Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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El hacha del PP contra Juan Ramón Lucas

El PP de Fraga/Aznar/Rajoy vuelve a las andadas: saca el hacha fratricida de León Felipe. Y quita de enmedio al conductor más ecuánime de Radio Nacional de España. Otra vez el hacha. Y otra oportunidad perdida para la elegancia y la pedagogía  democráticas. No aprendemos.

Juan Ramón Lucas, en un encuentro con los lectores de 20minutos.es

Entiendo que cuando cambia el Gobierno, éste quiera sustituir a los cargos políticos de libre designación del Gobierno anterior. Así ocurrió con la peleona María Antonia Iglesias (nombrada por Felipe González) o con el zombi Alfredo Urdaci (nombrado por José María Aznar). Ambos eran directores de los servicios informativos de TVE conectados directamente con La Moncloa. O con los directores de Informativos de RNE que son cargos de confianza enchufados al poder político de turno.

Juan Ramón Lucas es un periodista sin cargo político alguno, un currante contratado por Radio Nacional para conducir y presentar «En días como hoy», un programa informativo de la mañana que ha sumado grandes éxitos de audiencia (1,4 millones de oyentes) y de credibilidad.  Le quedaba pendiente un año más de contrato. Podían haber esperado solo un año para quedar como demócratas respetuosos con la libertad de expresión.

Debo decir que apenas conozco personalmente a Lucas. Le he visto en un par de encuentros multitudinarios. Pero he seguido con atención e interés personal y profesional el fruto de sus obras. Al poco tiempo de ser contratado por RNE para presentar el programa de la mañana, y privado ya de Iñaki Gabilondo en la mañana de la SER (cada día más sesgada), me pasé de vez en cuando a RNE. El programa de Juan Ramón Lucas nos cautivó a todos en casa y quedamos enganchados a RNE hasta hoy. Tal como estábamos ya enganchados los fines de semana  a «No es un día cualquiera» como fieles escuchantes de Pepa Fernández. Espero que el golpe antiprofesional contra Lucas sirva, al menos, de vacuna o cortafuegos para que no se carguen también a Pepa Fernández.

¿Qué prisa tenía o qué tipo de presiones fratricidas recibía este tal González-Echenique, nueve jefe de la RTVE del PP, para aplicar la guillotina laboral contra Lucas?

Por más que busco por los rincones más recónditos del razonamiento, no encuentro razones que justifiquen el cese de Lucas. Estas reacciones del PP de siempre solo puedo entenderlas desde el análisis frío de sus vísceras, de su ADN, de los más bajos instintos de personas miserables que deberían estar inhabilitadas para la política democrática.

Los Fabra del PP de Castellón. Cacique e hija

Ese es el caso, por ejemplo, de la todavía diputada del PP, Andrea Fabra, fiel sucesora de su padre, el cacique de Castellón. Su grito de guerra parlamentaria («¡Que se jodan!») contra los parados en el momento en que Rajoy les aplicaba el hacha de los recortes es una prueba inequívoca de la inmundicia moral de extrema derecha (del viejo parque jurásico) que aún subsiste en el seno del Partido Popular. La hija del cacique dice ahora que aquel «¡Que se jodan!» (que fue gritado por ella al anunciar Rajoy el recorte a los parados) no iba dirigido a los parados sino a los diputados socialistas que estaban sentados en la bancada de enfrente. No sé que es peor. La mierda, cuanto mas remueve, más huele.

¿Habrá asesorado esta desvergonzada Andrea Fabra (o alguien de su cuadra) a González-Echenique para que echara a Juan Ramón Lucas de su programa al grito de «¡Que se joda!»?

Lo malo es que no solo joden a Lucas sino que nos joden a 1,4 millones de oyentes que celebrábamos cada mañana su islote de libertad, gracia y ecuanimidad profesional.

¿Era ese, quizás, el objetivo final? Pues lo han conseguido con RNE. Y lo van consiguiendo también con los restos de la maltrecha economía española heredada de Aznar y Zapatero. Estoy enfadado con los desmanes del hacha del PP, pero estoy más enfadado aún con la política nefasta del PSOE de Zapatero (a quien voté) que hizo posible el regreso al poder absoluto de un PP que aún alimenta en su interior huestes antidemocráticas pendientes de civilizar.

Que yo critique hoy el cese de un colega periodista (habiendo sido yo mismo despedido ilegalmente por la TVE de Aznar tras la entrevista que le hice como candidato presidencial en 1996) puede dar la impresión, y quizas con razón, de que aún tengo un hacha por afilar. No es así. Como dice un tiento: «El tiemo lo cura to». Además, las penas con pan son menos. La indemnización por despido improcedente que fijó el juez (mis hijos la llamaron «la beca Aznar«) me permitió volver a la Universidad y fundar Multiprensa y Mas S.L, editoria del diario 20 minutos y de 20minutos.es.

No obstante, alguien dirá que, como reza el título del blog, «se nos ve el plumero». Por eso, y porque en la derecha española hay gente con dos dedos de luces, quiero copiar y pegar aquí un artículo de Luis María Anson (nada sospechoso de izquierdista), que acabo de leer en la pagina 2 de El Mundo, con el que estoy de acuerdo y cuya lectura recomiendo.

Primer error de González-Echenique, de Luis María Anson en El Mundo

OPINIÓN: CANELA FINA

Luis María Ansón contra el cese de Luan Ramón Lucas

Hace pocos días, una ministra del Gobierno me hacía elogios bien fundamentados sobre la capacidad de Leopoldo González-Echenique. No se trata de un caso aislado. Son muchos los testimonios positivos que he escuchado en las últimas semanas sobre la inteligencia y la seriedad del nuevo presidente de Radio Televisión Española.

Como sería altamente calumnioso afirmar que González Echenique es un experto en radio televisión, pues la primera en la frente. La destitución, si se confirma, de Juan Ramón Lucas es un grave error. Pocos profesionales del periodismo tienen una idea tan clara de servir, desde la independencia, el derecho a la información de los ciudadanos. Escucho de forma habitual su espacio En días como hoy y, en mi opinión profesional, creo muy difícil hacer periodismo de forma más objetiva. Sin genuflexiones ni agresividades, el programa informativo de Juan Ramón Lucas ha consolidado el prestigio de Radio Nacional de España, gracias a la sagacidad periodística de su director, a su instinto para la actualidad, a su sentido del humor y a su capacidad para buscar y encontrar temas de alcance humano. Seguramente tendrá defectos el conductor de En días como hoy pero esos se quedan para que los subrayen los políticos mediocres o los periodistas cicateros.

Juan Ramón Lucas además ha sabido armonizar un excepcional equipo, demostrando su capacidad para la dirección. No se puede mantener a diario la alta calidad de En días como hoy sin la colaboración de una redacción a la que hay que saber alentar y coordinar. Lucas, por otra parte, cree sinceramente en la radio pública. Desembarazado de cualquier presión política, lleva largos años impartiendo una lección diaria de periodismo independiente. Borrar de un plumazo la fecunda comunicación con millones de oyentes es, para muchos, un grave error que ha producido general rechazo en medios profesionales.

Ah, apenas conozco a Juan Ramón Lucas. Lo he visto alguna vez en actos periodísticos multitudinarios y no tengo con él la menor relación ni personal ni profesional. Hace años me hizo una entrevista en la radio con motivo de una cuestión relacionada con la lengua. Y eso es todo. Escribo estas líneas, como he hecho tantas veces con otros compañeros, por razones de justicia y como homenaje particular a uno de los mejores profesionales que enaltecen el periodismo español.

A ciertos dirigentes del PP les chiflan los periódicos alfombra; a otros, los periódicos momia. Y además les encanta entonar la predicción de Ortega y Gasset: «Ya no hay protagonistas; solo hay coro». Pero eso en periodismo es arar en el agua. Juan Ramón Lucas lo sabe muy bien. En el PP hay políticos y periodistas que harían un tambor con la piel de su propia madre para redoblar sobre ella las alabanzas a Rajoy y a Soraya. Hace unos días me decía en la Academia un prestigiado intelectual que el instrumento que toca Rajoy es un stradivarius; el de Zapatero, una zambomba. La comparación no me parece disparatada. Lo alarmante es que algunos pretenden transformar ahora, ya en el poder, el violín exigente en atolondrada zambomba.

Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.

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Gracias, Luis María. Este artículo te honra como defensor de la libertad de expresión.

No es la primera vez que el conservador Luis María Anson sale en defensa de periodistas agredidos por el Poder y en defensa de la libertad de expresión, un derecho de los ciudadanos y no sólo de los periodistas.

Tengo dos recuerdos personales. Cuando era director del semanario Doblón, fui secuestrado, torturado y sometido a una ejecución simulada en las postrimerías de la dictadura franquista. Luis María Ansón publicó un comentario editorial en Gaceta Ilustrada (revista que él dirigía entonces) condenando tales hechos. También publicó un artículo semejante el semanario Triunfo, creo recordar que salido de la pluma de mi querido y recordado Eduardo Haro Tecglen.  Al cabo de unos meses, y casi recuperado de las heridas y quemaduras, envié ambos artículos (uno de un medio de derechas y otro de izquierdas) a la Universidad de Harvard junto con mi candidatura a la Nieman Foundation for Journalism. Estoy seguro de que ambos artículos (que algún día encontraré en mi sótano) contribuyeron a que me concedieran el honor de ser el primer hispanohablante galardonado con la Nieman Fellowship de Harvard.

Cuando era corresponsal de Televisión Española en Nueva York y fui despedido (cuando aún me quedaban dos años pendientes en mi contrato laboral), tras la entrevista preelectoral que hice a José María Aznar como candidato presidencial en 1996 y su victoria, Luis María Ansón publicó otro comentario editorial, esta vez en el diario ABC (que él dirigía) contra tal despido y en defensa de la libertad de expresión. Se titulaba «Pluralismo y Democracia».

Marichal: Homenaje de la Institución Libre de Enseñanza

Me ha dado un ataque de nostalgia. El libro-homenaje no salda la deuda que tenemos con Juan Marichal pero algo es algo.

Portada del libro-homenaje del BILE a Juan Marichal

Acabo de recibir el número especial del BILE (Boletín de la Institución Libre de Enseñanza) dedicado al profesor de Harvard y me ha llenado de emoción.

Antes que los ensayos de los intelectuales, he leído las crónicas afectuosas de dos colegas: Miguel Angel Aguilar y Juan Cruz. Luego, las cartas inéditas del maestro, hilvanadas por su hijo Carlos Marchal Salinas, y ahora he concluido un artículo magistral de su discípulo y amigo Christopher Maurer de la Universidad de Harvard.

Estoy feliz por haber tenido la oportunidad de participar (entre gente tan principal) en este homenaje a un hombre tan sabio, tan querido y a quien tanto debo.

Para mis hijos, amigos y discípulos de Juan Marichal (para mi archivo, ¡cómo no!), con la venia del director del BILE, y con la del director de www.20minutos.es, copio y pego, a continuación, mi contribución a este homenaje (que, además, es la única que tengo escrita en mi ordenador).

Es un artículo-crónica largísimo. El que avisa no es traidor. Pero es lo que me pidieron los amigos del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, a cuyo Consejo de Redacción pertenezco, desde hace años, por encargo de Marichal. Y, aunque es largo, por el afecto y la deuda personal que tengo con el profesor Marichal, creo que me he quedado corto con este obituario incompleto.  Los restos de Marichal reposan en el cementerio de Cuernavaca (México) junto a los de su esposa Solita Salinas, la hija del poeta Pedro Salinas.

Ahí va:

(3.400 palabras para el BILE dedicado a Juan Marichal)

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Marichal saca petróleo de Góngora

Los alumnos de “Humanities 55” le aplaudían siempre al término de sus clases; caso único en la historia de la Universidad de Harvard.

José A. Martínez Soler

(Periodista, profesor titular de Economía Aplicada y, sobre todo, alumno de don Juan en Humanities 55, Universidad de Harvard)

¿Galdós, el garbancero? ¿Machado, el comunista? Asignaturas manipuladas, bibliotecas amputadas, tertulias con las ventanas cerradas, miedo al conocimiento, librerías clandestinas, maestros represaliados… ¡Válgame dios!

Tuve que ir a Estados Unidos en 1976 –huyendo de las torturas, de mi secuestro por paramilitares franquistas y de amenazas de muerte- para que un profesor republicano exiliado, con España a cuestas, me descubriera quién soy y de donde vengo. Y, lo que es mejor, para reconciliarme pacífica y orgullosamente con mis raíces históricas, literarias, culturales y sociales.  Una asignatura prodigiosa, de apariencia inofensiva, me cambió la vida. Y no soy el único que lo dice. Muchos otros alumnos de Juan Marichal (durante los casi 30 años de Humanities 55) comparten mi opinión.

¿Cómo consigue el profesor Marichal ese milagro de transformar el repudio en amor, la vergüenza en orgullo, el pasado triste y oscuro en futuro luminoso? Trataré de explicarme mediante la crónica de los hechos tal como aún los recuerdo.

Don Juan Marichal, boina, bufanda, gabardina larga, antigua, y cartera de cuero con brillo de décadas, camina cabizbajo y a paso lento desde su casa de Cambridge hasta el Harvard Yard, el centro del campus. “¡Ahí viene!”, avisan desde la puerta del Hall. Más de doscientos alumnos (entre oficiales y oyentes) de toda escuela, raza y condición nos acomodamos en una enorme aula que se abre desde el estrado y asciende como anfiteatro en forma de medio cono invertido.

Allí nos enseña don Juan la asignatura más famosa y aplaudida entre los hispanos e hispanófilos de la Universidad de Harvard: “Humanities 55. La literatura de los pueblos de habla española”. Y allí acudimos, dos veces por semana, los enamorados de la literatura, de la historia y de la vida española, tal como nos la enseña y contagia el profesor Marichal.  Procedemos del Harvard College, de la Kennedy School of Government, de la Law School, de Ingeniería, de Ciencias y hasta –¡quién lo diría!- de la mismísima Harvard Business School quienes se redimen cruzando el Río Charles para oír al maestro con fruición y recogimiento.

Al entrar en el aula, don Juan nos saluda en voz muy baja y sonríe con timidez. Para repartir, deja en la primera fila un montón de fotocopias con el texto del día, ya sea “Aldebarán”, “Escrito está en mi alma vuestro gesto”, “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones…”, en inglés y en español.

Sube torpemente al estrado y, ya sin gabardina ni boina, comienza su clase magistral, su transformación. Con tiza, garabatea en la pizarra unas palabras sueltas y desordenadas, para subrayar el tema del día: “noche oscura”, “Juan de la Cruz”, “Orlando furioso”, “sentimiento trágico de la vida”, “sor Juana Inés”, “soledades”, “vasallo”, “Inquisición”, “Machado”, “Borges”, “destierro”, “liberal”…

Se hace el silencio y es otro hombre el que toma la palabra.

Contraportada del BILE

Don Juan pasea por el estrado. Habla despacio, voz alta y grave, pronunciación impecable.  Sus silencios son largos, premeditados, sonoros.  Sus clases son aparentemente sencillas y de comprensión fácil para los estudiantes del Harvard College y doctorandos con nivel de español avanzado. Solo en la forma.

En el fondo, bajo esa suave apariencia formal, el profesor Marichal ataca a la línea de flotación de los alumnos y nos cautiva con un contenido profundo y turbador, bellísimo y tremendamente original.

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Juan Marichal tiene, no cabe duda, el don de enseñar y encarna a las mil maravillas el papel de profesor de Harvard, director del Departamento de Literatura Española. Luce el vestuario de rigor para la ocasión: chaqueta de lana a cuadros con coderas gastadas de cuero y corbata aburrida, prudente. Ordena sus tarjetas de apuntes, pasea por el estrado, escudriña al público y saca esa voz potente, grave y profunda, desconocida fuera del aula.

Abrimos los ojos y nos convertimos, de pronto, en discípulos entregados. El profesor, en provocador, en perturbador de aquellos alumnos a quienes mantiene en vilo.  No me extraña que sus clases superen con mucho a sus libros, por excelentes que estos sean. Maestro de la oratoria y de la retórica, don Juan administra sus silencios a la perfección.

La tensión y la atención obedecen al sube y baja de una sonora montaña rusa porque su discurso, con premeditada improvisación, está construido en dientes de sierra, como el minutado de un telediario. Su entonación es un recurso pedagógico muy bien aprovechado. Como también, la pronunciación de las palabras clave, que silabea con parsimonia y traduce cortésmente al inglés.

He dicho que aplaudimos todas las lecciones que daba de esta asignatura (caso único en Harvard). No exagero nada. Un día llegamos a aplaudir –lo nunca visto- a un magnetofón. Les cuento como fue. A las 12:00 en punto aparece en el estrado un ayudante de don Juan llevando un enorme magnetofón y una cinta de un palmo de diámetro. “El profesor Marichal está de viaje y no podrá dar personalmente la clase de hoy. Por eso, les pide disculpas y les deja esta grabación para que nadie se pierda la lección”. Acto seguido pone en marcha el aparato y, en el silencio habitual del aula, resuena la voz de maestro… Al cabo de 50 minutos, oímos su tradicional “muchas gracias” y el clic final de aquella tremenda caja sonora.  Tras unos segundos de desconcierto, comienzan nuestros aplausos de rigor, más fuertes y largos, si cabe, que cuando don Juan está presente.

Texto de Garcilaso repartido a los alumnos de "Humanities 55" en 1976.

Lo que más nos sorprende es la vigencia, la rabiosa actualidad, de lo que nos cuenta. Desde el Mío Cid hasta los poetas de la generación del 27 y el despertar latinoamericano, pasando por el Siglo de Oro, el maestro desgrana la vida y la obra de cada autor en su contexto histórico, filosófico, íntimo, vital.

Con finísima habilidad y sensibilidad, entronca el pasado con el presente y, burla burlando, lo proyecta al futuro.  Cada autor aparece inmerso en su época y nosotros entramos en ella con él. El análisis es, naturalmente, comparativo con todo lo que se cuece, a la vez, en otros países y por otros autores coetáneos de distintas lenguas.

Cada día nos cuenta, nos recrea, una historia. Y convierte en descomunal algún detalle que, hasta ese momento, nos pareció irrelevante. “¡Hay que ver! ¿será posible?”, es nuestra reacción silenciosa. Y nos cruzamos miradas cómplices llenas de sorpresa, de admiración.   Y así va formando una legión de hispanófilos norteamericanos que completan su formación científica o técnica con la fascinación por España y América Latina.  Al cabo de los años, he sabido que miembros destacados de las actuales élites culturales, sociales y políticas latinoamericanas descubrieron sus orígenes y se reconciliaran con su historia gracias a Humanities 55.

Estas clases, preparadas para el gran público universitario, no para especialistas, son una obra de arte escénico, de orfebrería literaria, con una técnica oratoria capaz de hacer soñar, incluso, a un alumno de la Harvard Business School. Si no habláramos de España y de América Latina, cada lección podría muy bien comenzar con el consabido “Érase una vez…”  y concluir con “…y comieron perdices”.  Pero, ¡ay!, en la literatura, en la historia y en la cultura de los pueblos de habla castellana no siempre acaban los autores ni los personajes “felices y comiendo perdices”. 

Él se preguntaba si no tendríamos los españoles, a lo  largo de los siglos, un regusto por hurgar en nuestras heridas históricas, por alimentar el unamuniano sentimiento trágico de la vida, por tropezar a menudo en la misma piedra del pesimismo o del fatalismo -¿victoria, acaso, del sino sobre el libre albedrío?- y por lapidar, con frivolidad inmisericorde, a los mejores profetas de nuestra tierra.

Y te hace pensar: ¿Acaso nos viene el despilfarro y liberalidad de los hidalgos arruinados de la influencia de la Inquisición que sospechaba como judaizante toda inclinación al ahorro? ¿Es nuestra envidia una herencia de Al Andalus? ¿Tiene algo que ver el exceso de deuda nacional y nuestra secular incapacidad para el ahorro con la persecución y expulsión de los judíos?

Y así, verso a verso, prosa a prosa, caminando de un lado a otro de la tarima, don Juan nos cuela reflexiones sorprendentes por su originalidad y verosimilitud. De pronto, se para en seco, se regodea en el silencio, recorre el anfiteatro con su mirada y nos suelta una frase corta y explosiva de Cervantes, de San Juan de la Cruz o de Miguel Hernández que nos deja de una pieza.

“La física y las matemáticas son extranjeras en España”, nos dice que escribió el padre Feijóo, un reformador del XVIII –al que dedicó su tesis doctoral, bajo la dirección de don Américo Castro- que atribuía el declive nacional a que “los españoles no han estudiado ciencias experimentales”. A menudo, sus citas, admiraciones e interjecciones son como el rayo, como el relámpago inesperado, que te estremece y te ilumina a la vez.

Con Juan Marichal en casa de su hijo Carlos Marichal Salinas en Cuernavaca, Mexico.

Su discurso penetra dulcemente, sin apenas resistencia. Sin embargo, al cabo de un tiempo, fuera del aula, estalla, a partes iguales, en el corazón y en el cerebro de sus discípulos. Se diría que es capaz de subyugar e iluminar al alumnado diseccionando, desmenuzando, el texto más complejo, oscuro y aburrido de cualquier clásico de la lengua castellana. Así lo resume un alumno venezolano procedente de Geología: “Marichal saca petróleo de las piedras más duras de Góngora”.  Y no le falta razón.

Además, al término de cada una de sus clases, tengo la sensación inquietante de que, bajo la ominosa dictadura de Franco, he vivido casi treinta años engañado acerca de lo que es España y de lo que somos los españoles, de lo que es América Latina y de los que son los latinoamericanos.

Hasta entonces (estudiante de Ciencias), yo no supe que mi lengua madre era tan rica, tan bonita, y que podía expresar sentimientos tan bellos y pensamientos tan profundos. Recuerdo, eso sí, que los maestros perdieron la guerra civil, fueron represaliados, y que los frailes del nacional catolicismo nos enseñaron otra Literatura y otra Historia.  Siento que la lengua, la literatura, la historia de España y mis propias raíces me han sido escamoteadas por falta de maestros auténticos, de referentes intelectuales y morales, como éste que tengo delante de mi en un aula extranjera.

Y me pregunto por qué sus palabras tienen, en la mayoría de los casos, un milagroso efecto balsámico, pacificador, sobre nuestras heridas históricas, sobre “los males de la patria” de Lucas Mallada. Apenas tengo respuesta. Quizá el enigma de Marichal reside en que su investigación histórica, su voluntad didáctica, su habilidad pedagógica y su propia crítica literaria,  en la práctica docente, están llenas de amor; amor al ser humano, en general, y al que se expresa en castellano, en particular.

Su discurso va enriquecido por una pertinaz introspección en la vida y en el alma de los pueblos, en su “intrahistoria”. Siempre que puede, cita de rondón, a don Miguel de Unamuno. Lo cita, si cabe, más que a Ortega o a Giner de los Ríos. Por eso, decimos que don Juan Marichal es nuestro Unamuno particular. Con su doble tragedia personal a cuestas (el largo exilio y la muerte prematura de su hijo Miguel), don Juan “unamuniza” y engrandece todo lo que toca.

En la prodigiosa asignatura Humanties 55 hay una línea argumental finísima, casi imperceptible en el día a día, que deja un poso potente al final del curso. Las lecciones rezuman erasmismo, disidencia, compasión, heterodoxia, amor a la creación, a la imaginación y, por encima de todo, a la libertad. Presenta a los autores casi en parejas antagónicas o complementarias: San Juan de la Cruz y Santa Teresa, Quevedo y Góngora, Lope de Vega y Calderón, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, Machado y García Lorca, Borges y García Márquez…

Sólo Cervantes y Unamuno –y no por llamarse ambos don Miguel- le merecen clases únicas, exclusivas. Los apuntes ya amarillentos de esos días me ponen aún la carne de gallina. Don Juan –un día cervantino y otro unamuniano- se debate entre ambos, los vive, los pregona, los goza y los sufre compasiva y agónicamente. Y en ambos ve el dolor y el clamor de las dos Españas: la que vence y la que convence , parafraseando a Unamuno.

Vemos la tensión y el miedo que produce esa dualidad desde el Mío Cid (frontera móvil, exterior) hasta nuestros días (frontera fija, interior):  cristianos y musulmanes, cristianos viejos y cristianos nuevos, eclesiásticos bélicos (inquisidores, en latín) y evangélicos (erasmistas, en castellano), ortodoxos y disidentes, conquistadores y conquistados, católicos y protestantes, dominicos (aristotélicos)  y agustinos (platónicos), conservadores y liberales, nacionales y republicanos …

Y nos pone mil ejemplos. Fray Luis de León (nieto de conversos perseguidos en Belmonte) ganó su cátedra a un dominico (próximo a la Inquisición) que le denunció por ser un profesor “afecto a novedades”.  ¡Qué denuncia tan tristemente española!

Nos desmenuza la lengua y nos sorprende con las influencias de la frontera móvil Norte-Sur, desde Asturias a Granada.  (¿Acaso hay algo más español que el “olé” de las tardes de toros? Pues viene de “Alá”).  Indirectamente, hace guiños a los “WASP (blancos, anglosajones y protestantes, que son mayoría entre los alumnos) con la mezcla de inmigrantes en EE.UU. y su frontera móvil Este-Oeste (“go west!”).  Y también se gana a los judíos y musulmanes norteamericanos con la rica acumulación cultural del “melting pot” de España, Sefarad y Al Ándalus.

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Como buen sabio y erudito de mil disciplinas, don Juan es modesto, muy trabajador y extremadamente austero. Los piropos le turban. Si viviera y leyera esto que escribo hoy, con tanto cariño y nostalgia y a modo de obituario incompleto, me impediría publicarlo y me llamaría “aleluyero” o, peor aún, “¡periodista!” por exagerado. Pero, en lo que a su sabiduría, pedagogía, humildad y timidez se refiere, me quedo corto.

Don Juan tiene arranques de ira, eso sí, pero en defensa de valores –hoy casi desvanecidos- como la integridad, el rigor intelectual, la investigación seria, no sesgada, la exigencia de calidad, el desprecio por la riqueza material, el trabajo duro, sin descanso, o la búsqueda de la excelencia.

Un día, comparando la literatura de Miguel de Cervantes, de Benito Pérez Galdós y de Gabriel García Márquez, exclamó: “Siento una enorme vergüenza al decirles que a García Márquez nunca le permitieron la entrada en los Estados Unidos”. El agradecimiento a su tierra de acogida (tenía pasaporte estadounidense) no le impide criticar con firmeza la política de Washington contra uno de los mayores escritores vivos en lengua castellana.

Claro que don Juan no es perfecto. Es un ser humano excepcional, muy especial, también en el sentido de raro, y, quizás, excesivamente estricto. Marcado por el exilio, “transterrado” lejos de su añorada España, que idealiza sin remedio desde la lejanía, el maestro tiene un perfil algo triste y, a veces, doliente, casi agónico. Le gusta reír, pero es tacaño con la risa. Todo lo contario que su esposa Solita Salinas, una sonrisa viviente.

Don Juan es delgado, enjuto y tiene bastante nervio pero parece físicamente frágil y se mueve con esa torpeza que solemos atribuir a los sabios despistados. Y como catedrático durante más de treinta años, y gran académico, no se priva, desde luego, de sentir los celos típicos de una profesión de envidiosos. Ataca a algunos de sus competidores con ironía compasiva (“cervantina”), no exenta de cierta soberbia intelectual, pese a su modestia aparente. Insobornable y cabal, critica duramente a los intelectuales que cree que se han vendido al poder o a intereses económicos. Tampoco se priva de lanzar contra ciertos colegas anécdotas humorísticas de pellizco de monja, dignas del peor Quevedo, que prometo no contar.

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Juan Marichal y JAMS en Cuernavaca, Mexico.

Por sus enseñanzas compruebo que la guerra “incivil” española nos cortó de raíz los grandes troncos de nuestra cultura: los maestros y líderes intelectuales y morales de referencia. Gruesos olivos poéticos, que acumulaban y trasmitían cultura milenaria, como Antonio Machado, Federico García Lorca o Miguel Hernández, fueron segados de golpe. Otros tuvieron que huir o fueron represaliados.  Perdimos la crema de España. Y volvió, otra vez, la secular tensión interior que Marichal llama “la frontera interior”. ¿Frontera imprecisa entre las dos Españas de siempre? ¿Acaso no sufrieron persecución, destierro o cárcel San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Quevedo, Jovellanos, Goya o Blanco White?

Durante la Dictadura, huérfanos de maestros en aquel prolongado y negro paréntesis de “frontera interior”, vimos, a escondidas, algunos brotes meritorios de aquellos troncos.  Pero en España no pudimos oír, ver ni leer a los exiliados como Pedro Salinas (padre de Solita, esposa y auténtico motor de Marichal), a Américo Castro (maestro de Marichal), a Vicente Llorens, a los tres grandiosos Pablos (Casals, Neruda y Picasso) y a tantos otros grandes.

La Universidad de Harvard cuenta entre sus glorias con el profesor Marichal. Y Marichal, durante décadas, acoge y mima a todos los españoles e hispanoamericanos que acudimos a él. Sus aulas, la Kirkland House (a la que ambos estamos afiliados) y su casa (con bandera republicana, naturalmente, y motivos canarios) son lugar de peregrinación, casi de culto, para quienes buscamos raíces literarias, históricas, políticas, vitales y –como no- el entronque con un pasado más libre, creativo y digno, alejado de la vergüenza, la humillación y la miseria de la Dictadura de Franco o de las dictaduras latinoamericanas.

En privado, don Juan habla poco y pregunta y escucha mucho. Le complace compartir lo que Giner de los Ríos llamó “el santo sacramento de la conversación”. Qué buenas tertulias montan Juan y Solita con invitados de categoría (Octavio Paz, José Ferrater Mora, Raimundo Lida, Josep Lluis Sert o Vicente Llorens) mezclados con jóvenes estudiantes, como yo mismo, o el matrimonio Francisco Ros (más tarde secretario de Estado de Telecomunicaciones) y Clemen Millán (luego profesora titular de Literatura de la UNED).

Por eso decimos que de las manos de Juan Marichal y de Solita Salinas sale otra España y otra Latinoamérica de las que podemos presumir y no sin razón.  Los Marichal-Salinas nos tienen en acogida generosa y cálida, en su particular isla hispana anclada en Cambridge, un refugio para estudiantes en el corazón universitario del imperio norteamericano.

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Después de escucharle, se nos hace muy difícil volver, sin más, a nuestra Facultad. Sus clases nos empujan a hacer novillos en nuestra especialidad.  ¡Qué le voy a hacer! Cuando salgo del aula de Marichal, contagiado por su pasión por los grandes escritores en lengua castellana, cruzo el Harvard Yard, camino de las clases de Federalismo Fiscal, con mi tutor Samuel Beer, y me paro en seco al pie de la escalinata de la descomunal Widener Library. (“Ahí están todas las traducciones del Quijote”, nos ha dicho don Juan, “y hasta el manuscrito de Fortunata y Jacinta”).

Mi duda es razonable: hacer novillos, entrar en la biblioteca y leer al autor del día, elegido por Marichal, o seguir mi camino hacia el despacho del simpático profesor Beer (ex ayudante de Rossevelt, lleno de ricas anécdotas) y mejorar mi tesina de Nieman Fellow.  Más de un día, -lo reconozco- el placer superó al deber y me encerré en aquella inmensa biblioteca, la catedral de los libros, en el área de lengua española. Me di a la lectura. Y a esas lecturas, gracias a la guía del maestro, debo mucho de lo que soy y de lo que pienso.

En la primavera de 2007, tres años antes de su muerte, visité a don Juan en su casa de Cuernavaca, México, con su hijo Carlos. Le encontré, con 85 años, muy delicado de salud. Ambos sabíamos que ese podría ser –como fue- nuestro último encuentro. Al despedirme, le abracé emocionado y le ayudé a sentarse en su sillón. Cuando yo estaba a punto de salir, ya en la puerta de su sala de estar, el profesor Marichal, con la mirada algo perdida en sus estanterías de libros, pronunció con su antigua voz, fuerte y grave -la misma voz, reconocí, que utilizaba 30 años atrás en sus clases de Humanities 55-, las célebres palabras de don Manuel Azaña:

“Paz, piedad, perdón”.  

Nunca sabré a qué se refería, por qué me lo dijo ni en qué pensaba, con esa mirada perdida en los libros y su salud tan frágil.  Pero, como en el curso 1976-77, el profesor Marichal consiguió, una vez más, lo que solía lograr con sus clases. Lo consiguió, sí: me dejó descolocado, perturbado, y, como siempre, … me obligó a pensar.

¡Maestro!

FIN