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El zen de pintar lo que no tiene importancia

'Untitled (staple and table cloth)' - Lillian Bayley Hoover - Foto: lillianhoover.com

‘Untitled (staple and table cloth)’ – Lillian Bayley Hoover – Foto: lillianhoover.com

Son rincones de una casa cualquiera, banales rastros de actividades que se automatizan. Durante siglos, la pintura ha sido el medio de expresar pasiones y sentimientos profundos y nobles, plasmar hechos históricos, retratar a los notables. La estadounidense Lillian Bayley Hoover apuesta por todo lo contrario, percibe que el tiempo que dedicamos prestando atención a algo guarda una relación directa con el valor que tiene para nosotros, cualquier menudencia puede ser poética, vital, valiosa en nuestra intimidad mundana.

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La silenciosa muerte del escritor Peter Matthiessen

Peter Matthiessen (1927-2014) Foto: Riverside Books

Peter Matthiessen (1927-2014) Foto: Riverhead Books

Pocos días antes del reguero planetario de lágrimas provocado por la muerte de Gabriel García Márquez, otro gran escritor octogenario había fallecido de la misma enfermedad y en una población tan literaria como la capital mexicana donde el Nobel colombiano sucumbió al cáncer. Peter Matthiessen (1927-2014) murió en Sagaponack, una villa atlántica del noreste estadounidense, una zona de luz boreal donde los indios algonquinos cultivaban patatas mucho antes de la llegada de los bárbaros occidentales.

Truman Capote, Kurt Vonnegut y E.L. Doctorov, tres narradores que bastarían para armar una biblioteca autárquica, también eligieron el pueblo como refugio. Maththiesen —que había sido informante de la CIA a los veintitantos, maestro zen desde los cincuenta y en décadas recientes enemigo público de los EE UU por rebelde según el FBI— combatió en una casa frente el océano la leucemia que lo derrotó antes de que viese publicada la novela que había entregado a la imprenta hace unos meses, In Paradise [Riverhead Books], la narración del retiro de búsqueda y oración de un centenar de personas encerradas en los barracones que ocupaban los soldados nazis en un campo de exterminio para meditar sobre las razones de la maldad y los modos blandos de combatirla.

Siento la muerte de Matthiessen —percibida con sordina en España— con la misma intensidad que la de García Márquez. Reconozco que no hay comparación posible en lo literario, aunque la preocupación por el ser humano y la justicia social del colombiano en los foros públicos fuese mejor aplicada y con más coherencia, aunque menor impacto mediático, por el estadounidense, un activista incansable en favor de los pueblos indígenas, el medio ambiente y la sabiduría ancestral. No tengo noticia, aunque quizá alguien pueda sacarme del posible error, de que el autor de Crónica de una muerte anunciada haya pisado de África y Asia, por ejemplo, paisajes distintos a los lobbies de unos cuantos hoteles de lujo, los salones de dos o tres embajadas o algunos rectorados universitarios donde sirven cócteles para que la intelligentsia y la política se arrimen y mariden. Mientras tanto, su coetáneo estadounidense se dejó el alma, la salud y las botas surcando a pie las amplias tierras de los desclasados.

"País de sombras"

«País de sombras»

Hablar de escritura comprometida es un absurdo porque el compromiso, como dejó claro Dostoievski, es inherente a la vida: «Si podemos formularnos la pregunta: ‘¿soy o no responsable de mis actos?’, significa que sí lo somos». Mathiessen, autor de una treintena de libros, ejerció esa certeza con irreprochable honestidad. No se puede decir lo mismo de algunos escritores laureados por las academias y celebrados por el público a través del corazón y las billeteras.

La cota más alta de la producción literaria de ficción de Matthiessen es País de sombras [Seix Barral, 2010], novela epopéyica —surge de la reescritura de tres obras anteriores— que ganó el National Book Award en 2008, donde el escritor demostró, con una saga en los pantanos de Florida, un territorio donde, como escribí en una crítica, «la inteligencia es animal; la cultura, intuitiva; el corazón, frío; la determinación, nihilista; la vida, aparatosa…», que era el mejor de su generación en la crónica de la vida salvaje y las no siempre cándidas o mágicas leyes de la naturaleza y la sangre .

Nunca podré separar al literato muerto de otro de sus libros, una obra confesional y doliente: El leopardo de las nieves. Fue publicado en inglés en 1978 y traducido al español, sin que casi nadie se diese por enterado, en 1993 por Siruela. Cuando los editores lo pusieron en el mercado en tapa blanda en 2008, la crítica española descubrió tardíamente a Matthiessen, de quien había sobrada bibliografía en el mercado nacional, por ejemplo la novela Jugando en los campos del Señor (Siruela, 1992), la espléndida y bárbara colección de cuentos En la laguna Estigia y otros relatos (Siruela, 1993) y algunos excelentes ensayos que publicó Olañeta como El árbol en que nació el hombre (1998) y En el espíritu de Caballo Loco (2001). Todos están hoy descatalogados.

"El lepardo de las nieves" (reedición de 2008)

«El leopardo de las nieves» (reedición de 2008)

Han despachado arbitrariedades que rozan la indocumentación sobre El leopardo de las nieves. La primera y crucial es situar esta obra místico-religiosa en el subgénero de los libros de viajes y afirmar que, como tal, puede ser comparado con los productos canónicos de Theroux, Thubron, Robert Byron y Chatwin.

Si bien es cierto que se trata de la crónica de un desplazamiento —en 1973 y al prohibido Dolpo, en el occidente himaláyico de Nepal, en compañía del biólogo George Schaller— y con un fin preciso —la visión en libertad de ejemplares del esquivo felino conocido como leopardo de las nieves (Panthera uncia), que vive como un milagro a 6.000 metros de altura—, el desplazamiento de Matthiessen es de purificación —su mujer había muerto de cáncer meses antes— e importan poco el escenario y la ruta.

«Seguir adelante como si no supieras nada, ni tu edad, ni tu sexo, ni el aspecto que tienes», escribe Matthiessen en este dietario en pos de la luz mansa e intachable que emana de los ojos del Buda. «Seguir adelante como si estuvieras hecho de gasa…, una niebla que pasa a través y por la que se pasa a través sin que pierda su forma. Una niebla que pierde su forma sin dejar por ello de ser. Una niebla que finalmente se disuelve, desperdigando sus partículas al sol».

He leído media docena de veces El leopardo de las nieves —empecé con la primera edición de Siruela, porque el libro fue uno de esos que me llamaron desde los estantes, abrí al azar y convinimos en mantener una mútua cautividad—. Está entre los diez libros de mi vida, colocado al abrigo de dos obras que completan la búsqueda de la impermanencia y el equilibrio: el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa y los Diarios de John Cheever. No hay en este kit de urgente salvamento literario ninguna obra de García Márquez, al que adoré por otras razones: sabía contar cuentos mejor que nadie, con música de orquestina y colores de almanaque, pero, a diferencia de Matthiessen, no tenía nada que enseñarme sobre el silencioso arte de sobrellevar la tragedia de vivir y la necesidad de subir a las montañas para encontrar la verdad.

Les dejo con tres citas —porque creo que bastan para entender qué le importaba al bendito Mattiessen— de El leopardo de las nieves:

«Sobre el camino, sobre el brillo de la mica y de extrañas piedras resplandecientes, yace la pluma amarilla y gris azulada de un pájaro desconocido. Y acto seguido llega una intuición penetrante, en modo alguno entendida, de que esta pluma sobre la senda plateada, en este ritmo de sonidos de madera y cuero, respiración, sol y viento e ímpetu de río, en este paisaje sin tiempo pasado o futuro, en este instante, en todos los instantes, transitoriedad y eternidad, muerte y vida son una y la misma cosa».

«El secreto de las montañas es que existen, igual que yo, pero se limitan a existir, cosa que yo no hago. Las montañas no tienen significado, son significado; las montañas son. El sol es redondo. Yo vibro con la vida y las montañas vibran y, si soy capaz de oírlas, hay una vibración que compartimos. Entiendo todo esto, no con la cabeza sino con el corazón, sabiendo cuán absurdo es tratar de captar lo que no se puede expresar, sabiendo que otro día, cuando vuelva a leer esto, sólo quedarán las palabras».

«Quizá ese miedo a la impermanencia explica el ansia con que consumimos los pocos bocados de experiencia, en carne viva, que nos ofrece la vida moderna, por qué la violencia es libidinosa, por qué la lujuria nos devora, por qué los soldados eligen no olvidar sus días de horror: nos aferramos a esos momentos extremos en los que parece que morimos y en los que, por el contrario, renacemos. En el abandono sexual, al igual que en el peligro, nos vemos empujados, por muy brevemente que sea, a ese presente vital en el que no permanecemos al margen de la vida, sino que somos vida, nuestro ser nos llena; en el éxtasis con otro ser, la soledad desaparece en la eternidad».

Ánxel Grove

John Max, el fotógrafo que lo dejó todo por una bolsa de arroz integral

Retratos subjetivos mediante los cuales, gracias a la intermediación epifánica de la fotografía, el fotógrafo quiere asomarse a sí mismo. Por tanto, retratos-grito. El título de la serie era hijo de la poesía y la desesperación: Open Passport (Pasaporte abierto).

¿Era posible predecir ante las fotos, realizadas entre 1965 y 1972, que su autor, John Max, era un Bartebly de la fotografía y llevaría el «preferiría no hacerlo» a su consecuencia final: la parálisis por hastío?

A comienzos de los años setenta era el gran prodigio de la fotografía canadiense. Robert Frank, con cuya obra situada al límite de lo soportable —porque es una persecución de la imposible divinidad— las fotos de Max mantienen lazos de hermandad, diría con el tiempo: «Era una voz muda en el amplísimo paiasaje vacío de Canadá. Su trabajo procedía de una persona apasionada y pura, las mejores cualidades de un fotógrafo».

Leonard Cohen por John Max

Leonard Cohen por John Max

Nacido en 1936 en Montreal, en una familia de padres brutos, deshonestos consigo mismos y muy pobres, Max hacía retratos con poder de barbitúricos, teñidos por el hollín de la pesadilla como única forma de lucidez —hay un buen ejemplo con otro canadiense de alma quebradiza ante la cámara, Leonard Cohen—. Hubo un tiempo que ahora parece fruto de algún tipo de ucronía en que esa cualidad tóxica era considerada meritoria y valiente.

Algo sucedió a partir de entonces. Algunos dicen que Max se trastornó; otros, que digirió con excesiva textualiadad los dictados de un fanático retiro zen en Japón; una tercera opinión sostiene que la cámara, las fotos y el cuarto oscuro se convirtieron en accesorios, recuerdos de un satori del pasado

Al regreso de Oriente, Max era un vagabundo que visitaba a los amigos cargando bolsas con arroz integral y los rollos de las fotos que había tomado en Japón. Como el buen bartebly que empezaba a ser, no los había revelado.

— Quiero revelarlos y volver a exponer, pero antes tengo que sacudirme de encima mucha mierda y atar muchos cabos sueltos. Tengo que organizar mi vida para poder revelar mis fotos —dijo a un amigo en 1983.

John Max en 1986 (Foto: © Richard T.S. Wilson)

John Max en 1986 (Foto: © Richard T.S. Wilson)

Un retrato de perfil que le hicieron en 1986 muestra a Max lejano como un asteroide. En el documental John Max, a Portrait (Michael Lamote, 2010), se le ve deambulando entre pilas de libros, basura y teteras oxidadas en un apartamento de Montreal. En algún momento del film se adivinan los 2.500 carretes de fotos todavía sin revelar.

Cuando murió, en 2011, a los 75 años, se publicaron sentidos obituarios en la prensa canadiense y alguna que otra entrada en blogs de fotografía. La expresión «fuego interior» era común en los textos mortuorios. Dado el desinterés por el mundo del fallecido, sonaba a mera combinación de palabras.

Los 2.500 rollos de película sin revelar quizá contengan alguna respuesta. Prefiero imaginar que esas miles de fotos tomadas pero nunca sometidas a la epifanía de luz de la ampliadora son, como acaso sospechaba Max, miles de potenciales gritos insoportables. Mejor no hacerlo.

Ánxel Grove

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

John Max

 

Cinco piezas clave en el centenario del anarquista del silencio John Cage

John Cage

John Cage

El 12 de agosto de 1992, mientras preparaba una infusión de té en su loft de Nueva York, el músico John Cage sufrió un infarto mortal. Estaba a tres semanas de cumplir 80 años y, pese a padecer problemas crecientes de salud —ciática, eczemas, dolores de espalda y, sobre todo, una penosa artritis en las manos—, era razonablemente feliz y, lo más importante, querido y apreciado por muchos.

«Uno de los grandes hombres de este siglo, alguien que logró combinar y exaltar, con rigor y pureza, los signos y rastros en diversas formas. Sonriendo«, escribió el compositor italiano Luciano Berio tras la muerte de su amigo. «Nunca pensó en sí mismo, pero siempre fue fiel a sí mismo. Lo amaba todo y no amaba nada«, dijo Alexina Duchamp.

John Cage, Paris, 1981

John Cage, Paris, 1981

Quizá a través de los valores apuntados en ambas declaraciones —que Cage cultivó tras muchas décadas de práctica del zen, el taoísmo y otras formas del multiforme budismo: una felicidad casi tonta, irreflexiva, no necesitada del apuntalamiento consciente, y el cultivo diario del desapego y el desprendimiento— pueda entenderse la grandeza del músico. Fue uno de los artistas más inovadores del siglo XX y fue feliz siéndolo. Muchos se atribuyen el primer mérito, la inovación, con razón o sin ella, pero muy pocos pueden alardear del segundo, la felicidad.

Este año se celebra el centenario del nacimiento de Cage (Los Ángeles-EE UU, 5 de septiembre de 1912) y se cumplen veinte años de su muerte. Con estas dos perchas, meras excusas periodísticas, vamos a seleccionar algunas de las obras musicales más bellas, sorpresivas y radicales en su ternura que nos regaló el anarquista del silencio.

1. Water Walk. Enero de 1960. Programa de relevisión de la cadena CBS I’ve Got A secret.

John Cage como performer en un magazine televisivo donde el público esperaba encontrar a personajes estrafalarios con algún secreto para compartir. El músico presenta su composición Water Walk —estrenada en 1959 en otro programa de televisión, el concurso italiano Lascia o Raddoppio (Doble o nada), en el que Cage había ganado millón y medio de liras demostrando sus enciplopédicos conocimientos de micología—. Se trata de una pieza de tres minutos donde casi todos los instrumentos (34) están relacionados con el agua: desde una olla a presión en funcionamiento, hasta un patito de goma, pasando por una trituradora de hielo, una regadera de jardín, una botella de vino, una bañera y un sifón. Cage controla la línea de tiempo de los eventos cronómetro en mano, paseando entre los elementos y dando ocasionales golpes al piano —único instrumento tradicional— o arrojando al suelo alguno de los cinco transistores de radio que también intervinenen en la obra (aunque no están encendidos, porque los técnicos, aduciendo una prohibición sindical, se negaron a enchufarlos). Antes de la performance, el presentador del programa advierte a Cage sobre las posibles risas y mofas del público. «Perfecto. Prefiero las risas a las lágrimas», dice el compositor.

 2. In a Landscape (Agosto, 1948). Interpretada (piano) por Stephen Drury.

En el verano de 1948 Cage aceptó dar clases en el Black Mountain College, una universidad experimental de artes liberales fundada en 1933 en Asheville (Carolina del Norte) y ubicada en las estribaciones de los Apalaches, entre plácidas colinas y bosques. Aunque sólo le pagaron cien dólares por casi tres meses de trabajo, pudo incluir como acompañante a su novio y gran amor, el coreógrafo Merce Cunningham (1919-2009), y conoció a otros profesores que retaban el constante interés de Cage por la conversación polémica y los intercambios de líneas de pensamiento artísticas, trascendentalistas o simplemente referidas a lo cotidiano. En este ambiente compusó la ensoñadora y sigilosa pieza para piano o arpa In a Landscape, donde rinde homenaje al artista que más escuchaba por entonces, Erik Satie (1886-1925), el primero en proponer la música como amoblamiento y conceder valor primordial a los periodos de tiempo, dando entrada en las partituras al sonido, el silencio y el ruido. Para Cage, Satie recuperó para la música de Occidente la idea de «duración», que ya estaba presente en la Edad Media y en todas las tradiciones de Oriente, pero fue olvidada por la «manía» de la estructura armónica. Las obras de Cage para piano o piano preparado están entre las más elegantes y volátiles de la música contemporánea. Parecen congregar tradiciones remotas con la sensibilidad de abandono del hombre moderno —esa cualidad fue destacada por alguien tan aparentemente ajeno a Cage como el cantante de folk Woody Guthrie en una conmovedora carta de 1947 (la música de Cage, decía, contiene «un bosque y una montaña desierta»)—. Acaso no por casualidad, este cuerpo de piezas fueron escritas por el músico en una época en la que no tenía ni dinero ni casa y vivía gracias a la solidaridad de los amigos.

3. Concerto for piano and orchestra (1958). Orchestre Philharmonique de la Radio Flamande. Piano: Michel Béroff. Director: Michel Tabachnik (2006)

Cuando fue estrenado en Nueva York, en mayo de 1958, el Concierto para Piano y Orquesta dejó al público boquiabierto y estremecido ante una obra que convertía el cromatismo en protagonista y admitía la libre intervención de los ejecutantes en la transmisión de la partitura, elaboradísima, distinta y ajena a las notaciones convencionales. Cage, que había asistido a un curso de tipografía el año anterior, escribió cada parte en detalle, pero con referencia al tiempo, determinado por los músicos pero alterado por el director durante la ejecución.

Partitura del concierto. La parte de abajo corresponde al piano.

Partitura del concierto. La parte de abajo corresponde al piano.

Las notas son de tres tamaños para dar indicaciones de amplitud y duración, ambas en manos de los ejecutantes, y la partitura del piano tiene 84 tipos diferentes de anotaciones, dando libertad al pianista para tocarlas en su totalidad o en parte. La idea general es involucrar en el concierto tantas técnicas de juego como sea posible

Cage quería abrir la música a la intervención aleatoria del azar y empezó a utilizar el I Ching, el milenario libro de adivinación taoísta basado en las mutaciones del universo y la vida, como aliado para componer. Esta decisión cambió el devenir de la música y predijo gran parte de los movimientos ambientales y de trance que seguimos escuchando hoy.

«Cuando escucho eso que llamamos música, me parece escuchar a alguien hablando sobre sus sentimentos, ideas o relaciones con los demás, pero cuando escucho el tráfico, el sonido del tráfico, no tengo la sensación de que nadie me esté hablando, sino de que el sonido actúa y me encanta la actividad del sonido«, declaró Cage en esta época.

4. Credo in US (1942). Percussion Group Cincinnati (2011)

La música de percusión de Cage es tan interesante como sus obras para piano. En 1942 compuso Credo in US basándose en las improvisaciones del jazz —llegó a tocar la canción con Ornette Coleman, padre del free—. Está pensada para ser interpretada por un pianista, dos percusionistas y un operador de transistores de radio y giradiscos (una avanzadilla de lo que hoy llamaríamos DJ), que insertan fragmentos de dos de los músicos más criticados por Cage, Beethoven y Shostakovich, a quienes consideraba «lineales». En 1986 Cage tocó en un concierto con otro alquimista del jazz, Sun Ra. También tanteó con algún músico de rock, como John Cale, uno de los fundadores de Velvet Underground. Le gustaba la forma en que cierto tipo de rock «rompe el ritmo con el simple uso del volumen».


5. One² (1989). Interpretada por Margaret Leng Tan.

Algunas obras de Cage sólo pueden ser interpretadas por virtuosos de primer nivel dada la dificultad técnica que conllevan (sonidos, sonidos-sin-sonido, sonidos-sin-sonido-asociados-a-sonidos-con-sonido, protoarmónicos…). Los Freeman Etudes para violín (1977-1990), por ejemplo, obligan al intérprete a sostener una misma nota durante hasta siete minutos, «sin la más mínima variación», según las instrucciones del compositor (hay una soberbía interpretación de Irvine Arditti).

La situación se dió con frecuencia en las obras en las que Cage exploró la «armonía anárquica» (las alternativas / a la armonía / la vida entera rompiéndome la cabeza / contra una pared / ahora la armonía / ha cambiado / su naturaleza y regresa sin leyes / y sin que haya alternativa posible, escribió en uno de sus poemas-reflexiones tardíos).

John Cage

John Cage

A partir de 1991 compusó 48 obras numeradas con anti-títulos en las cuales regresaba a los instrumentos clásicos (piano, violín, trombón…) para hacerlos sonar de manera heterodoxa, cambiando las frecuencias y las formas de interpretación. El resultado es insólito y de una punzante belleza, pero no resultaba fácil de llevar a cabo.

One² fue regalada por Cage a la única pianista capaz de tocarla, Margaret Leng Tan, nacida en 1945 en Singapur y acostumbrada a tocar con instrumentos no convencionales, sobre todo los pianos de juguete tan del gusto de Cage (aquí hace una versión de Eleanor Rigby, de los Beatles). La complejísima One², de duración «indeterminada» y escrita para «entre uno y cuatro pianos», condensa la estética musical de Cage: los tensos silencios son tan importantes como el sonido ya que representan el concepto zen de ma, el espacio negativo preñado de vacía intensidad.

Ánxel Grove