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Yo pensaba que Feijóo era un conservador moderado…

Fui un ingenuo. Pensaba que Feijóo era un conservador moderado, no un VOX con piel de cordero.

MAR, el Rasputin de Aznar y Ayuso, asesora a Feijóo. ¡Qué miedo!

Las 9 grandes mentiras flagrantes del cara a cara con Sánchez (sin citar la fuente) y su presunción, ruin y miserable, del pucherazo en Correos («que trabajen los carteros, con independencia de sus jefes») me han hecho cambiar de opinión.

Como hizo Trump, Feijóo maltrata a una institución pública como Correos con el fantasma del fraude…

Si no gana, Feijóo ya tiene un fantasma para deslegitimar al vencedor en las urnas. No son verdaderos demócratas. No aceptan la alternancia, base de la Democracia. Ya lo hizo Aznar con Zapatero («presidente por accidente») cuando, el 14-M de 2004, el PP perdió las elecciones tras su mentiras de ETA y no Al Qaeda en la masacre del 11-M.

La mentira tiene las patas cortas… pero, a corto plazo, puede emocionar a sus partidarios.

Miguel Ángel Rodríguez (MAR, prestado por Aznar y Ayuso) le ha convertido en un franco-trumpista de tomo y lomo. Seguí de cerca las dos campañas sucias que hizo Trump del brazo de Bannon (su MAR particular) y me asusté.

Conozco a MAR. Sé de lo que es capaz. Una inteligencia astuta al servicio del mal.

Pensé que eso no podrían pasar nunca en España. Me equivoqué. Ahora recuerdo a Albert Camus sobre la guerra civil española: «Puedes tener razón y perder la guerra».

No se les cae la cara de vergüenza al manosear y dividir a las víctimas de ETA (que no mata desde hace años) para ensuciar la campaña electoral.

Pues eso, Pedro Sánchez. No te confíes. No vayas tan sobrado. Feijóo lleva una herradura en su guante. Tómatelo en serio.  Yo me estoy asustando mucho por el túnel oscuro y tenebroso que se avecina para mi patria.

«El cuento de la criada», de Margaret Atwood, siempre me dio miedo. Ahora, mucho más.

Por eso, animo a todo el mundo a votar. Más vale prevenir que lamentar. Más vale votar que llorar.

En Alemania estaría prohibido cantar un himno de Hitler. Algo como el «Cara al Sol, el himno de la Falange, no se podría cantar por estar ligado a una dictadura cruel como fue la de Franco, el dictador felón.

Como respuesta a «Que te vote Chapote», contra Sánchez, en las redes ha surgido este otro contra del pacto PP-VOX

Mensaje en clave de oculista.

 

¡Tongo! Feijóo golpeó con herradura en su guante

Cuando hagamos la digestión de las mentiras de Feijóo, veremos quién ganó el debate de anoche. Hubo tongo porque Feijóo golpeó a Sánchez llevando una herradura en su guante: una sarta de mentiras dichas con aplomo, cinismo, sin inmutarse y con la cara más dura que el cemento. ¿Habrá recibido clases de Aznar o del trío Pinocho de ETA en el 11-M? Sánchez, ingenuo, crecido y confiado, no pudo ganar un debate tan desigual. Perdió su oportunidad. Feijóo le cabreó, le sacó de sus casillas.

Cartel de seguidores de Sumar en las redes

Mi amiga Blanca Vila nos ofrece este sabio mensaje: «Alguien dijo: no discutas sobre verdades con adictos a las mentiras». Si te pones al nivel de un mentiroso, él te gana ya que tiene más costumbre que tú a la hora de mentir con aplomo. Sánchez y la verdad perdieron el debate.

Ana Pastor y Vicente Vallés los presuntos moderadores de la Sexta y Antena3

Lástima no haber estado allí para poner un poco de orden.

Entrevista preelectoral con Aznar en TVE

¡Vuelve Manuel Campo Vidal! Anoche te echamos de menos.

Un mensaje recogido en las redes sociales

Fraga evolucionó desde la Falange y el franquismo a la Democracia. Feijóo y Abascal van hacia atrás como los cangrejos. Me quedo con Fraga.

Minuto de oro de Pedro Sánchez. Lo mejor de su intervención.

 

Me tiran de la lengua y hablo como si fuera libre

La prensa libre no fue un regalo. Cómo se gestó la transición

El periodista habla sobre el papel de la prensa en la Transición española, el SÍ a la OTAN, la oleada de atentados de ETA o el 23-F, entre otros temas recogidos en su libro. 

Director del semanario Doblón durante la Transición española, director fundador de los diarios El Sol y La Gaceta de los Negocios, redactor jefe del diario El País, del semanario Cambio 16 y director general del periódico 20 minutos. Trabajó en Televisión Española durante los años 1980 y 1990 como fundador del informativo Buenos días y director de los telediarios.

P. ¿Cuál fue el papel de la prensa en la Transición española? ¿Cómo recuerda esa etapa? ¿Cómo se logró el consenso también desde las editoriales para hallar un punto de entendimiento tan decisivo?

R.- La prensa ayudó mucho al éxito de la Transición. Jugó un papel importante como correa de transmisión de la sociedad. Insinuábamos la corrupción de la Dictadura, informábamos entre líneas de lo que pasaba en la calle, cuando podíamos sortear la censura, y mostrábamos la incapacidad del franquismo para homologarnos con Europa. Peleábamos por conquistar la libertad de expresión y le metíamos goles a la censura. Pero sabíamos que no era gratis. Tenía un coste. Por eso, asumíamos los riesgos de cierre o secuestro de la publicación, querellas y procesamientos políticos, detenciones, interrogatorios, palizas, etc. La prensa no sometida a la Dictadura, aunque era débil y escasa, contaba las protestas y el malestar de la sociedad contra el régimen de Franco. Y el dictador respondía con más represión y violencia policial y judicial. Era un círculo vicioso.

Los grupos editoriales, de cualquier color, sobre todo al final de la Dictadura, ansiaban la libertad de expresión casi unánimemente. La reacción conjunta de toda la prensa española, por ejemplo, contra mi secuestro, torturas y fusilamiento simulado fue, en 1976, recién muerto el dictador, la primera acción unánime de todos los grupos editoriales. Todos ellos publicaron a la vez el mismo editorial de protesta consensuado con un título común: “Impunidad”.

Queríamos ser ciudadanos libres y no súbditos oprimidos por una dictadura. Esa etapa la recuerdo con una mezcla de miedo y esperanza. Teníamos un presente oscuro, pero soñábamos con conquistar un futuro brillante y en libertad. Y sabíamos que no era gratis. Nadie nos iba a regalar la libertad.

Diseñando la página tan esperada por los demócratas.

P.- ¿Por qué fue tan importante el SÍ a la OTAN y por qué lo considera tan relevante? ¿Más que la oleada de atentados de ETA o el 23-F? Y todo con usted al frente de los informativos desde una televisión pública…

R.- Ser miembro de la OTAN era condición necesaria, aunque no suficiente, para entrar en el Mercado Común Europeo (hoy Unión Europea). Europa había sido para muchos españoles anti franquistas sinónimo de democracia y queríamos poder homologarnos con nuestros vecinos del norte. Era relevante para consolidar la democracia, vencer al terrorismo de ETA, con ayuda de los vecinos, y “civilizar” a la parte más franquista del ejército español. De hecho, España ingresó en la OTAN deprisa y corriendo, a los pocos meses del golpe de Estado del 23-F de 1981. El fracaso (y el consiguiente ridículo militar) de aquel golpe ha servido de vacuna contra otros eventuales intentos golpistas. Y los militares españoles ya saben inglés y están bien integrados con sus compañeros de la OTAN, en misiones defensivas o de paz. Y son queridos y admirados por los españoles, no temidos como lo eran bajo la Dictadura militar de Franco. Por otra parte, la oleada de atentados de ETA durante la Transición unió a todos los españoles contra el terrorismo. Por eso, la democracia venció definitivamente a ETA.

P.- Hay, como sabe, una terrible oleada de atentados contra los periodistas en México, este año 15 ya y todo parece impune. ¿Podemos comparar el miedo que pueden tener en el país con el que tuvieron en la transición?

R.- No podemos compararnos con México, un Estado fallido dominado por el terror del narcotráfico y por la corrupción política sistémica. No hay comparación posible entre el miedo de los españoles de la Transición (franquistas y demócratas) a volver a las andadas de otra guerra civil con el que está sufriendo la sociedad mexicana actualmente y, en especial, las mujeres y la prensa. México está mucho peor.

Manifestación de periodistas contra mi secuestro y torturas. Prohibida y disuelta a palos.

P.- ¿Qué siente un periodista y cómo cambia su visión de la realidad cuando sufre un atentado, en su caso un secuestro?

R.- No puedo describir muy bien los cambios físicos, psicológicos y profesionales que sufrí tras el secuestro con torturas y un fusilamiento simulado, con una pistola a dos palmos de mi frente, cuando pensé que iba a morir. Cuando quise quitarme el sudor de la cara y comprobé que era sangre.

Por un lado, a veces pienso que quizás me volví más miedoso o prudente a la hora de investigar y publicar asuntos delicados. Miedo a hacer la siguiente pregunta, la de mayor riesgo. Como si me hubieran afeitado la cornamenta, eso que hacen la los toros para reducir su peligro.

Pero, por otro lado, después de haberme sentido tan cerca de la muerte y haber olvidado el dolor físico de las torturas, tengo un sentimiento contradictorio, algo temerario, de que ya no me pueden hacerme nada peor. Todo ello me ayudó a lanzarme a fundar proyectos periodísticos como los diarios La Gaceta de los Negocios y El Sol o programas como el Buenos días de TVE, y a preguntar libremente a los candidatos presidenciales en tres elecciones generales (1986, 1993 y 1996). Aunque debo recordar que las preguntas que le hice al candidato José María Aznar me costaron el puesto. Gajes del oficio. Tras ganar aquellas elecciones, me despidieron como corresponsal de RTVE en Nueva York. Menos mal que gané el juicio al Gobierno de Aznar (llamamos “beca Aznar” a la indemnización que fijó el juez) y pude refugiarme en la Universidad.

Entrevista preelectoral con Aznar el 1993. La siguiente de 1996 (cuando ganó) me costó el puesto de corresponsal de TVE en Nueva York.

P.- Y no solo su miedo. Insiste en el libro que se hizo una transición poco radical por el miedo que existía. ¿Cómo se vivía dentro de la profesión?

R.- La prensa de la Transición, con sus luces y sombras, era un espejo de la sociedad española de aquel momento. El traje de la Dictadura se rompía por sus costuras. Los periodistas, testigos de ese cambio, al pie del cañón, lo contamos como pudimos. Poco a poco, ganamos la libertad de expresión palabra a palabra, por el miedo de ambos lados (franquistas y demócratas) a volver a la confrontación violenta. Unos tenían miedo a una mayor represión y mano dura de los golpistas franquistas y otros temían la revancha de los vencidos por Franco por la represión sufrida en la guerra y en la postguerra. Fueron circunstancias extraordinarias, con mucho miedo compartido, debilidad mutua y algo de generosidad por ambas partes.  Por eso mismo, hubo diálogo, Pactos de la Moncloa (económico y social), acuerdo de reforma política y Constitución del 78.

Dentro de la profesión vivimos una época emocionante, cargada de miedo y esperanza, en la que brotaba la libertad de expresión por las costuras rotas del franquismo ya decrépito. Fuimos bastante libres, mientras la Dictadura no acababa de morir y la democracia no terminaba de nacer. Mas tarde, ahora, por ejemplo, se acomodaron y establecieron los distintos poderes del estado y de la sociedad y pusieron límites, no siempre razonables, a la libertad extraordinaria e irrepetible de la Transición. Una época excepcional.

La primera vez que publicamos la palabra Dictadura en España, tras la muerte del dictador.

P.- Hábleme de la prensa local durante la transición, cómo fue de importante llegar a públicos en una España tan amplia y diversa, tan dividida incluso…

R.- Yo pasé la Transición en Madrid en prensa, radio y televisión de carácter nacional. Por eso, no puedo hablar mucho de la prensa local. Lo que que sí podíamos notar desde la capital era la emergencia de los localismos, regionalismos y nacionalistas cada vez con más fuerza. Muerto el dictador, España dejó de ser una “unidad de destino en lo universal”, según la Falange, o “una, grande y libre”, como gritábamos los niños en las escuelas. La olla exprés, que prohibía cualquier disidencia sobre la identidad única, homogénea y obligatoria de todos los pueblos de España, saltó por los aires cuando recuperamos la libertad de expresión. Así nacieron y crecieron las Comunidades Autónomas. La prensa local se fue acomodando a ellas.

P.- Habla de que la prensa libre no fue un regalo. ¿Cuáles fueron los costes que hubo que asumir entonces y cuáles seguimos pagando ahora?

R.- No hay nada gratis. Si queríamos tener libertad de expresión y contar lo que pasaba en España, teníamos que enfrentarnos directamente a las órdenes del dictador que tenía todos los poderes de estado (legislativo, ejecutivo y judicial) en su mano. Además de una férrea censura de prensa. Enfrentarnos a la Dictadura tenía sus costes en términos de persecución personal, profesional, judicial o policial. Y eso daba miedo.

Ejercer la libertad de expresión, también ahora, en un país libre, tiene sus riesgos y costes. La libertad de prensa tiene límites impuestos por la cultura corporativa de la empresa editora. Hay que sintonizar la conciencia con la emisora o periódico. Si chirría demasiado, hay que cambiar de medio de comunicación o de conciencia. No todos podemos hacer eso. No siempre. La libertad, como el oxígeno, la valoras más cuando te falta. Y nunca es un regalo, pues siempre corre peligro y hay que defenderla.

Manifestación de periodistas disuelta a palos por los «grises»

P.- Imagino que habrá analizado en profundidad el Anteproyecto de Ley de Secretos Oficiales que ultima el Gobierno. ¿Qué opinión le merece? ¿Qué espera que suponga en los próximos meses?

R.- No lo conozco en profundidad, pero todo lo que he leído sobre ese anteproyecto me da mala espina. No me fío. Comprendo que hay cuestiones graves que exigen un periodo de secretismo para proteger el interés nacional, pero sin abusar de su extensión en el tiempo ni de su amplitud en la cobertura.  La democracia ya es adulta, ha cumplido 44 años y puede aguantar muy bien la publicación de ciertos secretos antiguos cuyo conocimiento no haría ningún daño a los intereses generales de España. Esas leyes son, a veces, una excusa para esconder vergüenzas inconfesables de partes que nada tienen que ver con la seguridad nacional.

P.- ¿Siente que estamos ante la segunda transición de nuestra historia reciente? ¿Cuál considera que debe ser el papel de la prensa ante ella?

R.- No creo que estemos ante una segunda transición. La salud de la democracia española ha empeorado recientemente, sobre todo desde el 11-M de 2004, cuando Aznar (con su mentira de ETA en el 11-M) negó legitimidad a la alternancia de Zapatero (“presidente por accidente”, dijeron entonces en una parte del PP). Ahora, Feijóo se la niega a Sánchez por apoyarse en Bildu y ERC. La alternancia en el poder, según marcan las leyes, es la base de la democracia. Podemos exigir reformas, pero la democracia en España no está tan mal ni tan en peligro como para hablar de la necesidad de una segunda transición. La Transición de la Dictadura a la democracia fue algo excepcional que salió bien porque el miedo a otra guerra civil nos hizo a todos demócratas. Eso es irrepetible.

P.- Enuméreme las cinco figuras imprescindibles del mundo del periodismo en la Transición.

R.- Pregunta de alto coste. Me voy a generar críticas de muchos amigos por no incluirles en esta lista de solo cinco colegas, cuando muchos de ellos, más de cien, deberían estar en esta lista de actores principales en la Transición. Me arriesgaré: Iñaki Gabilondo, Juan Luis Cebrián, Antonio Franco, Joaquín Estefanía, Miguel Ángel Aguilar y Luis María Ansón. Y, desde luego, a toda la prensa extranjera (Roger Mathews, José Antonio Novais, François Raitberger, Walter Haubrich, Jim Markham, etc.), incluyendo a mi esposa, Ana Westley (awestley.com), ex corresponsal del Wall Street Journal y del New York Times.

P.- ¿Por qué es imprescindible leer su libro y a quién se lo recomienda especialmente?

R.- Hablando de libros, no hay ninguno imprescindible, salvo, por supuesto, El Quijote.  Pero el mío, La prensa libre no fue un regalo, sin ser imprescindible, puede ser conveniente para que los jóvenes, como mis hijos, o quienes quieran dedicarse al periodismo, conozcan y comprendan de dónde venimos, que sepan cómo era el mundo de sus padres y abuelos. No se ama lo que no se conoce.

Es bueno conocer el pasado para no repetir los errores de los mayores, para no volver a las andadas. Además, al escribir puedes profundizar en temas que, de otra manera, quizás no se abordarían. Al leer y editar el manuscrito, al hablar de los capítulos en familia, mis hijos me conocen mejor (y yo a ellos). Eso ya es un premio. Escribirlo, en pleno confinamiento por la pandemia, me ha valido la pena.

Imagen: Editorial Marcial Pons

Anuncio de Marcial Pons con el contenido de mi libro

Audio de un minuto y pico sobre el libro  «La prensa libre no fue un regalo»

¿Por qué voté NO a la OTAN en 1986?

Llevo varios días perturbado con la OTAN, sí; OTAN, no.  Y no es solo por el follón del trafico en Madrid, sino por mi propia conciencia, retorcida por aquel polémico referendum de 1986 sobre la OTAN. Por primera vez en mi vida, he revelado ahora en mi libro «La prensa libre no fue un regalo» que voté No a la OTAN. Luego comprobé que me había equivocado, puesto que yo estaba a favor de que España siguiera en la OTAN. ¿Por qué voté que NO? Felipe González tensó demasiado la cuerda. Se equivocó. No se somete a referendum una alianza militar. Eso se incluye en el programa electoral. Pasados los años, lo trato de explicar, no sin dolor, en este capítulo de mi libro que copio y pego. Hoy, naturalmente, votaría Sí a la OTAN.

OTAN Pag. 412 de mi libro «La prensa libre no fue un regalo».

OTAN Pag 413 de mi libro «La prensa libre no fue un regalo»

OTAN. Pag 414 de mi libro «La prensa libre no fue un regalo»

OTAN Pag. 415 de mi libro «La prensa libre no fue un regalo»

Con Felipe Gonzalez. Entrevista preelectoral 1986. jpg

Portada de TP. Martínez Soler, director-presentador del informativo Buenos Días de TVE.

Para quienes tengan dificultad para leer la letra pequeña de las páginas impresas,  copio y pego a continuación el mismo texto correspondiente al manuscrito (no solicitado) que envié a Marcial Pons.

 << ¡OTAN, no! ¡Bases, fuera!>>

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Un día soleado de primavera de 1985 llegué andando a la casa de mi infancia, en Almería. Algunos vecinos avisaron a otros. De pronto, mi calle se llenó de gente, y yo me llené de besos y abrazos antes de cruzar mi portal. Oí voces:

– << ¡Isabel, Isabel! ¡Sal, mujer, que ha venido tu hijo!>>

 Unos días antes de visitar a mis padres en Almería, escuché la señal de alarma del teletipo de la Agencia EFE. Era un flash muy breve. Algo así como <<Explosión en un restaurante de la carretera de Barajas. Se desconoce el número de víctimas>>. En cuestión de segundos, desde mi despacho de director del Telediario en el Pirulí, escuché la sirena de las ambulancias y/o de la policía o los bomberos, circulando a toda pastilla por la M-30. A esas horas de la noche quedaban pocos reporteros en la redacción. Llamé a un cámara, y ambos salimos pitando hacia la carretera de Barcelona.Fue una experiencia terrible. De pronto, me vi retirando cascotes, piedras, vigas, y avisando a los bomberos cuando veía algún resto humano. Así, hasta el amanecer. Dieciocho muertos y más de cien heridos en la explosión producida en el Restaurante El Descanso de Madrid. Felipe Mellizo, que dirigía el Telediario del día siguiente (fin de semana), me pidió que le contara, en directo, desde el lugar de los hechos, lo que yo había visto durante la noche. (1)

Esa crónica improvisada, cargada de la emoción del momento, fue la que debieron de ver los vecinos de mi barrio en el Telediario de Televisión Española, el 13 de abril de 1985. Habían pasado 17 años desde que dejé de presentar el programa matinal de Televisión Escolar para niños. Nadie lo recordaba. En cambio, salir en el Telediario de los mayores ya era otra cosa.

Si sales en la tele, aunque no hayas hecho nada de interés en tu vida, como muchos famosos de moda o parientes de famosos, que nunca han destacado por algo relevante, ya eres un personaje público. O sea, del público. Te toman por uno de su pueblo, de su familia. Esto merece una reflexión más reposada. Por ahora, debo recordar cómo y por qué acabé de nuevo en Televisión Española al cabo de tantos años.

<<Polanco te dio la puntilla>>

La verdad es que no pude evitarlo. La misma noche del verano del 84 cuando Polanco me dijo que sus amigos le habían pedido mi cabeza se lo comenté a mi vecino Pepe García Abad, ex subdirector y cofundador de Doblón. Agudo, como siempre, me dijo:

– <<Polanco te ha dado la puntilla>>.

A primeros de septiembre recibí la llamada de Enrique Vázquez, director de Informativos de TVE. Fue mi jefe en el Arriba, el diario oficial de Franco, cuando yo aún estaba haciendo la mili en el ministerio del Ejército. Jefe y amigo. También fue colaborador mío en Cambio 16 desde el primer día. Siempre le profesé afecto y admiración. Me dijo:

– <<Lo sé todo. Quiero invitarte a unas cañas esta tarde>>.

 Nos vimos en La Dolores, cerca del Congreso. Me convocó para la mañana siguiente a una reunión en el bar del Hotel Palace con él, con José María Calviño, director general de RTVE, y con Ramón Colom, subdirector de Informativos. Asistirían también José Luis Martínez (alias Flavio) y Joaquín Estefanía. Me pilló un poco descolocado. Tendría que hablar urgentemente con Flavio y con Joaquín. Claro que, en las condiciones en que me encontraba, ni lo dudé. Acepté encantado.

Por tercera vez, me fui de El País

En una mesa apartada, en un rincón del bar del Palace, nos reunimos los tres amigos (Flavio, Joaquín y yo) con los tres jefes de TVE (Calviño, Vázquez y Colom). Flavio (de la Vanguardia) y yo lo teníamos claro desde el primer momento. Hay trenes que solo pasan una vez en la vida. Joaquín tenía que pensárselo un poco más. Aunque le apetecía probar suerte con nosotros, le gustaba mucho lo que hacía en Economía de El País.

Poco antes de concluir nuestra reunión, se acercó a nuestra mesa un personaje sonriente, muy conocido por todos nosotros, y muy querido por mí: Paco Fernández Ordóñez. Se nos acercó dando voces:

– <<Os he pillado en plena conspiración. ¡Ja, ja, ja!>>

Una cosa teníamos clara todos los asistentes a aquella reunión casi secreta: ya no sería secreta. Entre risas nerviosas, Joaquín Estefanía se preocupó, y creo que, en su caso, aquella aparición, tan inoportuna, pudo haber inclinado su balanza a seguir en El País. Yo dije que sí a todo. Flavio prometió incorporarse en breve al proyecto de <<dar la vuelta a los telediarios>>. Así nos lo había resumido Calviño:

– <<Queremos que los telediarios cuenten lo que los periódicos publicarán al día siguiente, y no al revés. La televisión no puede informar de lo que ya ha publicado la prensa por la mañana. Tiene que adelantarse. La radio lo hace desde hace tiempo. Y debemos hacer pronto este cambio antes de que nazcan las cadenas privadas>>.

Un tipo listo este Calviño. Mirada rápida, escrutadora, con los ojos entornados, listos para disparar. Mirada desconfiada. Quizás solo al principio, mientras nos conocíamos. Luego, nunca me falló.

Por tercera vez, me fui voluntariamente de Prisa, editora de El País. Todo un récord. El director del periódico, Juan Luis Cebrián, se enfadó. No le gustó mi dimisión ni se creyó las razones que le di para irme a la Televisión. Le hablé de mi curiosidad por experimentar la información en otro medio de comunicación distinto, y del atractivo que podría tener la imagen. No le dije nada sobre mi incomodidad a la hora de escribir de asuntos económicos que afectaran a los amigos de Polanco que habían pedido mi cabeza. Eso era un asunto privado entre el jefe máximo de PRISA y yo. Nunca lo conté hasta ahora.

Habían pasado casi cinco años desde que Cebrián me contrató en su piso de divorciado de la calle Cervantes. Cinco años espléndidos desde el punto de vista personal y profesional. Allí pasé días felices que recuerdo con cariño. En su despacho, siempre oscuro, con las cortinas cerradas y la luz de su flexo de mesa encendida, Cebrián me dijo, otra vez:

– <<Tienes que saber que El País no es un tren del que te puedes bajar en una estación y subirte en otra cuando tu quieras. Si te vas ahora, ya no volverás nunca más. Te lo advierto. Piénsatelo>>.

Traté de cerrar aquella despedida con algo de humor, para quitar hierro a la situación. Le repliqué:

– <<Menos mal que estamos tú y yo solos en este despacho, sin testigos. Si hubieras dicho esto mismo en público podrías quedar fatal, puesto que, tarde o temprano, volverás a contratarme. Por cuarta vez. Ya lo verás>>.

Al menos, le provoqué una sonrisa, y su despedida final fue algo más amistosa:

– <<Anda, JAMS, lárgate ya de una puta vez. Contigo, no se puede… No tienes remedio. Que tengas suerte>>.

Colom: <<Concha es la bomba>>

Diecisiete años en la evolución tecnológica de la televisión son muchos años. Cambié los estudios primitivos de Televisión Escolar, en la ribera del Manzanares, o los del No-Do de la serie filmada España Siglo XX, por los nuevos e inmensos de Torrespaña (o sea, el Pirulí, para entendernos). En esos diecisiete años habían cambiado muchas cosas. Las máquinas (cámaras, moviolas, montajes, sonido, comunicaciones, unidades móviles, controles, realización, etc.) y los sistemas de organización del trabajo eran muy distintos. Afortunadamente, las personas seguían siendo personas, y sus intenciones, por mucho que cambiara la técnica, eran las mismas. Yo creía conocer esas intenciones: la solidaridad, la envidia, la venganza, la cooperación, el afecto, la confrontación, el amor o el odio… Eso me ayudó a sobrevivir en un mundo nuevo y, en principio, algo hostil.

Lo primero que hice, como me ocurrió con Joaquín Estefanía en El País, fue pedir a mi jefe que me permitiera contratar a alguien de mi total confianza para poder dormir tranquilo. El mejor era mi amigo Manuel Saco, fundador de Cambio 16 y director de la revista Ciudadano de defensa del consumidor. Aceptó el puesto de jefe del área de Economía del Telediario, la más delicada, y luego se pasó a dirigir la de Sociedad, la más divertida. Poco a poco, fuimos haciendo un equipo de periodistas contratados de primera categoría. (2)

Para esta nueva etapa, no queríamos locutores sino periodistas presentadores capaces de escribir sus propias entradillas. Sus gestos, al contar lo que ellos habían escrito o corregido, eran más creíbles para el espectador que si leían como papagayos lo escrito por los redactores o por el director. Hicimos un concurso, y seleccionamos a Concha García Campoy y Manuel Campo Vidal para el TD 1, a Ángeles Caso y Paco Lobatón para el TD 2, y a la indiscutible Rosa María Mateo (que llegó a jefa máxima de RTVE) para el TD 3. La audiencia de los telediarios y su prestigio e influencia empezaron a crecer. También, -cómo no- nuestros enemigos de dentro y de fuera de la casa.

Inolvidable la prueba de cámara que hicimos a Concha García Campoy, una joven grandullona procedente de Ibiza, con pinta de pueblerina, que había llegado esa misma mañana de sábado a la estación de Atocha. Entró en el Estudio con su maletín de viaje. Vestía una rebeca como las de mi madre. En cuanto Concha miró intrigada a la cámara que tenía el piloto rojo encendido, Ramón Colom, sentado a mi lado, me dio un codazo:

– <<Esa chica es la bomba. Llena la pantalla>>.

No hubo más que hablar. La suerte estaba echada. Terminamos las pruebas poco antes de las 2 de la tarde. Subía yo con mi Peugeot 205 la cuesta del Pirulí hacia la calle Doctor Esquerdo cuando vi caminar por la acera a Concha García Campoy con su maletín de viaje. Paré el coche y la invité a subir para llevarla a alguna estación de Metro o cerca de su destino. Me dijo que no sabía adonde ir. Apenas conocía Madrid, había llegado esa misma mañana en tren, y aún no tenía pensión. Le dije que podía venir a mi casa a comer con un grupo de amigos. Me miró desconcertada. Desconfiada.

– <<Mi mujer, aunque es yanqui, está preparando una buena paella para muchos amigos. Donde comen 9 comen 10>>, le dije.

Al oír que mi mujer estaría cocinando, me miró más relajada. Sonrió y aceptó. No se trataba de ninguna encerrona de gente aprovechada de la capital. Durante años, ambos hemos recordado con cariño la primera entrada de Concha en mi casa. La presenté a mis amigos como una futura gran estrella de la televisión española. Nadie la conocía. Hoy, fallecida tan prematuramente (en junio de 2013), nadie la olvida. Fue, en efecto, una gran estrella del periodismo en radio y televisión. Joaquín Estefanía, Emilio Ontiveros, Iñaki Santillana y otros amigos, que compartieron aquella primera paella con Concha, siempre la recordaron como una chica de pueblo con grandes ojos capaces de asombrarse y asombrarnos con todo lo nuevo.

Dos trincheras: fijos y contratados

Las guerras entre familias políticas tenían su reflejo en Televisión Española. Buena o mala, era la única tele. Cuando, a finales de los años sesenta, empecé a colaborar con TVE en Prado del Rey, en el Manzanares o en NO-DO, pude comprobar que había estratos de personal fijo fácilmente identificables con las distintas etapas políticas de la Dictadura. Según su edad y sus tendencias ideológicas, en distintas capas superpuestas, podías ver a quienes entraron a trabajar allí de la mano de la Falange, del Movimiento Nacional, de los tecnócratas del Opus Dei, de la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez, del Partido Socialista, etc. Los nuevos sustituían a los viejos, y éstos se quedaban incrustados en capas superpuestas dentro del organigrama.

Desde que nació, la tele era un lugar nuevo e idóneo donde colocar a los amigos o a los políticamente leales. Cuando se producía un cambio en la cúpula de RTVE, solo eran despedidos los grandes jefes. Los demás de la tropa, presuntamente enchufados, quedaban abrazados a la nómica de personal fijo de por vida. Las oposiciones se hacían en oleadas para hacer fijos a los eventuales de cada etapa. Había chistes al respecto:

– <<No llaméis a los bomberos, si hay un fuego en la tele, porque los hacen fijos>>.

Fruto de esos ajustes políticos, Enrique Vázquez, presuntamente guerrista como Calviño, fue sustituido al frente de los Informativos por Enric Sopena, presuntamente felipista. Me pareció ver una operación de equilibrismo político entre Felipe González y Alfonso Guerra. Uno mío, uno tuyo, en cremallera. Algo así había ocurrido en el superministerio de Economía y Hacienda. El ministro, Miguel Boyer Salvador, era próximo a Felipe González, y el viceministro, José Víctor Sevilla Segura, era más cercano a hombres de Alfonso Guerra, como su ayudante Francisco Fernández Marugán, mi viejo amigo del SUT (Servicio Universitario del Trabajo). También en distintas áreas de la Administración del Estado y empresas públicas podíamos observar esos difíciles equilibrios políticos entre el personal contratado a dedo y los funcionarios fijos por oposición que tenían un destino de por vida. ¡Qué palabra tan fuerte, el destino, para referirnos a un empleo!

La verdad es que me llevé una sorpresa en cuanto al personal de redacción. Llegué convencido de que en TVE sobraba gente a porrillo. Pura leyenda urbana. Para dar información antes que los diarios, hacía falta más personal de redacción, de montaje y de realización. Acostumbrados al ordeno y mando de los gobernantes de turno, noté que no solo faltaban profesionales sino también organización del trabajo y criterio periodístico parar ganar credibilidad y audiencia. Poco a poco, Calviño fue componiendo un equipo nuevo de redactores y directivos, bastante compacto, para conseguir que la tele diera las noticias antes que los diarios del día siguiente. Naturalmente, con el sesgo casi inevitable del Gobierno de turno.

La costumbre, quizás heredada del franquismo, era fabricar los titulares de los telediarios en base a las primeras páginas de los periódicos de la mañana. Noticias viejas. Nadie quería decidir. Teníamos que cambiar esa tradición y asumir los riesgos de elegir las prioridades informativas por nuestra cuenta. No teníamos por qué esperar a conocer las opciones elegidas por los diarios para titular su primera página. Teníamos nuestro propio criterio para decidir los titulares del Telediario y el orden de prioridades en el minutado. Nos costó trabajo y no pocos roces internos. Pero pienso que lo conseguimos. Así pudimos influir, incluso, en la selección de noticias para las portadas de la prensa del día siguiente. En cierto modo, le dimos la vuelta a la tortilla.

El roce entre los distintos estratos, casi geológicos, afincados en RTVE era el pan nuestro de cada día. No sin costes, y con un derroche de buen humor (y de halagos), aprendí a hacer compromisos para sumar voluntades al nuevo proyecto que yo pretendía, sin mucho éxito, que fuera más profesional que político.

Calviñistas descalzos

 Tradicionalmente, los sindicatos defienden a los empleados fijos y se olvidan de los parados y de los contratados eventuales, a quienes tratan como intrusos sin derechos. O, peor aún, como una amenaza, un ejército de reserva al acecho para quitar el empleo a los fijos. Claro que de todo había en la viña del señor Calviño. A los nuevos contratados eventuales, como yo mismo, les llamé <<calviñistas descalzos>>. Los fijos, faltaría más, eran <<calviñistas calzados>>.

Entre bromas y veras, fuimos limando asperezas y generamos equipos magníficos de fijos y contratados que colaboraban de maravilla. La presión sobre los contratados, que podían perder su empleo con un soplo del jefe, era mayor que sobre los fijos, que disfrutaban de seguridad en el empleo. En consecuencia, al principio, tuve la impresión de que se esforzaban más los eventuales que los fijos. Como la seguridad en el empleo tiene un precio, los contratados eventuales solíamos ganar algo más que los de plantilla. Eso fue un agravio comparativo para quien no supiera entenderlo.

Por la forma de caminar por los pasillos del Pirulí, creíamos poder distinguir a los fijos de los contratados. Era como si unos tuvieran una <<F>> grabada en la frente, y los otros, una <<C>>.  Diluir esas trincheras y unir a casi todos en la misión común de mejorar la información en TVE, para sobrevivir al impacto inminente de las privadas, fue un proyecto ambicioso por el que valió la pena luchar. Defendíamos la televisión de todos, de los sin voz. Pronto me sentí orgulloso del equipo de redactores, realizadores, cámaras y técnicos con el que nos preparábamos para hacer frente a la llegada de la competencia. Las televisiones privadas hacían cola ya para establecerse en España. La pública corría peligro.

La entrevista del cambio, no solo de peinado

En el verano de 1985, Felipe Mellizo dejó de dirigir y presentar los telediarios de fin de semana. Enric Sopena me pidió que me hiciera cargo de la dirección de los mismos para probar fortuna en la modalidad de telediarios de autor que Mellizo, recurriendo a ciertas excentricidades, había creado con éxito. Elegimos a Luis Carandell, brillante cronista parlamentario y escritor consagrado con su Celtiberia Show, como presentador de los telediarios de sábado y domingo.

Al poco tiempo de hacerme cargo, como director, de los cuatro telediarios de fin de semana, el 15 de septiembre de 1985 por la tarde, recibí la llamada de Javier Solana, a la sazón ministro de Cultura y portavoz del gobierno socialista, con quien siempre mantuve una buena relación personal. Nada más saludarme, me preguntó quién mandaba en ese momento en los Servicios informativos de TVE. Esta fue, más o menos, nuestra conversación telefónica tal como la recuerdo:

– <<Me temo, ministro, que a estas horas soy la máxima autoridad de los informativos. Estoy preparando el telediario de las 9. ¿Tienes alguna noticia para nosotros?>>

– <<Bueno, quizás pueda solucionarlo contigo. Como sabes, el presidente acaba de aterrizar en Madrid después de su viaje a China. Podemos grabar una entrevista con él a partir de las 7. Pero tienes que tener clara una cosa. Al presidente solo le puedes preguntar por todo lo relacionado con el viaje a China. Nada de la OTAN ni de otros asuntos nacionales de actualidad. ¿Me entiendes lo que te digo?>>.

– <<Te entiendo demasiado bien, señor ministro. ¿Queréis que el presidente haga el ridículo esta noche y, de paso, deje también en ridículo a todos los que trabajamos en Televisión Española? ¿Crees posible una entrevista en la que no se le pregunte por el debate sobre OTAN sí, OTAN no, que está tan caliente en la opinión pública y en las calles, o sobre las protestas de la patronal CEOE y de los sindicatos durante los 15 días de ausencia de Felipe González, o tantas otras cuestiones de actualidad de estas dos semanas?>>.

– <<Lo que te digo, JAMS, solo le puedes preguntar por China>>.

– <<En ese caso, se trata de un comunicado o mensaje oficial del presidente sobre su viaje a China. Entonces, si no hay preguntas, yo no tengo por qué estar presente. Os envío una cámara al Palacio de la Moncloa y grabamos lo que diga el presidente. Está en su derecho. Profesionalmente, con el paripé de una entrevista limitada y amañada, yo no puedo perjudicar mi nombre como periodista ni el de Felipe González como un viejo defensor de la libertad de expresión. Conociéndote, estoy seguro de que me comprendes. En esas condiciones, yo no hago esa entrevista. Llama a mis jefes y que manden a otro. No luchamos tú y yo contra Franco para esto, Javier>>.

Hubo un corto silencio que a mí me pareció eterno. Su respuesta fue lacónica, como si estuviera enfadado. Simplemente, dijo algo así como <<ya veremos>>. Y colgó. Ya he dicho y repetido que no soy valiente. Más bien miedoso. Sin embargo, en ocasiones, tengo reacciones raras, chulescas e impulsivas impropias en una persona como yo. Inmediatamente me arrepiento. Pienso que me pasé de listo. Pocas veces acierto. Esta fue una de ellas.

Antes de una hora, Javier Solana volvió a llamarme. Escuetamente, me dijo:

– <<El presidente se ha despertado de la siesta y está dispuesto, como no podía ser de otra forma, a responder a todas tus preguntas, incluso a las de la OTAN. Te esperamos a las 7 en Moncloa. Hasta luego, JAMS>>.

Respiré aliviado. Por ahora, nadie iba a despedirme de un empleo que me gustaba. Estaba contento. No solo por mi pequeña victoria sino por comprobar que, al frente del gobierno de mi país, había alguien con sentido común. Entonces pensé que había hecho bien al votarle.

Gato blanco, gato negro

 Para algunos colegas de la tele fue conocida como <<la entrevista del peinado>>. Me sorprendió comprobar que, después de 15 días por el Lejano Oriente, el presidente se había hecho un nuevo peinado. A todos nos llamó la atención su new look, su nueva imagen. Sencillamente, se cambió la raya de sitio. Mi comentario, medio en broma, no hubiera tenido ninguna importancia a no ser por su respuesta. Le dije:

– <<Ha pasado usted 15 días fuera de España y ahora le vemos regresar de China con esta nueva imagen para empezar el nuevo curso político. ¿Por alguna razón, o alguna moda china, ha decidido cambiar de sitio la raya de su peinado habitual?>>

Me interrumpió inmediatamente. Mientras negaba con sus palabras que se hubiera cambiado la raya al lado contrario (<<No, no, no>>, insistió), sus manos nos confirmaron instintivamente el cambio. Con sus dedos en forma de peine improvisado se peinó, atropelladamente, de la forma antigua. Así quedó despeinado hasta su última respuesta. Aquella pequeña broma marcó el resto de la entrevista. Estuvo más alerta y un tanto desconfiado.

 Para la mayoría de los telespectadores, el cambio de peinado pudo pasar inadvertido. Apenas una broma en busca de una cierta distensión. Lo que sí marcó aquella entrevista fue, sin duda, la cita que hizo, por primera vez, del líder chino Deng Xiaoping y que Felipe González celebró y asumió como propia aquella tarde en la Moncloa y en sucesivas intervenciones públicas. A mí me dejó de una pieza. Pensé <<éste no es mi Felipe, me lo han cambiado>>. Pero no dije ni pío. La cita vino a ser un punto de inflexión en el pensamiento y en la práctica política del líder socialista español. En un arrebato de pragmatismo, nuestro presidente repitió, con fervor, lo que le había dicho el autor de las reformas económicas que permitieron instalar el <<capitalismo comunista>> en la China que hoy conocemos:

– <<Gato blanco, gato negro, poco importa si caza ratones>>.

Ahí queda eso. Y se quedó tan pancho. Más adelante, en varias ocasiones, hemos comentado esa frase. Le pregunté si, como atribuyen a los jesuitas, estaba de acuerdo con que <<el fin justifica los medios>>. <<Yo nunca he dicho eso>>, me replicó.

 Cuando celebramos esta entrevista para TVE, algunos pacifistas habían completado el eslogan OTAN. De entrada, no, que favoreció la victoria del PSOE en 1982, con este otro, no exento de ironía:

OTAN. De entrada, no. De salida, tampoco.

Guerra, anti OTAN. Boyer, pro OTAN

 En mayo de 1982, los partidos políticos, los sindicatos y otras muchas instituciones seguían escondidos debajo de la cama, por efecto del reciente Golpe de Estado fallido del 23-F del año anterior. Fue entonces cuando UCD ganó la votación en el Congreso, y el presidente Calvo Sotelo, deprisa y corriendo, metió a España en la OTAN. Se vendió como un antídoto contra futuros golpes de Estado de los militares. La OTAN nos protegería de futuras dictaduras. Felipe González desmontó tal argumento (Grecia, Turquía y Portugal habían sido dictaduras dentro de la OTAN). Él votó en contra porque suponía <<menor seguridad>> para nuestro país y <<mayor riesgo de nuclearización>>. El País daba entonces un 18% de los encuestados a favor de la OTAN, y un 52% en contra. En eso, principalmente, basó el PSOE la campaña electoral que, cinco meses después, le dio la mayoría absoluta. Se puso de moda el grito OTAN no, referéndum sí. La UCD perdió 5 millones de votos y el PSOE los ganó.

Al año siguiente, en mayo de 1983, se recogieron más de un millón de firmas para que saliéramos de la Alianza Atlántica. El vicepresidente Alfonso Guerra mantuvo el tipo, y dijo que <<España debe salir de la OTAN>>. Añadió:

– <<Si alguien no está de acuerdo, que lo diga>>.

Precisamente, había dos miembros del Gobierno que opinaban abiertamente que España debía seguir en la OTAN. Eran Narcís Serra, de Defensa, y, mira por dónde, el antiguerrista Miguel Boyer, de Economía y Hacienda. Al año siguiente, 1984, cientos de miles de personas llenaron las calles de Madrid y Barcelona y de otras capitales con pancartas contra la OTAN. Fue entonces cuando, por primera vez, Felipe González habló a favor de la permanencia. Dijo que la OTAN era un club de países democráticos y desarrollados (se olvidó de Grecia y Turquía) donde nos convenía estar, y que su campaña del <<No>> fue un error. Se armó la marimorena.

En su entrevista conmigo, Felipe estuvo decididamente a favor de permanecer dentro de la Alianza Atlántica. Esta era su cantinela:

– <<En la Alianza están los países que tienen mayor ejercicio de la soberanía popular del mundo, mayor nivel de desarrollo económico, de democracia, de libertades y de respeto a los derechos humanos, y mayor nivel de paz>>.

Ese mismo año, Carlos Cano había cantado Las murgas de Emilio el Moro:

<<A ver quién me aclara a mí este rebujar: / Que si dentro, que si fuera, tú dirás / Que si bases, que si OTAN, que si Morón, / que si Rota y el Peñón de Gibraltar (…) Ay! Felipe, el de la OTAN, / cataflota verigües…/ llegará a ser gran torero / como Velázquez y Gregory Peck>>.

Carlos Cano estuvo sin actuar en Andalucía, en la lista negra de las autoridades socialistas, hasta que, según declaró él mismo, Alfonso Guerra le levantó el castigo.

  • https://www.rtve.es/play/videos/fue-noticia-en-el-archivo-de-rtve/atentado-restaurante-descanso/719690/

(2) También sumamos a favor a la crema de los realizadores: Juan Peña Encabo, Pedro Ricote, Isabel Malpica, Eugenio Calderón, Laura Díaz, y Jaime Garrido.

(3) La entrevista a Felipe González está en los archivos de RTVE. La emitimos el 15 de septiembre de 1985, a continuación del telediario de las 9, en un programa especial que teníamos para estas ocasiones, llamado <<Punto y aparte>>.

(…)

– <<En estos momentos, sale una unidad móvil de TVE hacia el lugar del atentado, que no está lejos de Torrespaña, para informarles en directo de lo ocurrido y ayudar a las víctimas, si las hay, en lo que sea posible>>.

No conocíamos ningún detalle cuando dije <<si las hay>>. ¡Madre mía! En cuestión de minutos, nos llegó la señal de la unidad móvil con las primeras imágenes terribles de la masacre terrorista que estábamos emitiendo en directo. No sabía qué decir. A tiempo, pude ahogar en mi garganta un grito salvaje de << ¡hijos de puta!>> y << ¡asesinos!>> que me salía del alma.

Las estampas de sangre y muerte hablaban por sí solas. Cuerpos destrozados de jóvenes estudiantes de la Guardia Civil de Tráfico eran extraídos por los bomberos de un autobús convertido en chatarra por los 50 kilos de <<goma 2>> de ETA. Al final, hubo 12 estudiantes muertos y sesenta heridos, todos ellos entre los 18 y los 25 años de edad. Lo cubrí, estremecido, desde el Estudio, a través de la señal que emitía la unidad móvil. Fue el segundo atentado con mayor número de víctimas en España. El primero fue el que, un año antes, destruyó el restaurante El Descanso, atribuido a un grupo yihadista, y que me tocó cubrir personalmente, después de retirar cascotes y escombros, desesperadamente, para ayudar a los bomberos a rescatar dieciocho cadáveres.

Ya sé que son gajes del oficio. Sin embargo, en ocasiones, ¡dios!, pienso que debí haber seguido mis cursos de Arquitectura.

El año 1986 marcó un punto de inflexión importante en la conciencia política de muchos españoles, incluida, cómo no, la mía: fue el año de la <<OTAN sí>> o la <<OTAN no>>. Por ello, fue el año en el que muchos de nosotros perdimos nuestra presunta coherencia, que es como perder nuestra virginidad en lo que se refiere a nuestros principios éticos juveniles.

 Cuatro bombas atómicas cerca de mi casa

En enero de 1986, entrevisté en Buenos Días a Antonia Flores, de 26 años, alcaldesa de Palomares, una pedanía de Cuevas de Almanzora (Almería). Hablamos del aniversario del mayor accidente aéreo, con pérdida de cabezas nucleares, ocurrido en la Historia. En su pueblo, a 10 kilómetros de mi casa de la infancia en La Rumina (Mojácar), habían caído cuatro bombas termonucleares de 1,5 megatones cada una. Eran 65 veces más destructivas que las de Hiroshima. El accidente se produjo al colisionar en el aire dos aeronaves norteamericanas: un superbombardero B-52, del operativo estratégico de la OTAN, con la misión de sobrevolar la frontera ruso-turca, y un avión nodriza.

El 31 de enero, dos semanas después de mi entrevista con la alcaldesa de Palomares, el Gobierno convocó el referéndum sobre la OTAN, al que se había comprometido tres años antes, en la campaña electoral que le dio la victoria. La novedad consistía en que, como ya he comentado antes, en 1982 el PSOE prometió un referéndum para sacar a España de la OTAN, y ahora defendía todo lo contrario. Los Presupuestos del Estado tenían reservados 300 millones para los gastos del referéndum. El Partido Socialista necesitaba dinero, y se arriesgó a buscar nuevas vías, que luego resultaron de dudosa legalidad, para financiar su campaña a favor de la OTAN.

En esas circunstancias, la conmemoración del 20 aniversario de las bombas de la OTAN caídas en Palomares no ayudaba a las tesis del Gobierno. Claro que el Buenos Días lo hacíamos de madrugada. Los jefes dormían y confiaban en nosotros. Trabajábamos como si fuéramos libres. Hasta cierto punto.

Para mí, ese referéndum era una prueba de fuego. Quiero decir que me quemaba. A la mayoría de los periodistas de la tele nos planteó un gran dilema. Durante tres años, TVE era partidaria de salir de la OTAN. Ya no. Los empleados, y no digamos los directivos, debíamos lealtad a la línea informativa y editorial que marcaban nuestros jefes (o sea, los nombrados por el Gobierno de turno). Que nadie se sorprenda. Lo mismo ocurre en todos los medios de comunicación del mundo, públicos o privados. Los periodistas deben cierta lealtad a la cultura corporativa de su empresa.

Por tanto, estábamos obligados a ser exquisitos con la información sobre el sí y el no a la OTAN. No obstante, en enero de 1986, el sesgo inevitable era favorable a las tesis del Gobierno. En muchos casos, el desgarro interior estaba garantizado. Conviene sintonizar nuestra conciencia con la emisora o la publicación para la que trabajamos. Cuando chirría demasiado, y el ruido se hace insoportable, es mejor cambiar de emisora o de periódico antes que de conciencia. No siempre se puede. No todos pueden.

En público, hablábamos a favor de seguir en la OTAN. Faltaría más. Teníamos argumentos sólidos. Desde el 1 de enero, éramos miembros de pleno derecho de la CEE (Comunidad Económica Europea), un viejo sueño de todos los demócratas que identificábamos a Europa con Democracia. Eso era una garantía, una vacuna contra las veleidades golpistas de algunos militares franquistas. La sociedad española aún arrastraba, desde las guerras de Cuba y Marruecos y una larga dictadura militar, un cierto pacifismo y antimilitarismo. Era casi seguro que, dentro de la OTAN, nuestros oficiales aprenderían inglés y modales democráticos. La OTAN también podría obrar el milagro de adelantar las negociaciones con Gran Bretaña sobre la recuperación del Peñón de Gibraltar. El no va más. Por último, y no lo menos importante, creíamos que nuestros socios de la OTAN nos ayudarían a luchar contra ETA y a acabar con su santuario en el sur de Francia.

Entre el cerebro y el corazón

Todo eso, y más, lo decíamos en público. Incluso, llegamos a creérnoslo. Sin embargo, en privado, y en nuestros corazones, sufríamos la violencia de nuestras propias contradicciones entre el ser y el deber ser, entre lo que siente y lo que se hace, entre lo que manda el cerebro y lo que sufre el corazón.

La campaña del referéndum fue traumática… y fulera. Llena de artimañas, chantajes sectarios y preguntas sesgadas, propias de trileros. De entrada, o sea, de momento, nadie sabía si su resultado sería vinculante o no para el Gobierno. Lo que supimos todos es que Felipe González echó el resto. Por tanto, votar contra la OTAN se había convertido ya en votar contra el PSOE y contra Felipe. Votar por el caos.

Hubo gran confusión. El diario franquista El Alcázar y el comunista Mundo Obrero coincidían en su voto anti OTAN. ¡Menuda pinza! La Alianza Popular de Fraga, incomprensiblemente, promovió la abstención. Felipe González llamó a Adolfo Suárez para que pidiera públicamente el voto por el sí. No lo hizo y, según él, a los pocos días le visitaron los inspectores de Hacienda. El ambiente se fue enrareciendo y tensando al acercarnos al 12 de marzo, día de la votación.

Durante toda la Transición, nos pasamos media vida firmando manifiestos, asistiendo a concentraciones y marchas, repartiendo octavillas, gritando eslóganes (muchos en verso) y pintando pancartas. En esta ocasión, no íbamos a ser menos. Hubo firmas de famosos a favor y en contra. Las de rigor. Otras me chocaron. Mis admirados escritores Juan Marsé, el inventor del Pijoaparte, y Rafael Sánchez Ferlosio, el de Alfanhuí, firmaron a favor de la OTAN. Ya no sabía hacia dónde mirar, qué brújula seguir. Sánchez Ferlosio dijo luego que <<perdió el honor e hizo el imbécil para nada>>.

Pasado el susto, el propio Felipe González, ya vencedor, reconoció que convocar ese referéndum fue <<un error serio, serio>>. Dijo que había sido uno de los peores momentos de su vida. Así lo aclaró:

<<A los ciudadanos no se les debe consultar si quieren o no estar en un pacto militar, eso se debe llevar en los programas, y se decide en las elecciones>>.

Demasiado tarde. El daño moral, indeleble, ya estaba hecho. Con una participación del 60%, el resultado fue del 56,8 a favor de la OTAN y el 43,1 en contra.

El vértigo del referéndum

Han pasado muchos años, pero nunca podré olvidar el vértigo que sentí ante la urna del 12 de marzo de 1986. Después de haber defendido en público, y en mi trabajo, primero el <<no>> y luego el <<sí>> a la OTAN, me enfrenté a la papeleta definitiva con el corazón partido.

Sentí una cierta rabia histórica, embalsada desde el desastre el 98, causada por los ataques yanquis a la armada española en Cuba y Filipinas. Ahí nació el sentimiento antinorteamericano de muchos españoles, mucho antes que en la guerra del Vietnam. Luego, me vino a la mente la foto del abrazo entre el presidente Eisenhower y el dictador Francisco Franco en Barajas, lo que nos trajo las bases nucleares y las bombas de Palomares.

¿Por qué tendría yo que recordar, en aquel momento, la frase famosa del capitán Méndez Núñez frente al Callao?:

– <<Mas vale honra sin barcos que barcos sin honra>>.

Nunca lo he dicho en público hasta hoy. Entonces, tomé la papeleta, con decisión, y voté No a la OTAN. Ya había perdido, obviamente, la virginidad política y la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Me lo debía.

También lo fue para el ministro Javier Solana, el más feroz anti OTAN del PSOE antes del 82. En cambio, en 1985, Solana no quería que yo preguntara al presidente del Gobierno por las manifestaciones anti OTAN, mientras Felipe pasaba dos semanas en Extremo Oriente aprendiendo lo de <<gato blanco, gato negro>>.

Diez años más tarde, en 1995, cubría yo las negociaciones de paz para la antigua Yugoslavia, en el aeropuerto de Dayton (Ohio, EE.UU.).  En una conversación informal con Richard Holbrooke, el mediador norteamericano, no me dio el nombre, pero me dijo que estuviera atento a la noticia:

– <<Pronto habrá un español al frente de la OTAN>>.

Lo supe unos días después. Vivir para ver. Javier Solana, más converso que yo, fue nombrado jefe máximo de la Organización para el Tratado del Atlántico Norte. Entonces, ya reconocía yo haberme equivocado al votar no a la OTAN.

A pesar de todas mis contradicciones, recibí la victoria del <<sí>> a la OTAN con alivio. Otra vez, coincidí con el cordobés Ibn Hazm (994-1063) cuando escribió:

– <<… mi oriente es el occidente>>.       

                                          <<Yo estuve allí>>, decimos los del Buenos Días

                                                               46

El día que dije adiós al informativo diario Buenos Días de Televisión Española brotaron algunas lágrimas compartidas con miembros de mi equipo. Hubo motivos para ello. Pasar todas las noches juntos, sin dormir, (…)

Franco durmió en mi barrio

Dos veces durmió el dictador en el palacio Fischer, detrás de mi casa: en 1956 y 1961. Como si fuera un santo, el generalísimo Franco entró bajo palio en la Patrona. Cuento estos recuerdos en La Voz de Almeria y en mi blog de 20minutos.es

Franco durmió en mi barrio. Artículo 24 de mi serie «Almería, quién te viera…», publicado en La Voz de Almería y en mi blog de 20 minutos.es

Almería, quién te viera… (24)

Franco durmió en mi barrio  

J.A. Martínez Soler

Entre el Hoyo de los Coheteros y la Rambla, entre dos cuevas inmensas, había un palacio espléndido. ¡Qué contraste! Era el Cortijo Fischer. Había pertenecido a un cónsul de Dinamarca, pero cuando yo vi pasar a Franco por mi barrio, vivía allí Ramón Castilla Pérez, un señor muy bajito, con gafas oscuras y gran bigote. Era el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento (el partido único procedente de Falange) a quien conocí años más tarde como empleado menor de Campsa.

Los niños soñábamos con entrar algún día, incluso a escondidas, en aquel palacio. Una tarde, yo tenía 9 años, casi lo conseguimos. Saltamos la tapia más baja y nos colamos en el jardín. Avanzamos bastante ocultándonos tras los troncos de enormes ficus y algunos arbustos. Los “grises” de la Policía Armada nos descubrieron y nos echaron a voces, sin necesidad de desenvainar sus porras. Como la pandilla de Guillermo Brown (“Los proscritos”), queríamos comprobar si eran ciertas las leyendas oídas en mi barrio sobre los tesoros que se guardaban allí de los antiguos dueños, unos ricos extranjeros que exportaban la uva “de barco” de Almería, en toneles de madera, al mundo entero.

El edificio, por fuera, era imponente. ¿Cómo sería de lujoso por dentro? Debía de ser espectacular pues allí durmió el mismísimo Franco cuando vino a Almería el 1 y 2 de mayo de 1956. En la prensa y en los carteles le llamaban generalísimo Franco o “Caudillo”. Un pelotas del Régimen escribió entonces que Franco era como Carlos V (“otro Caudillo español del siglo XVI”)

Colocaban su foto, de tamaño enorme y vestido de militar, por todas las calles por donde pasaba, con el texto “Viva Franco”, “Almería saluda al Generalísimo”, “Almería con el Caudillo”. También habían colocado pancartas y pintadas reclamando “Más agua”, “Más árboles”. Me recordaban las rogativas a la Virgen para que lloviera.

Mis padres, vencidos por Franco en la guerra civil, nunca le dieron el título de “generalísimo” a ese general que, como los oí decir alguna vez, sin que me vieran, “dio un golpe de Estado contra la República”. ¿Nunca, nunca? Si lo pienso, quizás, alguna vez le dieron el tratamiento de “caudillo” en público. Por si acaso. Los años del miedo.

En familia nunca los oí hablar bien de Franco. Cuando hablaban mal lo hacían en voz baja y lejos de los niños. Pronto supe que lo hacían para protegernos. “Por si nos íbamos de la lengua”, decía mi madre, tan previsora. No querían correr el riesgo de que repitiéramos en nuestros colegios de pago cosas inconvenientes escuchadas en nuestra casa. Por lo visto, muchos de los padres de nuestros compañeros de colegio habían ganado la guerra. Otros, no. Durante el nazismo de Hitler, aliado de Franco, y el comunismo de Stalin, enemigo de Franco, todos dictadores autoritarios, algunos niños denunciaron a sus padres. Un sistema cruel que usaba el miedo para destrozar familias. También era sabido que, cada vez que se anunciaba la visita del dictador, la policía hacía redadas temporales de sospechosos de poca adhesión a la Dictadura. En tiempos de Fernando VII, el rey felón que mandó fusilar en Almería a Los Coloraos, condenaban a quienes mostraban “escaso fervor en el aplauso”.

Pronto me percaté de que teníamos dos lenguajes: el privado y el público, el real y el oficial. Éramos pequeños, pero no tontos. Esa lección la memorizaría de maravilla durante los nueve años que pasé en colegio La Salle. Allí me quedó claro que los frailes habían ganado la guerra que ellos llamaban “Cruzada”. Mis padres y mis tíos (no todos, pues yo tenía un tío de Falange) la habían perdido. Vaya lío.

En vísperas de la segunda visita del Caudillo a mi tierra y de su paso por la Calle Ramos, esquina al barrio de la Caridad, para dormir en el Cortijo Fischer, vimos mucha actividad por la zona. Albañiles y paletas construían, a toda prisa, tabiques provisionales y enclenques, hechos con cañas y yeso o escayola, para que Franco no viera las chabolas de los pobres ni los solares abandonados llenos de basura y miseria.  Como si fuera un santo, el generalísimo Franco entró bajo palio en la Patrona. También le llevaron a las minas de Rodalquilar donde vio fundir un lingote de oro almeriense. Todo eso lo vimos -cómo no- en el NoDo

Ese mismo día, en mi calle, celebramos “las mayas”, niñas engalanadas y pintadas, sentadas en un trono, para las que pedíamos “una perrica pa la maya, por favor”. Por la noche, celebrábamos las cruces de mayo. La mejor del Distrito Quinto era, sin duda, la del electricista de la calle Restoy que lucía un montón de bombillas de colores que, de niño, me resultaba fascinante.

El día 3 de mayo, con Franco camino de Granada, tumbamos a patadas las endebles tapias falsas de mi barrio. Mucho más tarde supe que lo de tapar la miseria no era solo cosa del dictador español. Por ejemplo, la zarina de Rusia, Catalina la Grande (a la que, por lo visto, quiere imitar ahora el sangriento Putin), viajaba precedida de una tropa de sirvientes que colocaban decorados a ambos lados del camino imperial para que la emperatriz de las todas las Rusias no viera la pobreza del pueblo.

Mucho más trabajo costó a los falangistas almerienses la demolición del Monumento a Los Coloraos (fusilados por Fernando VII en 1824). No pudieron tirarlo a patadas. Seguramente confundieron “coloraos” (el color de las chaquetas británicas que vistieron en Gibraltar los liberales en el siglo XIX) con los “rojos” de la guerra civil del siglo XX. La razón para demoler ese símbolo excelso de la historia de nuestra tierra reza así en un documento de marzo de 1943, dos meses antes de la visita de Franco: “Orden de demolición del monumento a los Coloraos, “…porque lucharon contra nuestras sagradas tradiciones, obedeciendo a consignas extranjeras…”. Quizás viene de ahí la manía que el PP le tiene al Pingurucho.En esa fecha había más de 45.000 españoles de la División Azul de Franco luchando junto a Hitler con uniforme alemán. Un año antes, el 11 de agosto de 1942, ocho almerienses fueron fusilados en la tapia del cementerio, condenados por repartir un folleto (“el parte inglés”) con noticias de la BBC. Ese era el ambiente de entonces.Afortunadamente, con la llegada de la Democracia (y la ayuda del mármol de Macael) pudimos reconstruir el Pingurucho en la Plaza Vieja donde en 2024 celebraremos por todo lo alto el bicentenario de los asesinatos de los mártires por la libertad por orden del rey felón.

Dos veces durmió el dictador en el palacio Fischer, detrás de mi casa: en 1956 y 1961. En cambio, cuando vino por primera vez a Almería, el 9 de mayo de 1943, durmió en otro palacete privado que está en la plaza Circular: la espléndida casa de los González Montoya.El 16 de julio de 2010, le rendí una visita de cortesía a doña Paquita, viuda de José González Montoya, en su espléndido chalé vasco. Quise agradecerle su compromiso con la conservación y mejora del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar que yo presidía entonces. Me mostró su casa señorial. “En esa cama durmió Franco con doña Carmen”, me dijo, no sin picardía, bajando un poco la voz y dándome un codazo cómplice, al mostrarme el dormitorio principal. Nos miramos y ambos, a la vez, soltamos una carcajada.

Su marido, contrario al desarrollo inmobiliario de su finca, la había reservado para sus cacerías. Doña Paquita mantuvo virgen el Cabo de Gata y, en su testamento, cedió el palacete donde durmió el dictador al Ayuntamiento de Almería para sede de un Museo. Me gustó conocerla. A punto de cumplir los 100 años, había evolucionado. Como tantos almerienses.

Franco en el puerto de Almería en 1961

Franco en Almería

Franco en las minas de oro de Rodalquilar en 1956

 

Escrito sobre la demolición del Monumento a Los Coloraos, poco antes de la visita del dictador a Almería

Con mi hijo David a cuestas (1989) ante el pingurucho reconstruido de Los Coloraos.

Con doña Paquita en su casa donde durmió Franco con doña Carmen en 1943

«Cornetín», el abuelo de 20 minutos

Como regalo por su 20 cumpleaños, hoy voy a revelar, con todo detalle, un secreto en exclusiva: el origen de “20 minutos”, el primer diario que no se vende y, antes de la crisis de 2008, el diario más leído de la historia de España. Ha llegado el momento de descubrir su linaje y atribuir a su abuelo “Cornetín” el mérito que le corresponde. Son partes de los capítulos 24 y 25 de mis memorias (inéditas) de la Transición y del Periodismo («Y seguimos vivos. Recuerdos de un periodista que sobrevivió a la Dictadura».) No apto para lectores impacientes.

Jura de bandera, en el centro.

Cornetín, mi primera publicación gratuita

Cuando mi capitán, en vez de mandarme a una prisión militar, me ofreció las medicinas de su difunto padre que curaron a Ana, me dieron ganas de darle un abrazo. Me contuve. Había recuperado la razón. Sabía que abrazar a un superior iría contra las reales ordenanzas militares de Carlos III. Le hubiera besado los pies. Injustamente, he olvidado su nombre. Después de aquel incidente, traté de demostrarle siempre mi agradecimiento. Me convertí en un soldado ejemplar. Su comportamiento me hizo cambiar la visión tan deplorable que yo tenía del Ejército.

En la cantina de tropa oí hablar de un proyecto antiguo de mis colegas José Antonio Plaza y Jesús Hermida. Años atrás, ambos periodistas fueron soldados del Batallón de Infantería al que pertenecía mi compañía de honores. Publicaron varios números de una vieja revista con el objetivo, creo yo, de librarse de las guardias y demás servicios. El Ministerio la financiaba hasta que fue borrada del presupuesto. Al desaparecer la subvención oficial, murió definitivamente.

Con esos antecedentes, pedí permiso a mi capitán para resucitar aquella revista con una idea original. En realidad, no era nada original. La aprendí, o sea, la copié cuando trabajaba en el diario Nivel. Su editor, Julio García Peri, lo era también del diario “Noticias Médicas”. Se repartía gratis a los médicos de toda España, y se financiaba solo con la publicidad de los laboratorios farmacéuticos y otros anunciantes del sector sanitario. Le conté mi plan y le garanticé que la revista no le costaría ni un duro al Ejército. Recordaba la experiencia fallida de Hermida. No tendríamos que pedir dinero a nadie. La idea le gustó.

Por la vía reglamentaria, consiguió que me recibiera el teniente coronel Alemán, nuestro superior. Tenía un gran despacho con vistas a la calle Barquillo. Me informé de todo lo referente a su historia, a su personalidad, a sus gustos literarios e históricos, a sus aficiones, etc. Junto con el Generalísimo y el capital general Muñoz Grandes, el que luchó junto a Hitler con la División Azul, mi jefe era uno de los pocos militares en activo que estaba en posesión de la máxima condecoración militar: la Gran Cruz Laureada de San Fernando.

Por su graduación, le correspondía tratamiento de jefe. Sin embargo, por ser “caballero laureado” se había ganado el máximo tratamiento de Vuecencia, es decir, Vuestra Excelencia, que se daba solo a los generales. Por tanto, en cuanto crucé el umbral de su despacho, me cuadré marcialmente y le dije:

– “¿Da Vuecencia su permiso?”.

Como al capitán de Cerro Muriano, le gustaba la historia militar. Le encantaron mis conocimientos de la guerra de África. Me la sabía de carrerilla por los pre guiones que escribí para la serie de TVE “España siglo XX”. Me dejó hablar. Él sería el director literario de la nueva etapa, y el capellán, que llamábamos “páter” como en mi Colegio Mayor Santa María, sería el director espiritual. Conservaba los 15 primeros números de la revista. Ejemplares flacos, de ocho páginas, sin apenas fotos, pagados con dinero público. Aún sentía nostalgia por ella. Se llamaba “Cornetín”. Me dijo:

– “Cornetín es el instrumento musical que nos manda lo que debemos hacer en cada momento”.

Así concluí mi disertación:

– “Como Vuecencia nos ha dicho, nuestra compañía de honores debe ser un espejo en el que se miren todas las demás compañías del Ejército español. Si Vuecencia lo permite, podríamos enviar un ejemplar gratuito de esta nueva etapa, con el doble de páginas, con fotos y mucho más contenido, a cada regimiento. Les marcaría un camino. Naturalmente, sin coste alguno para el Ejército”.

Aceptó mi plan periodístico y de negocio con una condición. Jamás abandonaría yo el Ejército, es decir, no me darían “la verde”, la cartilla de licenciado, sin haber concluido con éxito la refundación de la revista. Le di mi palabra y las gracias a Vuecencia. Como “Noticias Médicas”, se financiaría solo con los anuncios. Como fundador de la primera publicación gratuita, no subvencionada, de mi vida me estaba jugando el tipo. Salí cagado de miedo, aunque armado de ciertos residuos de valor, del despacho del teniente coronel laureado.

Se busca director comercial

Lo más urgente, lo prioritario, era garantizar la financiación de “Cornetín”. Aprendí pronto esa lección, tan provechosa para toda mi carrera profesional. Vencer o morir en aquella aventura periodística, es decir, mi futura y ansiada libertad o mi prisión permanente, dependía de que los ingresos de la revista fueran iguales o superiores a los gastos. Tomé buena nota.

Para medir bien los gastos de la nueva empresa debía visitar, con cierta flexibilidad y frecuencia, a mis proveedores (papel, imprenta, correos, etc.) y colaboradores. El capitán me libró de todos los servicios de guardia, limpieza, etc. salvo, llegado el caso, de los de rendición de honores en visitas de Estado u otras solemnidades castrenses. Objetivo alcanzado: Pase “pernocta”, sin guardias y con libertad casi total de movimientos por el Ministerio del Ejército para poder buscar anunciantes y colaboradores apropiados. Las tardes, libres.

Entregué al capitán, para que se lo hiciera llegar a Vuecencia, el plan de negocio detallado, especialmente en los gastos, cuyos presupuestos le adjunté. Necesitaba que liberara de guardias y otros servicios a otro soldado, el futuro director comercial. Él debía ayudarme a buscar los anuncios para asegurar los ingresos imprescindibles que harían viable, incluso rentable, la edición de “Cornetín”. Me dio la venia.

Ya le había echado yo el ojo a un charnego espabilado, un andaluz como yo, pasado por Cataluña, que tenía mucha gracia y habilidad para hacer negocios (tabaco, comida, cambios de guardia, etc.) con los soldados de la compañía de honores y los vecinos de la compañía de Telegrafía. Le propuse el cargo con un sueldo inimaginable: ¡liberado de todas las guardias! Aceptó en el acto.

La guardia en la calle Prim era la más deprimente. Nadie la quería. Por las noches de Prim rondaban homosexuales, perseguidos por las leyes del franquismo, sometidos a frecuentes redadas. También vi pasar a caballeros viejos con coches de lujo que contrataban los servicios sexuales más denigrantes de jóvenes chaperos, casi niños, muertos de hambre.

Una vez contratado, pasé la lista de clientes potenciales a mi flamante jefe de publicidad. Allí estaban los principales proveedores del Ministerio del Ejército: el fabricante de tambores, Cervezas El Águila, otros proveedores de las cantinas y del comedor, sastres de la calle Mayor, especializados en uniformes militares, vendedores de instrumentos musicales para las bandas, papelerías, etc.

Con más imaginación que yo para los negocios, mi director comercial amplió la lista en un santiamén. Los contratos de publicidad, para un nicho tan específico y eficiente, se iban firmando con demasiada celeridad. Un día me enteré de que mi colega amenazaba veladamente a sus clientes potenciales con cambiar de proveedor en el Ministerio si no firmaban el contrato. Por tan poco dinero, no querían arriesgarse a quedar mal con el Ejército.

Los periodistas conocemos esa técnica comercial como “Exclusivas El Trabuco”. Una de las mayores vergüenzas, y de los chantajes más habituales, de mi profesión. El periodista/comercial o el comercial/periodista solía amenazar así a sus clientes:

– “Si no me das publicidad, escribiré o actuaré en tu contra”.

Le pedí que aflojara la presión y no pusiera tanto empeño en su labor. Su trabajo y el mío debían durar hasta poco antes de Navidad de 1971, fecha prevista, de publicación del número 16 de “Cornetín”, nº 1 de la nueva etapa no subvencionada, y, por tanto, cerca de nuestra liberación y pase a la reserva. No convenía imprimirlo antes de tiempo.

Ambos departamentos, redacción y publicidad, vivíamos a cuerpo de rey. Acudíamos al cuartel por la mañana, después del toque de diana, dábamos una vuelta para ser vistos, hacíamos como que hacíamos alguna gestión. A veces, la hacíamos de verdad. Luego, quedábamos liberados hasta el día siguiente. La elección del director comercial de “Cornetín” fue un acierto. Siempre he valorado ese puesto en todas las fundaciones periodísticas que hice a partir de aquella. Poco después de la mili, le reencontré de director de una sucursal bancaria. Un triunfador que rozaba la línea de lo permitido.

Mi pluma, al servicio de la Falange

Desde que yo era muy niño, mi padre me había prohibido llevar la camisa azul del Frente de Juventudes de Falange. Por eso, no le gustó nada mi nuevo empleo. Por más que le expliqué que los tiempos habían cambiado, y que nadie me obligaría a escribir lo que yo no quisiera, nunca estuvo de acuerdo. Lo aceptó de mala gana en cuanto le dije que ese era el único empleo al que podía tener acceso con el uniforme de soldado. Tendría que esconder, como casi siempre, mis ideas políticas. Eso sí, sin dejar todo el peso de nuestros gastos sobre los ingresos de Ana como secretaria en Sofico. Además, Ana presentía que su empleo no iba a durar mucho. Los clientes ingleses reclamaban la rentabilidad de su inversión, y temían perderlo todo.

A pesar de las razones que di a mi padre, a mí me dio un no sé qué cuando crucé el umbral del Edificio Arriba. Tenía diez o doce pisos, en el Paseo del Generalísimo, frente a la Ciudad Deportiva del Real Madrid, donde hoy se alzan las torres de Florentino. En su fachada de ladrillo rojo visto colgaban el yugo y las flechas, el símbolo de Falange, de tamaño descomunal. Las flechas debían de medir más de cinco metros.

Pregunté por Melchor Sainz Pardo, mi compañero de la Escuela de Periodismo, que trabajaba en la Agencia PYRESA (Prensa y Radio del Movimiento, S.A.). Le impresionó mi traje militar de paseo, el correaje y la gorra de plato con visera de charol. Parecía un oficial. Me presentó al camarada Vicente Cebrián, director de la Agencia y anterior director del diario Arriba. Era un hombre alto, con un gran bigote, y de aspecto distinguido. Muy comprensivo con mi uniforme. Me recibió con gran cortesía, que mantuvimos mutuamente durante muchos años, y me contrató casi en el acto.

Salí muy contento de su despacho. Al día siguiente debía rellenar los papeles para darme de alta en la nómina y en la Seguridad Social, y empezar a trabajar en la agencia oficial de noticias de Franco.

Melchor me llevó a la cafetería del edificio, compartida con el Diario Arriba, varios semanarios también de Falange, y otros servicios de prensa del Movimiento. Allí me encontré por casualidad con Enrique Vázquez y Vicente de Luis Botín. ¡Vaya susto! Dos rojos perdidos, desde mis tiempos universitarios, emboscados en la cueva de los fascistas. Otra vez, juntos, pero no revueltos, como en mi Colegio Mayor. Nos saludamos efusivamente y comentamos mi incorporación inmediata a Pyresa. Les comenté el motivo de mi visita. Enrique Vázquez me interrumpió:

– “De eso, nada. Tú tienes que incorporarte, sí, pero al diario Arriba, en la planta debajo de Pyresa, donde soy el jefe de la Sección Internacional. Te necesitamos. Déjalo de mi cuenta. No te muevas de aquí”.

Melchor y yo no sabíamos qué decir. Enrique salió disparado hacia el despacho de su director, Jaime Campmany, un falangista murciano, camisa vieja, que estaba evolucionando hacia posiciones aperturistas del Régimen. Llevaba apenas un año de director, y ya había contratado a varios redactores izquierdistas para darle un tinte moderado al diario oficial del franquismo que había sido filo nazi hasta muy recientemente.

Después de la “Primavera de Praga”, brutalmente frustrada por los tanques soviéticos en el verano del 68, los cambios operados en la primavera de 1971 en el seno del diario Arriba, el órgano de Falange Española fundado por José Antonio Primo de Rivera, merecieron el nombre de la “Primavera de Campmany”.

Ese mismo día, cambié dos veces de empleo. Al camarada Campmany también le gustó mi traje militar de paseo. Tras chocar la mano, sin saludo brazo en alto como me había ocurrido más de una vez en el SUT, me dijo:

“Según Enrique, hablas francés e inglés, justo lo que necesitamos en esta nueva etapa de apertura del diario y de toda España al mundo exterior”.

Apenas pude responder:

“Francés, bien, pero inglés, un poco”.

Enrique me cortó:

– “No le hagas caso. Lo sé. José Antonio es muy modesto. Ha vivido en Estados Unidos antes de la mili, y su mujer es de Boston”.

Solo dije que me sentía mal por abandonar a Vicente Cebrián para quien iba a comenzar a trabajar al día siguiente. Campmany me replicó:

– “Eso no es problema; aquí somos una familia. Yo me encargo de hablar con él”.

Volvimos a subir a la cafetería compartida para celebrar mi segundo empleo en un mismo día. Pronto se sumaron Melchor Sainz Pardo y Vicente Cebrián. Este último me dio una palmada amistosa en la espalda al tiempo que me decía:

– “Traidor, menudo traidor”.

Sonreía. Por eso, no enrojecí de vergüenza. Volví a encontrarme con él muchas veces en mi carrera profesional. Era un caballero. Siempre recordó aquella “traición” con la misma sonrisa. Incluso a su hijo, Juan Luis Cebrián, el primer director de El País, quien, no obstante, me llegó a contratar cuatro veces.

Portada del diario de la Falange, Arriba, que borré de mi curriculum

Crónicas de mierda

El miedo a ser descubierto nunca me abandonó en la redacción del diario de la Falange. Me maravillaba cómo se comportaban mi jefe y mis colegas de la Sección Internacional. Aquello parecía Versalles. Nunca se discutía de política. Cada uno iba a lo suyo. Una célula de orientación comunista conviviendo con los restos del franquismo más rancio. Increíble, casi surrealista, pero cierto. Otra vez, como en mi Colegio Mayor del SEU donde acumulé experiencia en el arte de fingir.

En ese ambiente anti comunista y anti ateo, Campmany había metido a varios filocomunistas, probadamente ateos, en su propia redacción. Dio un paso más. Permitió el estreno, casi clandestino, de la película “Canciones para después de una guerra”, de Basilio Martín Patino, en la sala privada de cine del Edificio Arriba. Basilio quería sumar apoyos del Régimen para que levantaran la prohibición que pesaba sobre su obra. Era una recopilación de canciones e imágenes de la sociedad española durante la postguerra.

Todos los izquierdistas asistimos al estreno con el ánimo de aplaudir. Un buen número de franquistas también acudieron con el ánimo de abuchear la película. Estos no esperaron hasta el final para mostrar su claro repudio. Durante la proyección, se produjeron varios gritos en la oscuridad contra el director y su obra. Escuché gritos de “falso”, “mentira”, “qué cabronada”. Me asusté. Detrás de mí estaba sentado un colega de mi sección que gritó más fuerte que nadie: “Esta película es una hijoputez”. Nadie aplaudió al terminar la cinta. Rodeamos y acompañamos a Basilio hasta la puerta de salida del Arriba para evitar altercados contra él.

Conocíamos el carácter violento de algunos falangistas. Formaba parte de su cultura. Unos viejos, inspirados por los ataques de los nazis a las tiendas judías, presumieron abiertamente del asalto de los falangistas contra los almacenes SEPU, durante la República, por ser judíos que supuestamente explotaban a los empleados españoles.

En la Hemeroteca pudimos ver la portada de nuestro periódico del 30 de abril de 1945, el mismo día que Hitler se había suicidado. No mencionaba la muerte del dictador nazi. Este era su titular: “Europa tributa honores a su excelso hijo: Adolf Hitler”. Esas eran las raíces del diario donde conseguí mi primer empleo de redactor en plantilla con 13.000 pesetas al mes (aproximadamente un poco más de 2.000 euros de hoy, ajustada la inflación). Nuestro subdirector, Antonio Izquierdo, que luego dirigió El Alcázar, diario golpista de extrema derecha, solía poner su pistola sobre su escritorio.

Para dibujar el ambiente de falso compañerismo que reinaba en el diario Arriba, no puedo olvidar las crónicas de nuestro compañero de sección Vicente de Luis Botín, claramente izquierdista. Campmany le envió a cubrir las elecciones municipales de Chile en aquella primavera de 1971. Eran la prueba de fuego del presidente Salvador Allende, elegido en 1970, para avanzar en su “vía democrática hacia el socialismo”.

Yo era el encargado de recoger las tomas del télex o del teletipo de Efe por donde él enviaba sus textos. Corregía sus crónicas, las titulaba, y escribía el sumario lo más neutral posible. Al día siguiente, encontraba sobre mi mesa un sobre cerrado a nombre de Vicente de Luis Botín. Cada día se repetía la misma operación. Al cabo de varios días, el olor de los sobres acumulados sobre mi mesa a nombre de nuestro corresponsal en Chile se empezó a hacer insoportable. Se lo comenté por télex y Vicente me autorizó a abrir los sobres a su nombre.

Una desagradable sorpresa. Cada sobre contenía el recorte de una crónica suya de las elecciones en Chile llena de mierda. Se habían ido limpiando el culo con las crónicas de Botín sobre los avances del socialista Salvador Allende en las elecciones municipales. Valga como muestra del ambiente de compañerismo extravagante que respirábamos en el órgano doctrinal del franquismo.

               

Una oferta que no pude rechazar

Capítulo 25

En mi periódico había un cóctel ideológico surrealista. Dos mundos totalmente opuestos, el fascista y el comunista, se cruzaban por nuestra redacción con rumbos opuestos. A veces, a la deriva y con riesgo de colisión. En cuanto saltara por los aires el tapón biológico de los falangistas y otros ex combatientes del franquismo, la prensa caería, como una pera madura, en manos de mi generación. “¡Qué oportunidad!”, llegué a pensar entonces.

El vacío periodístico que hubo durante 40 años sin libertad lo pudimos llenar en el declive de la Dictadura. Debo reconocer que, desde el punto de vista laboral, los periodistas de mi generación lo tuvimos más fácil que los que vinieron después. Fuimos un tapón para los jóvenes que quisieron seguir nuestros pasos. Debemos mucho a aquella oportunidad histórica irrepetible. Por eso, no deberíamos presumir tanto de lo que hicimos por la libertad de prensa. Por lo menos, en mi caso, yo sé por qué lo digo. Con lo que me gusta presumir, tantas veces sin razón, tengo que reconocer que, sin mucho mérito por nuestra parte, estuvimos en el lugar oportuno y aprovechamos la ocasión. Nacimos de pie. Aunque, no siempre. Íbamos en una montaña rusa.

Otra vez, como en el semanario Don Quijote o en el diario Nivel, la dura realidad se impuso de nuevo sobre mis sueños de un futuro en libertad. La “Primavera de Campmany”, una mini revolución desde arriba, fue aplastada de pronto sin necesidad de tanques, como ocurrió en 1968 con la “Primavera de Praga”. Torcuato Fernández Miranda, que defendía la apertura casi democrática del franquismo, perdió su batalla a favor de legalizar las “asociaciones políticas” y cesó a Campmany.

Cuenta la leyenda que Franco le dijo:

– “O esas asociaciones son partidos o no son nada. Y, mientras yo viva, en España no habrá partidos políticos”.

El vicepresidente Carrero Blanco tomó nota, y le ganó esa batalla a Torcuato. Lo que son las cosas. Dos años y pico después, Carrero sufrió un atentado terrorista de ETA, y voló por los aires. Torcuato le sustituyó como presidente en funciones, y ayudó a poner al Rey en el trono y a Suárez en el Gobierno. Carrero ganó aquella batalla contra Campmany. Torcuato ganó la guerra.

La iglesia que no se quemó tres veces

Prácticamente liberados de los servicios de armas, incluso de los desfiles, el director comercial de “Cornetín” y yo vivíamos en el mejor de los mundos. Pensé que sería posible volver a colaborar con Ricardo Blasco, Fernández de la Torre o Esteban Madruga en algunos episodios de la serie de TVE “España, siglo XX” aún sin concluir.

A petición mía, Sol Nogueras, mi compañera de Hispania Press, había ocupado mi puesto durante mi viaje a Estados Unidos y mi servicio militar. El jefe de producción me dijo que podía sumarme al equipo sin desplazar a Sol. Se trataba de una colaboración eventual para la coordinación de los guiones con el montaje final, compatible con la mili y con el Arriba. Ese dinero extra no me vendría mal. Todo aprovecha para el convento. Además, aterrizaba de nuevo en Televisión. Allí podría encontrar oportunidades para poder dejar algún día el diario franquista, una experiencia enriquecedora que, en poco tiempo, tanto me había decepcionado.

Al cabo de más de un año de ausencia de la serie, noté un ambiente distinto. Los primeros episodios de la II República tropezaron con la censura. El franquismo no estaba dispuesto a que se emitieran, por ejemplo, las imágenes de la explosión de alegría callejera causada por el fin de la monarquía de Alfonso XIII. La feliz algarabía callejera con que una mayoría de españoles recibió la proclamación de la República, que Franco había destruido con su golpe de Estado, no era bien vista por los responsables de la serie.

Las imágenes de esa muchedumbre celebrando pacíficamente el cambio político en la Puerta del Sol eran un bofetón a los golpistas que ganaron la guerra civil. Hubo que rehacer muchos episodios. Me dijeron, y no me cuesta creerlo, que el propio Franco, gran amante del cine y de la televisión, intervino en la censura de algunos episodios. El Caudillo hizo algunas recomendaciones que nadie se atrevió a ignorar.

Para resolver los conflictos que planteaba la falsificación de la historia, TVE, bajo las directrices del Opus Dei triunfante, contrató al profesor Vicente Cacho Viu como asesor histórico de la serie. Un tipo interesante. Nada tonto. Leí su obra principal, voluminosa y perspicaz, sobre “La Institución Libre de Enseñanza” (ILE), a cuyo consejo editorial pertenezco ahora.

En agosto y septiembre de 1971, mi trabajo en Arriba se hizo bastante incómodo, por decirlo con palabras suaves. También en la serie “España, siglo XX”. Me llevaba bien con el profesor Cacho Viu. Dijo que, debido a mi juventud, comprendía mi intransigencia al negarme a incluir en episodios de mayo de 1931 imágenes filmadas de una iglesia ardiendo que ambos sabíamos que correspondían a junio de 1936, cuatro meses después de las elecciones que ganó el Frente Popular. Su teoría se basaba en aceptar un mal menor (imágenes repetidas fuera de su fecha real) para conseguir un bien superior (la continuidad de toda la serie, tan educativa). Otra vez, frente al eterno dilema moral: ¿el fin justifica los medios? Ese falso dilema siempre me pareció una coartada cínica.

Las imágenes filmadas de la quema de una iglesia, las únicas que teníamos a mano, se reproducían, una y otra vez, en varios episodios de distintas fechas para justificar y hacer verosímiles los desórdenes anticlericales y la violencia a que obligaba el guion autorizado. Les dije que no teníamos disponible ninguna imagen filmada de la quema de iglesias y conventos de mayo de 1931. Solo teníamos las de junio de 1936. Era una serie documental, no de ficción. Perderíamos credibilidad. Deberíamos recurrir solo a las fotos que publicó la prensa de la época.

Algunos colegas me recordaron a mi madre. Uno de ellos citó una de sus frases favoritas:

– “No está el horno para bollos”.

Todos tenían familia y ese era su único empleo. Yo tenía otro empleo, y ningún hijo que alimentar. Además, Ana me cubría las espaldas con su sueldo. Los comprendí y lamenté mi chulería. El historiador, el director y el productor entendieron y aceptaron la posición oficial. Según ellos, las instrucciones procedían “nada menos que de El Pardo”.

El incidente quedó reducido a una carta mía, muy educada, ingenua quizás, no exenta de cierta soberbia juvenil, dirigida a Vicente Cacho Viu, mi superior inmediato. En ella, le comunicaba mi dimisión “irrevocable” como ayudante suyo en “España, siglo XX” “por razones morales”. No sé si fui ingenuo, pedante, petulante o, simplemente, impulsivo. O las cuatro cosas, a la vez.

 Una revista como “The Economist”

Entre tanto, Ana y yo estábamos preparados para dejar Sofico y el diario Arriba. Conectamos de nuevo con Heriberto Quesada y Alfonso S. Palomares, los dueños de la Agencia de Prensa Delfos, con quienes ya habíamos colaborado con cierto éxito no solo con reportajes del corazón. Ellos habían vendido muy bien, por ejemplo, la entrevista que hicimos a Pablo Casals. Nos recibieron con los brazos abiertos.

A los pocos días, Heriberto me invitó a comer cerca de su oficina de la calle Alcántara. Acudí de paisano, como si ya estuviera licenciado. Intentó quitarme de la cabeza la idea que teníamos de emigrar. Dijo tener un proyecto hecho a mi medida: periodista con base económica. “Un semanario para la democracia”, me dijo. No le creí. Había visto nacer y morir, en cuestión de semanas, varios proyectos semejantes. “Cosas de aficionados”, pensé, con mi ya larga experiencia en fracasos profesionales de ese tipo. Me creía un experto en detectar sueños imposibles.

No me convenció. No obstante, acepté visitar, de su parte, a Juan Tomás Salas. Era un abogado que quería lanzar una revista, según me dijo, como “The Economist”. Necesitaba a un profesional que tuviera conocimientos de Economía. Además, era indispensable que tuviera el carnet y el correspondiente número en el Registro Oficial de Periodistas del Ministerio de Información para registrarle como responsable del contenido. Ese número, que Juan T. Salas no poseía, era imprescindible para obtener el permiso del Gobierno. Le habían hablado de mí, y quería conocerme.

El piso viejo de la calle García de Paredes no tenía nada que ver con las oficinas modernas de Ana en Sofico. El ascensor parecía inseguro. La escalera olía a cocido rancio. Alicia Fernández, una joven muy simpática, me abrió la puerta. Luego comprobé que era la secretaria del jefe, telefonista y encargada de resolver todo tipo de problemas. Acabó mandando mucho en aquel proyecto. Casi medio siglo después, la seguí admirando. Falleció prematuramente hace cuatro años. Buena amiga.

Salas me recibió efusivamente. Casi me abraza sin conocerme. Luego comprobé que lo hacía con frecuencia, indiscriminadamente. Parecía muy simpático. De buena familia, desde luego. Tenía risa fácil y carcajadas ruidosas. Me habló con mucha franqueza, lo que agradecí. Más o menos, lo que ya sabía. Me preguntó un poco por mi vida. Intercambiamos varias risas. Me dijo:

– “Heriberto no trabajará aquí, pero es de confianza y, de momento, aparecerá en la mancheta como director. Me dice que eres el mejor para el puesto de redactor jefe. Le creo. Te necesitamos ya mismo como director en funciones. Para serte sincero, lo que más necesitamos es tu carnet oficial de periodista, para poder inscribir el semanario en el Registro del Ministerio, y a ti, como responsable oficial del contenido de cara al Gobierno. Queremos salir cuanto antes”.

Todo iba demasiado rápido. Él llevaba mucho tiempo fuera de España (Colombia, Francia, Inglaterra) y apenas conocía periodistas. Se fiaba de Heriberto, pues venía de la mano de Luis González Seara, presidente de la editora IMPULSA, un hombre próximo al ex ministro Fraga. Los tres, gallegos.

Mientras decidíamos si emigrábamos o no a Améríca Latina, Juan Tomás y Heriberto me pidieron que les ayudara a avanzar con el proyecto, al menos para darle cuerpo al número 1, como colaborador eventual sin compromiso. Tenían mucha prisa. Me pagarían 22.000 pesetas al mes, 9.000 más que en el diario Arriba. Ese disparo de 22.000 pesetas, y en nómina cuando quisiera, me hizo tambalear. No me derribó.

Portada del primer número del semanario Cambio 16, noviembre de 1971

Al día siguiente, por si acaso, anuncié a Su Excelencia, mi teniente coronel, que la revista “Cornetín” ya estaba en el horno, lista para ser impresa “cuando Vuecencia me dé la orden”. Le mostré las pruebas completas de imprenta. La mayoría de las páginas ya las conocía. La portada le encantó. Una gran foto, a toda página, de la entrada principal del Ministerio con un soldado de los nuestros de guardia a cada lado de la puerta. Quedó muy satisfecho. Con una amplia sonrisa me dio la orden. Me dijo:

– “Al ataque”.

En unos pocos días, creo que coincidió con el 1 de octubre, fiesta del Caudillo, tuvimos los primeros ejemplares impresos en máquina plana. Mi capitán fue el primero en verlos. A la vez, le entregué las cuentas equilibradas de gastos e ingresos. Lo comido por lo servido. Me dio una palmada en la espalda:

– “Tenías razón, muchacho, aquí está “Cornetín” y sin costar ni un duro al Ejército”.

Con unos cuantos ejemplares en la mano, se fue directo al despacho del jefe laureado del Batallón de Infantería del Ministerio, teniente coronel Alemán, al que pertenecía mi compañía de honores. Le seguí hasta la puerta. Tardaba mucho en salir. Me empecé a preocupar. Se nos podía haber escapado alguna errata grave de imprenta. El caso es que, unos días antes, habíamos revisado juntos todas las páginas y les había dado el visto bueno. El miedo recorría todo mi cuerpo. Mi capitán tardaba mucho en salir. ¡Qué nervios!

La puerta se abrió y vi de lejos la sonrisa de Su Excelencia. ¡Qué alivio! Con el Ejército nunca se sabe. Como de costumbre:

– “¿Da Vuecencia su permiso?”

Me hizo un gesto amable y entré. Me recibió con estas palabras:

– “Enhorabuena, soldado. Te felicito. Has superado a Jesús Hermida, el último responsable de “Cornetín”. Gracias a los anuncios y al poco coste de fabricación, has sentado un buen precedente para que este proyecto benemérito no vuelva a morir. Lo prometido es deuda. He dado la orden a tu capitán para que te conceda permiso indefinido hasta la fecha oficial de tu licenciamiento del Ejército. Ha sido un placer tenerte a mis órdenes. Buena suerte en el periodismo. Y cuídame la guerra de África en Televisión Española. Soldado, puedes retirarte”.

¡Menudo parlamento! Solo pude balbucear un tímido:

– “Gracias, Vuecencia. Con su permiso, Vuecencia”.

Salí de ahí como pude. Caminando hacia atrás. Me temblaban las piernas.

Portada de la revista Cornetín (gratis) del ministerio del Ejército.

Al día siguiente, de paisano permanente, acepté la oferta de Juan Tomás Salas como “director en funciones” de un nuevo semanario de economía que se llamaría, según me dijo entonces, “Cambio 16”. El Registro de marcas había rechazado el nombre de “Cambio” por ser demasiado genérico.

Con el número 16 incorporado a la palabra Cambio, un nombre nada genérico, la marca fue aceptada por el Registro de la Propiedad. “¿Por qué 16?”, pregunté. Salas respondió:

– “Esos 16 son los socios fundadores de IMPULSA. Ya los irás conociendo”.

Firmé un precontrato. Salas se levantó y, entonces sí, me dio un gran abrazo. Luego dio una voz:

– “¡Manolo!”.

Allí se presentó Manolo, el único redactor de aquella empresa. Ya éramos cuatro para, armados de palabras, acabar pacíficamente con la Dictadura de Franco: Juan Tomás Salas, Alicia Fernández, Manolo Saco y yo. Por favor, que nadie se ría: aunque os parezca un poco pretencioso, ese era nuestro objetivo. Al día siguiente, me presentaría a varios accionistas de esos 16 que acudirían a la primera reunión editorial en toda regla.

Manolo y yo salimos a tomar juntos, en el bar de la esquina, la primera copa. En este punto, importante en mi vida, sólo puedo copiar a un clásico: fue el comienzo de una hermosa amistad. Al cabo de cincuenta años, sigo llamándole Mozart y yo mantengo para mí, a su lado, en un arranque inaudito de modestia, el nombre de Salieri.

En mayo de 2019, Ana y yo celebramos en su casa gallega nuestras bodas de oro. Con eso está todo dicho. Y recordamos, al borde de las lágrimas, el segundo aniversario de la muerte de su esposa, nuestra Alicia Fernández, fundadora, junto con nosotros, de Cambio 16, un embrión glorioso (sí, sí, glorioso, y me quedo corto) de la prensa libre en plena Dictadura.