Hay un momento en la última y hermosa novela de Paul Auster (The Brooklyn Follies) – nótese que he dicho hermosa, no buena, y que si hay algún lugar donde jamás deben confundirse belleza con bondad, ése es la literatura – en que Tom le dice a Harry:
¿Cuál es mi Hotel Existencia? No lo sé, pero quizás tiene algo que ver con vivir con otros, con salir de esta ratonera de ciudad y compartir una vida con gente a quien amo y respeto.
Hubo un momento en mi vida, hace ya más de 15 años (como de tantas otras cosas importantes), en que yo me alojé durante largas temporadas en ese hotel, que tenía entonces un nombre diferente; La Fragua, se llamaba. Un lugar donde viví con otros, lejos de la ciudad, con gente a quien amaba y respetaba.
La primera vez que llegué a La Fragua acababa de cumplir 19 años, y fui porque me había enamorado. De Paco, uno de los actores de la compañía teatral para la que entonces trabajaba como asesor literario. La Fragua era su casa, pero era también la de su amiga y socia, Luzdivina – que no me quiso nada al verme aparecer por ahí, porque ella sabía que yo era el mismo que escribía las voluminosas cartas que llegaban allí una vez por semana y que su socio/mi amor, Paco, abría con avidez y se retiraba a leer a solas. Cuando conocí a Luzdivina, ella tampoco me gustó nada a mí; porque ella vivía con Paco, y yo no.
Luzdivina estaba enamorada de Paco, yo estaba enamorado de Paco, pero Paco no estaba enamorado de ninguno de los dos. De eso nos enteramos meses más tarde, juntos en la cocina, fregando los platos de un almuerzo de treinta personas que acabábamos de dar, entre abrazos de llanto y abrazos de risa, y abrazos de llanto, porque ya daba igual a quien amase Paco, porque Paco se nos iba a morir a los dos…
¿Qué era La Fragua? La Fragua era un alojamiento de turismo rural que nació antes de que se pusiera de moda el turismo rural.
La Fragua era un refugio y un espacio terapeútico, por el que, durante un verano, llegamos a desfilar:
– un grupo de muchachos con síndrome de down, que fueron allí con sus monitores a pasar sus vacaciones (y a flipar entre gritos y sobresaltos ante los caballos y las vacas que pasaban frente a nuestro jardín, cada atardecer, de vuelta a su granja),
– un grupo de presos en tercer grado de la cárcel de Segovia, también de vacaciones – mezcladas con rehabilitación de sus politoxicomanías -,
– una periodista alcohólica que escribía un libro sobre la historia de los perfumes (con quien tuve el placer y el privilegio de co-escribir el capítulo dedicado al perfume y la literatura),
– un grupo de ancianas norteamericanas millonarias que habían ido a aprender español y a recitar a Lorca de corrido,
– un grupo de autoapoyo budista de seropositivos,
– el alcalde del pueblo (y su armario de dos cuerpos),
– Luzdivina, Paco y yo (que no desfilamos: pasamos allí todo el verano).
Entonces, yo tenía 20 años, y siempre pensé que escribiría una novela de ese verano.
Que relataría la noche en que nos fuimos de verbena a un pueblo de al lado, con los presos y los muchachos con síndrome de down, y bailamos pasodobles en la plaza, abrazados, bajo la asustada mirada de los nativos segovianos, que veían cómo en su propia plaza, los hombres bailaban con hombres, los hombres tatuados bailaban con los hombres con síndrome de down. Las maricas manifiestas (Paco y yo) bailábamos pasodobles con los hombres tatuados y con los hombres con síndrome de down.
Nunca escribí esa novela.
Pasaron algunos años y se puso de moda el turismo rural, tan de moda que las administraciones empezaron a legislar sobre turismo rural, y Paco y Luzdivina descubrieron que tendrían que reconstruir toda La Fragua para que cumpliera con la normativa que entonces comenzaron a exigir; era imposible, el negocio no daba para tanto, y tuvieron que cerrarla. Y se acabó. El Hotel Existencia se cerró.
Diez años después de mi primera visita a La Fragua, Paco murió. De sida. Y Luzdivina y yo nos acordamos de esa tarde en la cocina en que lloramos, nos reímos, lloramos. Unos días después de su entierro, Luzdivina me llamó para preguntarme qué quería que hiciera con todas mis cartas, que Paco guardaba en un cajón. «Quémalas.»
¿Cuál es mi Hotel Existencia? No lo sé, pero quizás tiene algo que ver con vivir con otros, con salir de esta ratonera de ciudad y compartir una vida con gente a quien amo y respeto.
Nunca escribí esa novela, pero la escribió Michael Cunningham, de alguna manera, en A Home at the End of the World. Y Auster ha vuelto a escribirla – de otra – en The Brooklyn Follies.
¿Y yo, qué? Yo no he vuelto a ser un ser humano decente desde que dejé el Hotel Existencia. Ya lo habréis podido leer aquí…