La estirpe de los cavadores, un modesto libro de autoayuda muy nueva era, ocupó hace unos años los primeros puestos en las listas de los más vendidos en No Ficción y se convirtió en una obra de referencia en las Escuelas de Economía de varios países.
La estirpe de los cavadores narraba a modo de crónica antropológica el descubrimiento de una tribu cuyos miembros, al llegar a la edad adulta, se apoderaban de una pequeña porción de terreno y excavaban en él un hoyo durante meses, incluso años. Un profundísimo agujero desde el fondo del cual esperaban encontrar el “hálito del vuelo”; una poderosísima fuerza de viento mágico que los haría elevarse y otorgaría al afortunado cavador el don del vuelo eterno.
Esa fantasía, bastante pueril y endeble, dio pie a numerosas tesis mediáticas y académicas que, en su mayoría, coincidían en afirmar que “La estirpe…” no era sino una metáfora natural de la búsqueda contemporánea del éxito a cualquier precio, representada por un agujero unipersonal cada vez más profundo, una existencia cada vez más fría y aislada y la posibilidad de perecer en el intento al fondo de la tierra, sin ninguna posibilidad de encaramarse de nuevo a la superficie de no ser gracias a la aparición del “hálito del vuelo”.
Hay en el citado librito referencias a esta situación, al descubrimiento por parte de alguno de los hombres o mujeres cavadores de haber errado en la elección de su pedazo de tierra y su asunción del fracaso.
Narra Mateo Parra – así se llama su autor – que en ese momento se le permitiría al “hundido” elegir entre dos posibilidades: ser cubierto por la tierra que él mismo había extraído, es decir, enterrado vivo, o permanecer en el fondo hasta que el hambre o el frío acabara con su vida. De ambas, la primera opción era la más rápida y honrosa, digna de miembros nobles. La segunda, una lenta manera de perder la vida a fuerza de mantener una mínima esperanza.
Escribe Parra que en caso de indecisión del hundido, la propia tribu decidía en su nombre, siempre de acuerdo a la trayectoria más o menos noble de su vida. Lo terrible era que, en el caso de que la muerte fuera por enterramiento, eran los jóvenes de la tribu, aquellos que aún no tenían edad para cavar, los encargados de cubrir de tierra el agujero y asfixiar al “hundido”.
No eran esas las únicas maneras de morir: también se producían accidentes a causa de desprendimientos de tierra, ahogamientos por culpa de la lluvia o ataques de animales salvajes. Sin embargo, la promesa del vuelo era más fuerte que cualquier amenaza o riesgo de fracaso final.
En uno de los capítulos finales de “La estirpe…” su autor cuenta que existía también la figura de los “andadores”: aquellos que, al alcanzar la edad adulta, decidían no arriesgarse, no levantar el vuelo y se abstenían de cavar. Desgraciadamente, fueron desapareciendo progresivamente, la mayoría de ellos capturados por “voladores” y despeñados montaña abajo en una especie de rito de que la comunidad dio en llamar “el vuelo invertido”, o “el viaje de los cobardes”.
Mateo Parra termina su obra con un epílogo moral donde sentencia:
Tras varios años de convivencia con la estirpe de los cavadores, después de contemplar de cerca el milagro del vuelo humano, me pregunto si tanto tiempo de oscuridad subterránea se compensa por la oportunidad de observar el mundo desde las alturas. Y no hallo la respuesta en mí. Ni siquiera sé si me gustaría volar. Ni siquiera lo sé.
Curiosamente, tras menos de diez años de la publicación de su exitoso ensayo, Mateo Parra no ha vuelto a publicar, ni aparece como referencia en ningún lugar. Ha desaparecido. No existe.