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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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La segunda piel de Scarlett Johansson

Una de las páginas autocensuradas de Ghost in the Shell

Portada de la edición 2017 de Planeta Cómic

Yo que siempre ando quejándome de la censura (si me leyeron el último post, Bajos instintos, 25 años después, lo comprobarán) me quedo a cuadros cuando me entero de que el autor del legendario cómic Ghost in the Shell, Masamune Shirow, exigió a Planeta Cómic que se eliminaran dos páginas de su obra como condición para que se reeditara en España.¿Contenido? ¡Ja! ¿Pues cuál va a ser? Lo de siempre: dos páginas con material radioactivo que provoca la caída del cabello de los niños y sudores fríos a los abuelos que las vean. A los adultos no incluidos en ambos grupos es de suponer que les provoque otro tipo de reacciones físicas que me abstengo de especificar por innecesario.

Planeta dio razones de su inocencia, pero ya se sabe que hay mucho descreído por el mundo. Mientras tanto, a la reedición española que se presenta en el Salón del cómic de Barcelona, a celebrarse desde hoy hasta el 2 de abril, le viene que ni pintado el estreno, mañana mismo, de la primera versión con actores de carne y hueso y título Ghost in the Shell: El alma de la máquina que también arrastra su pequeña (o grande, según se asome uno a según qué medios o a según qué redes) polémica por la elección de Scarlett Johansson en el papel estelar del ciborg Motoko Kusanagi. Si los androides del futuro pueden parecerse a éste, les auguro un éxito de ventas arrollador.

Vayamos por partes. Como no todo el mundo sabe, Ghost in the Shell comenzó a publicarse en Japón en 1989 en formato manga subidito de tono que combinaba la metafísica con la fisicidad de las máquinas, el futuro de entonces, hoy cada vez más cercano, y el presente y el pasado de siempre: la corrupción política y policial, el control de las mentes, la tecnología más avanzada, la robótica, la integración del cerebro humano en los cuerpos fabricados artificialmente… un concentrado de sabores muy excitante.

Fue un cómic visionario que llegó al cine de animación japonés (anime, según el término acuñado internacionalmente) en 1995 con el mismo título, Ghost in the Shell, y un autor que también saltó a la fama entre los muchos seguidores de este mundillo, Mamoru Oshii. Por cierto que este buen señor se presta a la promoción de la versión actual y no se corta ni un pelo en alabar la elección de Johansson, es fácil imaginar el fajo de billetes con que le habrán convencido sobresalir de su bolsillo mientras lo hace.

El anime, el largometraje de animación se elevó al Olimpo de la animación para adultos y aunque había aligerado notablemente la carga erótica del manga -de las páginas ahora censuradas olvídense-  aún conservaba una respetable temperatura. De ahí saltó a dos series para televisión, dos largometrajes más, cuatro videojuegos…

Hasta llegar a Scarlett Johansson.  Y seguro que lo han adivinado: por supuesto rebaja bastantes grados más la calentura. De la segunda piel que viste hemos de señalar que podría haber sido un poquito más finita, más que nada para que perdiera ese molesto aspecto de traje de neopreno. Aún así, le sienta muy bien a su cuerpo serrano y da gusto mirarla los ratitos en que se deja ver de esa guisa, que no son muchos. Hay que valorar lo bien que se saca partido esta mujer, que cautiva con su sonrisa al más escéptico.

Scarlett Johansson embutida en su segunda piel

No sé muy bien si esto aliviará en alguna medida el griterío que se armó cuando se supo que sería esta buena moza y mejor actriz (escuchen su melodiosa voz y admirable interpretación en Her, de Spike Jonze, 2013, y me darán la razón) o por el contrario algunos de los ofendidos encontrará más motivos para el enfado. Está visto que en lo tocante al cabreo hay motivos sobrados para repartir: a algunos nos solivianta la autocensura, a otros el descafeinado de la obra, a otros que le toquen su cómic sagrado y no le pongan a una oriental de protagonista, también los habrá contentísimos con Scarlett…

¡A mí, desde luego, no me disgusta nada, lo que se dice nada. ¿La película? No, no, Johansson. La película se deja ver, el look es espectacular, los habituales excesos de violencia en el cine de acción aquí se mantienen en tasas ecológicas y las reflexiones filosóficas no es que sean para tirar cohetes pero le dan cierta apariencia de seriedad. El cine prefabricado para jóvenes que bebe del cómic suele aburrir soberanamente y en este caso al menos entretiene. ¡Algo tendrá que ver con ello Scarlett! (ver reportaje en Días de Cine, TVE).

Sensualidad en la máquina y la carne

Bajos instintos, 25 años después

Instinto básico se tituló en Hispanoamérica Bajos instintos, y habrá quienes le agradezcan al lumbreras que eligió tal obviedad que le llamara al pan pan y al vino lo que esconden las piernas. Seguramente pretendía ser un modo –innecesario- de atraer a más público a las salas porque la película del holandés Paul Verhoeven ya venía cargadita de publicidad gratuita, la que generan a toque de corneta los enemigos de la lujuria, el vicio  y el desenfreno en cuanto se descubre un palmito de piel más de lo acostumbrado.

Estamos en 1992 y una actriz desconocida llamada Sharon Stone se convierte en toda una celebridad por un quítame allá esas bragas en una escena de una película cuyos valores cinematográficos quedaron completamente eclipsados por lo que en pantalla duraba apenas un segundo. Casi le dan a uno ganas de no contarlo porque es dudoso que alguien no lo recuerde o no lo conozca, el famoso cruce de piernas de la escritora Catherine Tramell, sospechosa de asesinato, ante unos pasmados policías que parecían estar a dieta de sexo (de la alimenticia, no).

Hasta Michael Douglas se arrepentiría de no aceptar la propuesta de Verhoeven de mostrar en la película su miembro viril (en estado de entusiasmo) porque Sharon Stone le robó el plano, la secuencia y la película entera. La estrella era él y cobró sus buenos dividendos, pero ella brilló muchísimo más.

Me ahorro la descripción de la escena, magnífica, por cierto, como toda la película, un thriller cargado de tensión, huelga decirlo, sexual, y suspense que encumbraría también a su guionista, Joe Eszterhas; cobró lo que no está escrito por sus siguientes libretos, después de orquestar una secuencia de interrogatorio mítica que les pongo aquí debajo.

Ni siquiera cuando acertó, como con Showgirls en 1995, una de las películas más infravaloradas de la historia del cine, dirigida también por Paul Verhoeven, nunca más llegaron a buen puerto los guiones de Joe Eszterhas. Pero supo mezclar como nadie en la coctelera de un thriller el sabor ácido del crimen y el aroma embriagador de los flujos venéreos. Del resto se habían encargado Verhoeven, Douglas, Stone y un puñado de artistas más entre los que se olvida con frecuencia a Jerry Goldsmith, a quien se le debe una partitura inolvidable con la que estuvo cerca de ganar un Oscar.

El caso es que Stone repitió la jugada años más tarde, en 2006, en una infumable secuela que no hacía más que intentar patéticamente aprovechar las cenizas de aquel éxito planetario y pinchó en hueso con Instinto básico 2: Adicción al riesgo. Los estragos de la edad hicieron que la actriz perdiera su gancho y no le ayudaron a mantenerlo sus incursiones en el quirófano en busca de la piedad de Fausto, que no suele hacer favores a cambio de nada. Y ni el guión, ni el director, Michael Caton-Jones, le llegaban a la altura del talón de su referente. Sharon Stone estuvo en Madrid y se mostró muy simpática, pero cuando la vi de cerca en la rueda de prensa se me desvanecieron los rescoldos de aquellas brasas que aún perduraban agazapadas bajo el recuerdo de Instinto básico.

Veinticinco años después dice Sharon Stone que Paul Verhoeven fue muy malo porque la engañó durante el rodaje del celebérrimo plano. El director le pidió que se quitara la prenda para que no se le viera cuando descruzara las piernas y ella, angelito, le hizo caso. “Así que me quité la ropa interior y se la metí en el bolsillo de la camisa», afirma candorosa. Cuando vio el resultado en la gran pantalla asegura que le dio un síncope, tan inocente ella a sus 34 años de edad: «me quedé en estado de ‘shock», asegura Stone. «Al terminar la película, me levanté, me acerqué a Verhoeven y le di una bofetada» e insistió al director para que lo suprimiera, cosa que ya sabemos que no hizo. Y gracias a ello hoy nos acordamos de Sharon Stone.

Esta semana se han cumplido esos cinco lustros desde que, otra vez, una solemne tontería devenida en acontecimiento hiciera olvidar la calidad de una gran película para convertirla en el epicentro de un ridículo terremoto que toma su energía del puritanismo y la hipocresía. Ha pasado con otras muchas, algunas de ellas obras maestras de la misma época, como El último tango de París de Bernardo Bertolucci (de la que hablaré en otra ocasión) El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, La gran comilona, de Marco Ferreri, o Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini. Y se volverá a repetir. Y cuando suceda seguro que tendremos que asistir al espectáculo patético de la tormenta en un vaso de agua. ¿Qué pretenderán ganar con ello?

 

Michael Caine no era Michael Caine

Michael Caine no era Michael Caine. Su nombre de pila fue otro hasta que decidió cambiarlo porque a algunos funcionarios de aduanas obstusos se les cruzaban los cables cuando les mostraba su pasaporte donde bajo su fotografía, la fotografía palpablemente de Michael Caine, decía Maurice Joseph Micklewhite. Y venga de interrogatorios, de molestos retrasos en los trámites… ya se sabe, en época de atentados terroristas de todo tipo, cualquiera puede disfrazarse de Michael Caine, aparentar ser Michael Caine y mostrar un pasaporte claramente falsificado a nombre de un tal Maurice. Todo esto lo contaba el año pasado el diario The Sun añadiendo que el grandísimo actor británico había decidido cambiar legalmente su nombre para nominarse como es debido y terminar de una vez por todas con el fastidioso asunto de quién soy y cómo me llamo.

Michael Caine en La huella, 1972

En sus comienzos más remotos ni siquiera él sabía que era Michael Caine y pretendía ser Michael White, vaya usted a saber de dónde extrajo semejante peregrina idea, cuando todo el mundo conoce su verdadera identidad. Pero la razón se impuso y tuvo que cambiar el apellido de su nombre artístico, que no vendía un pimiento a decir de su agente, para lo cual tomó la inspiración de su admirado Humphrey Bogart, protagonista de El motín del Caine, filme de Edward Dmytryck estrenado en 1954, cuyo cartel puso el azar a su vista mientras se encontraba en una cabina telefónica disputando los detalles de su personalidad con el representante.

El caso es que este hombre es todo un mito viviente al que no le restan gloria ni los actos fallidos, que como todo dios también tiene unos cuántos. Ganador de dos Oscar de Hollywood (Hannah y sus hermanas, Woody Allen, 1986, y Las normas de la casa de la sidra, Lasse Hallström, 1999), aunque son muchos los títulos por los que también le recordamos, entre los más de 150 que tienen el honor de contar con su presencia:  La huella, Joseph Leo Mankiewicz, 1972; El hombre que pudo reinar, John Huston, 1975; Lío en Río, Stanley Donen, 1984; El cuarto protocolo, John Mackenzie, 1987; Shiner, John Irvin, 2000; El americano impasible, Phillip Noyce, 2002; y entre las más recientes sobre todo La juventud, Paolo Sorrentino, 2015 (ver reportaje en Días de Cine de TVE).

En ese entrañable director de orquesta y compositor llamado Fred Ballinger, que se resiste numantinamente a aceptar la invitación de S.M. La Reina de Inglaterra para que dirija la maravillosa composición Simple Song en la corte, he creído reconocer al Michael Caine que confiesa tener miedo a la muerte por haber llevado “una vida de destrucción”, según The Sun On Sunday. A ver, no es que se parezcan en ese aspecto concreto porque Ballinger está de vuelta de todo, ve la vida pasar junto a su amigo Mick Boyle, sospechosamente trasmutado en la piel de Harvey Keitel, y sólo lamenta ante la proximidad del final haberse quedado con las ganas de beneficiarse a Gilda Black, un anhelo de juventud que permanece atravesado como una daga en su memoria a la altura de las ingles.

Pero hay en los entresijos del personaje tantas raciones de soledad que parecen haber servido de banquete indeseado para el inmenso actor que lo interpreta. Caine, como Ballinger, elogia a su esposa, Shakira Baksh, de 70 años de edad (catorce menos que él) porque “sin ella habría muerto hace mucho tiempo”. Para el director de orquesta de La juventud su mujer fue el faro, impertérrito ante las tormentas, infidelidades y otros accidentes de la carretera vital. Y negarse a dirigir Simple Song porque ella no puede interpretarlo es su forma de rendirle un último homenaje. Ballinger le debe el curriculum y la estabilidad a su pareja. Caine dice que le debe la vida a la suya.

Michael Caine con su esposa Shakira Caine. Foto EFE

Les diferencia cómo afrontar la amenazante visita de la parca, contra la que Ballinger no se protege y a Caine le ha hecho renunciar a las tasas de alcohol que antaño acostumbraba y adoptar costumbres dietéticas no muy compatibles con el disfrute de algunos placeres, aunque sigue teniendo por debilidad comer “bacon”.

¡Qué pareja, dios, Keitel y Caine, qué homenaje a la amistad eterna! Amigos que sólo se cuentan las cosas buenas, pues el resto ya no valen la pena. Amigos que analizan las gotas de micción diaria, fuente de preocupación o alivio, según la cantidad de ellas con que hayan  salpicado las paredes de la taza del váter y discuten sobre el valor de las emociones, sobrevaloradas, dice el músico, entonando una canción melancólica y triste. Pero Mick-Keitel le enmendará la plana: “las emociones son lo único que tenemos”.

Michael Caine y Harvey Keitel rendidos ante Miss Universo

¡Y qué paradojas contiene el oficio de actor! Y cuanto más grande el cómico, más inabarcable el contrasentido. Michael Caine tiene miedo a sus 84 años de edad a morir de un cáncer. A mí me gustaba tanto, me entusiasmaba hasta tal punto Fred Ballinger con la voz, el rostro y las expresiones de Michael Caine, tan sereno, tan humano, tan rendido a la belleza de Miss Universo bañándose desnuda ante los ojos atónitos de los dos amigos, que creía que no había disfraz, que era él mismo jugando a ser otro sin poder escapar de su propia piel. Me cuesta salir de la pantalla y aceptar que la vida real a veces es eso: llegar a una edad provecta, vislumbrar las costas del más allá y tener pavor de que la barca se estrelle de un momento a otro.

A ellas también les gusta mirar

El cine, como el arte en general, ha representado con gran profusión el cuerpo femenino desnudo como representación de lo más bello de la vida y prácticamente siempre como objeto de deseo masculino.  No sin enfrentarse a grandes conflictos para derribar los muros (esa palabra que un presidente impresentable ha puesto tan de moda) que los enemigos de la libertad creativa, los enemigos del gozo y el placer, han erigido en forma de censura directa o indirecta a lo largo de siglos de Historia del Arte, y a lo largo del último en el ámbito del cine.

Los tabúes fueron cayendo en algunos períodos felices y en otros volvieron a renacer. Uno de esos tabúes pretende negar que a las mujeres también les puede apetecer ser “voyeurs” y disfrutar contemplando a hombres desnudos. En la pantalla son escasísimos los ejemplos en que vemos a alguna mujer en esta actitud.

Sobre la marcha recuerdo una secuencia de alto voltaje erótico (para los estándares al uso, bien entendido) en Descenso (Descent, 2007) en la que Rosario Dawson completamente vestida le pide a un individuo de aspecto chulesco que se desnude para ella; éste obedece y Talia Lugacy, la directora, muestra un “full frontal nude” (desnudo frontal integral) de Chad Faust, a quien Rosario venda los ojos y comienza a acariciar para mayor deleite propio y ajeno.

Descenso está producida por Talia Lugacy y Rosario Dawson, escrita y dirigida, como digo, por la primera e interpretada por la segunda, lo que seguramente tiene mucho que ver con esa reivindicación del cambio de roles en la escena citada. Aunque sobre el contenido ideológico –la venganza, el ojo por ojo- y otras valoraciones artísticas ahora no me detendré por ser más dudosas y no venir al caso.

Diez años más tarde no sabemos si esta escena hubiera sido un obstáculo  para la exhibición del filme. ¿Por qué lo dudo? Porque los guardianes de la pureza y la castidad volvieron a dar la nota en España emprendiéndola con una delicada y a la vez, por lo que se ve, atrevida película que muestra una situación en la que una joven adolescente asume un rol dominante en una relación erótico-visual frente al hombre.

Se trata de Las plantas, filme chileno de 2015 dirigido por Roberto Doveris, cuyo estreno a finales de enero de este año algunas salas decidieron cancelar, alarmados sus retrógrados propietarios por alguna secuencia que consideraban inasumible para sus estrechas mentes. La tachaban de pornográfica porque mostraba sin tapujos un sexo masculino en actitud de presenten armas, y peor aún; ¡la protagonista, unas veces vestida y otras desnuda, le pedía al poseedor de la joya que se masturbara ante ella! Si se preguntan qué salas pudieron ser, deduzcan: una producción pequeña dirigida a un público cinéfilo y minoritario. Hasta ahí puedo señalar porque mi fuente no ha sido capaz de darme nombres.

El ICAA se medio sumó a la fiesta calificándola de “No recomendada para menores de 16 años”. Paradójicamente y como adelantándose a la estupidez y para darle una lección a los funcionarios de en qué época viven, el filme había obtenido en el Festival de Cine de Berlín el Premio del Jurado a la Mejor Película en la sección Generation 14+ y una Mención especial del Jurado Joven. Vaya, que los escandalizados, como sucede siempre, se comportan como carcamales.

«Básicamente lo que hay en la secuencia son penes en primer plano y hombres masturbándose y ella con ropa. En verdad es súper feminista el tratamiento de la escena» decía entre sorprendido y resignado el director de la película, Roberto Doveris. Un punto de ingenuidad sí que tiene, el angelito. Aquí, parece ser, con la Iglesia hemos topado, aunque esta vez la Santa Inquisición actuó por vía interpuesta, sin necesidad de tener que pronunciarse directamente. En Chile, por el contrario, fue considerada uno de los títulos más destacados de la temporada. Esto es lo que hay.

Las Plantas combina la osadía de su puesta en escena con el cuidado y la sensibilidad de una mirada heterosexual femenina al acercarse a los deseos de exploración en la iniciación sexual de una joven, magníficamente interpretada, por cierto, por Violeta Castillo, que también ha compuesto algunas músicas para el filme. Un sapo demasiado grande para el estómago de mentes retrógradas.