Un gran videojuego lo es para siempre, da igual que el paso del tiempo haya envejecido su aspecto en comparación con los títulos actuales. Si estás ante una joya, lo detectas en seguida, aunque ésta tenga 15 años de antigüedad y sea la primera vez que te detienes a disfrutar de su belleza. Eso es exactamente lo que me ha sucedido a mí con Silent Hill.
En su día no lo probé mucho más de unos pocos minutos en casa de un amigo (él tenía «la Pley», yo la Nintendo 64) y es obvio que no fui capaz de apreciar la grandeza de la obra de Konami. Silent Hill es un SURVIVAL HORROR, así, con mayúsuculas, una aventura en la que en todo momento tememos por nuestra vida y que nos sumerge en una de las atmósferas más terroríficas —si no la más— de la historia de los videojuegos, un universo en el que no tememos los sustos sino el mero hecho de estar ahí.
Que los gráficos sean de la anciana PlayStation original no hacen que el juego resulte ridículo, feo o poco impactante, más bien todo lo contrario, el acierto estético de Konami va más allá de la calidad gráfica y hace que todo en Silent Hill resulte perturbador. La niebla inquieta, los enemigos dan grima, muchos de los elementos de los escenarios acongojan por su mera existencia y la segunda versión de Silent Hill, la oscura e infernal, pone los pelos de punta.
Pero todo este entorno no sería lo que es sin el soberbio apartado sonoro, uno de los más acertados que he escuchado nunca en un videojuego. Todo aquí es perfecto, desde la espeluznante banda sonora, llena de percusiones, silencios y chirridos, hasta los acertadísimos efectos de sonido, muchos de los cuales ya han pasado a formar parte de la historia del videojuego: las campanadas, el ruido de pasos, los gimoteos, los alaridos y, sobre todo, las temidas interferencias de la radio que indican que hay criaturas monstruosas cerca.
A nivel jugable, la supervivencia es la base de todo. Aunque es necesario enfrentarse a los enemigos de vez en cuando, también es recomendable, en muchas ocasiones, limitarse a huir, aunque sea por espacios abiertos en los que la niebla o la oscuridad impiden ver poco más allá de un par de metros. De hecho, Harry Mason, el protagonista, no es un luchador ni un tirador especialmente hábil, por lo que cada enfrentamiento está cargado de tensión.
Pero lo que más me ha enamorado de Silent Hill son sus puzles y el diseño de sus niveles. Los enigmas que plantea el juego son ingeniosos y de una complejidad mayor a la que nos tienen acostumbrados los títulos actuales, que suelen tender más a la acción que a los puzles. Silent Hill no te trata como a un idiota sino como a alguien con cabeza que es capaz de hacer algo más que coger una llave y abrir una puerta (el primer reto que me sorprendió tiene que ver con un piano, pero no fue el único). Fantástica también la forma en la que se apunta información importante para el jugador, con notas que va escribiendo Harry sobre los mapas.
Como decía, el diseño también es sobresaliente, tanto el del pueblo como el del colegio o el del hospital, por no hablar del sobrenatural escenario final, punto álgido de una historia (la de un padre que busca a su hija perdida en el entorno más hostil posible) que mezcla drama y terror con maestría y que ofrece varios desenlaces posibles.
Silent Hill está en el Olimpo de los videojuegos por méritos propios. Ahora lo sé, lo he sufrido en mis carnes: cada vez que dejaba de jugar lo hacía por el agotamiento que produce la tensión. Os animo —si no lo habéis hecho ya— a vivir esta horrible placentera experiencia.