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Las primeras pin-up llegaron de Viena

Esta docena de fotos, todas de mujeres desnudas o semidesnudas, todas tomadas en el vacío artificial de un estudio donde la sensualidad y la fiereza pueden combinarse en privado, son de las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX, acaso el último momento sexy del continente europeo: las conciencias estaban limpias, los millones de cadáveres de la I Guerra Mundial ya habían sido retirados de la vista del público o servían, a unas pocas paladas de tierra de profundidad, de abono para el terreno que sembrarían con un número aún mayor de cadáveres las políticas diabólicas de los fascios alemán, italiano y español. Entre ambas guerras Centroeuropa se tomaba un respiro iluminado con champán y sexo y, si hacía falta mitigar el frenesí, ralentizado con morfina.

Los retratos fueron tomados en Viena, la blanca hasta el melindre capital de Austria. En la ciudad, engalanada de dorada creatividad por el grupo Wiener WerkstätteKlimt, Schiele, Kokoschka y otros futuros reyes del póster en los living de Occidente—, las estrellas se reflejaban en la cúpula de la sede de los estetas del secesionismo, un pabellón que los locales llamaban, sospecho que sin ser del todo conscientes del ridículo y el tufo a sopa de codillo, el Repollo de Oro. En la puerta de entrada, en letras, cómo no, de oro, podía leerse un lema: Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Freiheit (A cada tiempo su arte, y a cada arte su libertad).

La ciudad era una demasía y por el eje Viena-Berlín transitaban las ideas, el arte y el buen vivir. Era posible encontrar a Sigmund Freud y Otto Bauer tomando un café con canela en la Kärntner Straße  y volver a encontrarlos unas horas más tarde bailando en un salón con más brillo que un anuncio de friegasuelos un Wiener Walze, esa forma bastarda de polca que los austriacos han convertido en danza nacional.

El Atelier Manassé, con sede central en Viena y una sucursal en Berlín, fue la cuna de nacimiento de las primeras pin-up, esas muchachas sonrientes y con poca o ninguna ropa cuya invención se atribuyen falsamente los estadounidenses. Desde 1922 a 1938 del estudio fotográfico salieron miles de fotografías de mujeres sonrientes que contribuían al nuevo lenguaje de la época rompiendo tabús y aceptando lo sensual, la sugerencia y el erotismo. Estaban, como dirían en los EE UU dos décadas más tarde, «más buenas que un pastel de queso», pero necesitas permiso de algunas golosinas para que hinques el diente.

El estudio era gestionado por un matrimonio de húngaros establecidos en la rutilante Viena de los años veinte —Olga Solarics (1896-1969) y Adorja’n von Wlassics (1893-1946)—. Quizá les animó a viajar a Austria Dora Kallmus (1881-1963), una de las primeras fotógrafas en un oficio que entonces era de hombres y propietaria, desde 1907, de otro estudio legendario, Madame D’Ora. Si este estaba ligado a la intelectualidad y, como consecuencia, rompía pocas convenciones con retratos glamourosos pero castos de bailarines, actores y artistas, en Manassé querían presentar el desnudo femenino como una reacción contra los postulados de la moralidad.

Olga Wlassics, Viena, 1933. Foto: Anton Josef Trčka

Olga Wlassics, Viena, 1933. Foto: Anton Josef Trčka

La pareja, sobre todo Solarics, una mujer decidida y valiente, se dedicó al retrato con carga erótica para inmortalizar la fluida belleza de la nueva mujer. Las fotos de Manassé muestran a jóvenes confiadas en su sexualidad y apoyan, como prolongación estética, la lucha social de las mujeres por redefinir su posición en el mundo moderno.

Con una producción asombrosa y desentendidos del esnobismo de la fotografía en aquellos tiempos en que sólo los pudientes tenían acceso al equipo y el material, la pareja estaba demasiado ocupada en ganarse la vida —vendían fotos a nacientes revistas ilustradas y a artistas de cine, vodevil o cabaret para anunciar espectáculos— como para detenerse en consideraciones artísticas.

Quizá esa despreocupación relacionada con las circunstancias explique la frescura de la mayoría de las imágenes. El conflicto de conceptos con que podemos analizar hoy las fotos —la ruptura con los roles tradicionales, la ausencia de cinismo, la representación de la mujer como un ser humano con derecho a todas las emociones y en todas sus formas— no preocupaba a Solarics y Von Wlassics.

Una pequeña parte de las fotos del estudio, sin embargo, presenta alegorías y montajes de humor absurdo donde los fotógrafos manipulan la realidad, jugando, sobre todo, con retoques, superposiciones y modificaciones de escalas: una muchacha minúscula encerrada en una jaula es alimentada con un terrón de azúcar por un hombre, otra es atacada por un gigantesco escarabajo, una tercera permanece encerrada en una botella de cristal…

En otro grupo de fotos es posible apreciar que en Manassé estaban al tanto de lo que sucedía en el terreno de las vanguardias: como los surrealistas, emplean máscaras y muñecos, espejos y otro instrumental de buceo en las aguas profundas del inconsciente.

La fotografía pionera y sin compromisos de vasallaje artístico de esta pareja osados —trabajaron para agencias de publicidad, rompiendo la tendencia de que los anuncios fuesen acompañados de ilustraciones dibujadas— no ha recibido el trato que merece. Dado su voraz ritmo de trabajo y el poco cuidado que ponían en el cuidado y clasificación de los negativos o las copias originales únicas —como ya quedó dicho: la fotografía era para ellos subsistencia y no contenía los afanes de permanencia del arte—, no existe un archivo catalogado de la inmensa obra que legaron al mundo.

Quien requiera más detalles sobre el Atelier Manassé debe entregarse a la búsqueda de fotos en Internet —todas están libres de derechos porque ni siquiera en los réditos futuros pensaron los autores— o hacerse con la única monografía en libro sobre la pareja y su trabajo, Divas and Lovers: The Erotic Art of Studio Manasse (Divas y amantes: el arte erótico del Estudio Manassé), de la historiadora Monika Faber.

La colección de asombros que retrataron sin aspavientos ni búsqueda de recompensas postreras Olga Solarics y Adorja’n von Wlassics me recuerda una cita del gran escritor de los locos 20, Francis Scott Fitzgerald, sobre los alegres y finalmente desventurados habitantes de entreguerras: «Una generación nueva, que se dedica más que la última a temer a la pobreza y a adorar el éxito; crece para encontrar muertos a todos los dioses, tiene hechas todas las guerras y debilitadas todas las creencias del hombre».

Ánxel Grove

Editan en español «Mystery Train», una de las grandes ‘biblias’ del rock

"Mistery Train" - Greil Marcus (Editorial Contra)

«Mistery Train» – Greil Marcus (Editorial Contra)

Hace dos años, en una entrada de este blog titulada El mejor crítico de música no existe para las editoriales españolas, califiqué de «vergonzoso para los editores y lastimoso para los lectores» que el escritor Greil Marcus (San Francisco-EE UU, 1945) siga siendo un desconocido lejano o un autor al que debes acudir con conocimientos de inglés.

La situación ha mejorado y me parece de justicia referirme a la reciente traducción al español de dos obras de Marcus. En 2012 apareció Escuchando a The Doors [216 pgs., 19,9€], una obra menor y bastante deslabazada, y ahora sale al mercado uno de los libros clave la crítica musical del siglo XX, Mystery Train. Imágenes de América en la música rock & roll [544 pgs., 22,9 €]. Ambas ediciones están publicadas por Contra, una editorial nueva y valiente, de esas que acostumbran a condenar al sonrojo a las major de la edición y su acomodaticia política de lanzamientos basados en la banalidad superventas.

Greil Marcus (Foto: Jose Ángel González)

Greil Marcus (Foto: Jose Ángel González)

Editado por primera vez en 1975, Mystery Train propuso en su momento una tesis totalmente nueva para intentar explicar el poder del rock and roll. Marcus, en cuyos argumentos pueden encontrarse referencias a Herman Melville, Francis Scott Fitzgerald, las novelas negras de Walter Mosley o la televisión, sostiene que la música popular, al igual que cierto tipo de literatura, responde al «sentimiento de lugar» y a las leyes arcaicas y sagradas de la tierra y la sangre —el odio, el amor, el rencor, la venganza, el engaño, la verdad y la culpa— y que algunos de sus intérpretes son «heraldos» que, en el caso de los EE UU, transportan una idea del «espíritu» original del país, sus «posibilidades, límites, perspectivas y encerronas».

Lo que el lector puede encontrar en el libro no requiere, pues, de un amplio conocimiento del rock o de propensión hacía sus postulados sonoros. Mistery Train no es tanto un ensayo sobre canciones y cantantes como un viaje al territorio cultural y etnográfico estadounidense, un país al que, según Marcus, no se debe aplicar la idea canónica de democracia. «Nuestra democracia», dice el autor, «no es más que una flagrante contradicción: el credo individualista de cada hombre y mujer que conlleva la soledad y la separación, y la aspiración a la armonía y a la comunidad».

Arriba, desde la izquierda: Harmonica Frank, Robert Johnson y The Band. Abajo: Sly Stone, Randy Newman y Elvis Presley

Arriba, desde la izquierda: Harmonica Frank, Robert Johnson y The Band. Abajo: Sly Stone, Randy Newman y Elvis Presley

Para desarrollar la hipótesis de que el rock and roll es una «secreta rebelión» contra los fundadores puritanos del país y «contra la autoridad de sus fantasmas», ejercida mediante la burla de «los límites impuestos por las buenas maneras», Marcus echa mano a media docena de músicos que pueden ser apreciados como arquetipos de otras tantas formas de un país «sin costuras» y que, ensamblados, podrían ser un collage de eso que llamamos la experiencia estadounidense.

Los seis intérpretes modelan seis formas de insurrección que van siempre soldadas a la expresión roquista. El músico ambulante Harmonica Frank, que tocaba la armónica con un extremo de la boca y cantaba con el otro en ferias, calles y garitos, representa la socarronería y la mordacidad. El bluesman Robert Johnson, el misterio y la aceptación del dolor como materia expresiva. El quinteto The Band, la ruptura con el mundo circundante, la independencia y el eterno peregrinaje a las fuentes originales para volver a contaminarlas. Sly Stone, la llama de la rebelión. Randy Newman, la capacidad reflexiva y construcción de un mundo privado. Elvis Presley, la sexualidad y la «figura suprema».

Con el añadido de sustanciosas y detalladas discografías comentadas, no pongo casi ningún pero a la edición española de Mystery Train. Sólo echo en falta una traducción que conserve el ritmo entrecortado de Marcus y me pregunto la razón del empleo del término geográfico «América»  y los gentilicios «americano» y «americana» cuando es evidente que el autor los usa para mencionar a un sólo país, que en español tiene una traducción muy precisa: EE UU.

Pero el ensayo puede con ese pequeño lastre y, leido con un reproductor musical o una adecuada lista de reproducción al lado, se convierte en una necesaria biblia para celebrar el circular y necesario sacramento de rebautizo en la nunca muerta religión del rock and roll.

Les dejo con seis canciones que Marcus considera capitales para la ceremonia.

Ánxel Grove