El Gran Monólogo del Lobo

Ramón Lobo, un abrazador que reparte toneladas de ternura y adarmes de tristeza, se pregunta: “¿Qué fue del niño soñador que fui?”. Aquí lo tenéis, negro sobre blanco, en su último libro (Las ciudades evanescentes), con palabras bien elegidas y mejor juntadas, en un texto de buena calidad literaria que rezuma un cierto “miedo durmiente” endulzado por su humor británico por parte de madre. Con ellas se desnuda y nos desnuda, a partir de las causas posibles y las consecuencias previsibles de la Gran Pandemia y del Gran Confinamiento. Se retrata a sí mismo, sin tapujos, y nos retrata a muchos de nosotros, más expertos que él en Al taqiyya, el arte del disimulo de los árabes. Si lo sabré yo.

Mi artículo de hoy en La Voz de Almería

El abrazo de Ramón Lobo, mi amigo (y colega).

Almería, quién te viera… (21)

El Gran Monólogo del Lobo

J. A. Martínez Soler

Endurecido con un callo protector, como corresponsal de muchas guerras y testigo directo de tantas miserias humanas, a mi colega Ramón Lobo le gusta hacerse pasar por malo. No lo consigue. ¡Qué bien nos transmite el espíritu de los balcones, a las ocho de cada tarde, durante el Gran Confinamiento cuando todos anduvimos extraviados, averiados, perdidos! El coronavirus nos igualó a todos en ese “miedo durmiente”. Ya es algo.

También nos da en su último libro (“Las ciudades evanescentes”) una lección de periodismo cuando destripa los efectos de la Gran Pandemia en la información no contrastada ni jerarquizada, sin contexto, ni basada en hechos probados. Me hace recordar a Noam Chomsky: “La gente ya no cree en los hechos”.  Lo llama “infodemia”.  No puede dejar se der reportero. Por eso, nos adereza su texto con datos, investigación y citas casi eruditas que se agradecen. Conoce bien al monstruo porque, como José Martí, “vivió en sus entrañas”.  Y se hace la pregunta ideal para conocer el precio de la noticia: “¿Quién paga a cambio de qué?”

Ramón Lobo, un abrazador que reparte toneladas de ternura y adarmes de tristeza, se pregunta: “¿Qué fue del niño soñador que fui?”. Aquí lo tenéis, negro sobre blanco, con palabras bien elegidas y mejor juntadas, en un texto de buena calidad literaria que rezuma un cierto “miedo durmiente” endulzado por su humor británico por parte de madre. Con ellas se desnuda y nos desnuda, a partir de las causas posibles y las consecuencias previsibles de la Gran Pandemia y del Gran Confinamiento. Se retrata a sí mismo, sin tapujos, y nos retrata a muchos de nosotros, más expertos que él en Al taqiyya, el arte del disimulo de los árabes. Si lo sabré yo.

Sigue siendo un niño soñador. La respuesta está clavada en las casi doscientas páginas de su Gran Monólogo, expresión de su “locura cuerda y productiva”. Con alma de Quijote y cuerpo de Sancho, Ramón se empeña en mostrarnos su rebeldía trasgresora y excéntrica, casi revolucionaria, mientras oculta en vano su sibaritismo culinario. Su bonhomía le traiciona en cada página. No os dejéis engañar por su habilidad literaria: Ramón es un cordero con piel de lobo. Lo sé. Por esa bondad natural y por su compromiso con la verdad periodística (no es un oxímoron, aunque lo parezca) le contraté como cofundador de dos de mis diarios fracasados más queridos (La Gaceta de los Negocios y El Sol).

Hace unos días, acudí a una librería de Madrid a la presentación post pandemia del libro a cargo del autor y de Javier del Pino, el conductor de “A vivir…” en la SER que nunca invita a políticos en activo (que dios se lo pague). Llovía a mares cuando me topé con un restaurante de la calle Echegaray (antes calle del Lobo) que ofrecía migas con torreznos. Como almeriense que soy, cuando llueve me gusta comer migas. Ante tamaña provocación (el restaurante se llama Casa Lobo) no tuve más remedio que zamparme un rico plato de migas… ¡con uvas de barco como las antiguas de mi tierra!

La librería estaba a tope. Allí me encontré con un diálogo cervantino sobre filosofía de la vida cotidiana, casi de andar por casa, hilvanado por dos artistas de la radio (el Lobo y el Pino) que escucho cada fin de semana en la SER. Entre risas compartidas (pues Ramón es un gran monologuista aún sin explotar), nos dejaron caer algunas cargas de profundidad de esas que te entran suavemente, como con vaselina, y luego te estallan dentro al salir de la librería. Lo que cuentan estos dos heterodoxos, medio en broma, te da qué pensar.  ¿De donde venimos? ¿Adónde vamos? Como ambos son de letras, no sabrán que un teólogo franciscano del Renacimiento (Luca Pacioli) trató de responder a esas preguntas y acabó inventando la contabilidad. Descubrió que venimos del Pasivo y vamos al Activo. O sea, el origen y la asignación de los fondos.

Ramón es un hombre de letras que pone el bien común por delante del dinero. Cultiva sus soledades más que Góngora. Nos habla de ocho soledades, ocho, y un poco también de la muerte, la última y definitiva. Pero lo hace con tanta gracia soterrada que te tragas el libro casi de un tirón. Su libro bordea la vida (lo nunca escrito) y la muerte (que nos iguala a todos en casi 2 kilos de ceniza). El Lobo es ingenioso y si lo juntas con Manuel Saco (“No hay dios”, qué gran libro) te partes de risa. No quiero destripar su historia, pero le copio aquí una leyenda sufí (la mayor escuela sufí estuvo en Pechina, Almería, en el siglo XI) sobre un cementerio en cuyas lápidas no había ni fechas de nacimiento ni de muerte. Solo días, horas o meses… “Aquí solo contamos el tiempo que somos felices”, dijo el sufí. Me ha recordado algo del testamento de nuestro gran califa Abderramán III, el hombre más poderoso del mundo en el siglo X: “En toda mi vida solo he sido feliz catorce días, no seguidos”.

Y qué me decís de esta frase del Lobo: “Si el tiempo es oro, perderlo debe ser un lujo extraordinario”. Qué razón tienes, Ramón. Lo descubrí, aunque tarde, al jubilarme. Por eso, él nos propone una ciudad ideal post pandémica con árboles y pajaritos y una gran plaza que se debería llamar “de la Conversación”. Ahí se le ve su fondo rebelde y heterodoxo. Giner de los Ríos la llamaría “Plaza del Santo Sacramento de la Conversación”.

Y para que vea que lo leí hasta el final, copio y pego su último párrafo:

“En nuestras retinas quedarán impresas las imágenes de los hospitales, los rostros marcados de las enfermeras y las médicas tras turnos eternos sin quitarse las protecciones, la extenuación y el impacto de lo vivido en sus ojos. En nuestros oídos quedarán el silencio mágico de las calles, el piar de los pájaros, los aplausos y las conversaciones desde las ventanas; también los planes y las esperanzas de construir un mundo en el que todos hayamos aprendido la lección. Solo queda un esfuerzo más: no olvidar jamás quienes fueron los imprescindibles y quienes son los impostores.”

Gracias, Ramón. Y enhorabuena por ser incapaz de disimular afectos y fobias. Cuando quieras te enseño el arte del disimulo que aprendí de niño en La Salle, un colegio de pago de Almería, y que practiqué, como un superviviente, hasta mi jubilación. Ya no. Ahora escribo como si fuera libre.

Diálogo cervantino entre el Lobo y el Pino

Me refugié de la lluvia en Casa Lobo

Migas con torreznos y uvas de barco en Casa Lobo. Un almeriense, cuando llueve, come migas. Me comí mis recuerdos.

Las ciudades evanescentes, de Ramón Lobo

Solapa del libro de Ramón

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