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A favor de la prensa libre con tres colegas brillantes

¡Qué buena noche de los libros.. en una librería… y defendiendo la prensa libre! Ana Cañil, Ignacio Escolar, Muñoz Soro (colegas de 3 generaciones) y yo hablamos, como si fuéramos libres, a favor de la libertad de expresión y en contra de todas las censuras ya sean en Dictadura como en Democracia. Una mesa redonda que Marcial Pons ha puesto en youtube y que os recomiendo. Aquí está completa. 

Con el profesor Muñoz Soro y mis colegas Ana Cañil e Ignacio Escolar en la librería Marcial Pons.

Carlos Pascual, el primero que creyó en mi manuscrito, presentó a los ponentes.

Isabel Malpica y Ana Westley, en primer plano. Casi al final, adivino a mi compadre, Joaquín Estefanía, que escucha atentamente a la Cañil. Y Manuel Saco, detrás de la Malpica. ¡Menudo público!

Fátima, Ana, Manolo e Ignacio en la librería Marcial Pons.

Cerramos el debate en un bar cercano. ¡Qué gusto debatir con los jóvenes!

Hoy, por la mañana, camino de Ourense, Isabel Malpica y Manolo Saco nos han traído croissants de Estela a casa y se han llevado dos higueras de Almería. Broche de oro. ¡Cómo no les voy a querer!

Buenos amigos. Me dejaron hablar de mi libro («La prensa libre no fue un regalo») en la sede del editor que leyó y aprobó mi manuscrito. Sin conocer a nadie, el año pasado lo envié al correo de «atención al cliente» de Marcial Pons. Me tocó la lotería. Está a punto de agotarse la primera edición. Eso me dijeron anoche. A mí y a mi ego. Gracias, queridos lectores.

Portada de mi libro de memorias

El miedo nos hizo demócratas. Mañana, en el Foro La Región de Ourense.

Mañana jueves pregonaré algunos secretos de mi libro de memorias («La prensa libre no fue un regalo») en el Foro de la Región de Ourense. ¡Qué placer volver a Ourense y dar un abrazo a mi amigo Manolo Saco, casi coautor del libro y autor de su preámbulo (a favor) tan maravilloso. Para quienes no tengan la suerte de andar por tierras orensanas, les recomiendo esta entrevista que me ha hecho Sergio Conde para La Región en la que anticipo algunas notas de mi intervención y otros gajes del oficio.

Entrevista publicada por La Región de Ourense

José Antonio Martínez Soler: «El miedo permitió la construcción del 78; fue lo que nos hizo demócratas»

José Antonio Martínez Soler protagonizará el Foro del jueves.
José Antonio Martínez Soler protagonizará el Foro del jueves.

Entrevista a José Antonio Martínez Soler, periodista

José Antonio Martínez Soler es uno de los periodistas fundamentales de la Transición en España. Ahora recuerda en su último libro cuanto costó alcanzar la libertad de prensa y todo lo que sufrió para conseguirlo.

La prensa libre no fue un regalo. ¿Cuánto costó esa libertad, si es que tiene precio?

La libertad vale tanto que no le podemos poner precio. “Por ella”, decía don Quijote, “se puede y se debe aventurar la vida”. Es como el oxígeno. Lo valoras solo cuando te falta. A mí y a muchos de mi generación nos faltó. Sin buscarlo, la lucha por la prensa libre casi me cuesta la vida. Gajes del oficio.

A usted le salió  cara, hasta llegaron a secuestrarle. ¿Cómo recuerda aquel episodio?

No es algo que me guste recordar. El 2 de marzo de 1976 pensé que iba a morir. Al cabo de tantos años, y una vez que, por fin, he publicado en mis memorias los detalles del secuestro, las torturas y el fusilamiento simulado por un comando franquista de la Guardia Civil, me siento más aliviado. Lo mantuve en secreto, durante décadas, por puro miedo.

¿Cuál fue la reacción de sus colegas periodistas y del público en general después de su secuestro?

A los tres meses de la muerte de Franco, la televisión de la Dictadura, controlada por Carlos Arias, atribuyó mi secuestro a ETA. Mis colegas periodistas sospecharon que era obra de la extrema derecha y tuvieron una emocionante reacción de solidaridad. Desde el Palacio de la Prensa, salieron en manifestación por la Gran Vía de Madrid hasta que los grises los disolvieron a palos. El público apenas se enteró de lo que me había ocurrido hasta que casi todos los medios publicaron un editorial común contra mi secuestro.

¿Cómo afectó  este secuestro a su carrera posterior?

Nunca llegué a saber si lo que había sufrido me metió más miedo en el cuerpo o bien todo lo contrario. “¿Qué más me pueden hacer?”, pensé en alguna ocasión. No soy ningún valiente. Y lo que me ocurrió a mí puede ocurrirle a cualquiera, y cosas mucho peores, sin quererlo ni buscarlo. De hecho, muchos periodistas, que solo cumplen con su deber de informar, son torturados y asesinados en todo el mundo.

¿Cómo era trabajar durante el régimen franquista en España?

Nuestro objetivo era contar lo que pasaba a nuestro alrededor y la dictadura sencillamente no nos permitía hacer bien nuestro trabajo. El choque entre los periodistas demócratas con los censores del régimen franquista era constante e inevitable. Yo fui procesado muchas veces por mis noticias y mis revistas fueron confiscadas frecuentemente por la policía.

¿Cuál era la censura en el periodismo y cómo afectaba a los periodistas? ¿Cómo la sorteaban?

Para someternos a la censura previa “voluntaria”, y evitar daños mayores, yo enviaba 10 ejemplares firmados a la oficina de la censura del Ministerio de Información. Cuando el Gobierno nos daba el visto bueno, entonces podíamos distribuir los ejemplares a los quioscos. Si algo no le gustaba al censor, debíamos cortarlo. Si consideraban algo delictivo, lo enviaban a la Justicia controlada por el dictador. No había escapatoria, pero aprendimos a sortear a la censura escribiendo entre líneas, con ironía, incluso con humor. El público sabía interpretar nuestro lenguaje.

Habla también de miedo durante la Transición. ¿Era solo en el periodismo o en toda la sociedad?

La conquista paulatina y lenta de la libertad de prensa, en mayor o menor grado, no fue obra solo de los periodistas sino de todos los demócratas de España. Conquistábamos la libertad palabra a palabra. Hubo una gran complicidad entre periodistas y lectores.

¿Cómo describiría la evolución del periodismo español desde la dictadura de Franco hasta la actualidad?

El periodismo necesita la libertad para existir. Sin periodismo no hay democracia. Prensa y libre son dos palabras que tiene que estar necesariamente unidas, como en el título de mi libro. En la dictadura, nuestra profesión no se parecía en casi nada a la que practicamos ahora, con todos los defectos que queramos, en democracia. Es como pasar de la noche al día, de la oscuridad a la luz.

¿Y de la sociedad? ¿Cuánto hemos cambiado?

La sociedad española ha experimentado un cambio espectacular, a mejor. En todos los aspectos que consideremos. Hay más empatía, compasión y solidaridad, somos menos racistas, menos homófobos, más solidarios con discapacitados o enfermos mentales. No hay espacio aquí para celebrar las mejoras extraordinarias conseguidas por la sociedad española. Nuestra transición en paz de la dictadura a la democracia (creo que se hizo lo que se pudo) asombró al mundo entero y hemos sido un ejemplo a imitar. La debilidad mutua y el miedo de los franquistas (que temían la revancha de los vencidos en la guerra civil) y de los demócratas (que temíamos más represión y mano dura) permitió el gran acuerdo de la Constitución del 78, la mejor y más larga de la historia de España. El miedo nos hizo demócratas.

En otro momento importante tenía un puesto muy influyente en TVE como editor del Telediario cuando se celebró el referéndum de la OTAN. Cuenta en el libro que la campaña estuvo llena de “artimañas y chantajes sectarios”.

Pues sí. La campaña “OTAN, de entrada, NO” (y de salida tampoco) nos partió el corazón a muchos españoles, empezando por el propio Felipe González. El PSOE, entonces en el poder, hizo malabarismos al cambiar de posición. Después de ganar las elecciones del 82 con el “No a la OTAN”, nos pidió que votáramos “Sí a la OTAN”. Nuestra conciencia chirriaba, chocaba con la cultura corporativa de TVE, de las emisoras o de los diarios. Fue un cambio brutal.

¿Esa campaña de prestigio pública fue lo que le hizo votar que no a la OTAN?

Mi voto contra la OTAN obedeció a varias razones que cuento en mi libro y que son difíciles de resumir. Al poco tiempo me percaté de que me había equivocado al votar “No”. Yo estaba seguro de que ganaría el “Sí”. Por eso, me permití votar en contra. Fue un error por mi parte.

También fue pionero en matinales y debates televisivos. ¿Han perdido valor estos formatos de cara al público general?

Me encantó ser el fundador, director y presentador del “Buenos Días”, el primer informativo matinal de TVE. Por el gran equipo que pude reunir, fue uno de los trabajos más hermosos de mi vida. La televisión de hoy se parece muy poco a la de los años 80. Ahora la oferta televisiva es casi ilimitada. No hay comparación posible. Y la evolución es a mejor. Hay periodistas jóvenes espléndidos. Nosotros hacíamos periodismo de trinchera hasta que acabó la dictadura.

¿Cómo eran aquellos primeros debates y cómo son ahora? Siempre se habla de que había más respeto.

Yo creo en el progreso, aunque a veces hay marcha atrás pasajera. Por eso, no creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor que el actual. No quiero caer en la nostalgia ni en la melancolía. No había más respeto que ahora. Y ahora hay más y mejores periodistas que antes. Sobre todo, mujeres.

¿Por qué y a quién le recomendaría leer su libro?

Lo escribí durante el confinamiento por el covid pensado en mis hijos y nietos, para que no se duerman jamás si ven peligrar la libertad. No es un libro de texto para forjar periodistas, pero casi. Lo recomiendo a mis colegas jóvenes. Y a los carrozas de mi edad se verán retratados.

 

Crisis y defensa del Estado del Bienestar

Joaquin Estefanía, uno de los mejores divulgadores económicos que conozco, nos ofrece hoy un análisis espléndido de la crisis del Estado del Bienestar en los países que lo disfrutaron desde el fin de la II guerra mundial.

Estefanía firma en la portada de El País de hoy. Un espléndido análisis, pero…

Soy fan de Estefanía, pero hoy peca de cierto pesimismo. Habla, sobre todo, (con gran erudición) de la crisis profunda que sufre el modelo socialdemócrata, que salvó al capitalismo desde el crack del 29 hasta la caída del muro de Berlín en 1989 y venció al fascismo y al comunismo. No le falta razón. El declive es cierto, y las razones que lo explican son claras en su análisis, pero las reacciones potentes en su defensa, también. Y eso le falta.

Análisis de Joaquín Estefanía, en la portada de Ideas, en El País de hoy.

Cientos de miles de ciudadanos se manifiestan hoy mismo en Madrid y ayer lo hicieron en París reclamando sanidad publica y jubilaciones dignas. El laborismo británico está en auge, enterrando a los conservadores matarifes del Estado del Bienestar. Donald Trump perdió las elecciones y Bolsonaro, también. Tanto Trump en EE.UU. como Bolsonaro en Brasil fracasaron en sus respectivos asaltos violentos a los pilares sus respectivas democracias, después de haber dejado el Estado del Bienestar hecho un guiñapo. Y el presidente Joe Biden prometió solemnemente hace unos días subir los impuestos a los más ricos para luchar contra la desigualdad rampante en EEUU donde «los multimillonarios pagan menos impuestos que un bombero o una enfermera». Por tanto, hay motivos para cierto optimismo, querido Joaquín. «Los males de la Democracia se curan con más Democracia» (no recuerdo al autor de esta frase). Amén.

Joaquín Estefanía (con barba), presentando mi libro («La prensa libre no fue un regalo») en el Ateneo, junto a Manuel Saco, autor del preámbulo.

Joaquín y yo hemos compartido años de trabajo, codo con codo, en El País y de lucha anti franquista, y hemos defendido con convicción el Estado del Bienestar desde los años de la ominosa Dictadura de Franco. Nunca faltaron en esos debates nuestros amigos Emilio Ontiveros e Iñaki Santillana, entre otros ilustres miembros del «circulo de Rascafría». A pesar de los pesares, lo que ha ocurrido en España desde entonces hasta hoy (pasamos de 1.500 a 30.000 dólares per capita) ha sido casi un milagro. La realidad, en ocasiones, parece increíble.
Sin embargo, por muy pesimista que nos parezca su análisis, vale la pena leerlo y subrayarlo. Lo recomiendo vivamente. Es una llamada de atención, casi de alarma, a los ciudadanos y a los líderes políticos para que espabilemos y no nos dejemos robar lo que queda en pie del Estado del Bienestar que tanto trabajo y sacrifico compartido nos costó construir. Y felicito a Pepa Bueno, directora de El País, por llevar este asunto a la portada. Ya era hora. Gracias.

Portada de mi libro (aun hay disponibles algunos ejemplares😀) en el que dedico un capítulo, cargado de ingenuidad y buena fe, a la construcción del Estado del Bienestar en tiempos de Adolfo Suárez y Abril Martorell.

El primer trabajo que Iñaki Santillana y yo hicimos en 1979 sobre el Estado de Bienestar (inexistente) en España («Informe sobre necesidades sociales básicas») me costó una cariñosa bronca de Fernando Abril Martorell, vicepresidente económico del Gobierno Suárez.
Copio y pego las páginas de mi libro de memorias sobre ese asunto:

Página 356

Página 357

Página 358

Página 359

Como colofón, no puedo evitar copiar y pegar (sin apenas rencor) un sabroso párrafo textual que Estefanía  nos regala del ex presidente José María Aznar, calificado de «hombrecillo insufrible» por su correligionario el canciller alemán Helmut Kohl. Es una pequeña joya del amigo español del ex presidente George W. Bush, con quien nos llevó a la invasión ilegal de Irak…, al trágico 11-M-2004 y a las mentiras de ETA y no Al Qaeda en el 11-M que le costaron al PP perder, con razón, las elecciones generales.

«Nuestro país quiso entrar en Europa, pronto hará cuatro décadas que lo logró, no solo en busca de las libertades perdidas en el franquismo, sino también para disponer del mismo sistema de protección social que los países más avanzados de nuestro entorno. Así fue en casi todos ellos, excepto en los que se oponían de hecho al Estado de bienestar por motivos ideológicos aunque lo defendiesen de palabra.

«En el año 1991, apenas un lustro después de la entrada de España en la Unión Europea, el líder de la derecha José María Aznar escribía: “Sólo aspiran a un resurgimiento del Estado de bienestar quienes siguen deseando ese modelo dirigista. ¿Merece entonces la pena hablar de Estado de bienestar? Es necesario hacerlo porque hay algo incuestionable: el Estado de bienestar es incompatible con la sociedad actual. Tenemos que tenerlo muy claro: el Estado de bienestar se ha hundido solo por su propia insuficiencia y anacronismo. Al llegar a este punto, es difícil evitar una sugerencia electoralista: ¿qué encubre el debate apropiado y mantenido por los socialistas sobre el Estado de bienestar? Un complejo de inferioridad” (Libertad y solidaridad, Planeta).

Reconozco que sobre «complejo de inferioridad», Aznar puede hablar con autoridad, por su propia experiencia. De eso, sabe.

Perdonar, siempre. Olvidar, nunca.

 

 

 

El tte. general Cassinello presenta mañana sus Memorias

Las Memorias del teniente general Andrés Cassinello, imprescindibles para entender la Transición, se presentarán mañana, miércoles, 5 de octubre, a las 18:30 h. en el Instituto Gutiérrez Mellado, Calle Princesa, 36, Madrid.

Andrés Cassinello, cuando fue capitán general de Burgos

Este experto almeriense en inteligencia política y militar, que inventó en embrión del actual CNI a las órdenes del presidente Suárez, tiene mucho que contar. No solo sobre lo que ocurrió en España de la Dictadura a la Democracia, sino, más importante aún, por qué ocurrió.

Cubierta del libro de memorias de Andrés Cassinello

Y lo hace con una escritura limpia y clara. Por muy raro que parezca, el teniente general Cassinello es un militar que sabe escribir. En cuanto leí su libro, recién salido de imprenta («La huella que deja el tiempo al pasar»),  lo recomendé inmediatamente a nuestros paisanos en el diario La Voz de Almería. En vísperas de su presentación al público de Madrid, copio y pego aquella crónica.

Crónica sobre el libro de mi paisano Andrés Cassinello publicada en el diario La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (26)

Los demócratas, en deuda con el tte. general Cassinello

 J.A. Martínez Soler

Si tuviera que elegir a los tres almerienses que más me han inspirado en mi vida diría Nicolás Salmerón, presidente de la I República, Carmen de Burgos, primera periodista y corresponsal de guerra, y Andrés Cassinello, coautor clave de la Transición. Por eso, me emociona tanto tener hoy en mis manos el libro de “memorias de tiempos difíciles” de nuestro paisano, el teniente general Cassinello Pérez, recién salido del horno. Su título: “La huella que deja el tiempo al pasar”. Os lo recomiendo vivamente.

Su historia personal y profesional, desde la Dictadura a la Democracia, te engancha porque, por raro que parezca en un teniente general, nuestro paisano escribe muy bien. Da gusto leerle. Es su quinto libro. Y aunque me gustó mucho su biografía del Empecinado (“O el amor a la libertad”), ejecutado por orden del rey felón (Fernando VII), como nuestros Colorados, esta es, a mi juicio, su mejor obra.

Andrés Cassinello, que ya ha cumplido 95 años, estudió en el colegio Ferrer Guardia como Andrés Pérez (su padre y su tío habían sido fusilados por los republicanos) y luego, en el Instituto de Almería, fue alumno de Celia Viñas. Con un solo párrafo de su primer capítulo, el autor muestra toda su gran humanidad ante los lectores:

“Pero mi compañero de banca, mi amigo para toda la vida, era Pepe Fornovi, cuyo padre acababa de ser fusilado por las tropas de Franco que a mí me liberaron. Podría contar su historia. Igual a la mía, pero desde el otro lado del espejo, porque a su padre le condenaron a muerte y le fusilaron los míos en el verano de 1939, mientras yo me ufanaba con la victoria. (…) Me confesó que a uno de sus hijos le había puesto de nombre Andrés en recuerdo de nuestra amistad juvenil”.

Este es nuestro Andrés, como dice la contra cubierta de su libro, “un militar profesional que, desde planteamientos netamente alineados con el régimen franquista, pasó a convertirse en uno de los principales impulsores del proceso de transición a la Democracia”.  Como jefe de Inteligencia, a las órdenes directas del presidente Adolfo Suárez, Cassinello, que sabía inglés (esto cambió su suerte) y por eso había estudiado en Estados Unidos, creó el SECED, embrión de lo que luego sería el CNI. Su informe secreto a Suárez en favor de la legalización de PCE fue clave para el éxito de la Transición sin violencia por parte de los comunistas. También lo fue para traer a España al president Tarradellas, a quien visitó en el exilio, y durante la noche del golpe fallido del 23-F que pasó hablando con todas las capitanías generales.

Bueno, con todas, no. Solo se le resistía la del general Milans del Bosch, capitán general de Valencia, quien se había unido a los golpistas y mandó sus carros de combate a recorrer las calles de la capital de su región militar. Hay una anécdota que no aparece en sus memorias y que yo, con su permiso, cuento en las mías (“La prensa libre no fue un regalo”):

“El jefe de la Comandancia de Valencia, a quien mi paisano conocía muy bien, no se le ponía al teléfono. Cabreado por su resistencia, le dio este mensaje al telefonista: “Dígale a Quintiliano que, si no se pone al teléfono, mañana me presentaré en Valencia y le cortaré los huevos”. El mensaje, claro y cuartelero, surtió efecto. Al final, la sangre no llegó al río”.

El teniente general Cassinello ha leído y recortado mi manuscrito (como han hecho mi esposa Ana Westley, mi hijo Erik y Manolo Saco) y me ha concedido el honor de escribir un prólogo cariñoso (“Vidas que han estado entrelazadas”) para mi libro de memorias. También tuve la fortuna de leer su manuscrito y ayudar en su edición y recorte. Ojo por ojo. Este trabajo conjunto en ambas memorias, mano a mano, me ha permitido conocerle mejor y quererle más. Es un personaje excepcional, con sentido del humor y de la Justicia, buena escritura y una gran finura y profundidad en sus análisis.

De sus memorias y de nuestras tertulias de almerienses transterrados a Madrid, me han impresionado mucho sus reflexiones sobre los nacionalismos para entender el fenómeno de ETA y lograr vencer al terrorismo. A las órdenes directas del general Saénz de Santamaría, Andrés Cassinello se dedicó ocho años a la lucha contra ETA, que luego continuó como capitán general de Burgos. Por sus análisis tan acertados del terrorismo y sus éxitos al combatirlo, los demócratas estamos en deuda con este almeriense ilustre.

Le conocí hace años en la ADVT (Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición) de la que él era su presidente. Así terminó Andrés Cassinello el prólogo que tan generosamente escribió para mis memorias:

“Y allí apareció José Antonio Martínez Soler, el hijo de “Pepe el del Cemento”, el que leía los libros de mi tía Serafina, a quien me unían, sin saberlo, recuerdos y recuerdos. Después, las memorias de uno y otro. Leídas, discutidas, subrayadas…, y el atraco de que escriba un prólogo. Pues bien, he aquí la criatura. Por favor, sigan leyendo, se podrán enterar de muchas cosas y recordar otras tantas”.

También escribió:

“No estábamos tan lejos sin saberlo. Posiblemente, nos pesaba la historia. Yo era lo que entonces se llamaba hijo de caído, y él era hijo de un teniente del ejército republicano, pero ese peso no coaccionaba nuestras libertades supuestamente enfrentadas”.

Comprenderán que, con este prólogo del teniente general Cassinello, fruto del afecto mutuo, cómo no voy a quererle. No os perdáis sus memorias. Lo digo en serio.

«A José Antonio, el hijo de Pepe el del Cemento, con mis letras garrapatosas pero con todo cariño, Andrés». Dedicatoria que guardo como oro en paño.

Andrés Cassinello vino a la presentación de mi libro en el Ateneo y yo iré mañana a la del suyo. Faltaría más. (Manuel Saco, Joaquín Estefanía, Andrés Cassinello, Ricardo Urías, un servidor, Nativel Preciado y Antonio Cantón)

Con Andrés Cassinello y su libro

Con Andrés Cassinello y mi libro

 

Noche de emociones y abrazos en el Ateneo

Dicen que el halago debilita, pero a mí me da alas. Ayer lo comprobamos mi ego y yo, en la presentación de mi libro «La prensa libre no fue un regalo» en el Ateneo de Madrid.

mesa de presentadores

Glosaron mi libro el teniente general Andrés Cassinello, los periodistas Manuel Saco, Nativel Preciado y Joaquín Estefanía e hizo de moderador mi paisano Antonio Cantón. Ricardo Urías (Junta de Gobierno del Ateneo) presidió la sesión.

Recibí tantos piropos y abrazos que la emoción impidió que mi vanidad se elevara como un globo de feria.

Lleno

El venerable salón de actos del Ateneo de Madrid se llenó de amigos.

Muchas gracias a tantos amigos que nos acompañaron y gratitud eterna a quienes glosaron mis memorias profesionales y personales con tanto cariño y análisis profundo de la Transición: el teniente general Andrés Cassinello Pérez, autor del prólogo, Manuel Saco, editor del manuscrito junto con mi hijo Erik, y autor del preámbulo, Nativel Preciado, cofundadora del semanario Doblón, cuando pensé que iba a morir, Joaquín Estefanía, ex director de El País y padrino de mi hijo David, y Antonio Cantón, hermano adoptivo, maestro de ceremonias y moderador del coloquio.

Manel Saco, Joaquín Estefanía y Andrés Cassinello.

Menudo grupo de amigos. Todos a favor, incluso con críticas justas que me fortalecen y agradezco.

Con Nativel

Con Nativel Preciado, cofundadora del semanario Doblón donde publiqué el artículo sobre la Guardia Civil del general Campano que casi me cuesta la vida.

Firmé varias docenas de libros que Marcial Pons vendió en el venerable salón de actos del Ateneo.

Marcial Pons vendió varias docenas de libros que pude firmar con dedicatoria al término de la sesión.

Una tarde memorable que no olvidaré fácilmente.

Entre Francisco Ros y Fernando Martínez, al salir del Ateneo para compartir tertulia y copa.

Con Fernando Martínez, ex alcalde de Almería y actual secretario de Estado de Memoria Democrática, Francisco Ros, ex secretario de Estado con el Gobierno Zapatero, Manuel Saco y otros amigos del núcleo duro disfrutamos de una rica tertulia en un bar típico de la zona. Aun tengo que asimilar tantas emociones y abrazos.

Jon Rico, Julio Ruiz y Alberto Ruiz, compañeros de tenis. Y vino hasta Gregorio García Arranz, que me gana siempre, y no salió en la foto.

Necesito perder mañana al tenis para rebajar mi ego. Lo digo en serio. No faltaron los principales colegas del tenis y la talla de madera. La maestra de talla tenía clase en la Escuela de Arte La Palma. Lástima. Y el historiador Ángel Viñas, principal impulsor desde hace años de mi libro, junto con nuestro común amigo Gabriel Jackson, siguió el acto desde la primera fila pero no pudo quedarse a la copa. En vísperas de la pandemia celebramos en Barcelona un homenaje póstumo al historiador Jackson y allí fue donde Viñas me dio el empujón final para que concluyera mi manuscrito. Dos semanas después, nos confinaron. Este libro es, pues, un «daño» colateral del Covid. Con los ojos cerrados, firmaría ahora mismo que no hubiera existido el Covid aunque nunca hubiera terminado este libro fruto del confinamiento. Puto Covid.

 

Los demócratas, en deuda con el teniente general Cassinello

Si tuviera que elegir a los tres almerienses que más me han inspirado en mi vida diría Nicolás Salmerón, presidente de la I República, Carmen de Burgos, primera periodista y corresponsal de guerra, y Andrés Cassinello, coautor clave de la Transición.

Con mi paisano Andrés Cassinello y su último libro.

Por eso, me emociona tanto tener hoy en mis manos el libro de “memorias de tiempos difíciles” de nuestro paisano, el teniente general Cassinello Pérez, recién salido del horno. Su título: “La huella que deja el tiempo al pasar”. Os lo recomiendo vivamente. Hoy publiqué la noticia en La Voz de Almería.

Mi artículo sobre el libro de Cassinello en La Voz de Almería de hoy, 7 de septiembre de 2022

Portada del libro de Cassinello

Dedicatoria: «A José Antonio, el hijo de Pepe el el cemento, con mis letras garrapatosas, pero con todo cariño. Andrés.

Cassinello, de capitán general de Burgos.

Carnet militar de mi padre en el Ejército de la II República.

Como de costumbre, para facilitar la lectura a jubilados con vista cansada, copio y pego a continuación el texto de mi artículo en word.

Almería, quién te viera… (26)

Los demócratas, en deuda con el tte. general Cassinello

 J. A. Martínez Soler

Si tuviera que elegir a los tres almerienses que más me han inspirado en mi vida diría Nicolás Salmerón, presidente de la I República, Carmen de Burgos, primera periodista y corresponsal de guerra, y Andrés Cassinello, coautor clave de la Transición. Por eso, me emociona tanto tener hoy en mis manos el libro de “memorias de tiempos difíciles” de nuestro paisano, el teniente general Cassinello Pérez, recién salido del horno. Su título: “La huella que deja el tiempo al pasar”. Os lo recomiendo vivamente.

Su historia personal y profesional, desde la Dictadura a la Democracia, te engancha porque, por raro que parezca en un teniente general, nuestro paisano escribe muy bien. Da gusto leerle. Es su quinto libro. Y aunque me gustó mucho su biografía del Empecinado (“O el amor a la libertad”), ejecutado por orden del rey felón (Fernando VII), como nuestros Colorados, esta es, a mi juicio, su mejor obra.

Andrés Cassinello, que ya ha cumplido 95 años, estudió en el colegio Ferrer Guardia como Andrés Pérez (su padre y su tío habían sido fusilados por los republicanos) y luego, en el Instituto de Almería, fue alumno de Celia Viñas. Con un solo párrafo de su primer capítulo, el autor muestra toda su gran humanidad ante los lectores:

“Pero mi compañero de banca, mi amigo para toda la vida, era Pepe Fornovi, cuyo padre acababa de ser fusilado por las tropas de Franco que a mi me liberaron. Podría contar su historia. Igual a la mía, pero desde el otro lado del espejo, porque a su padre le condenaron a muerte y le fusilaron los míos en el verano de 1939, mientras yo me ufanaba con la victoria. (…) Me confesó que a uno de sus hijos le había puesto de nombre Andrés en recuerdo de nuestra amistad juvenil”.

Este es nuestro Andrés, como dice la contracubierta de su libro, “un militar profesional que, desde planteamientos netamente alineados con el régimen franquista, pasó a convertirse en uno de los principales impulsores del proceso de transición a la Democracia”.  Como jefe de Inteligencia, a las órdenes directas del presidente Adolfo Suárez, Cassinello, que sabía inglés (esto cambió su suerte) y por eso había estudiado en Estados Unidos, creó el SECED, embrión de lo que luego sería el CNI. Su informe secreto a Suárez en favor de la legalización de PCE fue clave para el éxito de la Transición sin violencia por parte de los comunistas. También lo fue para traer a España al president Tarradellas, a quien visitó en el exilio, y durante la noche del golpe fallido del 23-F que pasó hablando con todas las capitanías generales.

Bueno, con todas, no. Solo se le resistía la del general Miláns del Bosch, capitán general de Valencia, quien se había unido a los golpistas y mandó sus carros de combate a recorrer las calles de la capital de su región militar. Hay una anécdota que no aparece en sus memorias y que yo, con su permiso, cuento en las mías (“La prensa libre no fue un regalo”):

“El jefe de la Comandancia de Valencia, a quien mi paisano conocía muy bien, no se le ponía al teléfono. Cabreado por su resistencia, le dio este mensaje al telefonista: “Dígale a Quintiliano que, si no se pone al teléfono, mañana me presentaré en Valencia y le cortaré los huevos”. El mensaje, claro y cuartelero, surtió efecto. Al final, la sangre no llegó al río”.

El teniente general Cassinello ha leído y recortado mi manuscrito (como han hecho mi esposa Ana Westley, mi hijo Erik y Manolo Saco) y me ha concedido el honor de escribir un prólogo cariñoso (“Vidas que han estado entrelazadas”) para mi libro de memorias. También tuve la fortuna de leer su manuscrito y ayudar en su edición y recorte. Ojo por ojo. Este trabajo conjunto en ambas memorias, mano a mano, me ha permitido conocerle mejor y quererle más. Es un personaje excepcional, con sentido del humor y de la Justicia, buena escritura y una gran finura y profundidad en sus análisis.

De sus memorias y de nuestras tertulias de almerienses transterrados a Madrid, me han impresionado mucho sus reflexiones sobre los nacionalismos para entender el fenómeno de ETA y lograr vencer al terrorismo. A las órdenes directas del general Saénz de Santamaría, Andrés Cassinello se dedicó ocho años a la lucha contra ETA, que luego continuó como capitán general de Burgos. Por sus análisis tan acertados del terrorismo y sus éxitos al combatirlo, los demócratas estamos en deuda con este almeriense ilustre.

Le conocí hace años en la ADVT (Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición) de la que él era su presidente. Así terminó Andrés Cassinello el prólogo que tan generosamente escribió para mis memorias:

“Y allí apareció José Antonio Martínez Soler, el hijo de “Pepe el del Cemento”, el que leía los libros de mi tía Serafina, a quien me unían, sin saberlo, recuerdos y recuerdos. Después, las memorias de uno y otro. Leídas, discutidas, subrayadas…, y el atraco de que escriba un prólogo. Pues bien, he aquí la criatura. Por favor, sigan leyendo, se podrán enterar de muchas cosas y recordar otras tantas”.

También escribió:

“No estábamos tan lejos sin saberlo. Posiblemente, nos pesaba la historia. Yo era lo que entonces se llamaba hijo de caído, y él era hijo de un teniente del ejército republicano, pero ese peso no coaccionaba nuestras libertades supuestamente enfrentadas”.

Comprenderán que, con este prólogo del teniente general Cassinello, fruto del afecto mutuo, como no voy a quererle. No os perdáis sus memorias. Lo digo en serio.

Ahí va su prólogo a mi libro de memorias.

Prólogo del teniente general Cassinello a mi libro de memorias

Con el teniente general Cassinello y la cubierta de mis memorias.

Cassinello presentará mis memorias «La prensa libre no fue un regalo» en el Ateneo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El sábado 4-J por la tarde, a la Feria del Libro (caseta 67)

Ya he visto mi libro (LA PRENSA LIBRE NO FUE UN REGALO) y lo he tocado. ¡Qué emoción! Concebido durante el confinamiento por la pandemia del COVID, ha tenido un parto feliz. Soy un hombre con suerte ya que el papel para imprimir libros, por la guerra de Putin y la crisis del COVID, es hoy muy escaso y caro. Mañana estará en las librerías y el sábado 4 de Junio (y no el 11) lo presentaremos al público de la Feria del Libro de Madrid, en la  caseta 67 (de Marcial Pons) de 19.00 a 21.00 horas. Allí me encontraréis para repartir firmas y abrazos, si se tercia.

Hace unos días anuncié precipitadamente en las redes la salida de mi libro con un video muy profesional, producido por Goat Knight. Al escribir el rótulo, cometí una errata imperdonable en el apellido de mi chica (awestley.com), Después de convivir con ella  53 años casado por la iglesia y 1 en pecado, ¿cómo es posible que cometiera yo esa errata?. Lo siento. Los de Goat Knight me lo han arreglado, con primor, antes de que ella se enterara. Por eso, copio y pego aquí el video bueno que ya he puesto en mi canal de youtube y que pasaré a mis amigos por whatsapp. Desde luego, como decimos en mi hermoso oficio, «las erratas son las últimas que abandonan el barco».

Ahí va el enlace al video de presentación del libro de un minuto y pico.

https://www.youtube.com/watch?v=64r1qNI-HZ8

Si te interesa, por favor, ¡pásalo! Gracias, amiga o amigo.

Estoy tan contento por la primera crítica recibida hoy nada menos de que mi comadre, y enorme periodista, Ana Cañil, que voy a copiar y pegar el tweet que ha publicado tras recibir el libro. Quien lea el libro comprobará lo presumido que soy. Por algo, Manuel Saco, mi hermano por adopción, ha pulido mis borradores y ha desinflado mi vanidad a límites que espero sean soportables por el lector comprensivo y benevolente. Por algo, digo yo,  el narciso es mi flor favorita.

 

Mi comadre Ana Cañil celebra mi libro

Naturalmente, he corrido a darle las gracias.

Mi comadre no es objetiva, pero ¡gracias!

También la Asociación de la Prensa de Almería me anima en las redes. Gracias.

Mis paisanos de la prensa me animan.

Esta es la portada del libro

Esta es la información que Marcial Pons, una editorial boutique de muchas campanillas, ha distribuido sobre mi libro de memorias profesionales (y algunas personales)

El Gran Monólogo del Lobo

Ramón Lobo, un abrazador que reparte toneladas de ternura y adarmes de tristeza, se pregunta: “¿Qué fue del niño soñador que fui?”. Aquí lo tenéis, negro sobre blanco, en su último libro (Las ciudades evanescentes), con palabras bien elegidas y mejor juntadas, en un texto de buena calidad literaria que rezuma un cierto “miedo durmiente” endulzado por su humor británico por parte de madre. Con ellas se desnuda y nos desnuda, a partir de las causas posibles y las consecuencias previsibles de la Gran Pandemia y del Gran Confinamiento. Se retrata a sí mismo, sin tapujos, y nos retrata a muchos de nosotros, más expertos que él en Al taqiyya, el arte del disimulo de los árabes. Si lo sabré yo.

Mi artículo de hoy en La Voz de Almería

El abrazo de Ramón Lobo, mi amigo (y colega).

Almería, quién te viera… (21)

El Gran Monólogo del Lobo

J. A. Martínez Soler

Endurecido con un callo protector, como corresponsal de muchas guerras y testigo directo de tantas miserias humanas, a mi colega Ramón Lobo le gusta hacerse pasar por malo. No lo consigue. ¡Qué bien nos transmite el espíritu de los balcones, a las ocho de cada tarde, durante el Gran Confinamiento cuando todos anduvimos extraviados, averiados, perdidos! El coronavirus nos igualó a todos en ese “miedo durmiente”. Ya es algo.

También nos da en su último libro (“Las ciudades evanescentes”) una lección de periodismo cuando destripa los efectos de la Gran Pandemia en la información no contrastada ni jerarquizada, sin contexto, ni basada en hechos probados. Me hace recordar a Noam Chomsky: “La gente ya no cree en los hechos”.  Lo llama “infodemia”.  No puede dejar se der reportero. Por eso, nos adereza su texto con datos, investigación y citas casi eruditas que se agradecen. Conoce bien al monstruo porque, como José Martí, “vivió en sus entrañas”.  Y se hace la pregunta ideal para conocer el precio de la noticia: “¿Quién paga a cambio de qué?”

Ramón Lobo, un abrazador que reparte toneladas de ternura y adarmes de tristeza, se pregunta: “¿Qué fue del niño soñador que fui?”. Aquí lo tenéis, negro sobre blanco, con palabras bien elegidas y mejor juntadas, en un texto de buena calidad literaria que rezuma un cierto “miedo durmiente” endulzado por su humor británico por parte de madre. Con ellas se desnuda y nos desnuda, a partir de las causas posibles y las consecuencias previsibles de la Gran Pandemia y del Gran Confinamiento. Se retrata a sí mismo, sin tapujos, y nos retrata a muchos de nosotros, más expertos que él en Al taqiyya, el arte del disimulo de los árabes. Si lo sabré yo.

Sigue siendo un niño soñador. La respuesta está clavada en las casi doscientas páginas de su Gran Monólogo, expresión de su “locura cuerda y productiva”. Con alma de Quijote y cuerpo de Sancho, Ramón se empeña en mostrarnos su rebeldía trasgresora y excéntrica, casi revolucionaria, mientras oculta en vano su sibaritismo culinario. Su bonhomía le traiciona en cada página. No os dejéis engañar por su habilidad literaria: Ramón es un cordero con piel de lobo. Lo sé. Por esa bondad natural y por su compromiso con la verdad periodística (no es un oxímoron, aunque lo parezca) le contraté como cofundador de dos de mis diarios fracasados más queridos (La Gaceta de los Negocios y El Sol).

Hace unos días, acudí a una librería de Madrid a la presentación post pandemia del libro a cargo del autor y de Javier del Pino, el conductor de “A vivir…” en la SER que nunca invita a políticos en activo (que dios se lo pague). Llovía a mares cuando me topé con un restaurante de la calle Echegaray (antes calle del Lobo) que ofrecía migas con torreznos. Como almeriense que soy, cuando llueve me gusta comer migas. Ante tamaña provocación (el restaurante se llama Casa Lobo) no tuve más remedio que zamparme un rico plato de migas… ¡con uvas de barco como las antiguas de mi tierra!

La librería estaba a tope. Allí me encontré con un diálogo cervantino sobre filosofía de la vida cotidiana, casi de andar por casa, hilvanado por dos artistas de la radio (el Lobo y el Pino) que escucho cada fin de semana en la SER. Entre risas compartidas (pues Ramón es un gran monologuista aún sin explotar), nos dejaron caer algunas cargas de profundidad de esas que te entran suavemente, como con vaselina, y luego te estallan dentro al salir de la librería. Lo que cuentan estos dos heterodoxos, medio en broma, te da qué pensar.  ¿De donde venimos? ¿Adónde vamos? Como ambos son de letras, no sabrán que un teólogo franciscano del Renacimiento (Luca Pacioli) trató de responder a esas preguntas y acabó inventando la contabilidad. Descubrió que venimos del Pasivo y vamos al Activo. O sea, el origen y la asignación de los fondos.

Ramón es un hombre de letras que pone el bien común por delante del dinero. Cultiva sus soledades más que Góngora. Nos habla de ocho soledades, ocho, y un poco también de la muerte, la última y definitiva. Pero lo hace con tanta gracia soterrada que te tragas el libro casi de un tirón. Su libro bordea la vida (lo nunca escrito) y la muerte (que nos iguala a todos en casi 2 kilos de ceniza). El Lobo es ingenioso y si lo juntas con Manuel Saco (“No hay dios”, qué gran libro) te partes de risa. No quiero destripar su historia, pero le copio aquí una leyenda sufí (la mayor escuela sufí estuvo en Pechina, Almería, en el siglo XI) sobre un cementerio en cuyas lápidas no había ni fechas de nacimiento ni de muerte. Solo días, horas o meses… “Aquí solo contamos el tiempo que somos felices”, dijo el sufí. Me ha recordado algo del testamento de nuestro gran califa Abderramán III, el hombre más poderoso del mundo en el siglo X: “En toda mi vida solo he sido feliz catorce días, no seguidos”.

Y qué me decís de esta frase del Lobo: “Si el tiempo es oro, perderlo debe ser un lujo extraordinario”. Qué razón tienes, Ramón. Lo descubrí, aunque tarde, al jubilarme. Por eso, él nos propone una ciudad ideal post pandémica con árboles y pajaritos y una gran plaza que se debería llamar “de la Conversación”. Ahí se le ve su fondo rebelde y heterodoxo. Giner de los Ríos la llamaría “Plaza del Santo Sacramento de la Conversación”.

Y para que vea que lo leí hasta el final, copio y pego su último párrafo:

“En nuestras retinas quedarán impresas las imágenes de los hospitales, los rostros marcados de las enfermeras y las médicas tras turnos eternos sin quitarse las protecciones, la extenuación y el impacto de lo vivido en sus ojos. En nuestros oídos quedarán el silencio mágico de las calles, el piar de los pájaros, los aplausos y las conversaciones desde las ventanas; también los planes y las esperanzas de construir un mundo en el que todos hayamos aprendido la lección. Solo queda un esfuerzo más: no olvidar jamás quienes fueron los imprescindibles y quienes son los impostores.”

Gracias, Ramón. Y enhorabuena por ser incapaz de disimular afectos y fobias. Cuando quieras te enseño el arte del disimulo que aprendí de niño en La Salle, un colegio de pago de Almería, y que practiqué, como un superviviente, hasta mi jubilación. Ya no. Ahora escribo como si fuera libre.

Diálogo cervantino entre el Lobo y el Pino

Me refugié de la lluvia en Casa Lobo

Migas con torreznos y uvas de barco en Casa Lobo. Un almeriense, cuando llueve, come migas. Me comí mis recuerdos.

Las ciudades evanescentes, de Ramón Lobo

Solapa del libro de Ramón

«Cornetín», el abuelo de 20 minutos

Como regalo por su 20 cumpleaños, hoy voy a revelar, con todo detalle, un secreto en exclusiva: el origen de “20 minutos”, el primer diario que no se vende y, antes de la crisis de 2008, el diario más leído de la historia de España. Ha llegado el momento de descubrir su linaje y atribuir a su abuelo “Cornetín” el mérito que le corresponde. Son partes de los capítulos 24 y 25 de mis memorias (inéditas) de la Transición y del Periodismo («Y seguimos vivos. Recuerdos de un periodista que sobrevivió a la Dictadura».) No apto para lectores impacientes.

Jura de bandera, en el centro.

Cornetín, mi primera publicación gratuita

Cuando mi capitán, en vez de mandarme a una prisión militar, me ofreció las medicinas de su difunto padre que curaron a Ana, me dieron ganas de darle un abrazo. Me contuve. Había recuperado la razón. Sabía que abrazar a un superior iría contra las reales ordenanzas militares de Carlos III. Le hubiera besado los pies. Injustamente, he olvidado su nombre. Después de aquel incidente, traté de demostrarle siempre mi agradecimiento. Me convertí en un soldado ejemplar. Su comportamiento me hizo cambiar la visión tan deplorable que yo tenía del Ejército.

En la cantina de tropa oí hablar de un proyecto antiguo de mis colegas José Antonio Plaza y Jesús Hermida. Años atrás, ambos periodistas fueron soldados del Batallón de Infantería al que pertenecía mi compañía de honores. Publicaron varios números de una vieja revista con el objetivo, creo yo, de librarse de las guardias y demás servicios. El Ministerio la financiaba hasta que fue borrada del presupuesto. Al desaparecer la subvención oficial, murió definitivamente.

Con esos antecedentes, pedí permiso a mi capitán para resucitar aquella revista con una idea original. En realidad, no era nada original. La aprendí, o sea, la copié cuando trabajaba en el diario Nivel. Su editor, Julio García Peri, lo era también del diario “Noticias Médicas”. Se repartía gratis a los médicos de toda España, y se financiaba solo con la publicidad de los laboratorios farmacéuticos y otros anunciantes del sector sanitario. Le conté mi plan y le garanticé que la revista no le costaría ni un duro al Ejército. Recordaba la experiencia fallida de Hermida. No tendríamos que pedir dinero a nadie. La idea le gustó.

Por la vía reglamentaria, consiguió que me recibiera el teniente coronel Alemán, nuestro superior. Tenía un gran despacho con vistas a la calle Barquillo. Me informé de todo lo referente a su historia, a su personalidad, a sus gustos literarios e históricos, a sus aficiones, etc. Junto con el Generalísimo y el capital general Muñoz Grandes, el que luchó junto a Hitler con la División Azul, mi jefe era uno de los pocos militares en activo que estaba en posesión de la máxima condecoración militar: la Gran Cruz Laureada de San Fernando.

Por su graduación, le correspondía tratamiento de jefe. Sin embargo, por ser “caballero laureado” se había ganado el máximo tratamiento de Vuecencia, es decir, Vuestra Excelencia, que se daba solo a los generales. Por tanto, en cuanto crucé el umbral de su despacho, me cuadré marcialmente y le dije:

– “¿Da Vuecencia su permiso?”.

Como al capitán de Cerro Muriano, le gustaba la historia militar. Le encantaron mis conocimientos de la guerra de África. Me la sabía de carrerilla por los pre guiones que escribí para la serie de TVE “España siglo XX”. Me dejó hablar. Él sería el director literario de la nueva etapa, y el capellán, que llamábamos “páter” como en mi Colegio Mayor Santa María, sería el director espiritual. Conservaba los 15 primeros números de la revista. Ejemplares flacos, de ocho páginas, sin apenas fotos, pagados con dinero público. Aún sentía nostalgia por ella. Se llamaba “Cornetín”. Me dijo:

– “Cornetín es el instrumento musical que nos manda lo que debemos hacer en cada momento”.

Así concluí mi disertación:

– “Como Vuecencia nos ha dicho, nuestra compañía de honores debe ser un espejo en el que se miren todas las demás compañías del Ejército español. Si Vuecencia lo permite, podríamos enviar un ejemplar gratuito de esta nueva etapa, con el doble de páginas, con fotos y mucho más contenido, a cada regimiento. Les marcaría un camino. Naturalmente, sin coste alguno para el Ejército”.

Aceptó mi plan periodístico y de negocio con una condición. Jamás abandonaría yo el Ejército, es decir, no me darían “la verde”, la cartilla de licenciado, sin haber concluido con éxito la refundación de la revista. Le di mi palabra y las gracias a Vuecencia. Como “Noticias Médicas”, se financiaría solo con los anuncios. Como fundador de la primera publicación gratuita, no subvencionada, de mi vida me estaba jugando el tipo. Salí cagado de miedo, aunque armado de ciertos residuos de valor, del despacho del teniente coronel laureado.

Se busca director comercial

Lo más urgente, lo prioritario, era garantizar la financiación de “Cornetín”. Aprendí pronto esa lección, tan provechosa para toda mi carrera profesional. Vencer o morir en aquella aventura periodística, es decir, mi futura y ansiada libertad o mi prisión permanente, dependía de que los ingresos de la revista fueran iguales o superiores a los gastos. Tomé buena nota.

Para medir bien los gastos de la nueva empresa debía visitar, con cierta flexibilidad y frecuencia, a mis proveedores (papel, imprenta, correos, etc.) y colaboradores. El capitán me libró de todos los servicios de guardia, limpieza, etc. salvo, llegado el caso, de los de rendición de honores en visitas de Estado u otras solemnidades castrenses. Objetivo alcanzado: Pase “pernocta”, sin guardias y con libertad casi total de movimientos por el Ministerio del Ejército para poder buscar anunciantes y colaboradores apropiados. Las tardes, libres.

Entregué al capitán, para que se lo hiciera llegar a Vuecencia, el plan de negocio detallado, especialmente en los gastos, cuyos presupuestos le adjunté. Necesitaba que liberara de guardias y otros servicios a otro soldado, el futuro director comercial. Él debía ayudarme a buscar los anuncios para asegurar los ingresos imprescindibles que harían viable, incluso rentable, la edición de “Cornetín”. Me dio la venia.

Ya le había echado yo el ojo a un charnego espabilado, un andaluz como yo, pasado por Cataluña, que tenía mucha gracia y habilidad para hacer negocios (tabaco, comida, cambios de guardia, etc.) con los soldados de la compañía de honores y los vecinos de la compañía de Telegrafía. Le propuse el cargo con un sueldo inimaginable: ¡liberado de todas las guardias! Aceptó en el acto.

La guardia en la calle Prim era la más deprimente. Nadie la quería. Por las noches de Prim rondaban homosexuales, perseguidos por las leyes del franquismo, sometidos a frecuentes redadas. También vi pasar a caballeros viejos con coches de lujo que contrataban los servicios sexuales más denigrantes de jóvenes chaperos, casi niños, muertos de hambre.

Una vez contratado, pasé la lista de clientes potenciales a mi flamante jefe de publicidad. Allí estaban los principales proveedores del Ministerio del Ejército: el fabricante de tambores, Cervezas El Águila, otros proveedores de las cantinas y del comedor, sastres de la calle Mayor, especializados en uniformes militares, vendedores de instrumentos musicales para las bandas, papelerías, etc.

Con más imaginación que yo para los negocios, mi director comercial amplió la lista en un santiamén. Los contratos de publicidad, para un nicho tan específico y eficiente, se iban firmando con demasiada celeridad. Un día me enteré de que mi colega amenazaba veladamente a sus clientes potenciales con cambiar de proveedor en el Ministerio si no firmaban el contrato. Por tan poco dinero, no querían arriesgarse a quedar mal con el Ejército.

Los periodistas conocemos esa técnica comercial como “Exclusivas El Trabuco”. Una de las mayores vergüenzas, y de los chantajes más habituales, de mi profesión. El periodista/comercial o el comercial/periodista solía amenazar así a sus clientes:

– “Si no me das publicidad, escribiré o actuaré en tu contra”.

Le pedí que aflojara la presión y no pusiera tanto empeño en su labor. Su trabajo y el mío debían durar hasta poco antes de Navidad de 1971, fecha prevista, de publicación del número 16 de “Cornetín”, nº 1 de la nueva etapa no subvencionada, y, por tanto, cerca de nuestra liberación y pase a la reserva. No convenía imprimirlo antes de tiempo.

Ambos departamentos, redacción y publicidad, vivíamos a cuerpo de rey. Acudíamos al cuartel por la mañana, después del toque de diana, dábamos una vuelta para ser vistos, hacíamos como que hacíamos alguna gestión. A veces, la hacíamos de verdad. Luego, quedábamos liberados hasta el día siguiente. La elección del director comercial de “Cornetín” fue un acierto. Siempre he valorado ese puesto en todas las fundaciones periodísticas que hice a partir de aquella. Poco después de la mili, le reencontré de director de una sucursal bancaria. Un triunfador que rozaba la línea de lo permitido.

Mi pluma, al servicio de la Falange

Desde que yo era muy niño, mi padre me había prohibido llevar la camisa azul del Frente de Juventudes de Falange. Por eso, no le gustó nada mi nuevo empleo. Por más que le expliqué que los tiempos habían cambiado, y que nadie me obligaría a escribir lo que yo no quisiera, nunca estuvo de acuerdo. Lo aceptó de mala gana en cuanto le dije que ese era el único empleo al que podía tener acceso con el uniforme de soldado. Tendría que esconder, como casi siempre, mis ideas políticas. Eso sí, sin dejar todo el peso de nuestros gastos sobre los ingresos de Ana como secretaria en Sofico. Además, Ana presentía que su empleo no iba a durar mucho. Los clientes ingleses reclamaban la rentabilidad de su inversión, y temían perderlo todo.

A pesar de las razones que di a mi padre, a mí me dio un no sé qué cuando crucé el umbral del Edificio Arriba. Tenía diez o doce pisos, en el Paseo del Generalísimo, frente a la Ciudad Deportiva del Real Madrid, donde hoy se alzan las torres de Florentino. En su fachada de ladrillo rojo visto colgaban el yugo y las flechas, el símbolo de Falange, de tamaño descomunal. Las flechas debían de medir más de cinco metros.

Pregunté por Melchor Sainz Pardo, mi compañero de la Escuela de Periodismo, que trabajaba en la Agencia PYRESA (Prensa y Radio del Movimiento, S.A.). Le impresionó mi traje militar de paseo, el correaje y la gorra de plato con visera de charol. Parecía un oficial. Me presentó al camarada Vicente Cebrián, director de la Agencia y anterior director del diario Arriba. Era un hombre alto, con un gran bigote, y de aspecto distinguido. Muy comprensivo con mi uniforme. Me recibió con gran cortesía, que mantuvimos mutuamente durante muchos años, y me contrató casi en el acto.

Salí muy contento de su despacho. Al día siguiente debía rellenar los papeles para darme de alta en la nómina y en la Seguridad Social, y empezar a trabajar en la agencia oficial de noticias de Franco.

Melchor me llevó a la cafetería del edificio, compartida con el Diario Arriba, varios semanarios también de Falange, y otros servicios de prensa del Movimiento. Allí me encontré por casualidad con Enrique Vázquez y Vicente de Luis Botín. ¡Vaya susto! Dos rojos perdidos, desde mis tiempos universitarios, emboscados en la cueva de los fascistas. Otra vez, juntos, pero no revueltos, como en mi Colegio Mayor. Nos saludamos efusivamente y comentamos mi incorporación inmediata a Pyresa. Les comenté el motivo de mi visita. Enrique Vázquez me interrumpió:

– “De eso, nada. Tú tienes que incorporarte, sí, pero al diario Arriba, en la planta debajo de Pyresa, donde soy el jefe de la Sección Internacional. Te necesitamos. Déjalo de mi cuenta. No te muevas de aquí”.

Melchor y yo no sabíamos qué decir. Enrique salió disparado hacia el despacho de su director, Jaime Campmany, un falangista murciano, camisa vieja, que estaba evolucionando hacia posiciones aperturistas del Régimen. Llevaba apenas un año de director, y ya había contratado a varios redactores izquierdistas para darle un tinte moderado al diario oficial del franquismo que había sido filo nazi hasta muy recientemente.

Después de la “Primavera de Praga”, brutalmente frustrada por los tanques soviéticos en el verano del 68, los cambios operados en la primavera de 1971 en el seno del diario Arriba, el órgano de Falange Española fundado por José Antonio Primo de Rivera, merecieron el nombre de la “Primavera de Campmany”.

Ese mismo día, cambié dos veces de empleo. Al camarada Campmany también le gustó mi traje militar de paseo. Tras chocar la mano, sin saludo brazo en alto como me había ocurrido más de una vez en el SUT, me dijo:

“Según Enrique, hablas francés e inglés, justo lo que necesitamos en esta nueva etapa de apertura del diario y de toda España al mundo exterior”.

Apenas pude responder:

“Francés, bien, pero inglés, un poco”.

Enrique me cortó:

– “No le hagas caso. Lo sé. José Antonio es muy modesto. Ha vivido en Estados Unidos antes de la mili, y su mujer es de Boston”.

Solo dije que me sentía mal por abandonar a Vicente Cebrián para quien iba a comenzar a trabajar al día siguiente. Campmany me replicó:

– “Eso no es problema; aquí somos una familia. Yo me encargo de hablar con él”.

Volvimos a subir a la cafetería compartida para celebrar mi segundo empleo en un mismo día. Pronto se sumaron Melchor Sainz Pardo y Vicente Cebrián. Este último me dio una palmada amistosa en la espalda al tiempo que me decía:

– “Traidor, menudo traidor”.

Sonreía. Por eso, no enrojecí de vergüenza. Volví a encontrarme con él muchas veces en mi carrera profesional. Era un caballero. Siempre recordó aquella “traición” con la misma sonrisa. Incluso a su hijo, Juan Luis Cebrián, el primer director de El País, quien, no obstante, me llegó a contratar cuatro veces.

Portada del diario de la Falange, Arriba, que borré de mi curriculum

Crónicas de mierda

El miedo a ser descubierto nunca me abandonó en la redacción del diario de la Falange. Me maravillaba cómo se comportaban mi jefe y mis colegas de la Sección Internacional. Aquello parecía Versalles. Nunca se discutía de política. Cada uno iba a lo suyo. Una célula de orientación comunista conviviendo con los restos del franquismo más rancio. Increíble, casi surrealista, pero cierto. Otra vez, como en mi Colegio Mayor del SEU donde acumulé experiencia en el arte de fingir.

En ese ambiente anti comunista y anti ateo, Campmany había metido a varios filocomunistas, probadamente ateos, en su propia redacción. Dio un paso más. Permitió el estreno, casi clandestino, de la película “Canciones para después de una guerra”, de Basilio Martín Patino, en la sala privada de cine del Edificio Arriba. Basilio quería sumar apoyos del Régimen para que levantaran la prohibición que pesaba sobre su obra. Era una recopilación de canciones e imágenes de la sociedad española durante la postguerra.

Todos los izquierdistas asistimos al estreno con el ánimo de aplaudir. Un buen número de franquistas también acudieron con el ánimo de abuchear la película. Estos no esperaron hasta el final para mostrar su claro repudio. Durante la proyección, se produjeron varios gritos en la oscuridad contra el director y su obra. Escuché gritos de “falso”, “mentira”, “qué cabronada”. Me asusté. Detrás de mí estaba sentado un colega de mi sección que gritó más fuerte que nadie: “Esta película es una hijoputez”. Nadie aplaudió al terminar la cinta. Rodeamos y acompañamos a Basilio hasta la puerta de salida del Arriba para evitar altercados contra él.

Conocíamos el carácter violento de algunos falangistas. Formaba parte de su cultura. Unos viejos, inspirados por los ataques de los nazis a las tiendas judías, presumieron abiertamente del asalto de los falangistas contra los almacenes SEPU, durante la República, por ser judíos que supuestamente explotaban a los empleados españoles.

En la Hemeroteca pudimos ver la portada de nuestro periódico del 30 de abril de 1945, el mismo día que Hitler se había suicidado. No mencionaba la muerte del dictador nazi. Este era su titular: “Europa tributa honores a su excelso hijo: Adolf Hitler”. Esas eran las raíces del diario donde conseguí mi primer empleo de redactor en plantilla con 13.000 pesetas al mes (aproximadamente un poco más de 2.000 euros de hoy, ajustada la inflación). Nuestro subdirector, Antonio Izquierdo, que luego dirigió El Alcázar, diario golpista de extrema derecha, solía poner su pistola sobre su escritorio.

Para dibujar el ambiente de falso compañerismo que reinaba en el diario Arriba, no puedo olvidar las crónicas de nuestro compañero de sección Vicente de Luis Botín, claramente izquierdista. Campmany le envió a cubrir las elecciones municipales de Chile en aquella primavera de 1971. Eran la prueba de fuego del presidente Salvador Allende, elegido en 1970, para avanzar en su “vía democrática hacia el socialismo”.

Yo era el encargado de recoger las tomas del télex o del teletipo de Efe por donde él enviaba sus textos. Corregía sus crónicas, las titulaba, y escribía el sumario lo más neutral posible. Al día siguiente, encontraba sobre mi mesa un sobre cerrado a nombre de Vicente de Luis Botín. Cada día se repetía la misma operación. Al cabo de varios días, el olor de los sobres acumulados sobre mi mesa a nombre de nuestro corresponsal en Chile se empezó a hacer insoportable. Se lo comenté por télex y Vicente me autorizó a abrir los sobres a su nombre.

Una desagradable sorpresa. Cada sobre contenía el recorte de una crónica suya de las elecciones en Chile llena de mierda. Se habían ido limpiando el culo con las crónicas de Botín sobre los avances del socialista Salvador Allende en las elecciones municipales. Valga como muestra del ambiente de compañerismo extravagante que respirábamos en el órgano doctrinal del franquismo.

               

Una oferta que no pude rechazar

Capítulo 25

En mi periódico había un cóctel ideológico surrealista. Dos mundos totalmente opuestos, el fascista y el comunista, se cruzaban por nuestra redacción con rumbos opuestos. A veces, a la deriva y con riesgo de colisión. En cuanto saltara por los aires el tapón biológico de los falangistas y otros ex combatientes del franquismo, la prensa caería, como una pera madura, en manos de mi generación. “¡Qué oportunidad!”, llegué a pensar entonces.

El vacío periodístico que hubo durante 40 años sin libertad lo pudimos llenar en el declive de la Dictadura. Debo reconocer que, desde el punto de vista laboral, los periodistas de mi generación lo tuvimos más fácil que los que vinieron después. Fuimos un tapón para los jóvenes que quisieron seguir nuestros pasos. Debemos mucho a aquella oportunidad histórica irrepetible. Por eso, no deberíamos presumir tanto de lo que hicimos por la libertad de prensa. Por lo menos, en mi caso, yo sé por qué lo digo. Con lo que me gusta presumir, tantas veces sin razón, tengo que reconocer que, sin mucho mérito por nuestra parte, estuvimos en el lugar oportuno y aprovechamos la ocasión. Nacimos de pie. Aunque, no siempre. Íbamos en una montaña rusa.

Otra vez, como en el semanario Don Quijote o en el diario Nivel, la dura realidad se impuso de nuevo sobre mis sueños de un futuro en libertad. La “Primavera de Campmany”, una mini revolución desde arriba, fue aplastada de pronto sin necesidad de tanques, como ocurrió en 1968 con la “Primavera de Praga”. Torcuato Fernández Miranda, que defendía la apertura casi democrática del franquismo, perdió su batalla a favor de legalizar las “asociaciones políticas” y cesó a Campmany.

Cuenta la leyenda que Franco le dijo:

– “O esas asociaciones son partidos o no son nada. Y, mientras yo viva, en España no habrá partidos políticos”.

El vicepresidente Carrero Blanco tomó nota, y le ganó esa batalla a Torcuato. Lo que son las cosas. Dos años y pico después, Carrero sufrió un atentado terrorista de ETA, y voló por los aires. Torcuato le sustituyó como presidente en funciones, y ayudó a poner al Rey en el trono y a Suárez en el Gobierno. Carrero ganó aquella batalla contra Campmany. Torcuato ganó la guerra.

La iglesia que no se quemó tres veces

Prácticamente liberados de los servicios de armas, incluso de los desfiles, el director comercial de “Cornetín” y yo vivíamos en el mejor de los mundos. Pensé que sería posible volver a colaborar con Ricardo Blasco, Fernández de la Torre o Esteban Madruga en algunos episodios de la serie de TVE “España, siglo XX” aún sin concluir.

A petición mía, Sol Nogueras, mi compañera de Hispania Press, había ocupado mi puesto durante mi viaje a Estados Unidos y mi servicio militar. El jefe de producción me dijo que podía sumarme al equipo sin desplazar a Sol. Se trataba de una colaboración eventual para la coordinación de los guiones con el montaje final, compatible con la mili y con el Arriba. Ese dinero extra no me vendría mal. Todo aprovecha para el convento. Además, aterrizaba de nuevo en Televisión. Allí podría encontrar oportunidades para poder dejar algún día el diario franquista, una experiencia enriquecedora que, en poco tiempo, tanto me había decepcionado.

Al cabo de más de un año de ausencia de la serie, noté un ambiente distinto. Los primeros episodios de la II República tropezaron con la censura. El franquismo no estaba dispuesto a que se emitieran, por ejemplo, las imágenes de la explosión de alegría callejera causada por el fin de la monarquía de Alfonso XIII. La feliz algarabía callejera con que una mayoría de españoles recibió la proclamación de la República, que Franco había destruido con su golpe de Estado, no era bien vista por los responsables de la serie.

Las imágenes de esa muchedumbre celebrando pacíficamente el cambio político en la Puerta del Sol eran un bofetón a los golpistas que ganaron la guerra civil. Hubo que rehacer muchos episodios. Me dijeron, y no me cuesta creerlo, que el propio Franco, gran amante del cine y de la televisión, intervino en la censura de algunos episodios. El Caudillo hizo algunas recomendaciones que nadie se atrevió a ignorar.

Para resolver los conflictos que planteaba la falsificación de la historia, TVE, bajo las directrices del Opus Dei triunfante, contrató al profesor Vicente Cacho Viu como asesor histórico de la serie. Un tipo interesante. Nada tonto. Leí su obra principal, voluminosa y perspicaz, sobre “La Institución Libre de Enseñanza” (ILE), a cuyo consejo editorial pertenezco ahora.

En agosto y septiembre de 1971, mi trabajo en Arriba se hizo bastante incómodo, por decirlo con palabras suaves. También en la serie “España, siglo XX”. Me llevaba bien con el profesor Cacho Viu. Dijo que, debido a mi juventud, comprendía mi intransigencia al negarme a incluir en episodios de mayo de 1931 imágenes filmadas de una iglesia ardiendo que ambos sabíamos que correspondían a junio de 1936, cuatro meses después de las elecciones que ganó el Frente Popular. Su teoría se basaba en aceptar un mal menor (imágenes repetidas fuera de su fecha real) para conseguir un bien superior (la continuidad de toda la serie, tan educativa). Otra vez, frente al eterno dilema moral: ¿el fin justifica los medios? Ese falso dilema siempre me pareció una coartada cínica.

Las imágenes filmadas de la quema de una iglesia, las únicas que teníamos a mano, se reproducían, una y otra vez, en varios episodios de distintas fechas para justificar y hacer verosímiles los desórdenes anticlericales y la violencia a que obligaba el guion autorizado. Les dije que no teníamos disponible ninguna imagen filmada de la quema de iglesias y conventos de mayo de 1931. Solo teníamos las de junio de 1936. Era una serie documental, no de ficción. Perderíamos credibilidad. Deberíamos recurrir solo a las fotos que publicó la prensa de la época.

Algunos colegas me recordaron a mi madre. Uno de ellos citó una de sus frases favoritas:

– “No está el horno para bollos”.

Todos tenían familia y ese era su único empleo. Yo tenía otro empleo, y ningún hijo que alimentar. Además, Ana me cubría las espaldas con su sueldo. Los comprendí y lamenté mi chulería. El historiador, el director y el productor entendieron y aceptaron la posición oficial. Según ellos, las instrucciones procedían “nada menos que de El Pardo”.

El incidente quedó reducido a una carta mía, muy educada, ingenua quizás, no exenta de cierta soberbia juvenil, dirigida a Vicente Cacho Viu, mi superior inmediato. En ella, le comunicaba mi dimisión “irrevocable” como ayudante suyo en “España, siglo XX” “por razones morales”. No sé si fui ingenuo, pedante, petulante o, simplemente, impulsivo. O las cuatro cosas, a la vez.

 Una revista como “The Economist”

Entre tanto, Ana y yo estábamos preparados para dejar Sofico y el diario Arriba. Conectamos de nuevo con Heriberto Quesada y Alfonso S. Palomares, los dueños de la Agencia de Prensa Delfos, con quienes ya habíamos colaborado con cierto éxito no solo con reportajes del corazón. Ellos habían vendido muy bien, por ejemplo, la entrevista que hicimos a Pablo Casals. Nos recibieron con los brazos abiertos.

A los pocos días, Heriberto me invitó a comer cerca de su oficina de la calle Alcántara. Acudí de paisano, como si ya estuviera licenciado. Intentó quitarme de la cabeza la idea que teníamos de emigrar. Dijo tener un proyecto hecho a mi medida: periodista con base económica. “Un semanario para la democracia”, me dijo. No le creí. Había visto nacer y morir, en cuestión de semanas, varios proyectos semejantes. “Cosas de aficionados”, pensé, con mi ya larga experiencia en fracasos profesionales de ese tipo. Me creía un experto en detectar sueños imposibles.

No me convenció. No obstante, acepté visitar, de su parte, a Juan Tomás Salas. Era un abogado que quería lanzar una revista, según me dijo, como “The Economist”. Necesitaba a un profesional que tuviera conocimientos de Economía. Además, era indispensable que tuviera el carnet y el correspondiente número en el Registro Oficial de Periodistas del Ministerio de Información para registrarle como responsable del contenido. Ese número, que Juan T. Salas no poseía, era imprescindible para obtener el permiso del Gobierno. Le habían hablado de mí, y quería conocerme.

El piso viejo de la calle García de Paredes no tenía nada que ver con las oficinas modernas de Ana en Sofico. El ascensor parecía inseguro. La escalera olía a cocido rancio. Alicia Fernández, una joven muy simpática, me abrió la puerta. Luego comprobé que era la secretaria del jefe, telefonista y encargada de resolver todo tipo de problemas. Acabó mandando mucho en aquel proyecto. Casi medio siglo después, la seguí admirando. Falleció prematuramente hace cuatro años. Buena amiga.

Salas me recibió efusivamente. Casi me abraza sin conocerme. Luego comprobé que lo hacía con frecuencia, indiscriminadamente. Parecía muy simpático. De buena familia, desde luego. Tenía risa fácil y carcajadas ruidosas. Me habló con mucha franqueza, lo que agradecí. Más o menos, lo que ya sabía. Me preguntó un poco por mi vida. Intercambiamos varias risas. Me dijo:

– “Heriberto no trabajará aquí, pero es de confianza y, de momento, aparecerá en la mancheta como director. Me dice que eres el mejor para el puesto de redactor jefe. Le creo. Te necesitamos ya mismo como director en funciones. Para serte sincero, lo que más necesitamos es tu carnet oficial de periodista, para poder inscribir el semanario en el Registro del Ministerio, y a ti, como responsable oficial del contenido de cara al Gobierno. Queremos salir cuanto antes”.

Todo iba demasiado rápido. Él llevaba mucho tiempo fuera de España (Colombia, Francia, Inglaterra) y apenas conocía periodistas. Se fiaba de Heriberto, pues venía de la mano de Luis González Seara, presidente de la editora IMPULSA, un hombre próximo al ex ministro Fraga. Los tres, gallegos.

Mientras decidíamos si emigrábamos o no a Améríca Latina, Juan Tomás y Heriberto me pidieron que les ayudara a avanzar con el proyecto, al menos para darle cuerpo al número 1, como colaborador eventual sin compromiso. Tenían mucha prisa. Me pagarían 22.000 pesetas al mes, 9.000 más que en el diario Arriba. Ese disparo de 22.000 pesetas, y en nómina cuando quisiera, me hizo tambalear. No me derribó.

Portada del primer número del semanario Cambio 16, noviembre de 1971

Al día siguiente, por si acaso, anuncié a Su Excelencia, mi teniente coronel, que la revista “Cornetín” ya estaba en el horno, lista para ser impresa “cuando Vuecencia me dé la orden”. Le mostré las pruebas completas de imprenta. La mayoría de las páginas ya las conocía. La portada le encantó. Una gran foto, a toda página, de la entrada principal del Ministerio con un soldado de los nuestros de guardia a cada lado de la puerta. Quedó muy satisfecho. Con una amplia sonrisa me dio la orden. Me dijo:

– “Al ataque”.

En unos pocos días, creo que coincidió con el 1 de octubre, fiesta del Caudillo, tuvimos los primeros ejemplares impresos en máquina plana. Mi capitán fue el primero en verlos. A la vez, le entregué las cuentas equilibradas de gastos e ingresos. Lo comido por lo servido. Me dio una palmada en la espalda:

– “Tenías razón, muchacho, aquí está “Cornetín” y sin costar ni un duro al Ejército”.

Con unos cuantos ejemplares en la mano, se fue directo al despacho del jefe laureado del Batallón de Infantería del Ministerio, teniente coronel Alemán, al que pertenecía mi compañía de honores. Le seguí hasta la puerta. Tardaba mucho en salir. Me empecé a preocupar. Se nos podía haber escapado alguna errata grave de imprenta. El caso es que, unos días antes, habíamos revisado juntos todas las páginas y les había dado el visto bueno. El miedo recorría todo mi cuerpo. Mi capitán tardaba mucho en salir. ¡Qué nervios!

La puerta se abrió y vi de lejos la sonrisa de Su Excelencia. ¡Qué alivio! Con el Ejército nunca se sabe. Como de costumbre:

– “¿Da Vuecencia su permiso?”

Me hizo un gesto amable y entré. Me recibió con estas palabras:

– “Enhorabuena, soldado. Te felicito. Has superado a Jesús Hermida, el último responsable de “Cornetín”. Gracias a los anuncios y al poco coste de fabricación, has sentado un buen precedente para que este proyecto benemérito no vuelva a morir. Lo prometido es deuda. He dado la orden a tu capitán para que te conceda permiso indefinido hasta la fecha oficial de tu licenciamiento del Ejército. Ha sido un placer tenerte a mis órdenes. Buena suerte en el periodismo. Y cuídame la guerra de África en Televisión Española. Soldado, puedes retirarte”.

¡Menudo parlamento! Solo pude balbucear un tímido:

– “Gracias, Vuecencia. Con su permiso, Vuecencia”.

Salí de ahí como pude. Caminando hacia atrás. Me temblaban las piernas.

Portada de la revista Cornetín (gratis) del ministerio del Ejército.

Al día siguiente, de paisano permanente, acepté la oferta de Juan Tomás Salas como “director en funciones” de un nuevo semanario de economía que se llamaría, según me dijo entonces, “Cambio 16”. El Registro de marcas había rechazado el nombre de “Cambio” por ser demasiado genérico.

Con el número 16 incorporado a la palabra Cambio, un nombre nada genérico, la marca fue aceptada por el Registro de la Propiedad. “¿Por qué 16?”, pregunté. Salas respondió:

– “Esos 16 son los socios fundadores de IMPULSA. Ya los irás conociendo”.

Firmé un precontrato. Salas se levantó y, entonces sí, me dio un gran abrazo. Luego dio una voz:

– “¡Manolo!”.

Allí se presentó Manolo, el único redactor de aquella empresa. Ya éramos cuatro para, armados de palabras, acabar pacíficamente con la Dictadura de Franco: Juan Tomás Salas, Alicia Fernández, Manolo Saco y yo. Por favor, que nadie se ría: aunque os parezca un poco pretencioso, ese era nuestro objetivo. Al día siguiente, me presentaría a varios accionistas de esos 16 que acudirían a la primera reunión editorial en toda regla.

Manolo y yo salimos a tomar juntos, en el bar de la esquina, la primera copa. En este punto, importante en mi vida, sólo puedo copiar a un clásico: fue el comienzo de una hermosa amistad. Al cabo de cincuenta años, sigo llamándole Mozart y yo mantengo para mí, a su lado, en un arranque inaudito de modestia, el nombre de Salieri.

En mayo de 2019, Ana y yo celebramos en su casa gallega nuestras bodas de oro. Con eso está todo dicho. Y recordamos, al borde de las lágrimas, el segundo aniversario de la muerte de su esposa, nuestra Alicia Fernández, fundadora, junto con nosotros, de Cambio 16, un embrión glorioso (sí, sí, glorioso, y me quedo corto) de la prensa libre en plena Dictadura.