular para salir adelante, disimula, pero, en tu interior, no te identifiques tanto con tus amigos ricos. Algún día, si te lo ganas, podrás ser como ellos. Hoy, no”.

Naturalmente, enfurruñado, me quedé sin esmoquin y sin baile de gala.

Salvado por la “taquiyya

Años después, como aficionado a la Edad Media en Almería, en particular a los años 1147 a 1157 durante la dominación cristiana de mi tierra, descubrí la expresión árabe “al taqiyya” que me dio algunas claves de mi comportamiento. Fue en la Introducción que el sabio Emilio García Gómez hizo al maravilloso libro “El colar de la paloma” del poeta cordobés Ibn Hazm (994-1063):

“En respuesta a una consulta sobre la conducta que había que seguir entre los dos escollos de ser cómplices de la inmoralidad e impiedad de los príncipes o víctimas de su persecución, Ibn Hazm, tras de la crítica más mordaz de la política de sus contemporáneos, aconseja la ´taqiyya´ o simulación…”

 La “taqiyya” fue también lo que recomendaron los ulemas de Oriente a los musulmanes españoles, sometidos por las fuerzas cristianas del Norte y obligados a bautizarse o marchar al destierro. Muchos antepasados nuestros, iberos o visigodos, que se habían convertido al Islam, a partir del siglo VIII, abandonaron sus chilabas y volvieron a vestir las ropas de los cristianos, cuando fueron conquistados por ellos.

Los que no fueron al exilio, se hicieron pasar por conversos auténticos en la calle y en las iglesias. Al ponerse el Sol, en el interior secreto de sus hogares, vistieron sus chilabas, extendieron sus alfombras y, mirando a la Meca, recitaron los versos del Corán. Algo parecido ocurrió, también en secreto, con los judíos, aparentemente conversos, y su Torá.

Así pude comprender (y perdonarme) el arte del disimulo, el fingimiento, la diplomacia, el engaño venial en público y la sinceridad interior en privado que yo había practicado, con cierta maestría, durante mi adolescencia en La Salle y con mis nuevos amigos de aula y clase.

Mi carácter, como periodista, y como luchador antifranquista, también se forjó gracias al dominio de la “taqiyya”. Abandoné esa práctica, que me protegió de tantos peligros, cuando me jubilé. Ahora, con la casa pagada y mis tres hijos criados, escribo como si fuera libre sin necesidad de disimular.

La primera vez que me puse un esmoquin (de alquiler, claro) fue para asistir a una cena principesca en Montecarlo. Cuando me miré al espejo, con aquella facha de nuevo rico, no pude evitar un golpe cariñoso de nostalgia. Recordé el día en que se me ocurrió pedir a mis padres que me compraran ese mismo tipo de traje para bailar en el Casino de Almería.