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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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El misterio de los actores

Juan Diego, Natalie Poza y Miki Esparbé entrevistados durante la promoción de «No sé decir adiós»

Siempre he sido un gran admirador de quienes ejercen el oficio de actor. Me asombra que sean capaces de automanipularse, controlar y alterar sus emociones, sus gestos, su cuerpo de tal modo que pueden llegar a convertirse en seres opuestos a lo que en principio se suponen que ellos mismos son. Vemos a gente como Juan Diego, en Dragon Rapide (Jaime Camino, 1986) como Juan Echanove en Madregilda (Francisco Regueiro, 1993) o Carlos Areces en La reina de España (Fernando Trueba, 2016) mimetizarse con el dictadorzuelo que asoló nuestro país durante cuatro décadas, a pesar de situarse en las antípodas ideológicas. Uno creería más fácil asemejarse en la composición del personaje a aquel de quien de entrada se siente más afín. Pero, qué va, nada que ver. A veces el opuesto a uno mismo, Franco, sin ir más lejos, se deja atrapar con mayor fluidez y los citados no son más que un ejemplo tomado al azar.

Juan Diego, Juan Echanove y Carlos Areces, en la piel de Franco

Pongamos otro: cuando Anthony Hopkins dio la campanada con su Hannibal Lecter en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) que por cierto resonó tanto como para reportarle un Oscar, alguien pudo pensar que era un actor especialmente dotado para encarnar a tipos perversos y retorcidos. A pesar de que sólo aparecía en pantalla unos diecisiete minutos, su mirada torva y su dicción tan impecable como maligna se convirtieron en un icono definitivo para la historia del cine, uno de los malvados más memorables de cuantos pueblan en territorio de las sombras en el cinematógrafo. ¿Cuánto de este filántropo, bromista en los rodajes y discreto individuo se esconde entre las costuras del psicópata criminal que cocinaba a la sartén con las artes de un exquisito gourmet trocitos del cerebro de su oponente, Ray Liotta, estando aún vivo (Hannibal, Ridley Scott, 2001)?

Anthony Hopkins y Ray Liotta en «Hannibal»

La verdad es que la carrera de Hopkins es tan dilatada que da para encontrar todo tipo de sujetos de la más variada calaña entre sus películas. Aunque probablemente sea Hannibal Lecter el que se lleve la palma en cuanto a celebridad y el que sobreviva a todos los demás en el naufragio de los tiempos. Desde el profesor Van Helsing en Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) al genial y casquivano Picasso en Sobrevivir a Picasso (James Ivory, 1996), desde el morigerado mayordomo de Lo que queda del día (James Ivory, 1993) al tormentoso y tramposo Nixon (Oliver Stone, 1995), desde el astrónomo y matemático Ptolomeo en Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) al genial prestidigitador del suspense en Hitchcock (Sacha Gervasi, 2012)… la capacidad de este monstruo ( hay que ser un monstruo para acometer tales proezas) para enmascararse hasta el punto de hacernos olvidar la verdadera faz del representado es portentosa e inagotable. Nada que ver, ya digo, con parecidos razonables de partida.

Algunos personajes de Anthony Hopkins

Por cierto que he calificado a Hopkins de discreto y he de añadir también humilde a los trazos con que suele presentarse ante los periodistas. O al menos esa fue mi experiencia cuando tuve el placer de realizar una entrevista, por desgracia extremadamente breve como es cada vez más habitual en estos casos (no llegaría ni a diez minutos, tal vez incluso la mitad) con ocasión de la promoción de Sobrevivir a Picasso. “¿Cómo hace usted para meterse dentro de tan diversos y opuestos?”, le pregunté con toda candidez, “¿en dónde radica el secreto de esa portentosa mutabilidad?”. “Nada más sencillo”, contestó. “En realidad, ser actor es un trabajo como otro cualquiera, no tiene mayor ni menor dificultad; tan sólo hay que trabajar, como hace usted y como ejercen su oficio los carpinteros o los conductores de autobús”. Así, sin más, sin darse ninguna importancia renunció a la vanagloria y el autobombo que caracteriza a muchas de las grandes estrellas.

Juan Diego ha dado con frecuencia en entrevistas lo que él cree que es la clave del misterio. Si un honrado actor es capaz de transformarse en un auténtico hijo de puta, como hacía él con su inolvidable y execrable señorito en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), o sus colegas, Francisco Rabal en el entrañable deficiente Azarías, y Alfredo Landa, como el campesino humillado, en la misma catedralicia obra, es “porque dentro de cada uno de nosotros”, afirma, “se esconde cada una de esas personalidades, todos podríamos llegar a ser algo que nos puede parecer inimaginable, si se dieran las circunstancias necesarias. Entonces, lo que hace el actor es bucear dentro de sí mismo para encontrar esa parte de su yo”.

Juan Diego y Paco Tous en «23-F: la película»

Por ahí asoman el general Alfonso Armada en 23-F: la película (Chema de la Peña, 2011) el glorioso anarquista desnudo Boronat de París Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999) y el enloquecido fraile Villaescusa que ve pecados hasta en el cielo en El rey pasmado (Imanol Uribe, 1991). Todos ellos se dan un aire a Juan Diego, el rostro, la voz, la estructura ósea… aunque provienen de galaxias tan alejadas que nadie creería que los encarna el mismo actor si no le conociera.

Tirando del hilo de esa explicación deberíamos encontrar indicios para comprender la inconmensurable actuación de dos intérpretes mayúsculos, padre e hija en la ficción de No sé decir adiós: del propio Juan Diego, ese José Luis tozudo, encerrado en su amargura desde que enviudó y moribundo sin saberlo, y de Natalie Poza, su hija, la solitaria, drogadicta y enfadada con el mundo, Carla.

Juan Diego y Natalie Poza en «No sé decir adiós»

La sensacional opera prima de Lino Escalera (reportaje en Días de cine), cuya grandeza se debe por igual a los mencionados cómicos, al texto escrito a cuatro manos por el director y su guionista Pablo Remón y a una dirección acertadísima, alcanza el momento de máxima brillantez en la última secuencia, ejemplo paradigmático de cómo se termina en climax lo que cualquier otro hubiera terminado en anticlímax. Es una secuencia para desmenuzar en una escuela de cine a la que se llega en un proceso de cocción a fuego lento, con un ritmo de tensión in crescendo sabiamente administrado que cierra el paréntesis abierto en la primera secuencia.

Juan Diego, Natalie Poza y Lola Dueñas en «No sé decir adiós»

¿Es No sé decir adiós una película de resignación ante lo irremediable? ¿O es un grito desesperado de impotencia? ¿Cómo podemos disfrutar sufriendo con los personajes? ¿Cómo consigue Natalie Poza que nos importe y preocupe lo que le pasa a su abofeteable personaje, que le sigamos los pasos cuando liga torpemente, cuando se emborracha de coca y alcohol y cuando trata de acercarse sin demasiada suerte a su padre? ¿Por qué no nos tira para atrás la enfermedad de José Luis y su aparatosa tos? ¿Por qué sonreímos a la menor insinuación del chiste con Juan Diego, milimétricamente medida? El guion y la dirección tienen mucho que ver en nuestro asombro e interrogaciones, pero lo de los actores es francamente misterioso por muchas explicaciones que nos den. Y lo de esta pareja es un fenómeno paranormal.