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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Pérez-Reverte no tiene suerte

Me confieso lector habitual de las novelas de Arturo Pérez-Reverte. Lo digo porque el nombre de este escritor es sinónimo de polémica, que él cultiva con el mismo entusiasmo con que le atacan quienes no le soportan, no sé si tantos como seguidores tiene en Twitter, más de un millón novecientos mil, que no son moco de pavo. Es uno de los autores con mayor éxito de ventas en España y en el extranjero y ése es un buen motivo para concitar tanta atención, que es la manera elegante que se me ocurre para no decir envidias. Además acostumbra a pisar todos los charcos sin miedo a que le partan la cara, dialécticamente, claro. Y sé por lo tanto que me expongo a caer en el punto de mira de sus odiadores, lo cual, si sucede, lo tomaré por un honor.

Me gustan sus dos últimas novelas, Falcó y Eva, ambientadas en plena guerra civil española, a las que auguro un futuro cinematográfico si el curso comercial de Oro no lo desaconseja. El protagonista que da nombre al título tiene las características acostumbradas en Reverte, el típico héroe canalla de buen corazón y conductas amorales, chulesco, autosuficiente, capaz de matar con absoluta frialdad y en otro momento demostrar sentimientos humanitarios, un espía dotado con habilidades deductivas y artes marciales que podría encajar en el traje de James Bond, por su cuidado indumentario, por sus exquisitas maneras, por su educación cosmopolita, su irresistible atractivo para las féminas y su frialdad en situaciones apuradas a prueba de bombas. Un gran personaje evadido de las cloacas de la novela negra para trabajar al servicio del ejército sublevado contra la República que mantiene un interesante affaire sexual/amoroso con una espía roja. ¡Qué gran vasallo sería si tuviera un buen señor! ¡Qué gran historia para el cine si hubiera quien acertara con su adaptación! ¿Tal vez Enrique Urbizu?

Pérez Reverte tiene un estilo literario y narrativo muy apto para la traslación de sus novelas al cine y eso explica que sean tantas las veces en que criaturas suyas han adquirido la apariencia de actores de carne y hueso y también, por desgracia, que sus historias hayan perdido el oremus en manos de directores de cine tan alejados entre sí como Roman Polanski o Gerardo Herrero. No tiene suerte con esas incursiones en la pantalla grande. No resulta fácil desentrañar dónde reside la clave de por qué ha sucedido tal cosa, pero lo cierto es que ni los citados (que dirigieron La novena puerta y Territorio comanche) ni Pedro Olea (El maestro de esgrima), Jim McBride (La tabla de Flandes), Enrique Urbizu (que no estuvo muy acertado con Cachito), Manuel Palacios (Gitano), Imanol Uribe (La carta esférica) o Agustín Díaz Yanes (Alatriste), sin mencionar las series para Antena 3 Camino de Santiago y Quart, el hombre de Roma, o las dos versiones televisivas de La reina del sur, han conseguido entregar una cinta que pase de lo aceptable a partir de alguna obra de Pérez Reverte o de algún guion directamente escrito por él.

Tal vez sean las aventuras de capa y espada a las que prestaba su carisma Viggo Mortensen, ese capitán al servicio del rey Felipe IV de España durante la Guerra de los Treinta años, en el siglo XVII, lo más apreciable en resultados estéticos de todos los intentos citados, aunque es dudoso que consiguiera recuperar el presupuesto de 24 millones de euros, el segundo más elevado de siempre en el cine español. La amistad entre el escritor y el director, Agustín Díaz Yanes, así como el acentuado gusto de ambos por la Historia, han vuelto a propiciar, once años después, la puesta en pie de otro costoso proyecto, el titulado Oro.

Para llevar a la selva amazónica a una expedición de conquistadores en busca de El Dorado, la mítica ciudad que el hambre, la miseria y la desbordante imaginación de aquellos desharrapados creía erigida en el precioso metal, Díaz Yanes ha partido de un relato no publicado de Pérez-Reverte, un guion firmado por ambos que contrae una deuda relevante en términos argumentales con la novela de Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, publicada en 1964, pues las situaciones básicas son muy semejantes a las de la expedición al Amazonas organizada por Pedro de Ursúa y la posterior rebelión de Lope de Aguirre. Desarrollo con pequeñas variaciones e idénticas motivaciones a las de los hombres que tanto Werner Herzog como Carlos Saura enviaron a las mismas tierras persiguiendo la misma quimera en Aguirre, la cólera de Dios (1972) y El Dorado (1988), otra gran superproducción de la época, por cierto, que costó 1.000 millones de pesetas. Lo que ha escrito Pérez-Reverte no se distingue por su originalidad. En este caso las comparaciones son odiosas porque volver sobre una historia ya contada (dos veces) exige aportar algo diferencial que la mejore y –lo lamento- no es el caso.

La película pretende describir la enloquecida aventura de una partida de conquistadores españoles en busca de el Dorado, que inicialmente al servicio del Rey de España, intentan sobrevivir en la selva a base de asesinar a todos los indios con los que se tropiezan y terminan masacrándose entre ellos mismos, hasta que sólo  quedan dos para dar testimonio de que los tejados y las paredes de oro de El Dorado son solo una quimera. La selva amazónica, que debería ser el más grande y primer personaje, asfixiante, opresivo, determinante de las dinámicas autodestructivas que laminan a los soldados, carece de ese punto de agresividad que uno esperaba descubrir, es un espacio bellamente fotografiado, pero apenas un lugar de paso relativamente holgado. Ni los caimanes que no se ven, ni las arenas movedizas, las lluvias o los accidentes climáticos poseen la más mínima capacidad de conmovernos.

Oro cuenta con un buen reparto, un grupo de excelentes actores que no consiguen por sí solos mantener el interés de una historia desfalleciente, a pesar de una violencia extrema descrita de un modo que termina por parecer rutinaria. Pero es necesario mencionarlos porque todo lo bueno que tiene el filme se relaciona antes que nada con ellos, sus rostros feroces, sus voces trabajadas: Raúl Arévalo y Óscar Jaenada mantienen un duelo viril que desprende destellos de autenticidad; José Coronado, por el contrario, no está a la altura de sus mejores trabajos (a las órdenes de Urbizu) por indefinición; Antonio Dechent, José Manuel Cervino, Luis Callejo, Juan José Ballesta, Andrés Gertrúdix, Diego París, lidian con las escasas posibilidades que tienen; el personaje de Bárbara Lennie, la dama deseada por la soldadesca y motivo de disputas en la expedición no consigue transmitir la pasión febril que se supone ha de inocular en aquellos hombres; Anna Castillo y Juan Carlos Aduviri se esfuerzan por evitar la caricatura de criada de la dama y de indio sabelotodo que guía a través de la espesura de la selva dejando caer frases tan poco naturales como: “¿están lejos? No están lejos, están aquí”. Juan Diego, que lleva los últimos años iluminado por las musas en los papeles que ha interpretado, tiene que sostener en esta ocasión a un individuo que bordea involuntariamente la comicidad. Está a muchas leguas del Juan Diego que nos deslumbra en No sé decir adiós.

Raúl Arévalo, Bárbara Lennie y Óscar Jaenada en Oro. Sony Pictures España

Díaz-Yanes cuenta con un guion poco original, ya lo he señalado, y su capacidad para ponerlo en escena se muestra muy limitada y en ocasiones francamente torpe. Véase, a modo de ejemplo, cuando una serpiente muerde a un personaje: la vemos un instante y acto seguido desaparece de la escena porque nadie se ocupa de ella, el resto de los personajes se queda mirando y la serpiente podría dedicarse a morder a otros incautos. Algo similar sucede cuando dos hombres intervienen en el curso de una pelea para inclinar la suerte del lado de uno de los contendientes de tal manera que uno se pregunta por qué no han intervenido antes. También es reveladora de esa torpeza la secuencia en la que el sargento (José Coronado) recibe el impacto de una flecha perdida  cuando se encuentra en un pequeño grupo, agazapado mientras observa pelear entre sí a unos indios, a los que vemos corretear a través de un agujero entre las ramas. La escena carece por completo de verosimilitud y, peor aún, de dramatismo, a pesar de las consecuencias que tiene. En otra toma un movimiento de cámara desde un plano general de la selva nos permite descubrir a una iguana colocada en primer término; ni National Geographic lo hubiera planificado de una manera tan elemental y decorativa. Algunas situaciones son difíciles de creer, como la reunión de la dama con el soldado que la pretende a espaldas del señor que se la ha quedado en propiedad, pues no otra cosa cabe decir de las brutales normas impuestas por quien detentaba el poder.

José Coronado y Raúl Arévalo en Oro. Sony Pictures España

Son algunos ejemplos tomados al azar de mi memoria indicadores del rastro de falta de inspiración que debilita esta producción de Atresmedia, que sigue el patrón de las que la preceden en la política cinematográfica de esta corporación (como en la de su competencia, Mediaset): una operación publicitaria de altos vuelos, apoyada en los rostros y prestigio de un buen grupo de intérpretes, con un “look” de solvencia técnica y una solidez global mucho más aparente que real porque en la historia y en la realización se encuentran los pies de barro.

 

Regalo idea para un buen guión

¿Hay algún guionista ahí? Tengo una debilidad por un escritor que se llama David Torres. Leo asiduamente sus columnas en el diario digital Publico.es que bajo el título de Punto de fisión nos propone siempre una ración de realidad de la buena, o sea de la cruda, de la que entra sin hacer amigos pero lubricada por un sentido del humor en el que el sarcasmo imita al sabor de la guindilla, picantito él. La prosa de David Torres es gozosa aunque escuece, lo más parecido a los pimientos del Padrón en estilo literario.

El escritor y periodista David Torres. EFE

También he leído con fruición unos cuántos libros suyos: Nanga Parbat, Punto de fisión, Todos los buenos soldados… Sus novelas comparten coordenadas estéticas, morales y estilísticas y me encantan. Además siempre estoy de acuerdo con él en sus columnas. Sólo recuerdo una vez en que los ojos me dolieron al leer sus comentarios al controvertido asunto de las declaraciones de Bernardo Bertolucci en torno al rodaje de El último tango en París. “Tu quoque!” Pensé… pero este asunto no toca ahora y ya me ocuparé en otro momento de saldar esas cuentas.

¿Hay algún guionista ahí? Si es así le regalo la idea, a riesgo de que alguien se haya adelantado ya –cosa que debería darse por muy probable-. Las adaptaciones de novelas al cine son innumerables, como es bien sabido y he dejado dicho aquí. Las buenas películas que son debidas a adaptaciones literarias, no tantas. Unas veces la transposición no conserva el espíritu del origen intentando mantener la letra; otras sucede al revés; y en las más ni lo uno ni lo otro… Por poner sólo un ejemplo, tengo caliente todavía la decepción de El país del miedo, no muy afortunada traducción de la novela homónima de Isaac Rosa. Su esforzado director, Francisco Espada, manifestaba las mejores intentiones y comprensión del panorama sociológico delineado por el escritor pero, ay, el resultado dejaba mucho que desear, era escasamente verosímil, frío como un témpano. He citado este caso porque coloco a Isaac Rosa en una onda parecida a David Torres, espero que no se me ofenda ninguno de los dos.

Yo vengo a proponerle humildemente a cualquier escritor de cine el texto de una novela de David Torres, convencido de que podría convertirse en explosivo para la pantalla; el material de partida se lo pone desde luego a huevo. Avalada por los premios Dashiell Hamett de novela negra y Tigre Juan, no sólo es buena literariamente, tiene además el aliento narrativo que te permite visualizarlo con la misma facilidad con que se devora, lo que resulta natural en un cinéfilo empedernido como es el autor. Luego, cosa bien distinta sería la producción, ya me entienden, el director, los actores, el capital fungible… en ese negociado no me meto por ahora, vayamos paso a paso.

Es verdad que el título no es lo más afortunado: Niños de tiza. Tiene un toque de infancia blanda que camufla la verdadera naturaleza del relato, áspero como un trago de aguardiente. Qué digo como un trago, como una borrachera, como el coma etílico que está a punto de dar al traste con Roberto Esteban, el protagonista, ex campeón de boxeo, tras años de esforzada abstinencia cuando las cosas se complican irremediablemente en su deambular sobre la fina línea de alambre que separa el bien del mal, lo justo de lo cabrón, entendidos estos conceptos a su peculiar manera.

Es cierto que Roberto busca con enternecedora impotencia rememorar sabores y olores de su infancia, recuerdos de los juegos callejeros anclados en las esquinas de una barriada proletaria de la periferia madrileña, rescatar del polvo del olvido las curvas de Lola, un temprano amor imposible y seguramente indeseable. Y avivar la llama del arrepentimiento hasta hacerlo indoloro por no haber sido capaz de evitar el trágico fin de Gema, la niña paralítica cuya triste sonrisa convertía sus piernas en cola de sirena.

Pero la nostalgia tiene en Niños de tiza ese aroma que percibíamos con placer culpable en Tarde para la ira, el abrumador debut de Raúl Arévalo, lo mejor sin duda de todo lo manufacturado el año pasado por estos lares (aunque no se engañen, argumentalmente no tienen nada que ver novela y película): un apestoso aroma a orines y vomitonas, a brutalidades perpetradas bajo la coartada de la diversión, una gama cromática que va del gris al negro dejando un hueco al rojo de la sangre derramada sobre el rostro, a golpes bajos, altos y medianos, que para qué imponer reglas donde la única posible es el sálvese quien pueda.

Atados los cabos de la engañosa inocencia, años finales del franquismo impregnados de la mugre política y vivero de traficantes de la muerte a plazos envuelta en papelinas, la acción avanza hacia los tiempos del Madrid pretendidamente olímpico, la estulticia del márketing paleto del «relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor», que nos vendieron como señuelo de una prosperidad expropiada por los facinerosos encorbatados, bien conectados a las cloacas del dinero negro; polvos que nos han traído el lodazal en el que chapoteamos actualmente sin que se vislumbre final a tanta mierda.

En ese punto la galería de amigos y rivales de la niñez con el paso de las estaciones se ha convertido en lóbrego túnel sembrado de amenazas. Criminales maltratadores de pasado carcelario; policías de nada dudosa reputación: directamente rufianes; camaradas dispuestos a hacer balance de daños y perjuicios sin computar los navajazos; mala gente, malencarada al volante de un taxi con vocación suicida; curas rojos y obreros y descreídos que sólo creen en lo que hacen, porque las palabras sagradas quién sabe cuánto tienen de verdad. Mujeres de mala vida y mala vida de mujeres que no se la merecían.

Miren yo no soy experto en nada, por supuesto, pero a mí esta novela me parece que contiene un cojonudo guión cinematográfico. Y les juro que no conozco al autor más que por sus escritos; ni soy su representante, ni he tenido el gusto de saludarle nunca. Aunque si de aquí saliera un buen proyecto de película tampoco me importaría que alguien me diera las gracias por la sugerencia. Con eso me conformaría… hasta ver el resultado.